domingo, 16 de septiembre de 2007

CALLAS, 30 AÑOS DESPUES



Einar Goyo Ponte

María Callas, la cantante griega, encarnación absoluta de la diva operística, murió en París el 16 de septiembre de 1977, sola, aislada voluntariamente, rondada por sus fantasmas, posiblemente en silencio, de un ataque al corazón. Tenía sólo 53 años. Hoy la recordamos en el aniversario No. 30 de su partida. ¿Qué pervive de la que es considerada la cantante de ópera más grande del siglo XX a tres décadas de su ausencia?

Ante todo sus grabaciones, reeditadas, e incluso pirateadas, incesantemente: casi 30 óperas completas, 11 discos de recitales, y un puñado de videos, que el DVD ha reactualizado. Allí está la huella de su voz única, oscura, de infinitos matices, de acentos moldeados especialmente para cada personaje, la extensión pavorosa, la ductilidad increíble, y la laceración intrínseca que aún conmueve a sus oyentes.

Su Gioconda visceral, en dos prestaciones, la de 1952 y la del 59, ambas geniales, en una más dueña de su portento vocal que en la otra, en ambas levantando el listón como escasas, casi ninguna sucesora ha podido alcanzar. Pareciera imposible repetir el sentido de vacío, la genuina oscuridad del “avel” (la tumba), que resuena más poderosa en tanto más oscura. ¿Cómo lo hacía Callas? Espero responder a ello hacia el final del texto.




Está la melancólica Elvira de su I puritani (1953), grabada cuatro años después de la proeza en Venecia, tutelada por Tullio Serafín, cuando la cantó a poco más de una semana de hacer la Valkiria wagneriana. El caudal de vida real, de lacerante sentimiento que la Divina le insufló a esta fantasía romántica es otra de sus rúbricas indelebles. Está su estratosférica Armida, rol no atrevido por nadie más hasta la década de los setenta.

Están sus Traviatas (1953, 55 o 58), en estudio, lujuriosa de voz la primera, en una función histórica y genial de la Scala de Milán, con Di Stefano, Bastianini y Giulini en el podio la segunda, y una de escalofriante hondura, con el Alfredo de lujo de Alfredo Kraus, en Lisboa, la tercera. El largo etcétera comprende sus creaciones más extraordinarias, hoy convertidas en registros históricos: su Tosca, con Di Stéfano, Gobbi y De Sabata, para muchos la más grande grabación de ópera de todos los tiempos; sus Norma (54, espectacular vocalmente; 55, con Del Mónaco, en duelo de divos, desde la radio en directo, y la de 1960, con el exuberante Corelli, y ella más incisiva que nunca, llenando de frases inolvidables e inigualables la partitura de Bellini); su Sonnambula, sobre todo la de 1955, tomada del vivo en la Scala, con Bernstein en el podio, mientras Callas cantaba en la fantasía viscontiniana, vestida de prima ballerina; y dos cruciales recuperaciones de repertorio belcantista, Anna Bolena, de Donizetti, de 1957, en vivo de la Scala, e Il pirata, de Bellini (Carnegie Hall, 1959, a falta de los célebres de la Scala). Como apéndice debemos mencionar sus reinvenciones de Lucia di Lammermoor, Barbero de Sevilla, Carmen, y otro rescate irrepetible, su Medea, de Cherubini, también en tres ediciones (53, Scala, 57, estudios, y 58, Dallas).

Pero también la sobreviven bibliotecas enteras que pretenden contar desde todos los ángulos posibles su vida, su carrera, sus amores, su intimidad. Ninguna otra cantante lírica ha ocupado tanto a las plumas “del corazón”. Hasta las esposas de sus colegas se han sentido autorizadas a dar su versión de Callas. Al lado de la de su esposo Gian Battista Meneghini, aparece la de la mujer de Pippo Di Stéfano, Callas, mia nemica; la de la Matheopoulos, que explota, como muchas, la relación con Onassis, la de su acólito David Palmer, en versión fílmica, Life and Art of Maria Callas, las de John Ardoin, Gerald Fitzgerald y Sergio Segalini, fieles a su culto y a su oficio crítico, pero sobre todas ellas se eleva siempre el misterio de su vida. ¿Por qué se divorció realmente de Meneghini? ¿Qué vio realmente en Onassis? ¿Cómo “la tigresa de la ópera”, incapaz de ceder ante Rudolf Bing, el amo del MET, negada a cantar ante el Presidente de Italia, capaz de arañar a sus colegas en escena si se atrevían a disputarle su primacía, de insultar a la buenaza de Tebaldi, de protestar los detalles económicos más rigurosos de sus contratos, se dejó embaucar por el pirata griego? ¿Por qué volvió a los escenarios a sabiendas del desgaste de su voz después de 1965? ¿Por qué murió sola en su apartamento? ¿En realidad se suicidó? No hay respuestas ni satisfactorias ni definitivas para estas preguntas, y sus enigmas conforman la esencia de la personalidad Callas.

Queda su película Medea, dirigida por Pier Paolo Pasolini, basada en la tragedia de Eurípides, no en la ópera de Cherubini, que ella desenterrara y la cual permanece como esfinge invencible para sus pretendidas sucesoras. Nadie ha podido con este rol desde que Callas lo abandonara en 1962, luego de unas escalofriantes funciones en la Scala. El film de Pasolini, que contiene lo mejor y lo peor del cineasta italiano (sus close ups dramáticos y su ritmo exasperante), no tuvo demasiado éxito en el momento de su estreno. Hoy es objeto de culto entre los fans de Callas, como testimonio fidedigno de la profundidad histriónica de la artista. Allí es posible descubrir lo que es quizás lo más preciado de su herencia: su voluntad de riesgo. Hay anécdotas que cuentan que ella casi se quemó filmando la escena final, donde la hechicera se inmola junto con sus hijos, no por accidente, sino en busca de la veracidad de la secuencia.

Quedan también sus conciertos filmados, genuinas muestras de la seriedad escrupulosa y la fidelidad a su arte que Callas profesaba. Invalorables son las filmaciones de sus segundos actos de Tosca, con Tito Gobbi. Son los más perfectos de esta ópera que jamás haya visto. Al lado de esto es muy pálida la elegante pero infiel fantasía de su amigo Franco Zeffirelli, el film Callas forever, donde sinceramente no hallamos casi nada de Callas. Cito al periodista Agustí Fancelli, quien en el momento del estreno de la película escribió: “La pregunta es si a los 25 años de la muerte no sería hora de ir separando el mito de la realidad, la historia inventada de la vivencia (…) si no hubiera resultado más útil para quienes no tuvimos ocasión de apreciar su arte en directo un relato verídico por parte de alguien que la conoció y trabajó estrechamente con ella”; pero también lo son el seriado producido por la RAI telenovelando otra vez sus amores con Onassis, e incluso, la célebre obra de teatro Master class, del inglés Terence Mc Nally, que también fantasea con penetrar una atormentada psique de Callas durante el dictado de sus clases magistrales (también grabadas y preservadas videográficamente), asaltada y escindida por sus culpas y fantasmas. Fanny Ardant, Nuria Espert, Norma Aleandro han encarnado a la diva en las tablas, pero ella se mantiene esquiva de la escritura excesivamente melodramática de su autor.

Más cerca del terreno de lo inolvidable, y siempre, en el apartado cinematográfico, permanecen para mí, aquella secuencia inicial de Atlantic City, una ya vieja película de Louis Malle, en la cual vemos fascinados la ablución de los hermosos senos de Susan Sarandon, mientras se escucha la inefable “Casta Diva” en la voz de Callas. Y por supuesto, la estremecedora escena en la que el moribundo Tom Hanks resume su mundo a un atónito Denzel Washington a través de ella cantando “La mamma morta”, de Andrea Chenier, en Philadelphia.






Queda la renovación y ampliación del repertorio operístico, gracias a la recuperación de un estilo de canto que se creía perdido. Sin ella quizás no tendríamos la recuperación de las obras rossinianas ni la ampliación y supervivencia del repertorio belliniano y donizettiano. Sutherland, Caballé, Sills, Gencer, Bartoli, no hubiesen sido posibles sin ella. El estilismo repujado de la australiana, los pianissimi arrebatadores de la catalana, la actuación con el canto sin faltar a la fidelidad musical de la norteamericana, el nervio histriónico de la turca y la perfección técnica de la italiana son las huellas de su herencia en estas cantantes. Sólo que cada uno de estos rasgos distintivos por separado de cada una de estas cantantes, se hallaban reunidos en la Callas.


El auge actual de la puesta en escena, la recuperación del sentido teatral pleno en la ópera, y de allí su impacto visual y mediático también le son deudores. Ella era una cantante-actriz y para ello transformó su propia figura rolliza en la mujer esbelta que le exigían sus heroínas canoras. Para servir a su arte Luchino Visconti, Piero Tosi, Franco Zeffirelli idearon dispositivos escénicos que renovaron el teatro musical. El cuidado y la intensidad de los gestos, la incesante búsqueda de una coloración vocal específica ya no para cada rol sino para cada situación dramática de sus encarnaciones fueron las marcas que pronto hicieron mella en el mundo de la ópera de los años 50, devolviéndole realismo, veracidad dramática, compromiso artístico a un arte que se había convertido en poco más que un circo de pirotecnias vocales o voces hermosas. Callas vino a exigirnos que miráramos más allá. Si los cantantes de hoy deben lidiar con una preparación actoral además de su entrenamiento vocal, la culpa es de ella. La ópera filmada, los excesos y las genialidades de Jean Pierre Ponnelle, Patrice Chereau, Luca Ronconi, Francesca Zambello, Harry Kupfer, Graham Vick, Calixto Bieito o Peter Sellars nacieron del efecto Callas, porque después de ella, la ópera no volvería a ser la misma.

Quedan sus sucesoras/imitadoras: las perseguidoras del efecto de su timbre, artífices de colores oscuros falsos y rebuscados, como si en la peculiaridad instrumental radicara su genio. Son las herederas pobres: Elena Souliotis, Sylvia Sass, Tiziana Fabbriccini, María Dragoni y otras. Y están las herederas afortunadas, las que mientras más buscan su distanciamiento más nos la recuerdan, pues aunque divas auténticas del mundo de hoy, están lejanas aún del genio absoluto de Callas, como Angela Gheorghiu y Anna Netrebko, infectadas en su esencia vocal del terciopelo callasiano, pero de prestaciones mucho más ligeras o modernas.

Falta por mencionar el más importante y duradero de sus legados, precisamente el que más echamos en falta. Al inicio de este trabajo preguntamos cómo hacía Callas lo que la hacía tan especial. ¿Qué es lo tan irrepetible y particular de sus asunciones músico-dramáticas? Sé que otros muchos han dado y darán una respuesta disímil, cada una tan particular como la sensibilidad o criterio de su autor. La mía apenas aspira al mérito de la sencillez: lo más personal de Callas, vale decir, lo que he aprendido a amar más en ella, incluso por encima de la desgarrada intensidad de su canto, es algo estrechamente ligado a ésta. Es eso que líneas arriba anuncié como su voluntad de riesgo.

Callas cantaba siempre como si fuese la última vez. Cantaba como ya es casi imposible que se cante hoy, obnubilada como está la ópera por la obsesión de durar, de hacer fortuna, de encontrar y preservar al cantante perfecto. Y al cantante perfecto ya lo encontramos, y resulta que ante su abundancia, no era tan difícil hallarlo: Rockwell Blake, Cecilia Bartoli, Renée Fleming, Juan Diego Florez, Fischer Dieskau, Joan Sutherland, Birgit Nilsson son todos cantantes mucho más perfectos e irreprochables que María Callas, pero yo extraño, en casi todos ellos, esa voluntad de riesgo extrema que caracterizaba a la Callas. Cantar Elvira, a días de Brünnhilde, no sólo fue obra de Serafín: se requería de una temeridad de acero, que sólo Callas poseía, la misma que transformó su figura rolliza en la esbeltez que desveló las fantasías de Visconti et alia, la misma que le oímos en sus aterradores saltos de octava, en los abruptos y seguramente nocivos cambios de registro e impostación. No era una desatinada o inexperta la que los provocaba, era su intuición genial que no encontraba otra forma de traducir la angustia de Norma, la desesperación de Tosca, la inhumanidad de Medea o Armida, la locura de Lucia o la tisis de Violetta. Lo mismo vale para las mutaciones proteicas de su voz: el hilo en que la transforma en los últimos minutos de Traviata, en comparación con la voluptuosidad de su primer acto, los agotadores legati de su Anna Bolena, su Imogene o sus heroinas verdianas; la manera como casi se destimbraba cuando la asaltaba el sonambulismo de Lady Macbeth, la angelical suavidad de su Amina proveniente de la misma voz que nos aterraba con su feroz Turandot. ¿Cómo fue posible tanta variedad, tanta capacidad camaleónica? Ya no me basta la tesis de su instrumento superdotado ni de su técnica infalible. Me cuadra mejor lo que siento en sus grabaciones: la elección invariable de la vía riesgosa, la despojada de seguridad, la peligrosa y nociva, la que quizás al fin redujo su carrera a poco más de diez años de gloria, pero lo que la mantiene eterna, única, imposible de imitar, treinta años después de su muerte, pero ya a casi sesenta del inicio de su leyenda.

Hoy la perfección inunda los teatros, los monitores, los equipos de sonido, incluso los estadios y las pantallas cinematográficas, pero el riesgo, esa voluntad de ser capaz de perderlo todo por entregarle un fragmento de verdad, de pulpa de lo irrepetible, de grandeza, de revelación, de genio artístico al público, eso mismo que arriesgaron Beethoven, Picasso o Buñuel en sus obras: el abandono de lo sabido y seguro por la originalidad, se extraña con demasiada frecuencia en el actual mundo de la música.


Su ausencia será el sostén de la inmortalidad de María Callas, pues mientras no lo reencontremos nos veremos obligados a recordarla. Y cuando por fin retorne, sabremos sin equívoco que ese fue su legado.


Así perviven los mitos.
A continuación dos momentos antológicos del arte vocal de María Callas. En el primero canta una una de las arias emblemáticas de las divas líricas de finales del XIX e inicios del XX. La ensoñante "Ebben, n'andró lontana", de La Wally de Catalani, y por último, para los fanáticos del cine, y para los nostálgicos del verismo, esa otra confesión de amor y miseria que Callas arrebataba de los repertorios de otras divas, apropiándosela para siempre. Es la estremecedora "La mamma morta", de Andrea Chenier. Escúchalas haciendo click en ellas.


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