viernes, 29 de junio de 2007

DUDAMEL DIRIGE STRAUSS






Einar Goyo Ponte



Esa misma tarde del domingo 24, retornamos a la Sala Ríos Reyna para escuchar un concierto estelar de la 3ª edición del Festival Bancaribe, el primero, según el programa de mano, el segundo según avisos de prensa. En cualquier caso se trataba del primer concierto dirigido en la gran sala del TTC por Gustavo Dudamel, después de su breve aparición televisiva como batuta del Himno Nacional en la apertura del canal Tves, minutos después de la desaparición del aire de la señal de RCTV. Sin embargo, en la sala, repleta mayoritariamente de los jóvenes e infantes integrantes del Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, con sus respectivos padres (extraña forma de dar audiencia a un concierto con el director estrella del momento y una cantante de cierto renombre, sin público “real”, quiero decir, el que paga entrada), no hubo el menor aspaviento ni remembranza de lo que para muchos fue una grosera concesión al régimen y una lesión a la lucha de una parte de la sociedad por la libertad de expresión. Dudamel concitó entre sus admiradores juveniles el mismo entusiasmo de siempre.
El concierto ofrecía además una atracción extraordinaria: dos obras de Richard Strauss muy raramente ejecutadas en nuestros auditorios. La primera fue las Vier letzte lieder (Cuatro últimas canciones), compuestas por el compositor alemán un año antes de su muerte. Convertido en el primer compositor de su país entre el fin del siglo XIX y el inicio del XX, luego de experimentar el natural rechazo hacia el credo artístico wagneriano, enfermedad pasajera padecida por todos los artistas de su época, en virtud de buscar la originalidad, para terminar defendiendo sus ideas y las de Liszt sobre la música programática, es decir, aquella que expresa pensamientos o imágenes extramusicales (“Nuestro arte es expresión, y una obra musical que no tenga ningún auténtico contenido poético que comunicarme –naturalmente un contenido que no pueda ser representado más que con sonidos y que con palabras, sólo puede ser sugerido- es para mí cualquier cosa menos música”, llegaría a escribir en 1889), fue nombrado por el gobierno de Adolf Hitler Presidente de la Cámara musical del Tercer Reich y, entre otras cosas, compuso el himno de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, renunciando a sus honorarios. Sin embargo, por sus amistades con músicos disidentes del nazismo y con artistas judíos (escribió una ópera con libreto de Stefan Zweig) fue destituido de sus cargos y hostigado por el régimen hasta que éste cayó al final de la Segunda Guerra Mundial. Decepcionado y, seguramente avergonzado, de sus relaciones con la política y el poder, de las que creyó poder escapar simplemente dedicándose a su arte, pasa sus últimos tres años buscando una paz, que expresa en estas Cuatro últimas canciones, originalmente tituladas como la última, In Abendrot (Al ocaso). Basadas en tres poemas de Hermann Hesse y uno de Joseph Von Eichendroff tratan acerca de la despedida de la vida, en medio de visiones de desprendimento de la vida terrenal y sus avatares, angustias y rigores.
Fueron cantadas por la soprano alemana Angela Denoke, reputada cantante de los escenarios europeos, y cuya carrera se cimenta en acerados roles como la Leonore del Fidelio, de Beethoven, la Venus y Elisabeth del Tannhäuser wagneriano, la heroína de La Valkiria, la Marie del Wozzeck, de Alban Berg, o la protagonista de la Katya Kabanova, de Janacek, con los cuales ha obtenido recientes éxitos en los mejores teatros del viejo continente.
En los lieder de Strauss mostró un exquisito sentido del estilo y del fraseo. No obstante su canto sonó excesivamente contenido, en momentos casi velado, de escasa expansión, con problemas en el pasaje de registros, donde la voz pareciera no girar y alcanzar su emisión natural impostada y plena. Fue, a pesar, de ello, muy sensible en su “Al ir al dormir”, y en “Al ocaso”. Dudamel dio lo que para este oyente representa su mejor prestación como director: atento al canto de la soprano así como de los timbres orquestales y de sus matices de expresión. Sublime su final de In Abendrot.
La Sinfonía Alpina es una obra de gigantesca orquestación, que en los más de 30 años que tengo asistiendo a conciertos en Caracas, nunca había tenido oportunidad de escuchar en vivo. Es quizás la obra más celosamente programática de Strauss. Contiene 20 episodios que describen una aventura a los alpes suizos, desde el final de una sombría noche, el glorioso amanecer, el ascenso a las montañas, el peligro en sus abismos hasta una pavorosa tormenta que obliga al descenso que culmina de nuevo en las sombras de la noche. Fue estrenada en 1915, luego de más de tres años de composición.
Con efectos de iluminación incluidos, Dudamel dirigió su lectura de la obra con la plenitud y contundencia sonora a que nos tiene acostumbrados. Consiguió de sus metales una exactitud de emisión que en Strauss es indispensable. A sus cuerdas arrancó el abandono lírico necesario para las melodías exaltadas, ascendentes y expansivas que definen al compositor, y supo jugar con el balance de sus maderas opuesto a su nutrida orquestación, en la mayoría de la partitura. Sin embargo, en el episodio de la tormenta de nieve, su faramalla orquestal ocultó a los dos instrumentos que especialmente incluyera Strauss en la obra, la máquina de viento y la placa de aluminio, precisamente los más criticados por sus analistas. El otro talón de Aquiles de su interpretación fue la extrema lentitud con la que dirigió la sinfonía, llegando a momentos exasperantes en la “Entrada en el bosque”, “Momentos peligrosos en los abismos”, y sobre todo en la “Calma antes de la tormenta”. Era tal la modorra e inactividad sonora que más parecía aquello una travesía por el desierto con sus viajeros aplastados por el calor inclemente que una aventura en mitad del frío y de la nieve.
Singulares, en el contexto nacional, escogencias de compositor y obras, para esta primera aparición para el gran público del director Gustavo Dudamel, en el segundo trimestre del año. Strauss, conflictuado con los nazis y sendas obras donde el tema del ocaso y la oscuridad son recurrentes.

77 ANIVERSARIO



Einar Goyo Ponte


El concierto del 77 aniversario de la Orquesta Sinfónica Venezuela, recién regresada de una gira por Rusia e Italia, promovida por el Gobierno venezolano estaba pautado originalmente para el viernes 22, pero hubo de celebrarse después por una de esas extrañas disposiciones que ahora son frecuentes en el Teatro Teresa Carreño, las cuales suspenden o alteran calendarios y horarios de eventos o ensayos, acordados en ocasiones con meses de antelación, en aras de los ahora prioritarios actos oficiales, programados a discreción del Presidente de la República. No importaron el aniversario, festejado tradicionalmente en el país cultural, en esta fecha, ni los compromisos internacionales de los artistas involucrados en él, ni los arreglos para el brindis tradicional, con agencia y personal contratado. Todo salió bastante bien, a pesar de las urgencias, pero el director alemán Raoul Gruneis, batuta invitada para el cumpleaños, tuvo que salir corriendo tras el concierto, el cual fue ejecutado de un tirón (sin intermedio, en un programa de casi dos horas), sin poder tomarse su merecida copa de champaña, para no perder su avión.
El programa aniversario abrió con la Fuga con Pajarapinta bimodal y Seis numerao, de la Suite para cuerdas, de Aldemaro Romero (obra que ya va siendo hora de que volvamos a escuchar completa en sus 4 movimientos), dirigida por Herr Gruneis con exquisita delicadeza, extrayendo finos matices dinámicos, y ajustándose al intrincado ritmo llanero combinado que el compositor enhebró en esta pieza.
Continuamos con el Concierto No. 5, en mi bemol mayor, para piano y orquesta, “Emperador”, de Ludwig Van Beethoven, en la diáfana y concienzuda interpretación de la pianista venezolana Edith Peña, quien en varios pasajes dio la impresión de estar accionando una caja de música, tal era la delicadeza y nitidez de su sonido. No siempre exacta en su digitación, a veces perjudicada por la irregularidad del pulso del director, y pasmada en un excesivamente lento segundo movimiento, concluyó de manera pujante su lectura, aunque a ratos el rondó final, luciera desprovisto de casi todo interés y tensión expresiva.
El final del concierto lo constituyó una selección del Richard Wagner sinfónico. Hay que recordar que Gruneis debutó en Venezuela dirigiendo el Lohengrin presentado en el TTC, en 1994, con esta misma orquesta. Así se incluyó el hermoso preludio de esta ópera, tocado con bastante enjundia, para luego pasar a una selección de tres fragmentos de Los maestros cantores de Nuremberg: el preludio, el preludio al tercer acto, la Danza de los aprendices y la coda del acto final. Aquí volvió a hacerse notar el pulso indeciso de Gruneis, a quien esa falta de tensión y firmeza rítmica hace que la música se le desordene y empiece a hacerle aguas como a un barco torpedeado. Por fortuna siempre llega a puerto, pues sabe coronar sus ejecuciones, con cierta pericia, pero el transcurso, a veces es muy penoso. En su descargo recordamos la premura en la cual las causas ajenas a su voluntad lo habían atrapado.

sábado, 23 de junio de 2007

INFANCIA URBANA



Einar Goyo Ponte


Las ciudades venezolanas están hechas de sonidos, cuyo porcentaje de ruido es muy alto, el del tráfico, el de los aviones, las sirenas, las alarmas, el de la televisión o la radio, el de nuestros aparatos eléctricos, pero también de mucha música: música de todos los tiempos. En la sala de conciertos, o en las emisoras culturales, la música clásica; en las discotiendas el jazz, el pop, el rock internacional, la World music; en la calle la salsa, el guaguancó, el son, el tambor, la gaita; en los restaurantes, en las plazas, en sus propias casas, en el colegio, la música criolla, y ahora en el secreto de los audífonos, los i-pods o los celulares, la tecno música contemporánea. Con toda esta babel, y ya no con el himno nacional, como quería Conny Mendez, arrullamos a nuestros niños en nuestras metrópolis.
Esta infancia es pues, fundamentalmente urbana. Tiene muy poco que ver con ensoñaciones arcádicas o bucólicas. Desde muy tierna edad nuestros hijos se envuelven en el ruido citadino, en los ritmos modernos, en la bulla que sube desde la calle, en la vorágine de los centros comerciales, o en el rumor omnipresente de la televisión.
Por eso, no es para nada una incoherencia, que la música pensada para niños o relacionada con ellos, de nuestros días, esté impregnada de elementos urbanos, disímiles, babélicos, sincréticos, plurales, como nuestras mismas urbes. Eso fue exactamente lo que encontramos en el concierto del Ensamble Gurrufío y su Camerata Criolla, dedicado al Cancionero infantil venezolano y a nuestra fantasía juvenil.
Era también el estreno del Cuento para orquesta y narradores Tío Tigre y Tío Conejo: la piedra del zamuro, de Federico Ruiz, basado en la versión escrita de Rafael Rivero Oramas. Es nuestra versión vernácula de la empresa de Sergei Prokofiev con su Pedro y el lobo, donde instrumentos o temas musicales toman el lugar de los personajes del relato y proceden a hilvanar la narración mediante combinaciones y desarrollos. Aquí Ruiz usó su inventiva para utilizar ritmos venezolanos para personificar su historia, o apelar a sonoridades miméticas para caracterizar a los animales protagonistas. Así Tío Conejo es un joropo liderado por la flauta, la culebra son las maracas y el clarinete, el morrocoy es el cello parodiando el tercer movimiento de la Sinfonía "Titán", de Gustav Mahler, el cual está basado en una popular canción infantil europea; el caimán es el trombón y la percusión, el león es un son cubano para cuerdas, maderas, bongos y conga, y Tío Tigre es una Marisela llanera. Los usos paródicos, el humor que une los episodios a través de la música, son, como la mezcla de géneros, típicamente urbano. Rodolfo Saglimbeni dirigió con sumo sabor la obra, que la Camerata, liderada por la flauta de Luis Julio Toro, el cuatro de Cheo Hurtado, las maracas de Juan Ernesto Laya, el bajo de David Peña, y la divertida narración de Andrés Barrios y Andreína Faría, ejecutaron jocosamente.
Semejante espíritu se invoca en el Cancionero Infantil, recopilación de esas piezas tradicionales que aprendimos en la escuela –algunas de ellas criollas, otras no-, pero que forman parte de la banda sonora de nuestros tiernos años o los de la primera escuela, presentadas en un perfil también irrevocablemente urbano, es decir con dejos de jazz, de tambor costero, gaita, salsa, o divertidas fusiones, las cuales sin embargo, no disimulan la extrema simplicidad de las canciones, por lo que una vez cumplida su función de activarnos la memoria, pierden instantáneamente su encanto, y se convierten en una suerte de agraciado corsé para la creatividad, el virtuosismo, la maravilla que uno está acostumbrado a oírles al Gurrufío. Logran, a despecho de ello, su cometido los invitados especiales: Alfredo Naranjo en el vibráfono, Luis Zea en la guitarra, la percusión de Alexander Livinalli y Javier Suárez, y las voces, no siempre irreprochables de Corina Peña, Betsayda Machado, Caribay Valenzuela, Laura Strubinger junto con el festivo coro de niños en piezas como “El elefante” o “Los chimichimitos”: recrear con lenguaje urbano esa música pasada y presente, a la vez.
Es el sonido de nuestros niños urbanos, en el alba del siglo XXI.

lunes, 18 de junio de 2007

MANUEL GARCIA, UN MITO DEL CANTO


Javier Pérez Senz


El 56º Festival Internacional de Música y Danza de Granada levanta el telón con la recuperación de la ópera El califa de Bagdad, del tenor y compositor andaluz Manuel García (Sevilla, 1775-París, 1832), leyenda de la ópera belcantista. El director y clavecinista francés Christophe Rousset dirige este significativo rescate del patrimonio español.
La intrépida vida de Manuel García merecería una película para plasmar su leyenda como merece: compositor de talento, sus tonadillas pusieron de moda lo español en París, gracias a su don para fusionar ritmos populares, como las seguidillas, tiranas y polos, con el lenguaje operístico; tenor mítico, de gran virtuosismo e intérprete favorito de Rossini, que dio vida al primer Almaviva en el estreno de El barbero de Sevilla; maestro y teórico de la moderna escuela de canto; padre de una saga de cantantes de leyenda como María Malibrán, Pauline Viardot y Manuel Patricio García, inventor del laringoscopio; y empresario amante de riesgos, capaz de introducir la ópera italiana en Nueva York en 1825 con su propia compañía familiar.
Il califfo di Bagdad es una ópera bufa en dos actos con libreto de Andrea Leone Tottola -típica historia de enredos y equívocos de un califa que se hace pasar por bandido para conquistar a una joven sin recursos asediada por un viejo y rico emir- que vuelve a la escena musical en una edición crítica de Alberto Blancafort (Iberautor/Instituto Complutense de Ciencias Musicales). Tendrá como entusiasta valedor a Christophe Rousset, al frente de Les Talens Lyriques, el Coro de la Orquesta Ciudad de Granada y un reparto integrado por los tenores José Manuel Zapata y Emiliano González Toro, la soprano Anna Chierichetti, las mezzos Milena Storti y Manuela Custer y los barítonos Mario Cassi y David Rubiera. El montaje, con dirección de escena de Olivier Simonnet e iluminación de Alexis Kavyrchine, cuenta con vestuario de José Enrique Oña, diseñador de Loewe.
La frescura interpretativa de Rousset, músico que sabe respirar y frasear con los cantantes, amigo de sonoridades claras y luminosas en la orquesta, es una de las bazas del rescate de la primera ópera italiana de García, estrenada en Nápoles en 1813 tras su primera estancia en París, que llegó a la capital francesa cuatro años después. "Es una ópera cómica, con una línea melódica y una ligereza entre Cimarosa y Rossini, con muchos números de conjunto -dúos, tríos, cuartetos-, sin recitativos y con textos hablados. En el aspecto vocal es difícil para los cantantes por el refinamiento de su coloratura", explica Rousset.
"La obra sorprenderá al público por su vis cómica y la frescura de su línea de canto, de una vocalidad cercana a Rossini, pero con giros y acentos propios de un compositor que bebió de las fuentes populares", comenta el clavecinista y director de orquesta francés.
El caso de García es muy curioso. No hay enciclopedia de la ópera ni tratado de técnica canora que no dedique espacio a sus aportaciones como tenor y maestro de canto. Pero de su música -fue empresario y autor de 47 óperas al estilo italiano, francés y español- apenas se conocen algunas tonadillas. "Todos los musicólogos conocen su nombre y también los cantantes, pero casi nadie conoce una sola nota de su música en la actualidad. Por eso creo que esta recuperación, que será grabada por el sello Decca, va a ser una agradable sorpresa para los aficionados".
La curiosidad es una constante en la trayectoria artística de Rousset, que ha sacado del olvido y llevado al disco títulos de Handel, Jommelli, Traetta, y, dentro de su afinidad por el repertorio español, ha prestado especial atención a Vicente Martín y Soler, con Il burbero di buon cuore que dirigirá en noviembre en la próxima temporada del Teatro Real de Madrid. "Me encanta rescatar obras del olvido, es mucho más interesante que continuar siempre haciendo los mismos títulos. Puedes acercarte a las partituras con mayor libertad y frescura, sin el peso de la tradición, y en esa labor debes inspirar a los cantantes".
El retorno de García tiene también acento discográfico. El sello Almaviva lanzó hace sólo unos meses una auténtica joya, la operita en un acto El poeta calculista, con la que obtuvo un éxito colosal en París en 1809: una de sus canciones, el polo "Yo que soy contrabandista" causó furor en los salones parisienses. Vale la pena escuchar esta obra para hacerse una cabal idea del don melódico y la difícil escritura vocal de García, que sabía explorar a fondo las posibilidades del tenor como cantante e intérprete. En una de las escenas, el tenor Mark Tucker ha de cantar un dúo imitando la voz de soprano. La versión, con la encantadora soprano Ruth Rosique, está dirigida por Andrea Marcon al frente de la Orquesta Ciudad de Granada. El disco incluye dos de sus tonadillas, La declaración y El Majo y la Maja.
Su huella también está presente en un seductor álbum doble que Opera Rara dedica a Pauline Viardot, hija de García y su segunda esposa, la soprano Joaquina Briones y hermana de la también legendaria Maria Malibrán. La edición recoge una velada en el londinense Wigmore Hall, con la actriz Fanny Ardant como narradora, que ilustra la personalidad de la diva con una selección de obras de Chopin, Berlioz, Rossini, Gounod, García y la propia Viardot interpretadas por Frederica von Stade, Anna Caterina Antonacci y Vladímir Chernov, acompañadas al piano por David Harper.
El califa de Bagdad, coproducida por la Fundación Caja Madrid y el festival granadino, se estrena en el Palacio de Carlos V (22 y 24 de junio), y después viajará al Teatro de la Zarzuela de Madrid (26) y al Palau de la Música Catalana de Barcelona (28).

sábado, 16 de junio de 2007

SCARLATTI



Einar Goyo Ponte

Los estudiosos convienen en considerar a Doménico Scarlatti como un músico que, a la sombra de su padre, Alessandro, el virtual inventor de la ópera italiana tal y como la conocemos hoy, medraba de manera más bien mediocre, componiendo óperas que ya no se escuchan, pero como un extraordinario ejecutante del clavecín, oficio con el cual habría tocado en las compañías líricas londinenses dirigidas por Georg Frideric Haendel, hasta que se marcha a Lisboa a servir a la princesa María Barbara, quien al convertirse en reina lo arrastraría a la corte de Madrid donde finalizaría sus días en 1757, o sea hace ya 250 años. Es en este último período de su vida cuando Scarlatti encontraría su original lenguaje.
Cuya voz personal es el clavecín, que él dominaba a la perfección, y donde mezclaba los cánones italianos y alemanes propios de su estética contemporánea con las derivaciones tonales y figurativas de la música folklórica española, en especial del flamenco andaluz. Uno de sus discípulos profundizaría esta temprana vena de hibridación entre el instrumento de salón y el aire popular: el Padre Antonio Soler. Scarlatti compuso 500 sonatas para clave, piezas casi miniaturistas, de un promedio de 4 minutos de duración, que algunos ejecutantes tocan en alternativa de lenta-rápida, otros asociando las claves mayor y menor de una misma nota, y otros, de manera independiente. Esta es la forma que escogiera Abraham Abreu este domingo 10 para su homenaje al músico italiano, que ofreciera en la Quinta de Arauco, ribeteado por muy amenos comentarios suyos.
Plus fait douceur que violence”, rezaba la tapa del teclado que Abreu tocaba: algo así como “Es preferible el amor a la violencia”. Y la sentencia, quizás corneilliana, en alas de la gentil música que brotaba del clave, se derramaba sobre los oyentes en la placidez matutina dominical, mientras oíamos los aires de fandango o zapateado de las sonatas K. 14, K. 87, K.6, K. 191, K. 207, las vertiginosas escalas de la K. 6, la melancolía casi bachiana de la K. 69, la gravedad de la K. 132, la frivolidad danzante de la K. 108, la dificultad modulativa casi marcial de la K. 450, el patetismo ceremonioso y acaso fúnebre de la K. 206, y los saltos de octavas o efectos sonoros que exigían la digitación diestra del tecladista, quien ya nos había conectado con la época remota a la que pertenece. Es uno de los dones de la autoridad ilustrada de Abraham Abreu.

Haz click en el control aquí debajo para escuchar dos sonatas para clavecín de Doménico Scarlatti

sábado, 9 de junio de 2007

SISTEMAS PLANETARIOS



Einar Goyo Ponte


Dmitri Shostakovich, compositor ruso (1906-1975), tuvo el infortunio de vivir durante el régimen stalinista, gran parte de su vida artística. Tuvo que defender, no siempre con éxito, ni poco sacrificio de su libertad creadora, sus ideales y sus concepciones, e incluso sus preferencias artísticas, que se orientaban hacia músicos franceses como Darius Milhaud, compositor de una ópera sobre Simón Bolívar, o su mismo compatriota Sergei Prokofiev, con quien compartía, este último con un poco más de suerte, la crítica pertinaz del régimen a su obra. Así vió obras suyas prohibidas y fue vilipendiado y descalificado públicamente varias veces en su vida, por considerarse demasiado “burgués”, y esto sólo por preferir hacer música paródica, sarcástica, con influencia jazzistica.
Esta fue la vena del compositor que Alexis Cárdenas nos dejó escuchar en la interpretación que hiciera de su Concierto para violín y orquesta en la menor, Op. 99, con la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, dirigida por Felipe Izcaray, sorteando con extrema bravura las terribles dificultades que la obra presenta, sobre todo en el scherzo, la burlesca y en la ardua cadenza de la passacaglia, con una expresión de intensa pulsión, constantemente enfrentado a la ingente orquesta. Izcaray concitó con mucho equilibrio el marco orquestal al solista nunca ahogado ni vencido por la sonoridad masiva, en un nuevo alarde de su virtuosismo.
Luego se planteaba, en el mismo concierto de ese sábado 2, un viaje a otros mundos con la versión comandada por Izcaray y la OSJVSB, de la Suite Los planetas, de Gustav Holst. Ella abre con “Marte, portador de la guerra”, planteado por el director con poco brío y urgencia, quizás en una comprensible disuasión a la exaltación de los aires bélicos siempre tan acechantes, sobre todo en la reciente historia venezolana, pero en general faltó cohesión y vigor en toda la lectura de la obra, tanto que momentos de delicada concertación como el inicio de “Mercurio, el mensajero alado”, sonaron descuadernados; en el grandioso “Júpiter, portador de alegría”, desintegró sus secciones dando una excesiva sensación de fragmentación. Mejoró mucho en “Saturno, portador de vejez”, paradójicamente más ágil que “Marte” o “Mercurio”, para alcanzar un triunfo en el portentoso “Urano, el mago”. No lo acompañó, por desgracia, el Coro Sinfónico Nacional Juvenil de Venezuela, en el último movimiento, “Neptuno, el místico”, desafinados, destemplados, poco matizados. Y así el viaje intergaláctico nos devolvió a la ansiosa Caracas y sus citadinos ecos, con un regusto de insatisfacción.



Haz click en el control para escuchar "Júpiter, portador de la alegría", de Los planetas, de Holst.

miércoles, 6 de junio de 2007

DOMINGO DE SCARLATTI


Doménico Scarlatti nació el mismo año que Johann Sebastian Bach y Georg Frideric Handel, pero no ha sido tan bien tratado por la posteridad como sus contemporáneos, principalmente por su agitada vida. Su carrera se desarrolló más bien fuera de Italia (también Haendel fue un ilustre exiliado), concretamente en Lisboa y Madrid donde fue músico de la Reina María Bárbara, para quien compuso la gran mayoría de sus hoy abundantes Sonatas para clavecín, campo en el cual hoy se asienta la memoria que de este compositor se tiene. Este domingo se escucharan 16 de ellas en las manos autorizadas del clavecinista venezolano Abraham Abreu. Es una ocasión de infrecuente deleite.

sábado, 2 de junio de 2007

OSADO TORO







Einar Goyo Ponte


No es que el quehacer musical tenga que ser una aventura heroica, pero a mí, como melómano siempre me han atraído tremendamente los riesgos, y la gente que suele tomarlos. Es una de las lecciones que se obtienen de tanto escuchar a Beethoven, Mozart, Brahms o Verdi. Es prácticamente palpable la manera como tuvieron valor de reinventarse a sí mismos. Mozart lo hacía prácticamente a diario y casi inconscientemente; Beethoven para escapar del handicap de su propia sordera, Brahms para librarse del fantasma de Beethoven, que él creía que lo perseguía, y Verdi, quien en su dorada vejez, abjuró de su propio y triunfante estilo, para escribir sus dos más grandes óperas, disímiles entre sí y a sí mismo.
Son las trampas del estilo, el cual una vez logrado y hecho propio, puede encadenarte y convertirse en fórmula, sobre todo si ésta es exitosa. Así que si la celada está lista para los compositores, cómo no va estarlo para los intérpretes. Esa línea delicada, pero certera, entre el creador y el intérprete, tiene como regla de oro, una muy sencilla: tomar el riesgo.
Es la reflexión que nos asalta en mitad de la audición del nuevo disco de Luis Julio Toro: su Toro solo, y en mi caso particular, en plena ejecución de la Chacona de la Partita No 2, de J.S. Bach, que siempre me ha parecido una de las más altas y complicadas cimas de la música occidental, tanto que después de ella, ésta pudo haberse acabado para siempre. Cuando uno escucha lo que Toro hace con esta insondable pieza, cómo la traduce a su instrumento, cómo logra no sólo vencer sus incontables dificultades, sino transmitirnos humores y atmósferas distintas, en cada uno de sus pasajes, y más aún, hacernos olvidar que no está escrita originalmente para la flauta, lo que pensamos es: ¡Ya está! ¡Qué madurez la de este músico! ¿Qué puede detenerlo ahora? ¿Quién podrá nunca más hablarle de limitaciones?
Este disco es inédito en Venezuela. No sólo por la empresa misma que significa, disponer para tocar con la flauta, sin más acompañamiento, un número de piezas no pensadas para el instrumento, junto con otras especialmente compuestas para él, sino por la osadía de ejecutarlo, a este nivel de inapelable excelencia. No la que nos satisface académica o técnicamente (¡que maravilla de respiración, qué destreza de digitación!), sino aquella que corta el aliento, que no nos permite creer en el instante lo que estamos escuchando, desde el propio inicio, con los extraordinarios valses de Lauro, cuyo principal riesgo estribaba en la asociación casi inmediata que los oyentes haríamos con los originales para guitarra, prurito que se disuelve en el primer minuto de Angostura, y que ya en Natalia es un olvido; con las Variaciones imposibles, de Paul Desenne, donde nos divertimos persiguiendo las asociaciones que hace entre el América, de Leonard Bernstein, y la Missión: Impossible, de Lalo Schifrin, sin dejar de advertir la sutil ironía de la obra, gracias a la soltura con que Toro la ejecuta, y con los aires más familiares y festivos de El bachiano, donde Raimundo Pineda mezcla figuraciones del genio alemán con las formas del joropo oriental, fusión en la que Toro es ya experto.
Quedan los Bach del disco, con evocación de Toro a Glenn Gould, otro gran arriesgado. Ya hablamos de la Chacona. Con esa misma medida valoramos las progresiones y virtuosismo que escuchamos en la Partita en la menor, el Preludio para órgano No. 22 (!), y la Giga, de la Partita No. 2. Es como si nunca las hubiésemos escuchado en la voz de otro instrumento.


Luis Julio Toro. Toro solo. Producción independiente, Caracas, Venezuela, 2006.

PENDERECKI A LA BATUTA





Einar Goyo Ponte


Krzysztof Penderecki es seguramente uno de los más importantes compositores vivos. Es un artista que ha luchado contra tiranías, invasiones, persecuciones religiosas e ideológicas en su atribulada Polonia, castigada bajo el yugo soviético. Uno de los principales méritos de Penderecki es haber prácticamente reinsertado el sentido religioso católico en el devenir de la historia musical del siglo XX, tan iconoclasta, tan rebelde, tan atonal y ateo, y ello, en un contexto de adversidad política -la misma enfrentada por Karol Wojtyla y Lech Walesa-, tiene una particular significación de valentía y defensa de convicciones e ideales.
A Penderecki lo hemos visto en nuestro país varias veces dirigiendo sus obras religiosas. En esta ocasión del domingo 27, mientras el país vivía sus propias conmociones políticas, el compositor vino a dirigir a Beethoven y una obra “profana” suya.
El Beethoven escogido no se eximía de la connotación política pues se trataba de su Sinfonía No. 3 “Eroica”, dedicada a Napoleón cuando el compositor lo creía adalid de la libertad, para luego tachar con furia su nombre de la partitura al contemplarlo autocoronarse emperador y traicionar los ideales de la Revolución. La obra conserva, no obstante, la nota épica que se siente en la magnificencia de los temas y en su impulsiva narrativa. Sin embargo, Penderecki, gran compositor y director de sus obras, no mostró el mismo rigor con el inmortal sordo. La dirección de la obra resultó ruda, de escasas dinámicas, y no demasiado cuidado en la pulcritud tímbrica, como se notó en los cornos en el Scherzo y en otros pasajes de cuerdas.
Más interesante fue la audición de su Concierto para piano y orquesta “Resurrección”, que contiene citas a la 2ª sinfonía de Mahler, desde la misma apertura, pero también a las “músicas sobrenaturales” intentadas por Saint-Saëns en su Danza macabra, Berlioz en su Condenación de Fausto y la Sinfonía fantástica, y Dukas en su Aprendiz de brujo. Berlioz y Mahler vuelven a acudir en la orquestación tumultuosa dispuesta para la obra, la cual incluye gongs, campanas y trompetas fuera de escena, pero que enfrentadas al piano terminan sepultando su sonoridad, basada en una digitación feroz. La obra adquiere momentos de impacto, pero su sentido, al menos en una primera audición, se nos queda lejano. El pianista Florian Uhlig fue empeñoso y valiente ante esta desigual batalla para la que se le convocó. Penderecki dio rienda suelta a su pasión por la sonoridad dramática y gigantesca, que entusiasma también a nuestra Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar.