miércoles, 30 de mayo de 2007

SIN RCTV



Einar Goyo Ponte


Es difícil para este blog, habitualmente dedicado a la música y a la literatura, desviarse a este tema del que no hubieramos querido tener que hablar, pero cultura es quehacer humano, cultura es expresión de libertad, de hombres que viven en ella o que con ella sueñan si no la disfrutan, y la libertad es la vulnerada en estos instantes. Para cuando ustedes lean este texto ya RCTV, el canal de Televisión al cual el Presidente de la República Bolivariana de Venezuela ha decidido no renovar la concesión para que siga transmitiendo su señal, habrá salido del aire. Una orden ejecutiva, cumplida con diligencia más digna de otros menesteres, por jueces, ministros y demás obsecuentes, pretende apagar una historia de 53 años, pero de infinitos esfuerzos, desvelos, iniciativas y, en sus momentos, de sueños, utopías e iniciativas de individuos y colectivos.


No lo logrará. Lejos de ser las absurdidades y las falacias con las cuales, muy torpemente, los propios voceros oficiales se llenan la boca (golpismo, secuestradores de una señal, deformadores de una cultura y un pueblo, lacayos del imperialismo norteamericano), RCTV es un acervo de memoria de la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX. Es verdaderamente patético oír al alcalde Juan Barreto hablar de una señal de Televisión liberada de su secuestro y recordar que ese canal, más allá de las inversiones o criterios de gerencia o capital, que lógicamente debe privar en un empresario o administrador, se instaló en la memoria y en el imaginario nacional, con el esfuerzo, el talento, la audacia, la persuasión de gente como José Ignacio Cabrujas, Salvador Garmendia, Román Chalbaud, Julio César Mármol, José Simón Escalona, Lorenzo Batallán, Luis Guillermo González, Ibsen Martínez y mucha más gente, siempre considerada de pensamiento progresista, algunas de ellas identificadas con el gobierno actual, difícilmente simpatizantes de dominación colonial alguna. Son casi los mismos citados por el ministro Lara como ejemplos de la TV que proponen hacer en el nuevo canal, hoy tan infaustamente nacido. Es decir, Lara quiere hacer la televisión que ya hizo, en gran medida, RCTV: Gómez, el ciclo de cuentos y novelas de Gallegos, el ciclo de Uslar Pietri, fueron los ejemplos que su memoria errecetevista le dictó en flagrante declaración de sus gustos y preferencias. Yo agregaría, aunque seguramente él lo tendrá más fresco en su memoria, el fenómeno socio-cultural que representaron telenovelas de ruptura como La señora de Cárdenas, Natalia de 8 a 9, La hija de Juana Crespo, Por estas calles, Campeones, de Guillermo Meneses, Estefanía, de Julio César Mármol, los llamados unitarios sobre El asesinato de Delgado Chalbaud, o sobre José Gregorio Hernández, programas culturales como Clásicos dominicales, La comedia Humana, las Bitácoras , de Valentina Quintero, los programas de concurso como prueba de conocimiento, desde aquel Viva la juventud, con Oscar Martínez hasta el reciente y exítoso ¿Quién quiere ser millonario?, pasando por el Concurso Millonario, con Doris Wells y Napoleón Bravo, y donde quien esto escribe tuvo el placer de participar; los ciclos de cine clásico que presentaba Luis Guillermo González en las noches, el esfuerzo que representó transmitir en vivo la llegada del hombre a la luna, las primeras transmisiones de Olimpíadas y Mundiales de Futbol, los programas de denuncia periodística dirigidos por Eladio Lárez, Ledda Santodomingo, Marieta Santana, Napoleón Bravo, con participación plural de especialistas y público, en formatos que hoy son célebres en la televisión mundial, pero que aquí se inauguraron con mucha antelación.


Es verdad que en los últimos años, RCTV se había distanciado tremendamente de ese estilo de hacer TV, para ceder a un enfoque más superficial, menos riesgoso, más comercial, sin embargo no demasiado distinto al de la mayoría de los canales comerciales de nuestro espectro radioeléctrico. En particular, hace varios años que prácticamente no veo televisión nacional. Por razones muy personales, se ha alejado de mis intereses. Son otras mis apetencias intelectuales, emocionales y estéticas, pero esa distancia tiene una manera muy directa y franca de expresarse: no ver el canal con el cual no te sientes identificado, bloquearlo en el control, apagar tu pantalla. Yo no necesito un decreto, ni a un ministro, ni a ningún funcionario para que proteja mi salud mental ni mi capacidad de decisión, mucho menos a un presidente que venga a salvarme de unos supuestos coloniaje y enajenación. Se arguyó golpismo, incitación al magnicidio y demás barbaridades políticas, algunas de ellas citadas en el inefable Libro blanco contra RCTV, cuya principal virtud es demostrar que aquello que intenta (infructuosamente) argumentar contra el Canal 2 es materia compartida por todos los canales (muchas de ellas en signo inverso por el Canal del Estado, porque si fueron virulentas las declaraciones de Carlos Ortega o el General Rosendo, no lo fueron menos ni el célebre eructo de García Carles ni el mejor estro del propio Presidente). De allí el indisimulable tufo de injusticia que el cierre o “la no renovación de la concesión”, como gusta llamarlo el gobierno, con su pertinaz inclinación al sofisma y al eufemismo, ha despedido con impresionante eficacia, en mala hora para el régimen de Chavez, la medida alrededor del mundo, alterando narices de alcurnia y de modesta filiación, al norte y al sur, suscitando respuestas, condenas, declaraciones en contra por parte de organismos representativos, ONG, partidos políticos, senados, periodistas, diplomáticos y hasta de los así llamados aliados políticos de nuestro país. De esta manera, Venezuela viene a ocupar un dudoso sitial que hasta entonces sólo sistemas dictatoriales como el de Somoza, Pinochet, Videla, Castro o Franco habían ocupado con la soberbia insensata que da la testarudez, cuando el mundo dejó oír su desaprobación por fusilamientos, desapariciones o masacres. Hoy, el mundo ve como el gobierno venezolano cierra un canal de TV que ya es notorio desaprueba su gestión (y sin embargo, es aquel más frecuentado, o lo era, al menos hasta diciembre pasado, por los funcionarios del gobierno, recuérdese como Iris Varela amenazó -ahora se sabe, con autorizada y meditada palabra- con corta vida al programa “La entrevista” conducido por Miguel Angel Rodríguez), sin abrirle un solo juicio por delito alguno a ninguno de sus directivos o periodistas (sin embargo, las últimas conductas del Tribunal Supremo de Justicia permiten esperar lo peor). ¿Se compara esto a los crímenes de los regímenes oprobiosos citados? Sí, porque atenta contra la libertad de expresión, contra la existencia de la pluralidad, porque revela que nuestro gobierno prefiere aplastar y liquidar a sus adversarios y a quienes declaran ideas diversas a las suyas a combatirlas con la discusión, a convivir con sus desiguales, con sus otros, a reconocer el derecho a disentir. Por eso es irrelevante, como ya lo dijo el Profesor Antonio Pasquali, que uno comparta o no, los principios de RCTV, porque lo que está en juego allí es un principio ideológico, el que sustenta las libertades y la permanente escuela ética que debe ser la democracia: respetar al otro aunque atenté contra mi convicción, contra mi proyecto político, contra mis ideas, y buscar derrotarlo por la vía más efectiva: la del convencimiento, la de la solidez, no sólo de palabra, sino de práctica de mis argumentos. Pero eso, que sería válido en un aula de clases, en una tribuna periodística, en una investigación cientifica, en un proceso jurídico justo y transparente, en una transacción económica limpia, no lo es en el ámbito del poder, cuya única regla es sí mismo. Y el poder, ya lo dijo George Orwell en 1984, no tiene otra manera de ejercerse sino aplastando.


Es triste sí, ver desaparecer la imagen de RCTV de nuestras pantallas, pero ese dolor, esa nueva derrota infligida sobre el lacerado cuerpo de nuestra moribunda democracia, nos revela varias cosas inapreciables: la primera, la endeblez de la fachada democrática con la que el régimen quiere venderse dentro y fuera de nuestras fronteras; la segunda, que termina de una con los temores de los ciudadanos acerca de la invasión del régimen en los espacios privados de los habitantes de esta república. El temor se cancela por la confirmación de la propia pesadilla. Ya no se trata tan sólo de que las cadenas radiotelevisivas se hagan interminables y cotidianas, de que las oficinas, los muros, las fachadas de los edificios sean invadidos por la efigie del Presidente Chavez, de que se obligue a los empleados públicos a jurar, asistir, firmar, pagar cualquier capricho o acto oficial, de que las librerías desaparezcan, de que ir a un supermercado sea una aventura cada vez más angustiosa e infructuosa, de que sacar un pasaporte signifique desvelos y pesadillas dignas de Kafka, de que el control de cambios determiné ritmos de tu vida personal, de tus viajes, de tus compras, de tus anteriormente libres opciones, de que tus vacaciones caigan también en el ojo, cada vez más de Big Brother del Estado, por vía de la Ley Seca, de que la esquina de tu calle sea invadida todos los fines de semana por consignas y altavoces de decibeles ofensivos reclamando (solicitar es otra cosa) la inscripción en el Partido Unico que el Presidente ha urdido, no. Ya no se trata de eso. El cese de transmisiones de RCTV significa, sin más, que el Gobierno, por fin se ha metido en tu casa, y te ha apagado, delante de tus narices, el Televisor. No te ha persuadido a hacerlo, no te ha explicado sus argumentos para convencerte de lo nocivo que era seguir viendo el canal 2. Lo ha apagado por ti.


Ahora es fácil, pues quien puede lo mas puede lo menos, abolir las Universidades, el Colegio Católico donde estudia tu hijo, prohibir la proyección de películas del Imperio Norteamericano, cancelar la importación de discos de rock o jazz, quizás por las mismas razones u otras más insensatas o sofisticadas, como las que se presienten en el discurso de inauguración de Tves, por parte de su flamante presidenta, acerca de las diferencias entre cultura popular e industria del entretenimiento, y así ir borrando, cada vez más vigorosamente, una forma de vida en la que la mayoría de los venezolanos nacimos, crecimos, prosperamos, nos educamos, luchamos y entendimos el mundo y nos entendimos a nosotros mismos. Nuevos y ya casi inexorables giros en esa infernal maquina de hacernos cada vez más pobres ( y no hablo para nada de dinero, sueldos, reivindicaciones sociales, misiones o renta petrolera, sino de opciones de elección: opciones de estudio, de vida profesional, de entretenimiento, de inversión, de trabajo, de crear, de pensamiento, de construir, de discutir, de aprender, de viajar, de hacerse viejo, de vivir la juventud, etc.) en que se ha convertido esta supuesta Revolución, término que quizás ilusamente asociamos a lo liberal, a lo que rompe moldes y restricciones, pero que la práctica, en los dos últimos siglos porfía en demostrarnos que tiene un desarrollo absolutamente opuesto. El discurso que cierra RCTV, el que condena a Tal Cual y a Laureano Márquez, el que despide a científicos en el IVIC, que colecciona presos políticos e invade tus más íntimos espacios, descalifica un sistema de vida, difícilmente perfecto, nunca incondicionalmente defendible, pero que permitió que un chico de Sabaneta abandonara su oscuro anonimato, se labrara una carrera en la milicia y alcanzara (apartando su aventura golpista) la Presidencia de la República. El logró vencer adversidades y consumar sueños, ¿por qué le prohibe seguir haciendo lo mismo a alguien de semejante extracción social como Norkis Batista, por ejemplo, imagen de profundo arraigo popular de RCTV? La esclavitud del espíritu que el fanatismo político exige de los espíritus es una buena explicación. Desgraciadamente, para el Comandante Chávez, no es la única.


Pero el hallazgo más valioso de este triste avatar, es el de hacernos descubrir a muchos, como yo y el Profesor Pasquali, quizás, que RCTV constituye una referencia indeleble de nuestro imaginario colectivo, nuestra primera vez de muchas cosas, la vía más expedita de compartir con un país entero muchas emociones en diferentes momentos, alegrías, miedos, decepciones, revelaciones, sorpresas, tristezas, quizás incluso a nivel inconsciente. Una fugaz lectura de cualquier libro de Carl Gustav Jung o de nuestros autóctonos López Pedraza o Fernando Rísquez, y el régimen tendría una idea del indomable fantasma que ha liberado.


Porque nosotros, felizmente, ya lo sabemos.

viernes, 25 de mayo de 2007

NUEVA BIG BAND



Einar Goyo Ponte


Sonidos emblemas del siglo XX: el de una guitarra eléctrica, la babélica maraña automotriz de nuestras urbes, la ubicuidad de un sintetizador, el zumbido de un ascensor, la estática radial, la sonoridad múltiple de una sala de cine, el rugido de los motores de un avión despegando, los registros fonográficos de voces como las de Louis Armstrong, Frank Sinatra, Edith Piaf, Carlos Gardel, Bob Marley o Enrico Caruso y la seducción irresistible del sonido de una Big Band.
Con esta materia audible, casi palpable, penetrante y avasalladora nos permitió reencontrarnos el concierto ofrecido el domingo 20 de mayo, por la Big Band del Conservatorio de Música Simón Bolívar, del Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, nueva agrupación aupada por el gran clarinetista venezolano Valdemar Rodríguez, quien hizo de solista en muchas de las obras tocadas, y dirigida por el talentoso maestro y compositor Giancarlo Castro, y construido con la sección más contundente del Sistema, la de los metales y los vientos, protagonistas indiscutibles de esa refrescante tarde.
Las tentativas de Igor Stravinsky por asimilar el lenguaje del jazz, que modificó toda la música de la pasada centuria, fueron expresados con solvencia por Rodríguez y la banda, en el Ebony Concerto (Concierto de ébano), estrenado por Woody Herman en 1945, y que luego tocaran Benny Goodman y otras celebridades del clarinete. Sin embargo, el rapto melódico borró su traza en la envolvente interpretación de la trompetista Linda Briceño y la banda, de la Ballad Blue Champagne (sin autor registrado), con recios aromas a Harry James y su orquesta. Enseguida el virtuosismo plenó el escenario, muy semejante a un estudio de grabación de estos donde ahora los artistas graban “unplugged” (aunque la potencia del sonido estaba un ápice más allá de lo recomendable), con la urgencia del Prelude, Fugue and Riffs, de Leonard Bernstein, también compuesto para Herman, pero sólo estrenado, por Benny Goodman en 1955, seis años después de su composición. Exactas síncopas, buen balance entre las cáusticas sonoridades de las sordinas y las explosiones del brass en pleno, nerviosos diálogos entre el clarinetista Rodríguez y la banda, vigoroso sostén del piano de Virgilio Armas, el vibráfono de Ramón Granda y la batería de Andrés Briceño, ribeteado por una frenética coda sería el resumen de la prestación de esta pieza. En el corazón de la velada intercalaron nada menos que la celebérrima Moonlight Serenade, de Mitchell Parrish y Glenn Miller, versionada con suma elegancia por Rodríguez, y el extasiante acompañamiento de Castro y la Big Band.
Sin embargo faltaban los dos puntos cumbres de la tarde: primero, el Concierto para clarinete y Big Band, de Artie Shaw, otro de los grandes señores de la era de estos ensambles jazzísticos desde los años 30. Asumió el solo Hernán Darío Gutiérrez, quien dio una ejecución extraordinaria, de registros límpidos y gamas plenas, de arrobador atractivo melódico. La impagable escritura para la agrupación fue pulsada y desplegada por la banda y su director con absoluto dominio estilístico; y en segundo lugar (last but not least), el sorprendente Concierto para clarinete y Big Band, del propio director Giancarlo Castro, que se pasea, con asombrosa flexibilidad y metamorfosis por los estilos rítmicos del ancestro hispánico, la onda nueva venezolana, el latin jazz, el blues, el swing y vuelve a la onda nueva para una coda exultante, todo transportado a lomos de un melodismo temático y tonal que no deja al oyente perder nota ni atención a la ejecución entera, de cerca de 20 minutos de duración. Valdemar Rodríguez que se mantuvo comedido y meticuloso en todas las intervenciones anteriores, liberó toda su vena improvisatoria y virtuosa, su maestría rítmica y su capacidad de establecer frases de conjunto de gran impacto con su banda.
Tras el emotivo y merecido aplauso, clarinetista, big band y director nos regalaron como bis un armonioso arreglo del también famoso Begin the beguine, de Cole Porter, otra de esas melodías o memorias sonoras del siglo XX.

domingo, 20 de mayo de 2007

TRATADO DE LO INVISIBLE V


"Llegamos a Mozart como al final de un espléndido día; y el paso de la luz a la noche, ese inmenso y menudo lenguaje de matices que acercan la naturaleza al corazón del hombre, nadie lo sabe decir y orquestar como semejante hechicero. No es todavía el agrio dolor cósmico de los románticos, la desamparada rebeldía que tuvo su primer intérprete en Beethoven, sino vaga añoranza consoladora. Mozart siempre viene y regresa a un mundo memorioso -verdadero mundo platónico-, donde alternativamente fuimos felices y quizá tristes. Sobre el universo que podría destruirse y cuya naturaleza luciferina no le fue extraña, él intenta un último minué."


Mariano Picón Salas. "Imagen de Mozart" en Europa-América (1947)


Escuche el Allegro del Concierto en re menor para piano y orquesta, No. 20, K. 466 más abajo en la sección Audibilis.

viernes, 18 de mayo de 2007

MELOMANOS AL RESCATE



Einar Goyo Ponte


En una iniciativa absolutamente privada -¿quién ha dicho que el estado tenga que ocuparse de absolutamente todo?-, casi artesanal, al impulso de los propios aficionados de mayor prosapia del arte operístico, acaba de salir a la luz (ignoro si a la venta) una producción discográfica de Héctor Pérez Marchelli Editor contentiva de una grabación completa de la ópera L’amico Fritz, de Pietro Mascagni (el mismo autor de Cavallería rusticana), procedente de una función llevada a cabo en el Teatro Municipal el 5 de diciembre de 1964, con puro talento nacional encabezado por el ídolo Alfredo Sadel, la excepcional soprano Reyna Calanche y el gran barítono Ramón Iriarte, bajo la dirección del gran pionero de la ópera en Venezuela, el maestro italiano Primo Casale.
Se trata del rescate de una grabación que circulaba entre los melómanos caraqueños desde hace años, a través de sus colecciones particulares, remasterizadas y trabajadas artesanal y domésticamente por ellos mismos con sus equipos caseros pero modernos, con Luis T. Sarabia y Gilberto Noguera a la cabeza. Uno de los más preciados tesoros, por la calidad que habían logrado extraerle al sonido, era este L’amico Fritz, al cual ahora el Prof. Pérez Marchelli ha logrado darle corolario editorial (sonoro y de presentación) de forma casi irreprochable (faltan unos pocos minutos del Acto II) y digna de imitación: portada y formato dúctil y elegante, notas críticas sobre la obra, los cantantes y la representación escritas modélicamente por Hugo Alvarez Pifano, fotografías e ilustraciones contemporáneas a lo grabado, sinopsis argumental de la obra y su libreto íntegro en italiano y español.
Este cofre editorial atesora lo que debió ser una de las funciones de ópera más memorables de la historia caraqueña. La obra, de doméstica, burguesa y sencilla trama, se adaptaba a maravilla a los instrumentos vocales que le dieron vida, en un alarde de intuición y sapiencia del Maestro Casale, que tanto se extraña en los productores líricos de la actualidad. Alfredo Sadel es la voz soñada para este papel caballeresco, jovial, apasionado y de conflictos sencillos. Es un rol que han hecho suyo tenores líricos del blasón de Beniamino Gigli, Tito Schipa, Ferruccio Tagliavini, Giuseppe di Stefano y Luciano Pavarotti. Sadel bebe con inspiración de esa ilustre genealogía y exhibe la increíble diafanidad y tersura del timbre como los tres primeros, insuflándole además el fraseo vehemente y la generosa variedad de matices e intensidades de emisión propias de los dos últimos. Una o dos notas un tanto desenfocadas en el famoso Dúo de las cerezas, y en su aria del Acto III, serían los casi intrascendentes deslices de una interpretación de absoluta aristocracia. A su lado, Reyna Calanche aporta su voz caudalosa, de riquísima carnalidad, para su instrumento de soprano lírico. Extraño en ella una mayor paleta de colores, pero sin duda entendía a la perfección los misterios del acento y la vibración verista para dar siempre la vena sentimental y patética propia de su rol femenino. Sus dúos con el tenor favorito de Venezuela son antológicos.
Siempre es un placer escuchar la voz de barítono más rotunda y poderosa que ha dado nuestra tierra, la de Ramón Iriarte, quien hace un entrañable David, factótum del final feliz de la pareja protagónica, de canto nobilísimo y corposo. Su dúo “Ah, siete ancora qui?”, con la Calanche es casi demoledor, por la plenitud casi irrepetible de tales voces. Completaban el reparto los siempre profesionales Aurora Cipriani (segura mezzosoprano), el barítono José Montenegro, el tenor David Diaz y la soprano Rosina Núnez (¿Cuántas veces no los vimos en las tablas del Municipal?).
Una nota aparte merece la ejemplar dirección y concertación de Primo Casale, en un dominio magistral del estilo mascagniniano, de la melodía cantable, de la respiración de los cantantes y de su sentido teatral. El preludietto, la hermosa escena del solo de violín de Beppe, que congela mágicamente la acción, aquí interpretado de manera insólitamente excelsa por Antonio Urea, y el intermezzo, pleno de colores y expresividad son momentos cumbres de esta grabación e infrecuentes de escucharse con tal maestría en una función teatral.
Todo ello convierte esta grabación en un rescate invalorable y en una extraordinaria recuperación de nuestra ilustre memoria de ciudad operófila, huésped antaño de eminentes visitantes, de heroísmos nacionales, de conmovedores utopías y tentativas, que nos permitirían recordar que no nacimos anteayer, que hay un pasado y unas iniciativas que para revivir y continuar manteniéndolas vivas es necesario primero conocerlas, recordarlas, descubrirlas. Es así, y no escribiendo siempre ceros, como se hace la historia.

domingo, 13 de mayo de 2007

MUSICA PARA LOS OJOS: Sobre la pérdida de una música actual viva



Nikolaus Harnoncourt



¿Traducimos adecuadamente las grandes obras de la historia musical? ¿Por qué la vida filarmónica mundial parece haberse detenido en el postromanticismo? A lo largo de su reconocida carrera como director, Nikolaus Harnoncourt ha reflexionado sobre “la interpretación de la música clásica”. Ahora esos textos aparecen en La música como discurso sonoro (Acantilado), una jugosa colección de escritos de la que publicamos un adelanto, esperando su llegada a las librerías.



Puesto que en la vida musical de hoy en día la música histórica desempeña un papel dominante, está bien enfrentarse a los problemas relacionados con ella. Hay dos posiciones básicamente diferentes con respecto a la música histórica, a las que también corresponden dos formas completamente diferentes de interpretación: una la traslada al presente, la otra intenta verla con los ojos del tiempo en que fue creada.La primera posición es la natural y habitual en todas las épocas que poseen una música contemporánea verdaderamente viva. Ha sido además la única posible a lo largo de toda la historia occidental de la música desde el principio de la polifonía hasta la segunda mitad del siglo XIX, y todavía hoy le rinden tributo muchos grandes músicos. Esta posición procede de la idea de que el lenguaje de la música está absolutamente ligado a un tiempo. Así, a mitad del siglo XVIII, por ejemplo, las composiciones de la primera década del siglo se tenían por irremediablemente pasadas de moda, si bien se les reconocía su valor. Una y otra vez nos maravillamos del entusiasmo con el que antes se encomiaban las composiciones contemporáneas, como si se tratase de grandes logros inéditos. La música antigua se consideraba sólo como una etapa previa; en el mejor de los casos se recurría a ella como material de estudio o, en muy raras ocasiones, era objeto de un arreglo para alguna interpretación especial. Para todas estas interpretaciones extraordinarias de música antigua –en el siglo XVIII, por ejemplo– se consideró que una modernización era absolutamente necesaria. En cambio, cuando los compositores de nuestro tiempo arreglan obras históricas, saben que éstas serían igualmente acogidas con naturalidad por el público sin ser modificadas; así pues, el arreglo no surge hoy en día de una necesidad absoluta como en siglos pasados –si hay que hacer música histórica, que sea actualizada–, sino de la concepción completamente personal del arreglista. Directores de orquesta como Furtwängler o Stokowski, que tenían un ideal postromántico, han reproducido toda la música antigua en este sentido. Así se instrumentaron piezas de órgano de Bach para orquestas wagnerianas, o se interpretaron sus Pasiones de una manera hiperromántica con un gigantesco aparato instrumental.La segunda concepción, la de la llamada fidelidad a la obra, es mucho más reciente que la comentada anteriormente, pues sólo existe desde principios del siglo XX más o menos. Desde entonces se viene exigiendo cada vez más ser “fiel a la obra” al ejecutar la música histórica, e intérpretes importantes lo definen como el ideal al que aspiran. Se intenta hacer justicia a la música antigua como tal, y reproducirla a tenor de la época en que fue creada. Esa actitud respecto de la música histórica –es decir, no traerla al presente, sino trasladarse uno mismo al pasado– es síntoma de la pérdida de una música actual verdaderamente viva. La música de hoy no basta ni al músico ni al público, incluso la mayor parte de éste la rechaza directamente, y para llenar el vacío generado de esta manera se recurre a la música histórica. En los últimos tiempos ya nos hemos acostumbrado tácitamente a entender bajo el concepto de música sobre todo la música histórica; a la música contemporánea se la admite, como mucho, de paso. En la historia de la música, esta situación es del todo nueva. Un pequeño ejemplo puede servir de ilustración: si hoy en día se retirase la música histórica de las salas de conciertos y sólo se ejecutaran obras modernas, pronto quedarían desiertas; exactamente lo mismo, a la inversa, habría pasado en tiempos de Mozart si se hubiese privado al público de la música contemporánea y sólo se hubiese ofrecido música antigua (por ejemplo, música barroca). Como vemos, la música histórica, en particular la del siglo XIX, es hoy la portadora de la vida musical. Eso no había sucedido nunca desde que existe la polifonía. De la misma manera, antes no había ninguna necesidad de una interpretación de la música histórica fiel a la obra, tal como se exige hoy día. La mirada histórica es absolutamente ajena al carácter de una época culturalmente viva. Esto también se observa en las otras artes: así, por ejemplo, se construía sin reparos una sacristía barroca en una iglesia gótica, se echaban abajo los más espléndidos altares góticos y se colocaban otros barrocos, mientras que hoy todo se mantiene y se restaura hasta el más mínimo detalle. Pero esta actitud histórica tiene también algo bueno: nos permite, por primera vez en la historia de nuestro arte cristiano occidental, adoptar un punto de vista libre y así contemplar con perspectiva toda la creación del pasado. Ésta es la razón de que cada vez se extienda más la música histórica en los programas de conciertos.La última época musicalmente creativa viva fue el postromanticismo. La música de Bruckner, Brahms, Chaikovski y Richard Strauss, entre otros, era todavía la más viva expresión de su tiempo. Pero allí se quedó parada toda la vida musical: esa música es todavía hoy la más oída y la preferida, y la formación de los músicos en las academias sigue aún los principios de aquel tiempo. Es como si no quisiéramos admitir que desde entonces han transcurrido muchos decenios.Si bien hoy cultivamos la música histórica, no podemos hacerlo igual que nuestros antepasados. Hemos perdido la inocencia para ver el criterio en el presente, la voluntad del compositor es para nosotros la máxima autoridad, vemos la música antigua en su propia época y por eso hemos de esforzarnos en interpretarla fielmente, no por razones museísticas, sino porque a nosotros nos parece hoy la única vía posible de reproducirla viva y dignamente. Pero una interpretación es fiel a la obra cuando se acerca a la idea que tuvo el compositor cuando la creó. Ya se ve que esto sólo es realizable hasta cierto grado: la idea primera de una obra sólo se puede intuir, en particular cuando se trata de música de épocas remotas. Los puntos de referencia que muestran la voluntad del compositor son las indicaciones para la interpretación, la instrumentación y los muchos usos de la práctica interpretativa que constantemente han ido cambiando y cuyo conocimiento el compositor presuponía en sus contemporáneos. Para nosotros esto significa un vasto estudio a partir del cual se puede degenerar en un error peligroso: practicar la música antigua partiendo sólo del conocimiento. Así surgen esas conocidas interpretaciones musicológicas que desde el punto de vista histórico son a menudo impecables, pero que carecen de vida. Ahí es preferible una ejecución musicalmente viva aunque sea históricamente errónea. Es evidente que los conocimientos musicológicos no han de ser un fin en sí mismo, sino que únicamente han de poner a nuestro alcance los medios para una interpretación mejor, pues, al fin y al cabo, una interpretación sólo será fiel a la obra cuando la reproduzca con belleza y claridad, y eso sólo es posible cuando se suman conocimiento y sentido de la responsabilidad con una profunda sensibilidad musical.Hasta ahora se ha prestado muy poca atención a las continuas transformaciones de la práctica musical, incluso se las ha considerado como algo insignificante. La culpa de ello es la idea de la existencia de una “evolución” por la que a partir de formas originales primitivas y pasando por fases intermedias más o menos deficientes, se alcanza una forma definitiva “ideal”. Y ésta es por supuesto superior en todo a las “fases intermedias”. Esta opinión, residuo de épocas con un arte más vivo, está todavía muy extendida en la actualidad. Así, a los ojos de aquellos hombres, la música, las técnicas de ejecución y los instrumentos musicales habían “progresado” hasta esa fase última, la época presente en cada caso. Pero desde que estamos en condiciones de obtener una visión general, esa opinión, en lo que a la música respecta, se ha invertido: ya no podemos establecer diferencias de valor entre la música de Brahms, Mozart, Josquin o Dufay; la teoría de un progreso ascendente ya no se puede sostener. Ahora se habla de la intemporalidad de todas las grandes obras de arte y esa concepción, tal como se entiende en general, es tan incorrecta como la del progreso. La música, como cualquier arte, está directamente ligada a su tiempo, es únicamente la expresión viva de su tiempo, y sólo es entendida íntegramente por sus contemporáneos. Nuestra “comprensión” de la música antigua sólo nos permite intuir el espíritu a partir del cual surgió. Como vemos, la música se corresponde siempre con la situación espiritual de su tiempo. Su contenido no puede ir nunca más allá de la capacidad expresiva del hombre, y todo lo que se gana por un lado se pierde por el otro.Como en general uno no se hace una idea clara de la naturaleza y de la envergadura de los cambios que, en innumerables detalles, ha sufrido la práctica musical, hablaremos brevemente de ellos. La notación, por ejemplo, estuvo sometida hasta el siglo XVII a constantes transformaciones y sus signos, aún considerándose a partir de entonces “inequívocos”, se entendieron con frecuencia de maneras muy diferentes casi hasta finales del siglo XVIII. El músico actual toca exactamente lo que hay en la partitura sin saber que la notación matemáticamente exacta no fue habitual hasta el siglo XIX. Otro ejemplo lo constituye la cuestión de la improvisación, asociada a la práctica musical hasta finales del siglo XVIII aproximadamente, y una fuente inmensa de problemas. La diferenciación entre las fases particulares de desarrollo correspondientes a cada período presupone un amplio conocimiento especializado cuyo aprovechamiento consecuente se muestra en los aspectos formales y estructurales de la reproducción. Pero lo que constituye una diferencia inmediatamente perceptible es la imagen sonora (es decir el timbre, el carácter y la potencia de los instrumentos, entre otros).

sábado, 12 de mayo de 2007

VENEZUELAN SUPERSTAR



Einar Goyo Ponte


Hace ya más de treinta años que la ópera rock Jesuschrist Superstar, de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice - si no la primera, la más famosa y universal de un género que, por desgracia, se estancó, y prefirió adaptarse a la forma más comercial del musical-, se estrenara en Londres, con un éxito que la catapultó de inmediato a la escena internacional, más aún después de la versión cinematográfica firmada por Norman Jewison, en 1973, con buena parte del elenco original londinense. En 1985, una compañía española la estrenó en Venezuela, en el Teresa Carreño, con Pablo Abraira en el rol principal, compitiendo con el recuerdo de la versión española que protagonizaran Camilo Sesto y Angela Carrasco, en los lps.. Lo que vimos este domingo 6, en el Aula Magna de la UCV, es la primera producción nacional de este título, para nada envejecido, aún contundente y atractivo para el público.


El encomiable esfuerzo de la gente de Producciones Palo de Agua, sufre, no obstante de las limitaciones y carencias, que afectan a buena parte de nuestro mundo teatral, en especial el de la escena musical. Por lo tanto resulta siendo un espectáculo mediocre, de aceptable factura y oscilante eficacia dramática y musical, pero distante de sus posibles paradigmas y fuentes de inspiración.


El primer punto en contra es para la puesta en escena de Michel Haussmann, que decidió ampararse en la burda escenografía de Edwin Erminy, hecha de planchas de zinc y escaleras de hierro, de nula policromía y escasa sugerencia. Quizás la pobreza palmaria del escenario se hubiera podido compensar con un movimiento escénico acertado, con el ensamblaje de las diferentes escenas, episódicas y casi autónomas en el libreto original, y con el uso de figurantes que llenaran más el escenario de lo que los treinta personajes y coristas podían hacerlo, en las escenas cumbres como la entrada a Jerusalén y el Juicio, pero Haussmann fue negligente en esto y no trabajó tampoco personajes, ni relaciones emocionales, ni efectos de apelación al público. Lo prueba su inexplicable descuido del personaje de Judas, dejado a la suerte del escaso talento del cantante, sin verdadera orientación actoral. Es el método general en toda la obra, pero Sigal y Cayito Aponte usan instinto y veteranía para salir triunfantes, no así Karina, a quien los años de experiencia se le esfuman y víctima del vestuario de Eva Ivanyi (que a todos viste muy cercanos al filme de Jewison, menos a ella a quien disfraza de Vestale de Spontini en colores salmón y blanco), deambula por el escenario, arrechonchada con sus tules, con pobrísima expresión. Así, lo que vemos es un espectáculo poco coherente, mecánico y, solo a ratos emocionante, cuyo único momento verdaderamente original fue el de la recreación, muy caraqueña, de la escena de los mercaderes del templo. Tampoco la iluminación de Carolina Puig ayuda mucho, igualmente aquejada de esta irreflexión de la puesta entera.


Aunque ya adelantamos algo sobre los vocalistas esta es la impresión general: destaca sin rivales el Jesús de Johnny Sigal, prácticamente debutante, con una voz de hermoso timbre e involucrada expresión. Logra su impacto estelar en su “Getsemaní”, que sin embargo canta abreviado, pero con espléndido uso del falsete. Lástima que la puesta lo deje tan sólo en el “Hosanna”, en las escenas con sus verdugos, y se resuelva tan pobremente la escena de los azotes. A su lado, el Judas de Luke Grande es fatalmente insuficiente, por voz y por actuación. Tiene los pasajes de tesitura más comprometida, que Grande se salta casi todos, y en aquellos que mantiene, la voz se le rompe, por ello, con gran ventaja musical sobre Jesús por contar con más números brillantes y de gran impacto dramático (“Demasiado cielo en sus mentes”, al inicio; la escena de las treinta monedas, la disputa en la última cena, la escena de su muerte y el número más popular de la obra, “Superstar”, ya al final), desperdicia prácticamente todos por quedarle a galaxias de sus posibilidades. Tampoco vocalmente brilla Karina, de quien ya comentamos su triste escena. Después del “Todo estará bien” inicial entra en un declive expresivo, que ni siquiera el célebre “No sé cómo amarlo”, logra hacer olvidar, tan gris, fría y poco original es su prestación. Acartonado en exceso el canto y la presencia de Rolando Padilla como Pilatos, apenas aproximado el Simón Zelote de Juan Pablo Alvárez, quien le deja todas sus notas agudas a una chica del coro para que se las grite; Cayito Aponte resuelve impecablemente su exigente Caifás, bien acompañado por el Anás de Domingo Balducci, y Armando Cabrera protagoniza el momento más miserable del espectáculo: la canción de Herodes, resuelta en un sketch de vergonzosa vulgaridad.


El coro de apóstoles, judíos, soldados fue cantado por el vigoroso grupo de jóvenes, no siempre bien conducidos por la regia, pero con serios problemas de dicción, para cantar la torpe versión al español utilizada, banalizadora de casi toda la contundencia del texto original de Tim Rice.


Aunque muy perjudicada por el sonido, que nunca logra un verdadero balance entre solistas, coro y orquesta, la Sinfónica Municipal hizo un notable papel, dirigida por Rodolfo Saglimbeni, con ritmos muy acertados con la obra, las participaciones de las guitarras y los teclados de Santos Palazzi y Salomón Lerner y las facultades de los cantantes, en especial el trabajo de la percusión.


Aún le falta pasión y revelación –y no evangélicas precisamente-, al trabajo de Producciones Palo de agua.


A continuación les hemos seleccionado cuatro clips de la ópera rock. Tres de ellos provenientes del film de N. Jewison, con las paradigmáticas interpretaciones de Carl Anderson y Ted Neeley como Judas y Jesús, respectivamente, y luego, una interesante versión en vivo, en teatro del "Getsemaní", con una muy inteligente resolución escénica. Es un poco a manera de referencia para los lectores y espectadores, y se entienda mejor la crítica escrita arriba. Dísfrútenlos.



Jesus Christ Superstar (1973) Heaven On Their Minds (2)

Primero de tres recuerdos del film de 1973, de Norman Jewison de la ópera rock, gracias a la cual, se convirtió en éxito universal. Carl Anderson es el mejor Judas imaginable: la ductilidad y belleza de la voz, lo desgarrado e irónico de su interpretación, la insolencia de sus notas agudas, su audacia musical. Imbatible!

Jesus Christ Superstar (1973) Gethsemane (14)

Para muchos esta es la más grande "romanza" o número musical de todas las óperas rock o musicales, y yo creo que estoy de acuerdo. El texto de Rice es extraordinario, casi Kazantzakiano. Y la versión de Ted Neeley es única e insuperable. Es el segundo recuerdo del film de Jewison

Jesus Christ Superstar (1973) Superstar (20)

Ultimo de los recuerdos de la producción cinematográfica ya clásica de la ópera rock. La puesta en escena y la interpretación vocal de Carl Anderson son el paradigma de cualquier montaje mundial de esta obra.

Gethsemane - Jesus Christ Superstar

Steven Seale canta Gethsemani en una representación en vivo de JC.Superstar, sin falseto,ni agudos, pero con mucha garra.

sábado, 5 de mayo de 2007

SIN TRADICION VERISTA



Einar Goyo Ponte


Por su brevedad y concisión narrativa, por reducirse a tres (casi a dos) el número de cantantes estelares que requiere, y porque entre sus opciones de montaje está la de que se puede hacer con sólo una escenografía, se suele pensar que Cavallería rusticana, de Pietro Mascagni (1863-1945), es una ópera sencilla de realizar. Quizás en comparación con Fausto, Turandot, Il trovatore o cualquiera de Wagner, efectivamente, pero las apariencias engañan.


Cavallería, estrenada en 1890, como ópera prima de un compositor a quien el Conservatorio Giuseppe Verdi de Milán había rechazado, y ganadora inmediata e indiscutible de un prestigioso premio, es el título que inaugura el estilo que damos en llamar verismo, proveniente, sobre todo, de la corriente literaria que Giovanni Verga, autor del cuento original en el que se basa la ópera, y otros escritores, habían fundado en la Italia de la época. En el teatro musical quiso ser un movimiento de vanguardia que quería irrumpir contra los estilos tradicionales (léase Verdi, primordialmente) y apelaba a la modernidad wagneriana como inspiración, mientras buscaba imponer argumentos más inmediatos y cotidianos, con un enfoque más descarnado y visceral, de allí que se tienda a concebir al verismo como un estilo de canto que se distancia del belcantismo, y en el cual énfasis declamatorios, tics expresivos violentos y una tesitura (el espectro de la gama vocal, desde su nota más baja hasta la más alta) preferentemente central predominan por sobre coloraturas, manierismos y expansiones líricas, que ellos juzgaban ya demasiados viejos.


La historia de la ópera, un drama pasional en el corazón de un pueblo siciliano, regido aún por severas normas morales, con sus personajes plebeyos, de arranques violentos y patéticos, permitió, desde su exitoso estreno, la asociación de esta expresión al estilo o escuela que quiso crearse. Se entendió como un reverso de la épica y la fantasía románticas, donde la pulsión inmediata, casi instintiva marca las pautas. Así, con el correr de los años se afiliaron al género, sin absoluto consentimiento de sus autores, obras como Pagliacci (Leoncavallo), Bohème o Tosca (Puccini).


La versión que se nos ofreció a los caraqueños este domingo 29 de abril, proclamada como “semi-escénica” (¿sería porque compartía el escenario con la orquesta? Pues comportaba vestuario, escenografía, y gestual) contaba con voces potentes, de dotados instrumentos y, aparentemente, adecuadas para sus roles. Y sin embargo, la satisfacción no fue, ni con mucho, absoluta.


Katiuska Rodríguez, joven instrumento, de esplendoroso color y caudal, con uno de los sonidos más carnosos, mórbidos e incisivos de nuestra actual escena vocal, encarnó a Santuzza, la protagonista, lacerada por el amor a Turiddu, quien la engaña con una mujer casada, mientras ella pasea su vergüenza de mujer desflorada por un pueblo rígido y poco compasivo. La mezzosoprano criolla adolece, no obstante, de una suerte de inseguridad expresiva, basada en una aparente comprensión a medias del texto que está cantando, al lado de un tenaz desconocimiento de las tradiciones interpretativas de esta popular partitura. Sólo así se explica que desaprovechase, casi sistemáticamente todas las oportunidades que la obra le ofrece para brillar (la súplica de Pascua en el Regina Coeli, el aria “Voi lo sapete, o mamma”, el momento cumbre de su maldición contra Turiddu al final de su dúo, y las grandes frases del dúo con Alfio). Porque de eso trata Cavallería, de una ópera con célebres frases dramáticas, cuya acentuación o énfasis dependen más de la carga expresiva actoral del cantante que de su apropiada resolución vocal, esto es la esencia del verismo, si no seguimos en el canto verdiano o mozartiano. Apoyarse en ello y no en una aún inmadura presencia escénica, con gestos reiterativos, cada vez menos significantes o eficaces, es la clave para triunfar en este personaje de ilustre historia en sus encarnaciones: Lina Bruna Rasa, Claudia Muzio, Zinka Milanov, María Callas, Fiorenza Cossotto, Ghena Dimitrova.


A su lado, el inconsistente Turiddu, fue Miguel Sánchez, de quien no teníamos noticia desde 1998, cuando vino a cantar un insuficiente Radamés. Esta vez repitió la dosis con su personaje mascagniano. Sufre una progresiva e inexorable pérdida del timbre a través de la obra, lo que ocasionó el canto entrecortado y hosco del “Addio alla mamma” final, con su consiguiente ruptura de la nota cumbre. Además, es absolutamente anárquico con respecto a medidas, valores musicales y rítmicos, poniendo en riesgo en el dúo con Santuzza, a su compañera, y a la ejecución musical, con la orquesta y el director.


Semejante carencia evidenció el barítono de corposa voz, Gaspar Colón, a quien sentimos inseguro en su poco agraciada aria (no por él, sino por Mascagni; este es el único momento de pereza de toda la partitura) “Il cavallo scalpita”, y desconocedor de acentos y tradiciones en el hermoso dúo con Santuzza, que cierra la primera parte.


Casi de lujo, en cambio, las secundarias, Margarita Troconis, como Mamma Lucia, y Mairín Rodríguez como Lola, quizás menos sensual que de costumbre, pero muy solvente vocalmente.
Felipe Izcaray dirigió con poca suerte a la Sinfónica Municipal. Sonoridad y expresión rutinarias, también se quedó mucho más acá de las tradiciones, y cuando no tienes nada más sólido que oponer a estas, mejor es respetarlas. En su descargo diremos que la puesta de Miguel Issa lo aislaba de sus cantantes, quienes en más de una vez clamaban por una mano conductora que los librara del fango musical en el que derrapaban. Obtuvo un lucido, aunque no excelso momento en el célebre intermezzo.


El Coro de Opera Teresa Carreño aportó su solvencia de siempre, aunque los sentí excesivamente estentóreos, lejanos de los matices a que ellos nos tienen acostumbrados en esta y otras partituras.


La dirección escénica de Miguel Issa comete el muy frecuente error de desvelarse por los aspectos accesorios del montaje: el video, las luces, los bailarines, las entradas y salidas de los figurantes, para olvidar a sus cantantes protagonistas. ¿No se pudo así evitar la bochornosa exhibición de lucha libre que protagonizaron Turiddu y Santuzza a lo largo de su dúo? ¿No pudo suplir las fallas de fraseo de la protagonista y de Alfio? ¿No había repertorio de gestos para la rabia y los celos de éste al enterarse de sus cuernos, que lo salvara de los continuos manotazos que éste daba? Y con respecto a los bailarines, el inicio y el coro de apertura estuvieron muy bonitos, pero ya la coreografía en torno al aria de Alfio, como en un número de vaudeville y la representación poco cocida de la ceremonia religiosa terminaron por hacer caducar prontamente una idea interesante, quizás la única del montaje.

viernes, 4 de mayo de 2007

BODAS ESCOLARES



Einar Goyo Ponte


Con un esfuerzo evidente, pero sin lograr hacer olvidar la índole escolar, incluso de empresa didáctica, el Colegio Emil Friedman ha concretado la formidable empresa de montar una de las obras maestras de Wolfgang Amadeus Mozart: Las bodas de Fígaro. Es una ópera de tremendas dificultades teatrales, vocales y musicales. Este montaje ha logrado en muchos aspectos salir airoso del desafío, y en otros no tanto. Creo que, dadas las dimensiones de la obra, el balance es positivo. Quizás haberse planteado un título menos ambicioso, les habría garantizado mejores resultados, pero esta dignidad obtenida permite soñar con repeticiones, perfecciones y más cautelosos empeños para el futuro.
Sin embargo, es muy encomiable, el elemento de escuela para los cantantes, músicos y personal de escena. El teatro musical, en general, y la ópera en particular, no tienen mejor escuela que las propias tablas. Soy partidario de las audacias pero amparadas por una consistencia de conocimiento, y no por la soberbia que casi siempre es la peor máscara de la ignorancia. Con todas las carencias que el espectáculo pudo tener, no ví la huella apabullante de este flagelo, y allí creo que radica su mayor éxito. En la modestia y la conciencia de su limitación con que fue abordada la tarea.
Bodas de Fígaro requiere de, por lo menos, cuatro escenarios distintos, del cual el más complejo es el del último acto: un jardín iluminado sólo por la luna, un gazebo, y suficiente espacio para hacer comprensible las confusiones de personalidades que tienen lugar en él. El montaje dirigido por José Rafael Pereda se pierde en casi todas las soluciones necesarias para dar un mínimo de credibilidad e inteligibilidad a la trama. La mínima escenografía, más sugerida que realizada, confunde mucho más que aclara las derivaciones y los enredos de sus personajes. Si no hay espacios de salidas y entradas definidos, si no hay exactitud en los movimientos de los personajes, si no hay sentido de las pausas, y las solicitudes del libreto, Bodas se hace un galimatías de deambulares de personajes, sin eficacia dramática ni demasiada verosimilitud. Bonito aunque sin ribetes de absoluto acabado, el vestuario de María Julia Escotet.
Tampoco se hizo sentir demasiado – y ya es el tercer director que incurre en tamaña falta en dos semanas- la dirección sobre las actuaciones de los cantantes, en general abandonados a sus instintos o a su inexperiencia. Ello fue palmario en el andar pendulante y los gestos limitados y repetidos del Fígaro de Martín Camacho, cuya endeblez musical y la insuficiente técnica, lejos de ayudarlo, casi lo borran del espectáculo en el último acto, donde demuele la extraordinaria aria “Aprite un po’quegli occhi”; en la elementalidad de la actuación de la Susanna de Darcy Monsalve, de voz lejana de la sonoridad operística; y en la rígida y rutinaria elegancia de sus Condes de Almaviva, Dorian Lefebre, de opulenta voz y precisión musical, pero de preocupante inexpresividad y absoluta indiferencia de la historia vocal del rol (nuestros músicos no escuchan, ya lo he escrito antes), y Carlos López, el más airoso vocalmente del reparto, con una irreprochable y cómoda “Vedró mentr’io sospiro”.
Sonoro pero muy silvestre el Cherubino de Adriana Portales, graciosa en su encarnación travesti; de autoridad vocal, pero una cierta tiesura escénica, los Bartolo y Antonio de Mehir Herrera; estereotipadamente comicos los Basilio y Curzio de Alexi García; y acertadísima la Marcellina de Alexandra Pérez.
Con muchas faltas de cocción la dirección y la prestación musical de la Orquesta de Opera del Colegio Emil Friedman, y su batuta Victor Mata, por supuesto más preocupados por sortear los acantilados musicales, que por la expresión teatral.
Bodas escolares sí, pero de sana ambición. Un agregado importante de sensatez no le vendría mal a estos soñadores.