sábado, 24 de febrero de 2007

Cumpleaños No.400

HIC ET NUNC

400 velas para la ópera
JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO El País, 24/02/2007

La ópera está hoy de cumpleaños. Han pasado ya cuatro siglos desde aquel 24 de febrero de 1607 en que se estrenó, en los aposentos de Madama di Ferrara del Palacio Ducal de Mantua, el primer título que ha sobrevivido hasta nuestros días: L'Orfeo, de Monteverdi, esa maravillosa obra maestra en la que los principios del "recitar cantando" se adornaron con lo que se llamó "estilo representativo", y a partir de ahí la ópera despegó y aún sigue contagiando las emociones más encendidas. El retorno al espíritu de la tragedia griega impregnó los primeros pasos de la ópera. Curiosamente, dos de las celebraciones con las que hoy mismo se rememora este día fundamental de la cultura europea tienden un puente con los valores clásicos desde cierta comprensión de la modernidad.
En Barcelona está aparcado el buque Naumon, seguramente la adquisición más "disparatada" y utópica de La Fura dels Baus, y en su bodega esta noche se representará de la mano de Carlos Padrissa L'Orfeo, de Monteverdi, con cantantes y público entremezclados, entre antorchas y velas, al viejo estilo de La Fura, y del teatro clásico, conectando con la tendencia de utilización intimista de los espacios en los tiempos actuales. Y en el bellísimo teatro São Carlos de Lisboa, se ha vaciado el patio de butacas para una serie de representaciones de La walkyria, de Wagner, situándose el público en los palcos o en el escenario reconvertido en una grada, en una propuesta del director de escena Graham Vick, cuya intención es asimismo una vuelta a los principios de la tragedia clásica aplicados a la obra de Wagner, en una continuación de sus trabajos de comunicación espacial en Birmingham, donde se ha podido escuchar Don Giovanni, pongamos por caso, al lado de los cantantes y sentado el público hasta en féretros de madera, con una sensación de proximidad que amplía las perspectivas emocionales.
Monteverdi puso la primera piedra de un edificio, cuyos límites no han dejado de ensancharse. El mito de Orfeo se multiplicó desde Gluck o Offenbach hasta una serie de creaciones que llegan hasta hoy y van desde la música al cómic. Dentro de las celebraciones de la efemérides, el mundo de la ópera se reunió en París el pasado fin de semana para reflexionar sobre la situación actual del género lírico, en una convocatoria firmada por las asociaciones de teatros y festivales, las de espectadores y los departamentos educativos de teatros y orquestas, a la que asistieron más de quinientas personas y en la que participaron la flor y nata de los que cortan el bacalao operístico en estos momentos: compositores -Eötvös, Saariaho-, directores de teatros -Gelb, Foccroulle, Payne, Mortier, Pinamonti, Muñiz, Bech Holten-, agentes de medios audiovisuales, delegados juveniles con edades entre 18 y 30 años de más de 50 países, y un largo etcétera. ¿Qué temas preocuparon a los expertos del sector y a los observadores? Pues fundamentalmente dos: la renovación del público y las condiciones de futuro para una evolución enriquecedora del género. Los problemas financieros quedaron, sorprendentemente, aparcados, y los costes de acceso para el ciudadano se deslizaron a un segundo plano, al comprobarse que los precios medios de las localidades para la lírica -60 a 64 euros, en una muestra realizada entre Ámsterdam, Barcelona, Bolonia, Bruselas, París, Cardiff, Oslo, Vilnius y Estrasburgo- no son superiores a los del fútbol.
En la encuesta citada se dieron resultados iluminadores. Por ejemplo, únicamente el 30% de los asistentes a la ópera son menores de 45 años; más del 50% asisten con abono para toda la temporada; el 80% se preparan con anterioridad para asistir a los diferentes títulos, y casi el 60% son mujeres, lo que confirma la irresistible ascensión del género femenino en las áreas culturales. En unas Jornadas tan participativas como las de París si algo destacó fue la vitalista presencia de un sector juvenil que puso patas arriba todas las convenciones y manifestó un amor por la ópera sencillamente contagioso. Una reunión de estas características siempre tiene el peligro de convertirse en un manifiesto de supervivencia en un cementerio de elefantes. No fue así, y las conclusiones fueron esperanzadoras. Ello, además de poder comprobar experiencias muy estimulantes en el terreno social, como la realizada en una prisión de Berlín por la Filarmónica de la ciudad, que dirige Simon Rattle, a partir de la ópera El oro del Rin, de Wagner.
La ópera salió a la calle el pasado fin de semana y, en muchos lugares, va a volver a repetir la experiencia hoy. ¿Qué significa salir a la calle? Pues simplemente armar un poco de barullo para demostrar que el género lírico sigue vivo y está dispuesto a recibir nuevos adeptos. Una gran parte de los teatros han organizado jornadas de puertas abiertas para visitar sus dependencias y talleres. Las colas han sido inmensas. Se han organizado proyecciones de títulos y montajes emblemáticos, recitales de canto, sesiones de hip hop relacionadas con la ópera, descuentos apreciables a jóvenes menores de 26 años e incluso se ha puesto música de ópera en las estaciones de metro y trenes de cercanías de Bilbao. Las miles de personas que en varios centenares de teatros de toda Europa se han adherido a estas iniciativas han demostrado que la ópera sigue ejerciendo una capacidad de fascinación considerable.
Varias cosas han quedado claras. La primera de ellas es el hechizo insustituible de las representaciones en vivo, con la proximidad humana que facilita el teatro y la cercanía que transmiten las voces. La segunda es el incremento de actividades operísticas fuera del teatro, bien con motivos educativos aprovechando las nuevas tecnologías en redes universitarias de Internet de alta velocidad, bien a través de difusión en cines con proyección digital de alta definición, bien con la expansión y perfeccionamiento de las grabaciones audiovisuales convencionales (DVD, discos, televisión). La difusión en estos formatos no tiene el efecto sustitutivo del "directo" pero ayuda al aumento de perspectiva histórica y desarrolla los niveles de conocimiento y exigencia.
Quedan temas a los que dar una vuelta: el desinterés de muchos compositores de bandera en la creación operística hoy, o cuáles son las maneras más eficaces de presentar los títulos tradicionales adaptándolos a la sensibilidad de nuestros días. ¿Que por dónde empezar en un viaje de iniciación? Pues, tal vez por el principio. L'Orfeo, de Monteverdi, es una ópera de una intensidad poética excepcional. Para escuchar con calma en una versión puntera, como las dirigidas por Harnoncourt, Jacobs, Garrido o Savall. La ópera más antigua se merece que soplemos en su honor las simbólicas 400 velas de la tarta lírica.

Trío Alma


No había de que asombrarse cuando la pequeña sala, contigua a las caballerizas, de la Quinta Arauco, sede de la Asociación Pro-Música de Cámara, ya llena, comenzó a seguir recibiendo asistentes, a quienes no importaba si ya no había asientos, si sufrirían el calor habitual del recinto, ni siquiera si ya no había boletos disponibles para ellos. Era el único concierto de ese domingo de carnaval en toda Caracas.
Así fue la suerte de la agrupación franco-rumana Trío Alma, conformado por la soprano Christelle Violin, la flautista Otilia Panaitesco y el guitarrista Eric Roussel, quienes a pesar del nombre del grupo, casi no tocan ninguna pieza juntos. Al menos no este domingo, cuando apenas en la última canción del programa, se ensamblaron.
Tampoco son grandes eminencias de sus instrumentos. Son ejecutantes honestos, participantes de una agrupación aún joven, de casi una década de vida ya, pero no dueños de un virtuosismo enervante. Y el repertorio escogido se adaptó cabalmente a esa línea sencilla y sin aspavientos de interpretación.
Flauta y guitarra abrieron el recital con la muy elemental Grande sérénade, de Mauro Giuliani; la Sonatina semplice, del contemporáneo Jan Truhlar, y una pintoresca Escena pastoral rumana, compuesta por Petre Elinescu. Aparte de lo contagioso de la ejecución del ritmo folklórico balcánico, nada de mayor especial recordación.
El guitarrista Roussel limpió sus gazapos de la primera parte con dos cuidados fragmentos de la Suite No.3 para laud, de J.S. Bach, una delicada Fantasía, de Fernando Sor, y una menos agraciada versión del Verano porteño, de Astor Piazzolla.
En la segunda parte acompañó a la soprano Violin, quien desgranó dulzura y estilo isabelino en su canción de John Dowland, acompañó con no siempre bien atinados gestos tres breves Volkslieder (Canciones populares alemanas), de Johannes Brahms; fue víctima de la dicción castellana en la melodramática “Vientos de octubre”, del salvadoreño Arturo Corrales, y al fin triunfó con arrobo en la nana “Durme, durme”, de Avril Anderson, aunque de idiosincrasia arabigo-española. Fue aquí donde el trío hizo honor a su nombre, ensamblándose con elegancia y suficiencia, que el público copioso, sin embargo no premió, solicitándoles ni un bis.

jueves, 22 de febrero de 2007

ARS NOVA


Renée Fleming es una de las más acreditadas herederas de las divas clásicas, cosa muy de respetar en esta era de ídolos desechables y de consumo masivo. Su trayectoria, su estilo de interpretación, su técnica, la belleza de su voz y el glamour de su estampa la ubican en los peldaños más altos de esta incipiente historia del canto del siglo XXI. Acaba de lanzar al mercado su último Cd, un homenaje a las divas del comienzo del siglo XX: Mary Garden, María Jeritza, Emmy Destinn, Rosa Ponselle y otras, cantando nuevo repertorio, descubriendo rarezas y limpiando olvidos. La acompaña en esta tentadora y original aventura, la batuta del ruso Valery Gergiev, con su famosa orquesta del Teatro Mariinsky. No lo he escuchado aún, salvo los canapés que nos sirve la gente de Decca Classics en la dirección web que he copiado en la sección Tierra de Tántalo y otras galaxias, allí al lado, debajo de mi perfil.
Bon Appetit!

martes, 20 de febrero de 2007

ARS ANTIQUAE

Viejos textos escritos en la era pre-bloguiana, que recopilo de a poco aquí, para lectores distraídos o recién llegados, y a manera de archivo hemero-cibernético, con ciertos toques antológicos.








Cárdenas vs. Cárdenas

Al momento de escribir esta reseña sobre el Cd de Alexis Cárdenas, presentado por el Ensamble Gurrufío, no han pasado ocho días de una crónica mía sobre el violinista tras una prestación en vivo, ejecutando música académica, en la que declaraba mi conflicto por percibir dos lados opuestos del mismo artista. Uno genial, electrizante, extraordinario, que encontramos en sus grabaciones de música popular (recordamos que en estas mismas páginas nos ganó la admiración por su último disco con el grupo Recoveco), y otro demasiado modesto, atildado y francamente aburrido en su faceta clásica, impresión reiterada en más de cuatro ocasiones casi consecutivas.
Preocupado por esta más que inquietante apreciación escuché el disco en cuestión, tratando de hallar en él alguna solución a esta disyuntiva: un pasaje que nos remitiera al Cárdenas solemne, un vicio técnico que justificara la parquedad de sus ejecuciones beethovenianas, por ejemplo, y que lo asemejara al prodigio inagotable de sus grabaciones criollas; una languidez o cansancio que explicara y reagrupara a las dos aristas del violinista.
Pero fue inútil. En el Cd no hallé sino maravillas, y acaso, al comparar las interpretaciones comunes entre éste y el Bicho...y hecho, de Recoveco, una cierta limpieza más rutilante y un sonido más mórbido en este último, que en el más reciente, como se aprecia en el febricitante Patas d hilo, de Carlos Vieco, y en el vals Suplicante, de Rafael M. López, pero el resto es música llevada a niveles de calidad, revisión y repotenciación impresionantes.
Cárdenas insiste aquí en una marca que le rindió frutos con Recoveco: la fusión estilística de los formatos europeos con los ritmos y melodías vernáculas, en ambos sentidos. Lo hace de “allá” para “acá”, con Fou rire, del francés Richard Galliano, y con el choro O voo da mosca, de Jacob Bittencourt; y a la inversa en Creo que te quiero, de Luis Laguna, y en el tradicional Pajarillo a los cuales insufla un lirismo trascendente a lo Brahms o César Franck, en la primera, y resonancias arábigas para la segunda. El resto es de invulnerable fantasía musical: el goce en el registro agudo en El saltarín, de Laguna, y en el San José de Leonel Belasco, al que inserta un matiz jazzístico acertadísimo; la entusiasmada aceleración del ritmo en Como pa desenguayabar, de Jorge Ayala; la dicción tangible del fraseo en Los tiestos de moca, de Alberto Valderrama; de nuevo la inspiración jazzística en la fusión de Vals para Sonny y Celesta, de Thielemann y Levy, con el arrebato de la coda final. E incluso se nos revela como cantante, en su sentida versión de Lucerito, de Luis Mariano Rivera, donde deja oir un agradable timbre que evoca un poco a Cherry Navarro. No entiendo mucho la mezcla de la Tonada de luna llena, de Simón Díaz, con el potpourri de danzas zulianas que forman Tonada en Maracaibo, pero está irreprochablemente tocado.
Son también de lujo sus acompañantes, el cuatro de Jorge Polanco, el contrabajo de Elvis Martínez, y el piano de Carlos Almarza.
Este disco requiere de un oyente muy especial: el propio Alexis Cárdenas, hasta que se convenza de que puede llegar a niveles semejantes en la música clásica. O decidirse por el certísimo honor de hacer la nuestra a esta escala, exclusivamente.

Ensamble Gurrufío presenta a Alexis Cárdenas. Producción Independiente. Caracas, 2005.
(Publicado originalmente en Revista Veintiuno No. 11, Fundación Bigott,Junio-julio, 2006)







Atrapando el instante
Hasta hace muy poco, aunque la tecnología nos sugiera siglos, el estudio de grabación ostentaba un prestigio casi imbatible. El gran pianista Glenn Gould decidió un buen día, por allá por los 70, no dar más conciertos, para sólo dedicarse a grabar en aras de la perfección. Hoy vivimos en la antípoda: ya nadie graba una ópera completa sino en vivo desde cualquier gran teatro, y los grandes solistas eternizan la experiencia, hasta ahora irrepetible, del calor de la audiencia en aquel concierto, donde imperativos de la emoción se aliaron inéditos con las destrezas y veteranía ejecutorias, gracias a la técnica digital. Así, se sistematiza y multiplica lo que antes era privilegio de coleccionista. Lo irrepetible hoy llena los anaqueles de las discotiendas.
Y hasta la actitud del músico ante el instante, antaño fugaz e inasible, cambia radicalmente, pues tras avisos y contratos por lo que quizás semanas o meses después va a ocurrir en la sala, se prepara con antelación para lo que ya no va a pertenecer, en un buen porcentaje, al terreno de lo accidental ni al dominio de lo imprevisto.
Este disco de nuestra tecladista mayor, Gabriela Montero, tiene justamente esa cualidad, la de atrapar su genio donde mejor se despliega: entre su público. Pero también, y en abundancia, su contraparte, una suerte de sobreconciencia, que mina la espontaneidad y la chispa de su arte. Es lo que sentimos en la primera selección de este CD de menos de 40 minutos, la celebérrima Rhapsody in Blue, de George Gershwin, en su versión original para piano y jazz band con plantel de cuerdas, en arreglo de Ferde Grofe. Mientras Rodolfo Saglimbeni logra imprimir a su Sinfónica Municipal el sonido y la gracia de un combo jazzístico (óiganse los clarinetes, las figuraciones de los fagots, las exactas síncopas de las cuerdas en la coda), la Montero se escucha tímida, acartonada, solemne, y hasta... errática, desde el mismo inicio. Sus solos son lentísimos y aburridos, y apenas en algunos pasajes en octavas recuperamos el vigor al que nos ha acostumbrado.
Quizás por ello los productores decidieron balancear el registro con piezas y obras que dejaran más libre su talento improvisatorio. Así, la versión con piano del Oblivion, de Astor Piazzola, en puro estro de la Montero mientras la orquesta lee la partitura, es mucho más afortunada que su variación a piano solo de la misma obra que oímos después, donde ella se descamina del estilo y tono original.
Personalmente creo que lo más valioso del disco es la grabación del Autorretrato de Ramón Delgado Palacios, de Juan Carlos Núñez, hermoso ejercicio de nostalgia, minimalismo y collage de nuestro ingenioso compositor, no sólo sobre las composiciones del pianista honrado en el título, sino hacia su época y hasta la recuperación de una sonoridad antañona, perfectamente inscrita dentro de las habituales obsesiones de Núñez.
Especiales para fans de la Montero los dos apéndices improvisatorios (grabados en estudio), que buscan preservar la vena quizás más fugaz de su arte, cuyo total, por fortuna, nos será concedido por muchos años más.

Rhapsody in Blue, George Gershwin; Oblivion, Astor Piazzolla; Autorretrato de Ramón Delgado Palacios, Juan Carlos Núñez; Improvisaciones. Gabriela Montero. Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas. Rodolfo Saglimbeni, director. Fundación para la cultura urbana. 2003-2005.

(Publicado originalmente en Revista Veintiuno, No.13, Octubre-noviembre, 2006)

Dame Joan Sutherland - Salut a la France

Voces aeternae

Los nombres, el sonido, la vivencia que suscitan estas voces inmortales. Una esquina para reencontrarlas cuando la fecha, la vida o la nostalgia las invoquen.




I. Joan Sutherland:


(1927) La Sutherland es uno de los argumentos más nocivos contra quienes piensan que la ópera es sobre todo drama y destreza escénica. El repertorio en el que ella reinó durante su carrera, el bel canto, conoció divas extraordinarias, que animaban el escenario con su vena histriónica, pero esta cantante australiana creía, sin escrúpulos, en la expresividad intrínseca de la música, en la evocación o representación de los afectos a través de las notas musicales, de su exacta ejecución sonora. Para ella, en la propia eufonía de la música radicaba la expresividad y el efecto dramático. Y al escucharla es difícil no conciliar con ella. Nunca es más hierática y enigmática Norma, ni más nocturna y extraviada Lucía, ni más irreal la Reina de la Noche, ni más melancólicas las reinas donizettianas, ni más atormentada y aristocrática Lucrecia Borgia, ni más exótica Lakmé, ni más gélida y temible Turandot. En la voz sideral, increíblemente tersa y límpida, en su color carnal y oscuro, en su brillo inaudito, en su dimensión insondable, reina la música entendida como el éxtasis de la melodía, el efecto lánguido de una longitud extrema, de una sensación de aliento inacabable y al mismo tiempo agónico. Nadie sufre al escuchar a Joan Sutherland. Todo está salvado, resguardado en la pulitura diamantina de su instrumento. Si el canto romántico soñaba en una evasión de lo terreno, en una inmersión en lo nocturno, si ese público que iba a extraviarse con María Malibrán o Giuditta Pasta podían creer en una ruptura con el mundo y entrar en los espacios de lo irrealizable y onírico, Sutherland es la recuperación consumada de esa pretensión insana y ardiente. Su milagro radica en que el sonido atraviesa el cascarón de las palabras y significa en si mismo, en su rotundidad y triunfo definitivo.



Grandes roles:



Morgana en Alcina, de Handel; Donna Anna en Don Giovanni, de Mozart; Lucia di Lammermoor, de Donizetti; Norma, de Bellini; La sonnambula, de Bellini; Elvira en I Puritani, de Bellini; Lucrezia Borgia, de Donizetti; Marie en La fille du regiment; Lakmé, de Delibes; Semiramide, de Rossini.



Enlaces:



Se pueden conseguir datos biográficos, discografía e imágenes en www.ffaire.com/sutherland/ref.html

Dos muestras de su arte: La primera, de La fille du regiment, de Donizetti, que la muestra en pleno dominio de sus facultades, con un fiato increíble, las coloraturas estratosféricas y el ribete final impresionante. En la segunda, un clip de audio, de un rol que no cantó jamás en escena, la Odabella del Attila verdiano, a la que sin embargo imprime un acento, una bravura y un mordente, que ya envidiarían muchas cantantes llamadas verdianas. Es el corajudo "Santo di patria".







Joan Sutherland singing Verdi's

domingo, 18 de febrero de 2007

Climas latinoamericanos













Para cerrar su primer ciclo del año, el dedicado al género de cámara, la Orquesta Sinfónica Municipal escogió un programa latinoamericano, tremendamente interesante, el cual salvo, la obra inicial, giraba en torno al tema de las estaciones del año, con el cañamazo de la famosa obra de Antonio Vivaldi.
Del mexicano Silvestre Revueltas nos presentaron el extraño Homenaje a García Lorca (en realidad al poeta sólo está dedicado el “Duelo”, en el 2º. Movimiento, mientras que los tiempos extremos, “Baile” y “Son”, se asientan en el folklore mexicano),compuesto el mismo año de su muerte. Con mucho brío y sonoridad, dirigió el maestro Rodolfo Saglimbeni a su orquesta reducida.
Del argentino Astor Piazzolla, se nos ofrecieron sus Cuatro estaciones porteñas, las cuales, tal como la latitud lo impone, sobrevienen en orden diverso al europeo: verano, invierno, otoño y primavera, y todas al ritmo y la base del tango, en ese estilo punzante, sincopado, sensual, tan del compositor, y del cual se benefician aún grupos tecno como Bajo fondo o Gotan Project. Fueron tocadas en el bonito arreglo sinfónico de Malvicino, que sin embargo lima un tanto la incisividad y urgencia del original. El acordeón fue sustituido por el involucrado oboe de Peter Ferris, y acompañado de la otra vez precisa dirección de Saglimbeni.
Concluyó el concierto con la obra Las dos estaciones (del trópico caribeño), del venezolano Paul Desenne, la cual, en el ya peculiar estilo del compositor, combina la vena paródica con una concepción estética sincretista y mestiza, abigarrada y problemática, inevitablemente americana, y que ya apareciera con todo su vigor en su obra sobre el poema de Alberto Arvelo Torrealba, El reto: Florentino y el diablo, donde ambos personajes representan vertientes distintas de nuestra cultura mestiza, enfrentándose, interpenetrándose, intentando comprenderse, a veces intentando anularse mutuamente, es decir, todo el proceso que nuestros intelectuales han denominado transculturación, y que ya vislumbrara en forma de novela o fábula Alejo Carpentier, en su Concierto barroco, uno de los motores inspiradores de esta obra. En ella, un indiano mexicano viaja ansioso a Europa por encontrar sus raíces, acompañado de un criado negro cubano, pero una vez en la metrópoli, el viajero empieza a añorar su América antes menospreciada, reconoce su verdadera identidad, pero además observa, como a través de la insolencia y el carácter mercurial de su criado, la cultura europea hace simbiosis con la americana, a través del carnaval, el anacronismo, y por supuesto la música. Así asiste a la perversión de un concierto vivaldiano con la percusión africana, y ve la delirante aparición de un trompetista negro, transfiguración de Louis Armstrong, en medio del aria de la resurrección del Mesías, de Haendel. El indiano regresa a su patria, pero su criado se queda en Europa, a seguir “contaminando” el edificio de la tradición occidental. Sobre esta idea, Desenne plantea el otro nervio catalizador de sus Dos estaciones: la célebre Las cuatro estaciones, de Vivaldi, ahora citada, desmontada, revisitada en ritmos vernáculos caribeños como la cumbia, el merengue, la guasa, los tambores costeños, la salsa, sin perder jamás la prosodia académica, más urbana que de salón. Todo ello al servicio de una ingeniosa estructura de inversión, aún más profunda que la de Piazzolla, pues lo que en Vivaldi alude a la canícula estival aquí representa los aguaceros y viceversa, en imágenes musicales de inmediata eficacia. Así las “Goteras”, de la estación de nuestro Invierno, se construyen sobre pasajes del verano vivaldiano, replanteados en ritmo de rumba; lo que en el italiano son mosquitos que asedian a un pastor amodorrado, aquí son ranitas que celebran la lluvia. Y luego, los grillos evocan pasajes del invierno del concierto europeo, para abrir la sequía, en ritmo de guasa caraqueña, que van dando paso al Carnaval, construido irónicamente sobre pasajes del Otoño, pero en son de cumbia. Una mezcla genial y desesperada es la del “Polo Quemao”, la cual aúna la melancolía del género oriental, la nostalgia de sus ancestros hispánicos, con la descripción de los vientos y el calor veraniegos en Vivaldi, en furores y ritmos intrincados y cambiantes, exigentes tanto de la solista del violín, como de la orquesta acompañante. Virginie Robilliard, para quien la obra está compuesta, dio una lectura extraordinaria y brillante, en demostración de gratitud y amor, por lo que puede ser un éxito universal. De hecho ya ha tocado la obra en escenarios nacionales y foráneos. Cómplices e inspirados la OSMC y Saglimbeni.
Un concierto revelador de nuestra temperatura y nuestro temperamento.

sábado, 10 de febrero de 2007

Bajo (Contra) bajo





Más de nuestros orgullos fuera de nuestras fronteras: este viernes 2 de febrero, fuimos convocados en la apretada sala de la Asociación Cultural Humboldt, a otro concierto de nuestra Sinfónica de la Juventud Venezolana, esta vez con el contrabajista Edicson Ruiz, único venezolano en las filas de la imponderable Filarmónica de Berlín, y el bajo cantante Iván García, que se pasea honrosamente por los escenarios europeos al lado de lumbreras de la música antigua como Jordi Savall o Gabriel Garrido, dirigidos por el insigne maestro Alfredo Rugeles.
Era un programa interesantísimo, en el cual se combinaban excepcionalmente la voz oscura del bajo y el protagonismo más infrecuente aún del contrabajo como instrumento solista, en piezas que los reunían. Así, del compositor alemán Johannes Matthias Sperger, escuchamos el aria de concierto “Selene, del tuo fuoco non mi parlar”, de virtuosa escritura para ambas partes, que García cumplió con nitidez y dicción ejemplar, mientras Ruiz hacía cantar y rabiar a su instrumento grave en sinuosas líneas. Ambos superaron sus propios listones altos al decantarse por el aria “Per questa bella mano”, de W. A. Mozart, hermoso fragmento de cantabílisimas formas, que García depuró con gran versatilidad y un fraseo absolutamente señorial, reproduciendo, en singularísima armonía, el estilo elegante y magistral de su compañero instrumentista. No fue menor el acompañamiento acucioso y atento de Rugeles al frente de la orquesta.
Ruiz solo, emprendió la ejecución del Concierto para contrabajo y orquesta, de Johann Baptist Vanhal, el cual después del primer movimiento entra en un marasmo musical irresoluble, que por desgracia no ayuda al instrumento a salir de su histórica marginación, a pesar de los buenos oficios de virtuosos como el nuestro.
Para cerrar el concierto, Rugeles y la SJVSB hicieron una vivaz lectura de la Sinfonía Haffner (No. 35), de Mozart, llamada así por haber sido dedicada por el compositor a la familia de tal apellido. Transparencia, exactitud, incisividad, gracia navegaron a través de sus cuatro breves movimientos.
Ecos recónditos de una Viena en plena Ilustración, reverberando aún en Caracas, en una sala con el nombre de uno de esos hijos de la Enciclopedia, que se fascinó con la naturaleza venezolana. Son los extraños modos con los cuales la música enlaza lo extraviado.

sábado, 3 de febrero de 2007

Abbado con piano y orquesta





Dos conciertos, dos pianistas distintos, una orquesta, un director ya histórico. Ese fue el menú del pasado fin de semana por parte de la Sinfónica de la Juventud venezolana Simón Bolívar, en el Aula Magna, bajo la conducción del maestro italiano Claudio Abbado. Jóvenes los dos solistas, uno cubano, la otra francesa, nos hicieron, aunque guiados por la misma expertísima batuta, experimentar las antípodas del mundo de la música.
Aldo López se presentó el domingo, con el Concierto No.1 en re bemol, del compositor ruso Sergei Prokofiev. Hizo gala de lo mejor de la escuela cubana de piano, esa que desde Ignacio Cervantes hasta Frank Emilio, pasando por Lecuona y Chucho Valdés, ha marcado pauta en Latinoamérica: nitidez, vigor, ritmo implacable, digitación ágil y discernidísima, rasgos que en este Prokofiev, aún melódico y romántico, sirven a maravilla.
El martes escuchamos a Heléne Grimaud, protegida de Daniel Barenboim y Pierre Boulez, pero que nos deparó una de las más decepcionantes lecturas del hiperejecutado Concierto No 2 en do menor, Op. 18, del también ruso Sergei Rachmaninoff. Pocas veces ha escuchado a una pianista tan ahogada por el sonido orquestal, con todo y la complicidad de Abbado, su digitación era confusa, sus tiempos caprichosos y llenos de una prisa insensata, que el maestro, más de una vez, ¡secundó!, nulos rubati y expresión. Heladamente aburrida.
Lo que sí fue una gloria: la Cuarta Sinfonía, de Tchaikovsky, la cual Abbado interpretó siendo fiel a su grabación de 1976, con la Filarmónica de Viena, acaso un punto más sútil y más incisiva, con nuestra vigorosa SJVSB: el trabajo transparente con las maderas, los pianissimi al borde de lo imposible de las cuerdas, la vehemencia de los timpani, el brillo de los cornos, la fruición melódica hasta en los contrabajos, el virtuosismo de los pizzicati del 3er movimiento, el electrizante crescendo de la coda final, todo quedó grabado a fuego en nuestra memoria, como una de las mejores lecturas de esa excitante obra.
Por eso Abbado pertenece ya a la posteridad.