viernes, 23 de marzo de 2007

TRATADO DE LO INVISIBLE IV




Así como un espectro sonoro revela a Hamlet los amores, las intrigas y el paso del crimen, así la voz de Alfredo Sadel esconde en su resonancia, en su versatilidad, el esplendor y lo deleznable del alma venezolana. Indiscutiblemente ligados, la historia contemporánea de Caracas y la biografía vocal del cantante, por otra parte, se entrecruzan, se imantan. Nada de cuanto somos puede explicarse sin la ciudad; nada de nuestra capacidad de sentir, hoy, puede ser ajeno al timbre y al repertorio de Sadel.

"Sadel bolerista". José Balza (1989)




Desde luego, no salió de la nada. Pero me cuesta trabajo reconocer una tradición de cantantes de esta parte del mundo, digamos El Caribe, en la voz de Alfredo Sadel. Creo que él nos ha inventado una contemporaneidad. Su éxito no parecía provenir de un esfuerzo ni de una especial coyuntura. Era. No podía ser de otra manera. Cuando al mediodía, Victor Saume nos revelaba la primicia de un kinescopio, en plenos cincuenta, y mostraba desgarradas damas de falda campana, transidas en el estudio principal de la CMQ en La Habana, más de un mayor parecía sorprendido. Yo no. Sadel era mi plural. Todos íbamos a ser con él. Todos habíamos cambiado. Ibamos a comenzar un país donde el pasado nos sobraba. Allí estaba, ante nosotros, nada menos que el mejor de todos nosotros. En un lugar acostumbrado a la idea de que las mejores cosas nos sucedieron en el siglo XIX, comenzando por el Libertador Bolívar, no es nada fácil sentir el orgullo de la contemporaneidad. Pero ese hombre del kinescopio de Saume, que solía hablarnos entre canción y canción de sus viajes y proyectos, nos hizo sentir mejores y capaces.

¿Cómo no llamarlo, entonces, un ídolo?

"Por toda la vida, Alfredo". José Ignacio Cabrujas (1989)


(Publicados originalmente en Sadel en el tiempo. Sono rodven, Caracas, 1989)

SIEMPRE SADEL


Einar Goyo Ponte
El pasado febrero se cumplió un aniversario más del natalicio de Alfredo Sadel, el tenor favorito de Venezuela. Hoy, a dieciocho años de su partida, su figura, su voz, el recuerdo de su arte, su impronta sobre la música venezolana y sobre la historia del canto en nuestro país luce gigantesca. No hay, maquinarias mediáticas mediante, en el presente, una estrella canora que abarque las dimensiones artísticas, de carisma, de impacto en el público, de influencia en sus sucesores y en la memoria colectiva, como Alfredo Sadel.
En el campo lírico, todo tenor que tenga el signo fatal de nacer en Venezuela, levanta su carrera, exitosa o no, bajo la sombra de Sadel, porque la voz emblemática de un triunfo por su talento, la voz criolla que saltó fronteras, que supo nadar y cosechar la fortuna en campos que para la época se concebían distintas y hasta antagónicos, es la suya, desde su origen bebiendo de la luz y el magisterio de Tito Schipa, tenor italiano de tremenda influencia en Latinoamérica, en la interpretación de sus juveniles pasodobles, a sus primeras glorias en RCA Victor con sus discos acompañado por el sonido orquestal y romántico de Terig Tucci y Aldemaro Romero, desde sus magistrales, por originales, sensuales y ardientes interpretaciones de clásicos americanos como Agustín Lara, tangos argentinos y boleros de Rafael Hernández u Orlando de la Rosa, en un momento donde aún reinaban Pedro Vargas, Jorge Negrete, Ortiz Tirado, Benny Moré y el recuerdo de Gardel aún estaba muy vivo, hasta sus triunfos en la ópera y en la zarzuela, las cuales interpretaba con la misma vehemencia y sinceridad con que abordaba el repertorio popular. Entonces se le criticaba acerbamente. ¿Qué dirían hoy, tras el boom pop de los Pavarotti, Domingo, Carreras y Bocelli? En la historia del canto venezolano, todos, desde Hector Murga y Héctor Cabrera, pasando por Simón Díaz hasta José Antonio García, Victor López y Aquiles Machado, todos tienen una deuda infinita y un reto formidable con el estilo, el sonido y la entrega inmediata de Alfredo Sadel.
Por ello, una vez que estábamos allí, en el atardecer de la transitadísima plaza de Las Mercedes que desde hace años lleva su nombre, rodeados desde temprano de un incesante número de caraqueños que coreaban, aplaudían, lloraban y nostalgiaban aquella Caracas, quizás más pobre pero más franca y sensible, entendimos que no había mejor lugar para festejar la memoria de Sadel sino la calle misma, el cielo abierto de su ciudad como bóveda inmensa para eco de su nombre, como lo hizo el espectáculo de este sábado 17.
En una emotiva reunión de talentos, voces e ingenios se dieron cita la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, de la que hacía tiempo no teníamos noticia, dirigida por el jovencísimo Carlos Izcaray, acompañando diáfana y muchas veces gozosamente casi todas las canciones versionadas, el tenor Victor Lopez imponiéndose en la audiencia a fuerza de sus notas agudas e insolentes, a costa de un canto más elegante, en el repertorio más lírico de Sadel; Rafael “El pollo” Brito, con un canto dicharachero, aunque más cercano a un ídolo pop actual que al arte refinado del tenor, aunque apabullantemente acompañado por los increíbles Aquiles Báez y Saul Vera, con quienes dio una reconstructiva pero magnética versión de “El muñeco de la ciudad”; su hija, Elvia Sánchez, con su bella voz de soprano en una sensible interpretación de “Cerca de ti”, aunque “Desesperanza” y “Canción sin título” se quedaron presas en el territorio de la nostalgia.
También acudieron Aldemaro Romero quien acompañó en la batuta de la orquesta a ese milagro llamado Rafa Galindo por cuya garganta no sale ya voz (intacta y pristina como siempre) sino emociones desbordadas, Trina Medina que convocó a Sadel y al Benny en ese capítulo imperecedero de la historia caribe llamado “Alma libre”, y menos afortunada en su lectura del “Arráncame la vida”, de Agustín Lara, más en los predios de Toña La Negra que de nuestro tenor; su propia madre, Canelita Medina, que obró la proeza de levantar a toda esa plaza colmada y ponerla a bailar con un melao y sabor indescriptibles en “Lagrimas negras”; Eugenia Méndez, quien propuso una inextricable versión de aquel himno de la resistencia en la época de la dictadura: “Escríbeme”, y la Rondalla Venezolana, con dos boleros sadelianos, “Vuélveme a querer” y “Déjame”, repletos de memorias románticas.
Nostalgia, recuerdo, atisbos de una ciudad ya perdida, iban entreverados con la música gracias a las chispeantes y frescas intervenciones de la anfitriona Camila Canabal, leyendo las pesquisas de Federico Pacanins, y de los humoristas Pedro León Zapata, Miguel Delgado Estévez y Laureano Márquez.
Sadel volvió esa tarde a habitar el espacio más entrañable de su ciudad natal: el corazón de su pueblo.

sábado, 17 de marzo de 2007

Tratado de lo invisible III




"La buena música no es más que nuestra emoción. Parece que la música nos deleita poniendo nuestra imaginación en la necesidad de nutrirse momentáneamente de ilusiones de cierto género. Estas ilusiones no son tranquilas y sublimes como las de la escultura, o tiernas y soñadoras como las de los cuadros de Correggio.

La primera característica de la música de Rossini es una rapidez que aleja del alma todas las emociones sombrías tan poderosamente evocadas en las profundidades de nuestra alma por las lentas notas de Mozart. Luego veo en la música de Rossini una frescura que, en cada compás, hace sonreír de gozo. Por eso todas las partituras parecen pesadas y aburridas después de las de Rossini."

Stendhal. Vida de Rossini.

Cárdenas por tres





¡Cómo me gusta que me desmientan! Mis dos últimas crónicas ( una de ellas reproducida en este blog en la sección Ars Antiquae), sobre el violinista Alexis Cárdenas, uno de nuestros más reputados instrumentistas de la actualidad, habían hecho patentes mi confusión y perplejidad ante lo hierático y distante que lucía al abordar el repertorio clásico, la base de su carrera, en contraste con su inspiración, virtuosismo y contundencia al tocar música popular. Pues bien, ha pasado casi un año desde aquella crítica, y Cárdenas ha vuelto a nuestra escena, en la serie Grandes solistas de la Sinfónica Municipal, con un programa absolutamente retador, un verdadero tour de force para cualquier virtuoso: algo así como un boxeador o un gladiador enfrentándose sucesivamente a tres contrincantes, el uno más fiero y formidable que el anterior.
Round 1: Camille Saint-Säens y su Introducción y rondó caprichoso, Op. 28. Cárdenas sale junto con el director Rodolfo Saglimbeni y enfrenta la introducción con su melodía entrecortada, para luego atacar el subyugante tema sincopado, con gran variedad y precisión, con las cuales cruza por toda la pieza, aprovechando cada uno de los grandes efectos que tiene para dar una ejecución brillante.
Round 2: Pablo Sarasate y sus Aires gitanos. Si alguna obra violinística quería yo escucharle a Cárdenas era esta: la expansión melódica, el lirismo extraviado sobre las octavas más agudas de la gama, los legati, y luego la explosión vertiginosa de las escalas en el ritmo zíngaro, con el jugueteo de arqueo y pizzicati. Todo hecho a la medida del verdadero estilo interpretativo de nuestro ejecutante zuliano. Y mi presunción fue correcta. Lo que Cárdenas hizo fue perfecto.
Round 3: Maurice Ravel y su Tzigane. Sarasate estrenó en 1863 la obra de Saint-Säens del primer round; Sarasate fue el compositor de los Aires gitanos, y Tzigane significa “gitano”. Esa soterrada relación tenían las tres piezas. Un largo pasaje improvisatorio de considerables dificultades inicia la obra. Una pequeña pérdida de incisividad en el sonido no mermó, sin embargo, la absoluta discernibilidad de todo el enrevesado pasaje, verdadera antología de la bravura violinística. Luego la orquesta abordó con magistral colorido, la genial instrumentación raveliana, mientras Cárdenas seguía concentrado en las derivaciones y dificultades de su parte concertante, con lo cual consumó una mañana memorable y difícilmente repetible por otro solista criollo.
No tuvo el mismo nivel la parte final del concierto. Brahms, de nuevo, pero ahora servido por Saglimbeni: Segunda Sinfonía. Fue excelente en el desarrollo melódico de los temas, abundantes y de seductora belleza en esta obra, tejido orquestal diáfano, atractivo contraste entre bríos y serenidades, pero le faltó coronar el espectacular final: extrañamos más arrojo en los staccati, en los pasajes de fanfarria, en el sostén tonante de los timpani, en el crescendo final de los metales. Esta música está hecha de esos detalles.

sábado, 10 de marzo de 2007

COMO EN VIENA O MILAN






Einar Goyo Ponte

Mi admiración por Claudio Abbado viene desde sus ya clásicas grabaciones de las óperas de Rossini, por allá a mediados de los 70 (aunque yo las conocí casi diez años después): el revelador Barbero de Sevilla, que luego Jean Pierre Ponnelle pusiera en escena; la mágica Cenerentola, con la soberbia Teresa Berganza, en las ediciones críticas de Alberto Zedda, que darían inicio a la Rossini renaissance, que aún perdura, y que ha colocado al compositor en el sitial que su genio ameritaba. Después vinieron su luminosa Carmen, de Bizet (también con Berganza), hoy histórica desde el festival de Edimburgo, su inigualable Simon Boccanegra, montado por Giorgio Strehler, su no menos impactante Macbeth, grabación hoy modélica del estilo verdiano. Muchas otras cimas prosiguieron jalonando la carrera de este insigne director. Mahler, Beethoven, Brahms, Schubert, Tchaikovsky, música del siglo XX. En todas había un sello de maestría, de genio inapelable. La transparencia del sonido, el triunfo de la musicalidad, las dinámicas, la precisión y la nitidez de su tímbrica. Es como si se dedicara a explorar los mundos internos, los secretos que están allí en la misma partitura, pero que requieren, la mano que los combine de la forma correcta. La elegancia, la plasticidad terminan así siendo los sellos primordiales de su estilo. En aquel tiempo, Abbado competía en escena con Karajan, a quien sucederá en el podio de la Filarmónica de Berlín a su muerte en 1989, con su compatriota Riccardo Muti, después capo primo de la Scala, y otras luminarias como Leonard Bernstein, Giuseppe Sinopoli, también ascendente, Karl Böhm, Carlo María Giulini, con quien guarda no pocas afinidades, y muchas más, aún en la palestra musical. Hoy su nombre habita el espacio reservado a aquellos maestros legendarios que ya no nos acompañan, mientras sigue paseándose por la escena y asombrando al público, con su arte exquisito.
Por eso, en 1999, la primera vez que Abbado visitó Venezuela, al frente de su recién fundada Mahler Chamber Orchestra, fuimos a atestiguar su presencia con la convicción de quien presencia una excepción. Nunca imaginamos que el ilustre director se convertiría en un asiduo huésped de nuestras salas, de nuestra ciudad, apasionado de los jóvenes que conforman el Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, y embajador casi ad honorem del movimiento musical criollo.
Este fin de semana volvimos a tenerlo entre nosotros, otra vez con su Orquesta Mahler, agrupación igualmente juvenil y briosa, en dos memorables conciertos. El primero, el viernes 2 de marzo, en la Sala José Felix Ribas, en un programa dedicado a Brahms, con una obra que lo acompaña desde su propia juventud: la hermosa Serenata No. 1, en re mayor, Op. 11, perfecta para su orquesta, cuya sección de vientos y maderas es verdaderamente prodigiosa, por su increíble afinación, los amplísimos fraseos que son capaces de hacer y el sonido incisivo y lírico que consiguen. Fueron seis movimientos que se convirtieron en una delicia, a ratos onírica y emocionante. Su allegro molto inicial, su adagio non troppo central y el galopante rondó final fueron capítulos de lujo en nuestra memoria de escuchas.
Luego, nutridos con nuestros jóvenes de la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, acompañaron al cellista Mario Brunello y al violinista Ilya Gringolts en el Doble concierto brahmsiano, que es una pieza extraordinaria, pero poco grata para sus solistas, quienes no terminan nunca de destacar ni el uno sobre el otro, ni en dúo, tan preocupado estaba el compositor en equilibrar su obra, que al final la riqueza de los temas que conforman la obra terminan imponiéndose más en la trama orquestal que en sus derivaciones. Así fueron Brunello y Gringolts víctimas y beneficiarios alternativamente de la música y de sus singulares facultades, al lado de la fascinación abbadiana y su sonido aúreo.
Similar fue la jornada del domingo 4, en el Aula Magna de la UCV, cuando el pianista Sergio Daniel Tiempo se enfrentó al Concierto para piano y orquesta No.3, de Ludwig Van Beethoven, para dar una de las lecturas más aburridas de esa obra, que haya escuchado, y hay que ver lo difícil que es ello en una partitura tan brillante, pero el tecladista quiso “romantizarla” (tocarla en un estilo más bien chopiniano o schumanniano) a tal extremo que limo todo su vigor, brillo y bravura. El pianismo beethoveniano tiene su prosodia particular y ella está a años luz de las melancolías o introspecciones de aquellos compositores. Ni siquiera Abbado nos redimió del desesperante bostezo.
Muy distinto fue de nuevo el Brahms de la Sinfonía No. 3, que como en el Beethoven fue interpretado por la fusión de las MCO y la SJVSB. Allí nos reencontramos con esos instrumentistas en estado de gracia que son la sección de maderas y vientos de la Orquesta europea, quienes de la mano de Abbado trazaron unos arcos melódicos de magna sutileza, en el andante, y dieron una intervención casi solística en el célebre Poco allegretto, de esta sinfonía, que hasta Yves Montand y Carlos Santana han versionado, llenando de una etérea melancolía la sala.
Ante la euforia del público nos regalaron una chispeante versión de la popular Danza húngara No.5, también de Brahms, mientras no hallábamos como reprimir la sensación de estar no en Caracas, sino en una capital de Europa, donde gozan, casi con la misma asiduidad, del privilegio de la batuta de Claudio Abbado.

viernes, 9 de marzo de 2007

Toscanini FORZA Overture

TOSCANINI O LA MUSICA COMO UTOPIA

Hace 50 años sus manos vibrantes, vehementes, precisas como el filo de un cuchillo recién afilado, se detuvieron, junto con su corazón y toda la extraordinaria historia que albergaba dentro: nada menos que la de la ópera y la música culta de finales del siglo XIX y la primera mitad del XX. Lo que más acertadamente llamaríamos el inicio de nuestra contemporaneidad. Hace 50 años, en la mitad del mes de febrero, más por dolor que por vejez, más por pesadumbre emocional que por cansancio vital –había vivido las dos más horribles guerras que la humanidad haya conocido, bien de cerca, y en buena medida había sido víctima de ellas-, cesó el latir y el quehacer de Arturo Toscanini, la primera leyenda de la dirección orquestal.
Ni Von Bulow, ni Mahler, sus contemporáneos y forjadores de la manera como entendemos modernamente el arte de la dirección, lograron el sitial ni la memoria como intérpretes que el director italiano alcanzó y aún mantiene. Además Toscanini llevaba dentro de sí tesoros invalorables: conocía de directa mano el estilo verdiano de ejecución, pero también el pucciniano y el verista, al ser la batuta que estrenara Pagliacci, Nerone, La fanciulla del West y Turandot.
Hoy los registros discográficos y los videos nos preservan lo mejor de su arte, y hay una cosa, al menos, impresionantemente asombrosa, que nos asalta de inmediato en su escucha o cata, incluso mientras más antiguo es el archivo, más evidente aparece: la modernidad de su estilo.
La música, como toda obra humana, también envejece, y lo que en su momento pareció innovador, singular, memorable, en muchos casos, sufre deterioros implacables con el pasar de los años. En el capítulo de los cantantes, por ejemplo, hoy nos parecen casi insoportables los timbres y los estilos de luminarias de antaño como Adelina Patti, Amelita Galli Curci o Mercedes Capsir. En el de los directores de orquesta gente muchísimo más joven que Toscanini hoy está olvidada por “antigua” o porque no hay mayores aportes al arte histórico de la dirección orquestal: Molinari-Pradelli, Gavazzeni, Gardelli, Leibowitz tienden a habitar un tibio olvido, mientras que Toscanini está a la cabeza de la pléyade de batutas de una escuela incluso ajena a su propio estilo Busch, Reiner, Erich Kleiber, Klemperer, Walter, y su verdadero y único rival: Wilhelm Fürtwängler, con ópticas y expresiones (incluso políticas) diametralmente opuestas.
Uno escucha, por ejemplo, La flauta mágica, en una precaria grabación tomada de la radio, en 1937, desde Salzburgo, con il maestro, y la de Beecham, del mismo año, y en estudio de grabación, con muchos de los mismos cantantes de Toscanini, queda pálida. Más áun, requeriríamos avanzar hasta los 80, con Solti o Harnoncourt, para escuchar algo que se le asimile. Ese es el punto: la dirección de Toscanini, apartando sus tiránicas imposiciones metronómicas, casi siempre a favor de la velocidad, con el consiguiente desprecio hacia la expansión lírica de los cantantes, suena absolutamente moderna, es decir, es como escuchar a Abbado, a Levine, o a Muti, su más directo heredero, incluso en sus excesos.
La búsqueda de una presencia siempre contundente de la orquesta, la integración de las voces a la trama instrumental, la obsesión con la precisión rítmica, la meticulosidad por la nitidez tímbrica, la carga teatral, la irreductibilidad del canto y el melos son signos que definen a muchas de nuestras estrellas del podio actuales. Todas ellas ya estaban de una manera dramática en Toscanini, y en el estilo de música que más frecuentemente ejecutaba, la ópera italiana, eso era, en su tiempo, una verdadera excepción, que sólo Victor De Sabata y Tullio Serafín, en la escuela italiana llegaban a secundar. Pero el estilo particular de Toscanini es antirromántico y antihedonista comparado con el pathos oscuro de Fürtwängler, la expansión sonora y preciosista de Karajan, la brillantez espectacular de Solti o la visión espontáneamente analítica, casi zen, de Carlos Kleiber. Ellos tratan de descubrir el sentimiento, el alma, lo subjetivo que subyace en cada partitura, con sus hondas simas y sus parajes quizás repulsivos; Toscanini rinde homenaje primordialmente a la música. Siempre tiende a esa idea de la escucha primigenia, no aquella que nos vulnera cuando se nos descubre lo que nunca habíamos escuchado en la obra favorita de mil audiciones, que es una fortaleza suprema en Karajan o Kleiber, por ejemplo. Toscanini busca la verdadera primera audición, la que haríamos si pudiésemos viajar al instante inmediatamente posterior a la culminación de la composición de una obra y leyéramos imaginando rigurosamente cada acorde, nota, compás y matiz, tal y como figuran allí escritos.
Es verdad que tal búsqueda es una absoluta quimera, una utopía musical, pero ese era el mundo en el que habitaba Arturo Toscanini cuando se paraba frente a una orquesta y comenzaba a dirigir. Por eso quizás era tan intolerante con sus músicos y les exigía lo que parecía desmedido o imposible, por eso también jamás transó con tiranos fascistas ni nazistas. Las demagogias populistas debían sonarle como inarmónicos y deleznables ripios de una partitura.
Por eso quizás sigue tan imperturbablemente moderno e indiscutible. Las utopías, al no estar en ninguna parte, tampoco son afectadas por el tiempo: viven o respiran del aire de la eternidad.
Einar Goyo Ponte

MUSICA PARA LOS OJOS


Novedades discográficas
SALVADOR PÁNIKER 06/12/2006

Beethoven y Bach entre las novedades discográficas de un folleto de promoción. ¿Qué se puede ya decir, a estas alturas de la historia, sobre tamañas reliquias permanentemente renovadas? Ortega y Gasset, pensador osado capaz de pontificar sobre cualquier tema, escribió sin el menor rubor que "entre Bach y Beethoven existe toda la distancia que media entre una música de ideas y una música de sentimientos". A continuación, y ya para rematar, el filósofo precisaba que, en el caso de Beethoven, se trataba de "los sentimientos primarios que acometen al buen burgués". Theodor Adorno, que ya entendía más de música, daba una versión ideológica. Así, por ejemplo, Schönberg, héroe positivo, representaría el progreso, en tanto que Stravinski, héroe negativo, representaría la Restauración. Stravinski, que volvía a inspirarse en Bach, sería un símbolo de la colaboración con la sociedad capitalista que aplasta la subjetividad humana. Etcétera.
Milan Kundera, afortunadamente, está más fino. Aunque Kundera no lo diga con estas palabras, Bach sería el apogeo de la polifonía pre-humanista, antes de la enfermedad del yo (con toda su secuela de subjetivismo y sentimentalismo), antes de la sutura de la Edad Clásica. Después vendrían los románticos, con su discurso sentimental. Y, más adelante, los intentos retroprogresivos (la palabra es mía) para conciliar el discurso del yo con la sabiduría arcaica.
Lo que ocurre, pienso, es que todo gran autor es retroprogresivo -concilia la innovación con la tradición-, y que los sucesivos períodos de la historia de la música (occidental) suelen conservar los hallazgos de las épocas anteriores. Así sucede con el barroco en relación al renacimiento, con el clasicismo en relación al barroco, y con el romanticismo en relación al clasicismo. Beethoven, al final de su vida, volvió a Bach, e hizo reiterados ensayos para insertar la fuga en la sonata. El propio Chopin era casi más clásico que romántico: por su concisión y por su pudor; porque su virtuosismo nunca era gratuito. Ya iniciado el siglo XX, los mejores músicos -Stravinski, Bartók, Ravel, Debussy- comprenden que el retorno al pasado es el mejor camino para seguir componiendo. Así el impresionismo y el expresionismo son deudores de las ideas románticas, las cuales encontramos subterráneamente incluso en la obra de un compositor tan antirromántico como Stravinski. Al mismo tiempo se produce el descubrimiento de las tradiciones exóticas, la revalorización del folklore.
Bien es verdad que allá por la Primera Guerra Mundial, Arnold Schönberg, que había comenzado su carrera como un wagneriano tardío, decide que las posibilidades de la música tonal se han agotado. El cromatismo de un Claude Debussy habría sido su canto del cisne. En 1921 el propio Schönberg inventa el dodecafonismo. Ninguna nota posee superioridad tonal o armónica sobre otra; liberémonos de la tiranía de la consonancia, de lo que a oídos normales "suena bien", etc. Ahora bien, el dodecafonismo, y su derivada la música serial, fracasa al radicalizarse. La atonalidad absoluta carece de raíz. En teoría, la serie habría de permitir a cada compositor inventar su propio orden; en la práctica, todo gran artista se ha tomado ya las libertades que le parecieron oportunas. ¿En qué tono comienza la Novena Sinfonía de Beethoven?; hay una indeterminación tonal y modal que dura muchos compases hasta resolverse impresionantemente en re menor. También Scriabine rompió el molde en alguna de sus sonatas. Fauré, Debussy, Ravel se liberaron de la disciplina de la tonalidad sin pretender destruirla. Lo que no puede hacerse es partir de cero. ¿Por qué habría uno de prohibirse a priori momentos de efusión tonal? La retroprogresión es tan indispensable en música como en otras artes. Hay una continuidad dialéctica entre el canto de un trovador medieval y una pieza de Luciano Berio.
Y ese mismo efecto retroprogresivo puede conseguirse en la interpretación instrumental. Así sucede que, en música, no tiene por qué prevalecer la fidelidad histórica. Por ejemplo, a veces una misma obra de Bach, tocada al clavecín se hace monótona, tocada al piano nos arrebata. (Me ocurre con las Variaciones Goldberg). Ello es que al usar un instrumento más evolucionado para interpretar una pieza más arcaica, a veces, si la pieza es lo suficiente compleja y ambivalente, se consigue profundizar en ambas direcciones, lo antiguo y lo moderno. Es el caso de Bach, que interpretado al piano -un instrumento que él no conoció, pero que de alguna manera presintió-, gana en hondura retroprogresiva, en ambivalencia, en complejidad, y cubre así una franja mucho más amplia de nuestro espectro receptivo. Confieso, pues, que no soy ningún fanático de la escuela de interpretación históricamente documentada que sólo utiliza instrumentos de la época. En algunos casos, el resultado es óptimo; en otros no. Es cierto que los post-románticos han cometido excesos, y que no se puede interpretar la música de cualquier período con criterios de nuestro siglo; pero no es menos cierto que algunos grandes autores permiten aproximaciones más complejas.
En todo caso es difícil glosar la dialéctica musical. El compositor español Luis de Pablo ofreció una vez una explicación sencilla sobre la aceptación de las músicas. "Aceptamos una música en la medida en que la hemos escuchado muchas veces". Como si dijéramos: en la medida en que la podemos tararear. De ahí la dificultad de ciertas novedades. Algunas de las músicas que hoy nos parecen obvias, le resultaban insoportables, por ejemplo, a Larra, que también fue crítico musical. Un día hizo Larra una crítica de Beethoven afirmando que era una música ininteligible que, en el mejor de los casos, exigía saber matemáticas para disfrutarla. (Perdonaríamos a Larra en el caso que se refiriese a alguno de los últimos cuartetos beethovenianos, de cuando el músico de Bonn escribía ya sin la menor intención de complacer, atento únicamente a su exigencia interior, a su perplejidad de animal acosado y sordo. Ciertamente, aquello resultaba ininteligible para la época).
En cualquier caso, Larra se equivocaba. Precisamente lo que no hay que hacer es estudiar "matemáticas" de cara al goce estético. (Lo cual no obsta para que se pueda describir el encadenamiento matemático y dialéctico de muchas grandes obras. Ernest Bloch lo hizo a propósito de la música medieval). Lo que quiero decir es que si nos limitamos a estudiar la estructura de una composición musical, el tejido de sus encadenamientos armónicos, la descomposición del discurso en sus elementos gramaticales, entonces se pierde lo esencial; más aún: hasta cabe que nos volvamos impotentes para el goce musical. Es por esto que siempre desconfié de estos "aficionados" que asisten a los conciertos, libreto o partitura en mano.
Bien mirado, ni las propias opiniones del autor de una música interesan demasiado. Brahms le escribió a Clara Schumann que el adagio de su primer concierto para piano era un retrato de ella. Ahora bien, el citado adagio es muchísimo más que un retrato de mujer. De ahí también un cierto contrasentido permanente en las óperas, incluidas las de Wagner: hay una desproporción de lenguajes. Una cosa es la enojosa inteligibilidad del lenguaje literario y otra la ambigüedad polidimensional del lenguaje musical. Hay siempre un plus en la música en relación al libreto. Lo que importa no es lo que el autor quiso decir, sino lo que su genio consiguió mostrar. Precisamente por ello, toda música es para ser "interpretada" y, finalmente, hay tantas interpretaciones como oyentes.











sábado, 3 de marzo de 2007

Tratado de lo invisible II


Lied


Los espinos llenan, desde el pórtico en ruinas, la hondonada.

Tejen sus ramas siniestramente, figurando coronas de martirio.

La dama de la corza blanca se entrega a cantar, al sentir en torno la magia lunar.

El eco burlesco augura la muerte desde el matorral.

Nadie podría decir el susto de la corza blanca.

Hasta ese momento no se había cantado en la mansión desierta.


José Antonio Ramos Sucre. La torre de timón.


Opera Cuatricentenaria


Hace ocho días, el 24 de febrero, se cumplieron 400 años del estreno de la ópera Orfeo, de Claudio Monteverdi. Es el título más antiguo que nos haya llegado completo desde los tiempos de la Camerata Florentina, inventores por accidente del género lírico, buscando una forma de recuperar el arte de la antigua tragedia griega. Por todo ello, el mundo cultural europeo decidió celebrar ese día el cumpleaños No. 400 del nacimiento de la ópera, o sea: su efeméride oficial.
400 años es bastante para un género dramático-musical. La sinfonía o el concierto, mucho más populares o frecuentes, son mucho más jóvenes. Pero, la ópera, según muchos un arte elitesco, un fantasma museístico o un cadáver ambulante, goza de muy buena salud. La prueba es que uno de los eventos programados para cortar la tarta cuatricentenaria fueron unas jornadas en Francia sobre el futuro del arte lírico, en donde se tocaron temas álgidos como la captación del público joven, la aplicación de las nuevas tecnologías al espectáculo operístico, el problema de los costos del mismo, tomando en cuenta los mercados del disco, el video, los grandes nombres y festivales, etc.; la composición de óperas nuevas y su recepción por el público, y otros.
Mientras tanto la ópera sale a la calle, a buscar nuevos espacios de representación y celebración. Desde hace años los estadios, los teatros flotantes, como el de Bregenz, las plazas de toros y otras magnificencias intentan conectar al público cotidiano con el hechizo operístico. El Orfeo del cuatricentenario lo montaba La fura dels Baus en la bodega de un barco atracado en los puertos de Barcelona. El cine intentó sus fusiones en los años 80, pero la eclosión de la tecnología del video y el DVD le creó su propio vehículo mediático, y hoy, la golpeada industria discográfica encuentra un respiro en la edición de óperas en ese formato. Más aún: el Metropolitan Opera House, el más grande de los coliseos de ópera, acaba de inaugurar su nueva modalidad: Live in HD. Opera en vivo, transmitida desde el propio teatro, vía satélite, a salas de cine alrededor del mundo, en pantallas de Alta Definición.
Pero así como la ópera se adapta a maravilla a las tecnologías visuales, también se convierte en el arte escénico de mayor impacto y modernidad de los últimos años. Ni siquiera el cine consigue escandalizar a los públicos, ni remover conciencias como lo hace la ópera hoy día cada vez que se intenta una versión de Traviata, Don Giovanni o Carmen. Hace pocas semanas, otra vez el Liceu de Barcelona se estremeció con la nueva puesta en escena de Don Carlos, de Verdi, donde el terrorífico acto del Auto de fé, se convertía en un Reality Show, filmado en vivo, con el público de la sala atrapado de sorpresa en medio de la representación. ¡Los sueños húmedos de Tzará o Breton! Nunca un cadáver había resultado tan renuente a ser enterrado. Nombres como Calixto Bieito, La Fura dels Baus, Graham Vick, Patrice Chereau, Harry Kupfer y muchos otros, han logrado sus más irreverentes productos escénicos no con Brecht, Shakespeare o Artaud, sino con sus versiones escandalosas o exítosas de Verdi, Wagner, Puccini o Mozart.
El mundo de la escena se renueva hoy a través de este viejo bajel de cantos, mitos, divos y notas estratosféricas. La fascinación de la ópera está lejos de extinguirse.