viernes, 8 de agosto de 2008

TRIUNFO DE LA MELODIA


Einar Goyo Ponte

El concierto que hoy comentamos en este espacio es el primero de una serie que celebra el 30 aniversario de que la Orquesta Sinfónica Juvenil lleve el nombre de Simón Bolívar, y para la cual se anunciaron grandes programas y artistas. Este sábado 19 de julio el protagonismo recaía en dos importantes figuras de la historia de la institución: el cellista William Molina y el director Alfredo Rugeles.
Como obertura de la velada se nos presentó una lujosa versión del poema sinfónico de Antonio Estévez Mediodía en el llano, que yo nunca había escuchado interpretado con tanto celo en la melodía, en la manera como los tintes impresionistas van derivando triunfales al tema que representa la luz natural de la pintura musical.
Venezuela ha sido pródiga en solistas de importante nivel artístico, nacional e internacionalmente hablando en el piano, el violín e incluso la flauta, pero el violoncello no ha disfrutado de tanta fortuna. De hecho, con la destreza, pasión y profundidad con la que William Molina trabaja su instrumento, no hay otro en el inmediato panorama instrumental criollo. En esta ocasión se decantó por el hermosísimo Concierto en si menor, de Anton Dvorák, el cual, como atinadamente escriben Kenneth y Valerie Mc Leish, no se parece a ningún otro concierto, pero logra expresar el alma profunda del instrumento. Y efectivamente, amparado en el inagotable, y a ratos alucinante, melodismo tan suyo, construye una pieza de un lirismo subyugante, que Molina supo exprimir con hondura y penetración. Sus pasajes de bravura y agilidad no fueron siempre irreprochables, pero los fraseos largos, la manera sostenida, áulica, tocante en que sostuvo el casi incesante canto de su cello, representaron una involucrada e inspirada lectura de esta obra. Con Rugeles logró impagables momentos de concertación que por instantes aludían a un recital camerístico entre cello y maderas, como en el adagio con su desarrollo casi de chacona, en los primeros desarrollos del rondó final y en la mágica atmósfera del canto apasionado y sereno que precede a la espectacular coda final del concierto, uno de los más extraordinarios cierres de su género, jamás escritos.
Seguramente lo habré escrito ya, pero no me importa repetirlo: la 2ª.sinfonía de Johannes Brahms es mi favorita de sus 4. La razón podría condensarse en la brillante frase del crítico Eduard Hanslick: “vuelan alrededor tantas melodías que se ha de tener cuidado para no pisarlas”. Rugeles no sólo respetó esta fertilidad musical brahmsiana sino que se esmeró en evidenciar el maravilloso y delicado arte de la variación temática, que el compositor desarrolló en toda la sinfonía, descubriendo los inesperados, iluminadores, sugestivos, geniales lazos entre apartados pasajes de la obra como sus movimientos extremos, o entre diversas atmósferas como la gentil del Allegretto grazioso, con la exultante del final. Rugeles subrayó con perlada tímbrica las frases más cruciales y luego desvelaba su correspondencia, a través del canto y expansión melódica. Es de extrema fruición descubrir como los dos temas con los cuales se inicia la sinfonía –uno de ellos la melodía base de su célebre Wiegenlied (Canción de cuna)-se expanden por toda la obra y derivan apoteósicos en el movimiento final. Para ello contó con una sección de maderas en estado de gracia, y una de metales de enervante precisión, más allá del brillo quizás menos vario de las cuerdas. Pocos momentos más entusiasmantes hay en música como la coda de esta sinfonía y su dicción a través de la OSSB y su reputada batuta, fue fidelísima a este efecto.
Para ilustrar esta nota les colgamos uno de los pasajes más apasionados del hermoso adagio del Concierto de Dvorak. Haz clic y disfrútalo.

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