viernes, 9 de marzo de 2007

TOSCANINI O LA MUSICA COMO UTOPIA

Hace 50 años sus manos vibrantes, vehementes, precisas como el filo de un cuchillo recién afilado, se detuvieron, junto con su corazón y toda la extraordinaria historia que albergaba dentro: nada menos que la de la ópera y la música culta de finales del siglo XIX y la primera mitad del XX. Lo que más acertadamente llamaríamos el inicio de nuestra contemporaneidad. Hace 50 años, en la mitad del mes de febrero, más por dolor que por vejez, más por pesadumbre emocional que por cansancio vital –había vivido las dos más horribles guerras que la humanidad haya conocido, bien de cerca, y en buena medida había sido víctima de ellas-, cesó el latir y el quehacer de Arturo Toscanini, la primera leyenda de la dirección orquestal.
Ni Von Bulow, ni Mahler, sus contemporáneos y forjadores de la manera como entendemos modernamente el arte de la dirección, lograron el sitial ni la memoria como intérpretes que el director italiano alcanzó y aún mantiene. Además Toscanini llevaba dentro de sí tesoros invalorables: conocía de directa mano el estilo verdiano de ejecución, pero también el pucciniano y el verista, al ser la batuta que estrenara Pagliacci, Nerone, La fanciulla del West y Turandot.
Hoy los registros discográficos y los videos nos preservan lo mejor de su arte, y hay una cosa, al menos, impresionantemente asombrosa, que nos asalta de inmediato en su escucha o cata, incluso mientras más antiguo es el archivo, más evidente aparece: la modernidad de su estilo.
La música, como toda obra humana, también envejece, y lo que en su momento pareció innovador, singular, memorable, en muchos casos, sufre deterioros implacables con el pasar de los años. En el capítulo de los cantantes, por ejemplo, hoy nos parecen casi insoportables los timbres y los estilos de luminarias de antaño como Adelina Patti, Amelita Galli Curci o Mercedes Capsir. En el de los directores de orquesta gente muchísimo más joven que Toscanini hoy está olvidada por “antigua” o porque no hay mayores aportes al arte histórico de la dirección orquestal: Molinari-Pradelli, Gavazzeni, Gardelli, Leibowitz tienden a habitar un tibio olvido, mientras que Toscanini está a la cabeza de la pléyade de batutas de una escuela incluso ajena a su propio estilo Busch, Reiner, Erich Kleiber, Klemperer, Walter, y su verdadero y único rival: Wilhelm Fürtwängler, con ópticas y expresiones (incluso políticas) diametralmente opuestas.
Uno escucha, por ejemplo, La flauta mágica, en una precaria grabación tomada de la radio, en 1937, desde Salzburgo, con il maestro, y la de Beecham, del mismo año, y en estudio de grabación, con muchos de los mismos cantantes de Toscanini, queda pálida. Más áun, requeriríamos avanzar hasta los 80, con Solti o Harnoncourt, para escuchar algo que se le asimile. Ese es el punto: la dirección de Toscanini, apartando sus tiránicas imposiciones metronómicas, casi siempre a favor de la velocidad, con el consiguiente desprecio hacia la expansión lírica de los cantantes, suena absolutamente moderna, es decir, es como escuchar a Abbado, a Levine, o a Muti, su más directo heredero, incluso en sus excesos.
La búsqueda de una presencia siempre contundente de la orquesta, la integración de las voces a la trama instrumental, la obsesión con la precisión rítmica, la meticulosidad por la nitidez tímbrica, la carga teatral, la irreductibilidad del canto y el melos son signos que definen a muchas de nuestras estrellas del podio actuales. Todas ellas ya estaban de una manera dramática en Toscanini, y en el estilo de música que más frecuentemente ejecutaba, la ópera italiana, eso era, en su tiempo, una verdadera excepción, que sólo Victor De Sabata y Tullio Serafín, en la escuela italiana llegaban a secundar. Pero el estilo particular de Toscanini es antirromántico y antihedonista comparado con el pathos oscuro de Fürtwängler, la expansión sonora y preciosista de Karajan, la brillantez espectacular de Solti o la visión espontáneamente analítica, casi zen, de Carlos Kleiber. Ellos tratan de descubrir el sentimiento, el alma, lo subjetivo que subyace en cada partitura, con sus hondas simas y sus parajes quizás repulsivos; Toscanini rinde homenaje primordialmente a la música. Siempre tiende a esa idea de la escucha primigenia, no aquella que nos vulnera cuando se nos descubre lo que nunca habíamos escuchado en la obra favorita de mil audiciones, que es una fortaleza suprema en Karajan o Kleiber, por ejemplo. Toscanini busca la verdadera primera audición, la que haríamos si pudiésemos viajar al instante inmediatamente posterior a la culminación de la composición de una obra y leyéramos imaginando rigurosamente cada acorde, nota, compás y matiz, tal y como figuran allí escritos.
Es verdad que tal búsqueda es una absoluta quimera, una utopía musical, pero ese era el mundo en el que habitaba Arturo Toscanini cuando se paraba frente a una orquesta y comenzaba a dirigir. Por eso quizás era tan intolerante con sus músicos y les exigía lo que parecía desmedido o imposible, por eso también jamás transó con tiranos fascistas ni nazistas. Las demagogias populistas debían sonarle como inarmónicos y deleznables ripios de una partitura.
Por eso quizás sigue tan imperturbablemente moderno e indiscutible. Las utopías, al no estar en ninguna parte, tampoco son afectadas por el tiempo: viven o respiran del aire de la eternidad.
Einar Goyo Ponte

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