sábado, 29 de marzo de 2008

MUSICA Y FILMES INOLVIDABLES


Einar Goyo Ponte


El egregio violoncellista Yo Yo Ma, posiblemente el más brillante intérprete de ese instrumento en nuestros días, se ha dedicado a pagar su tributo a géneros que desbordan la música académica en la que él labora mayoritariamente en las salas de concierto del orbe entero. Así destacan sus álbumes dedicados a Latinoamérica, uno dedicado a la música de Astor Piazzolla, Soul of the tango, y otro a la de Brasil, con intervención de Paquito d’Rivera, entre otros grandes, Obrigado Brazil. Y en el de la música de cine es protagonista de la hermosa banda sonora de Crouching Tiger, Hidden Dragon (aquí llamada El tigre y el dragón), de Tan Dun, y comparte solos en la delicada partitura del genial John Williams para Memorias de una Geisha, con el también virtuoso del violín Itzhak Perlman. Ahora vuelve por estos terrenos cinematográficos pero en un disco que es más bien un homenaje a uno de los compositores para cine más importantes de nuestra época: Yo Yo Ma plays Ennio Morricone.
El compositor italiano ha sido el responsable de la banda sonora de un número considerable de películas entrañables; memorables, en una medida trascendente, gracias a sus composiciones. En este disco, de 2004, pero llegado recientemente a los anaqueles de las tiendas caraqueñas, el cellista se alía a la Orquesta Sinfonietta de Roma, que el propio Morricone dirige para hacer unas versiones especiales de los temas más reconocibles de un puñado de esos filmes, en arreglos de su propia autoría, para el cellista genial.
El resultado es un disco mágico, que suena como un flujo de melodías incesante, cada una de ellas prendida a un momento inolvidable vivido con sorpresa, con emoción, con llanto, con nostalgia, con nervio, en una sala de cine.
Abre, por supuesto, con una de sus composiciones más famosas: el tema de “Gabriel’s oboe”, del film La misión, de Roland Joffe. El instrumento citado es sustituido aquí por el cello de Ma, y parece que siempre la pieza le hubiese pertenecido.
Enseguida el disco se organiza por “Suites” que cobran el nombre de los directores de los filmes para los que Morricone creó la música. La primera es la Suite Giuseppe Tornatore, y allí sobrevienen el evocador y lacerante tema de la imborrable Cinema Paradiso, el misterio luminoso de The Legend of 1900, la figura felina de Monica Bellucci en Malena,y el tema principal de una película no vista aquí, A pure formality.
Luego viene la Suite Sergio Leone, que contiene los temas recurrentes y tocantes de esa particularísima película de gangsters o poema llamado Erase una vez en América, y un tema, no tan famoso como el principal, de la célebre El bueno, el malo y el feo, pero de extrema felicidad: The Ecstasy of gold.
También hay una Suite Brian de Palma, que recrea los momentos más excepcionalmente poéticos de Casualties of War y la magnífica Los intocables. Cierran el disco la música de dos películas para televisión: Moisés y Marco Polo, más una joya desconocida, dos temas de The Lady Caliph, de la que por desgracia el Cd no da más referencia, pero su música es simplemente arrobadora.
Yo Yo Ma toca todas estas piezas con una pasión, una elegancia, un sentido lírico, una profundidad melódica, que sin duda convierten este disco en una prestación invalorable y excepcional. Y los arreglos y la dirección del propio Morricone logran momentos de ensamblaje y simbiosis realmente sublimes. Es uno de los discos más hermosos escuchados por mí en los últimos años.
Dos de los más grandes músicos contemporáneos encontrándose en el espacio intangible de las evocaciones cinematográficas.

Aquí los invito, antes de que salgan a buscar el Cd, a escuchar Dinner, de The Lady Caliph, y atestiguen personalmente lo que se intentó describir arriba.


domingo, 23 de marzo de 2008

LEYENDA CONFUSA



Einar Goyo Ponte

Es harto encomiable el intento que desde hace unos años emprenden tanto productores como nuestro principal teatro, el Teresa Carreño, por revitalizar y reinsertar la Zarzuela en el gusto del público caraqueño. Cinco nuevos montajes en pocos años: la polémica pero encomiable Luisa Fernanda, la más discutible Marina, Alma llanera, que no quisimos volver a ver luego de su decepcionante reposición hace más de diez años; podríamos incluir la opereta La viuda alegre, de exitosa producción, y dos más en lo que va de 2008. La verbena de la paloma de la Compañía Nacional de Opera y esta La leyenda del beso, de Reveriano Soutullo y Juan Vert, vista el pasado fin de semana en la sala Ríos Reyna.
Sin embargo, ese empeño no estuvo, tampoco esta vez, acompañado de una solidez artística del mismo vigor. Sigue habiendo una falta de cocción, una pulitura en los detalles que no es del todo comprensible en un teatro de la envergadura del TTC.


Mientras la escenografía (Francisco Caraballo) mantiene un nivel notable de funcionalidad y estética, y el vestuario, un poco más a la zaga (faltó la homogeneidad, fantasía y elegancia de La viuda alegre, del año pasado), siguen a escala de aprendiz los importantes renglones de puesta en escena y discurso teatral, sin los cuales todo fasto es superfluo. Allí firmó esta vez Héctor Sanzana, quien, como en ocasiones anteriores y con otros colegas suyos, abandonó a los cantantes a su suerte, sin ninguna indicación gestual ni de introversión en el personaje. Resultado: un espectáculo frío, incierto, casi de principiante y con crasos errores de lenguaje teatral y hasta de estética. Sanzana confundió la historia de unos gitanos errabundos, rústicos, atávicos con un ambiente más de tablao flamenco, donde el encaje, los tacones, las peinetas, los abanicos tienen una justificación conceptual, pero en estos zíngaros trashumantes está absolutamente fuera de lugar. Y la zarzuela en sí, con su libreto mayoritariamente torpe –es uno de los talones de Aquiles del género: la pésima confección dramática de muchos de sus textos-, a ratos de efecto inmediato, casi vulgar, y escasa lógica dramática queda aún más desnuda y pobre si no se hace el mínimo intento de modernizarla, y con ello no me refiero a usar la trampa de la anacronía o la interpolación gratuita, sino extraer su misterio y fascinación con efectos y signos escénicos modernos, inteligentes, acordes con el público del siglo XXI, ochenta y cuatro años más trajinado que el de su estreno en 1924, sin tanta agua de vanguardias artísticas pasadas bajo su puente. Ni siquiera la coreografía estuvo todo lo sincronizada e impactante que la música (lo mejor de este título, y no constantemente) exige. La Zambra, su momento cumbre, se vió desordenada y ordinaria. De Diana Patricia “La Macarena” ya he comentado su participación al hablar de la confusión de estéticas.

De los cantantes hemos de decir, que ninguno del trío protagónico estaba en el rol adecuado. José Antonio Higueras es demasiado lírico para un papel más dramático, oscuro y central de tesitura. Fue no obstante el mejor vocalmente, gracias a la contundencia de sus agudos. Sin orientación escénica, su Iván fiero y celoso desplegaba gritos histéricos y femeniles. Mario es para un bajo cantante, y no para la cuerda más clara y noble de Franklín de Lima, por lo que el rol se le descentra, lo vela y enronquece. Su afinación no fue consistente y el tono de sacerdote televisivo que adoptó para el aristócrata enamorado lo hizo lucir glacial. Melba González no tendrá jamás la potencia vocal de mezzosoprano o soprano dramática que la Amapola requiere. Sus centros y agudos son velados y opacos, y en esa tesitura constante se hace casi inaudible e inefectiva como fémina protagonista.


Mucho más acertados los comprimarios Blas Hernández (aunque su timbre leñoso no lo ayuda), Giovanna Sportelli y Mónica Daniele, por estilo, gracia y osadía escénica. Divertidísimo el Cristóbal de Israel López y en justo carácter (aunque sin salir del estereotipo) la Ulita de Francis Rueda, quien bien pudo haber echado una mano a los pobres cantantes huérfanos de guías histriónicos.


Aplausos para la Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, el Coro del Teatro Teresa Carreño, y la concertación de Antonio Delgado.


Les dejo el famoso y bello interludio de la zarzuela, quizás su fragmento más justamente popular. Haga click aquí abajo


sábado, 15 de marzo de 2008

RELATOS RUSOS Y CELESTIALES
















Einar Goyo Ponte

Es verdad que a veces parece que lo tocan demasiado, que su poderoso tema inicial es banda de tantas películas lacrimosas, y hasta de la rumba cubana “Mamá Inés”, pero ¿quién puede negar que el Concierto No. 1 para piano y orquesta, de Tchaikovsky es una de las más piezas más espectaculares, no ya de la literatura pianístico-sinfónica, sino de la música académica?
Si algo redimirá a Tchaikovsky del exceso de lo “pop”, casi “kitsch”, de sus temas, es su potencia narrativa. Y este concierto es como leer una novela de Tolstoi. La gran introducción, que no vuelve a sonar en toda la obra, el pasaje cromático sobre las notas blancas, casi siniestro, la suspensión romántica del tema lírico, tan ruso, casi sacado del Cascanueces, y su emocionante crescendo, que Rachmaninoff imitará tanto, las grandes cimas en octavas, los exaltantes momentos de diálogo entre solista y masa orquestal, la gran coda del Allegro con spirito, el transparente Andantino semplice, con ese prestissimo tan ultra moderno y genial, y luego el avasallante Allegro con fuoco, que es casi un episodio violento de La guerra y la paz, pero con un aire galante, de gran salón cortesano, estructurado también en secuencias que se van imbricando casi matemáticamente para producir un estallido.
La deslumbrante pianista blonda Alicia Gabriela Martínez, de 23 años de edad, y el maestro Alfredo Rugeles, aún en el nimbo de sus bodas de plata con la música dieron exactamente esta semblanza narrativa y emotiva en su interpretación del concierto del genio ruso, con la Sinfónica Simón Bolívar, este sábado 8 de marzo, en lo que ha sido una de las más perfectas lecturas de esta obra que haya escuchado en vivo, a pesar del evidente sonido velado del Yamaha del Aula Magna de la UCV, pero la digitación llena de arrojo, brío y contundencia de la Martínez retó constantemente a la sonoridad orquestal, aunque la morbidez del solo de cello en el 2º.mov hizo aún más patentes las carencias del teclado. Los tiempos un poco contenidos de Rugeles no impidieron la impronta de bravura de la pianista, quien consiguió una cadenza notabilísima por sutileza y expectación, un incandescente prestissimo, y una coda final que nos haló al filo del asiento. Yo prefiero más pasión y rubati, pero lo que lograron Martínez y Rugeles fue gran música.

Como lo fue también en la delicada versión, afiligranada, en posesión absoluta de todos los estilemas del compositor (glissandi –notas como deslizándose-, legati, fraseos de gran longitud, claroscuro de matices, juego de contraste entre lo alígero y lo impetuoso carnal, la dinámica rítmica de smorzandi y rinforzandi), de la 4ª. Sinfonía, de Gustav Mahler, bajo la batuta de Rugeles. Extraordinario el poco adagio, que merece figurar junto al Adagietto, de la 5ª., el Andante moderato, de la 6ª. y el gran adagio, de la 9ª., entre los pasajes más fascinantes de la música mahleriana. Margot Parés Reyna, mórbida, clara, plena, narró con mucho mordente y matices la pintura de la cocina celeste que cierra esta casi etérea sinfonía. Lástima que el maestro Rugeles dejara tan imprudente bache entre el tercer movimiento y ese epílogo. Casi se rompió la atmósfera que Mahler prepara tan culinaria y expertamente para la entrada de los oyentes al cielo.

martes, 11 de marzo de 2008

PIPPO ENTRAÑABLE








Einar Goyo Ponte


Hay pocas cosas indiscutibles en el mundo de la ópera. Pero, hay acuerdos multitudinarios, admiraciones, si no absolutas, masivas. La afición por un cantante es una de las que más suscita pasiones, calores, defensas, denuestos y hasta fanatismos. El tenor a quien despedimos en este escrito -que quiere ser, más que un homenaje, un testimonio de complicidad y pasión-, es uno de los más unánimemente censurados por la crítica, mientras que del lado del público es de los más amados y de los que mayores emociones y pasiones produce. Ello hace que esos mismos críticos, que inapelablemente también son público, no puedan escapar de esa fascinación, aunque frecuentemente sea como en forma de despecho, casi siempre en variaciones de un juicio del estilo de Qué maravilla de voz y de canto, lástima que él mismo se haya encargado de minarla.

Ese cantante, ese tenor cautivante, que se siembra como dolor o piedrita en el zapato de la rotundidad crítica, acaba de morir. Hace cuatro años había sido golpeado salvajemente en la vulnerabilidad de sus 83 años, por cobardes que querían asaltarlo, y desde entonces había estado en coma, hasta este martes 4 de marzo, cuando rindió su último aliento. Esa voz inolvidable y entrañable es la del siciliano Giuseppe di Stefano.

Su carrera podría contarse brevemente. Los lectores pueden encontrar mayores detalles en la Internet que ahora lo recuerda, o en su propia autobiografía. Después de estudiar no mucho tiempo con dos maestros de canto emprende la aventura de la lírica, apenas termina la Segunda Guerra Mundial, amparado en una voz de una belleza casi sobrenatural, como atestiguan grabaciones que hoy son manjar de los melómanos, provenientes de los años 1944 al 47. Pronto se hace ídolo en Italia, en Inglaterra, y el destino lo pondrá a cantar al lado de las más importantes sopranos de la época: Renata Tebaldi y María Callas, con quien a partir de los primeros años de la década de los 50, hará pareja discográfica firmada por el sello EMI. No sería justo decir que la fama de Di Stefano se cobijó en el boom de la Callas, porque incluso quizás estimulado por no quedar a la zaga de la diva, el tenor impuso también un estilo franco, apasionado, de penetrante expresividad que casaba a maravilla con el genio analítico y romántico de la Callas. A su lado y sin ella cruzó el charco varias veces, con dos cuarteles incondicionales: Nueva York y Ciudad de México.

Su temperamento inflamable lo hizo desear abordar roles cada vez más y más dramáticos y tempestuosos, para los cuales el color y la emisión natural de su instrumento no estaba adecuadamente dotada, por ende, confiado básicamente en su prodigiosa facultad, comenzó a anchar el sonido, a buscar volumen y potencia, y a abrir la emisión. Con ello su canto ganó sí, presencia y tamaño, pero perdió tersura, ductilidad y morbidez, y con el tiempo, lo más especial de su talento, la capacidad de frasear con matices infinitos, tocantes y sorprendentes, se redujo casi a cero. De tal manera, que a finales de los 50, ya Di Stefano era sólo belleza de timbre y ardor interpretativo, pero ya todo en riesgo de perderse irremisiblemente como atestiguamos en la siguiente década. Cuando en los 70, emprende la gira de despedida con Callas, ambos son sólo la sombra de sí mismos. Callas falleció. Se rumoró de un romance entre ambos en esos últimos años. El la sobrevivió, se convirtió en un observador mordaz del mundo de la ópera, y en uno de sus íconos retirados e inolvidables. Más de una docena de grabaciones históricas respaldan la estatura de su influencia en la lírica.

Yo quiero fundamentalmente tratar de describir aquí lo que hace inolvidable para mí la voz y la personalidad artística de Pippo Di Stefano, más allá de las apreciaciones técnicas o críticas. El tenor siciliano es uno de esos casos de artistas que supera cánones, parámetros de juicio y comparaciones con sus pares, pues pertenece a esa índole de artistas irrepetibles, movidos por el instinto, por la entrega ciega e incondicional al público, un artista dionisíaco, si quisiéramos verlo así, con toda la carga autodestructiva que esa naturaleza de artistas contiene (en muchos sentidos es la misma estirpe de la Callas): no entiende otra forma de vida que la llama misma, haciéndola arder y dejándose consumir por ella simultáneamente. Una suerte de pirómano genial, cuya meta es incendiar a su público, con la certeza valiente de que la chispa inicial provendrá de sí mismo y lo hará arder a él primero.

“Hermosa y acariciante voz”, “con una italianidad que ya es una virtud hoy extinguida”, “luminosidad tímbrica tan llena de vida”, “su lirismo incandescente”, “febril e persuasivo como pocas veces en disco” son las calificaciones que sus detractores tienen que dispensar a su pesar al analizar su legado vocal.

Están allí esas grabaciones de sus primeros escarceos. Era aún un soldado de poco más de 20 años, y las lecciones de canto, si las hubo, no superaban lo rudimentario o elemental, pero la tersura de la voz, la belleza arrobadora, subyugante, solar, juvenil, viril es indiscutible y casi irreal. No era la cristalinidad de Gigli, ni el bronce ahumado de Caruso, ni la seda delicada de Schipa, sus más imperecederos predecesores, sino un esmalte absolutamente sensual, un día de playa, un verano generoso, un vino cálido y enervante hecho vocalidad. El suyo es un canto inmediato, sincero, franco, como los sentimientos que no se rebuscan ni meditan, sino que se despiertan al asomo de la pasión y se lanzan sobre sus objetos de afecto, casi siempre estrellándose y dándose de bruces hechos añicos. Así era ese Di Stefano casi adolescente: más allá de cierta afinación vacilante o respiraciones no siempre convenientes, es difícil imaginar siquiera líneas vocales más extáticas, modulaciones más desencarnadas y enamoradas que las que Pippo despliega en esos apenas casi cuatro minutos de canto que dura el “Sogno”, de la Manon, de Massenet, por ejemplo.

Mientras su voz crecía también lo hizo su audacia, y sin duda alguna, su genio. Además de Callas, me es difícil pensar, en otro cantante con tal sentido del riesgo, de abandonar la parcela segura de la tradición o del ícono establecido, para atreverse a marcar indeleble y personalmente un rol, una interpretación, una línea, una noche, una grabación. En una de las emisiones del programa Opera dominical, José Ignacio Cabrujas refirió lo siguiente, a partir de la visita de Di Stefano a Caracas, en los ochenta. En una reunión con cantantes el famoso tenor parece haber señalado que de todas sus grabaciones, la favorita, “aquella donde Di Stéfano era Di Stéfano” era la de unos Pagliacci, en vivo, desde la Scala de Milán, de 1956. Y refirió por qué:

“La noche anterior a esta función estuve en un café de Milán, en compañía de un actor que admiraba mucho. Horas y horas estuvimos ensayando la frase final de Canio: “La commedia é finita”. Quería decirla de una manera diferente, esto es, no tan externa, no tan tradicional, pero al mismo tiempo, no tan fría; y probaba y probaba matices, hasta que elegí uno, uno que me pareció apropiado. La función comenzó al día siguiente y desde mi primera frase me preparé para la final, tal como la había ensayado. Cuando, en los minutos finales, comenzó la escena con Nedda, yo sentí que esa función tenía algo de especial. Cometí varios errores musicales, me descuadré en un momento, perdí la letra cuando le reclamaba a Nedda el nombre de su amante, pero aún así era una función definitiva, y por fin llegó la frase final. La commedia é finita. La orquesta inició el acorde, yo podía decirla cuando quisiera, sin esperar ninguna señal del director, y de pronto miré al público, el cadáver de Nedda, el cadáver de Silvio, los policías que se precipitaban a arrestar a Canio, y mandé al diablo la intención que tenía en la cabeza. Simplemente grité, con toda mi fuerza: “la comedia ha terminado”, y en el acto, escuché la ovación más increíble de toda mi vida.”

De eso parece haber estado hecho primordialmente su arte. De esos prontos o decisiones del corazón que provenían del genio, de la inspiración, en el sentido divino de la palabra. Es eso lo que atestiguamos en ese “Salut, demeure”, de Fausto, desde el Metropolitan, en 1950, cuando decide recoger la plenitud acantilada de ese do natural y hacer una de las filature más escalofriantes jamás registradas, o la de un Werther suyo, por esos mismos años, desde México creo, donde hace lo mismo con la nota cumbre del “Ah, non mi ridestar”, con el mismo efecto erizante.

Ya convertido en “el tenor de la Callas”, Pippo se gana su territorio a sangre y fuego. Como en la Tosca, de 1953. Ya hemos escrito que esta es, al decir de muchos críticos, y yo así lo creo, posiblemente la mejor grabación de ópera de todos los tiempos. Y una de las razones además de la Tosca insuperable de la Callas, la dirección sanguínea de De Sabata, el sádico Scarpia de Gobbi, es el Mario Cavaradossi más enamorado, más impetuoso, más heroico jamás grabado de nuestro tenor inolvidable. No hay otro dúo “Qual occhio al mondo” más sensual que éste de María y Pippo, ni un “E lucevan le stelle” más lánguido y presagiante de muerte que el suyo, ni pianissimi más tocantes que los suyos en “O dolci mani mansuete e pure”. Si se pudieran abrigar dudas, oígase como, aún con sus medios ya mermados, repite la semblanza junto a Leontyne Price, en la excelente grabación con Von Karajan, de 1962.



O en el memorable año de 1955, cuando participa en dos hitos de la historia moderna del canto: la Lucia di Lammermoor, de Berlín, con Karajan en el podio, y La traviata, de la Scala de Milán, con Carlo María Giulini, en la producción de Luchino Visconti. Ambas son con María Callas. En la primera, Di Stefano hace de la muerte de Edgardo, en el acto final, una despedida eterea de la vida y del amor. Nunca se ha escuchado cantar así a una “bell’alma innamorata”. Pero además están los ataques en piani del dúo del Acto I, el bis del sexteto del Acto II, debido fundamentalmente a la incisividad, nitidez y franqueza del fraseo de Pippo, y a la concertación prodigiosa del Maestro austríaco. En la segunda hace el Alfredo más volátil y celoso de la discografía, con sus amorosos fraseos en los dúos “Un di felice” y “Parigi, o cara”, y la explosión violenta del final del Acto II, en la célebre escena cuando le arroja los billetes a la pobre Violetta. Hay un ribete de este año especial. La grabación en estudio de su Rigoletto, con Gobbi y de nuevo Callas. Allí es el Duque de Mantua más libidinoso que imaginarse pueda, a pesar de sus notas abiertas y a ratos estentóreas, pero no hay cuarteto “Bella figlia dell’amore” más teatral y verdiano que este.

Del año siguiente proviene el próximo recuerdo imborrable: su Bohéme, de Puccini, de nuevo con Callas. Antes de Pavarotti, el suyo es el Rodolfo moderno más válido, más sentimental, espontáneo y ardiente. Su “Che gelida manina” es fascinante, su Acto III desolador, pero su genio vuelve a apoderarse de una frase y a hacerla irrepetible en “O soave fanciulla”, cuando pide el brazo a la “sua piccina” y le pregunta en un pianissimo arrebatador “che m’ami, di”.
Ya en decadencia, su genio le permite grabar al más patético y conmovedor de los Don Alvaro de la ópera La forza del destino, de Verdi, de 1959, con Zinka Milanov y Leonard Warren. Los dúos con este último son de lo más lacerante que puedan escucharse en disco alguno: de desgarradora musicalidad el “Solemne in quest’ora”, y de enervante dramatismo el “Le minacie e i fieri accenti”, del último acto. En cuanto al recitativo y aria “La vita é inferno…O tu che in seno agli angeli”, simplemente no ha sido superado el piano súbito de la primera frase del aria, ni el slancio penetrante de sus notas cumbres. Corelli y Carreras se le acercan, pero no llegan hasta su cima, ya imponderable.



Concluyo este recuento de sensaciones y de momentos inolvidables grabados a voz viva por Pippo Di Stefano, con la entrega de sus canciones napolitanas. Allí está más transparente que nunca el genio y la esencia de su arte. En la impronta popular, franca, inmediata, que sin perder la impostación lírica, despliega por doquiera el fraseo vernáculo, desenfadado, pueblerino, sin truco ni artificio, devolviéndole así a estas canciones inmortales y tan y tan cantadas, una poesía prístina, sencilla, sin vanidades. Es lo que viene en sus deliberadas notas abiertas con genial malicia en “A vucchella”; en el ardor tenso y nervioso de su “I’te vurria vasa!” o “’Na sera ‘e maggio” (aquí también es insuperable); en la persuasión mordente de su apasionada “Anema e core”, llena de medias voces insinuantes. Pero no hay parangón alguno para la lectura verdaderamente genial y por ello irrepetible de su “Core’ngrato”: la intimidad de las primeras frases, casi en susurro, el fraseo pausado, los acentos urgentes de su crescendi, la largura de sus sostenuti desde la frase que da título a la canción, el dolor en las notas abiertas de su “Figlio mio, lassala sta”, y entonces, aún, el genio, el pronto inspirado: el ataque en desgarrador pianissimo de la tesitura más aguda y el fraseo en esa intensidad de toda la gran frase “Core, core’ ngrato, t’aie pigliato ‘a vita mia, tutt’e passato e nun’nce pienze chiu, tu nun te ne cure” (Pueden apreciarlo en la barra de video dedicada al tenor aquí abajo al costado o en un video que colgamos debajo en su homenaje). Confieso que cuando escuché a Di Stefano en estas canciones ya yo tenía en los oídos a Carreras, Pavarotti, Schipa, Tagliavini, Caruso, Corelli. Al recibir la revelación en su voz, me pareció que todos eran unos elegantes impostores, que estas canciones debieron haberse cantado siempre así y no de otra manera.

He hablado más de unas emociones que de un cantante; más de unos momentos que sobrepasan el valor de la audición entera de una ópera, con voces de prodigio. Este es mi Giuseppe Di Stefano, al margen de consideraciones técnicas o estilísticas. El es un cantante que sobrepasa tales criterios. Es un cantante que marcó con su influencia a otros cantantes: por él Luciano Pavarotti recibió la única bofetada que le propinó su padre en toda la vida, al atreverse a confesar que le gustaba más que Gigli, era el favorito, y en su fraseo se notaba, de nuestro Alfredo Sadel; José Carreras lo admiraba hasta el punto de imitarlo tímbrica y estilísticamente; por él confiesa haberse hecho cantante el nuevo ídolo lírico argentino Marcelo Alvarez, cuya entrega en las tablas le es muy similar. Este reconocimiento de una deuda con otra voz no es frecuente en la ópera. Y es que Pippo fue un cantante a quien no es posible separar de sus excesos o imprudencias porque ellas lo definieron y distinguieron. La desmesura formaba parte de su genio, y el logro de hacerse convincente, sincero, genuino en ese desbordarse es lo que lo hace hoy, más de tres generaciones después, tan inolvidable, tan perteneciente a ese espacio que ya no es del gusto o del asombro, ni de la fruición erudita o la atracción hedonista. Es del territorio de lo entrañable, de lo que me viene al corazón aunque otra voz lo disponga. Allí, en un rincón donde críticos vencidos y aficionados se concilian y reencuentran. Allí reinará por siempre Pippo Di Stefano.

HOMENAJE A GIUSEPPE DI STEFANO I: "CHE GELIDA MANINA" DE LA BOHEME DE PUCCINI

Toda la fascinación de su Rodolfo, cantado con una sinceridad y un calor humano extraordinarios. La voz de un rol.

HOMENAJE A GIUSEPPE DI STEFANO II: ADDIO A LA MAMMA (CAVALLERIA RUSTICANA)

Un extraño video que nos muestra en una representación ¿en vivo?, el ardor de Pippo en escena, en la ópera que lo devolvía a su natal Sicilia.

HOMENAJE A GIUSEPPE DI STEFANO III: IL "SOGNO" DI MANON

lunes, 10 de marzo de 2008

UN BUEN VIAJE Y UN ADIOS





Einar Goyo Ponte




Mientras hace las maletas para su Gira Europea 2008, la Orquesta Sinfónica Municipal ensaya con su público caraqueño el repertorio que llevará de viaje por territorios alemanes y austríacos básicamente. Este domingo 2 de marzo nos presentó el programa que comprende obras venezolanas y al ilustre Brahms.
Rodolfo Saglimbeni, albacea del legado musical (ha colaborado en la copia y transcripción de casi todas sus obras) de Aldemaro Romero, dirigió con la empatía que sintió siempre por el maestro, su exaltante Tocata bachiana y Gran pajarillo aldemaroso. Exactitud y sentido de ritmo propician un crescendo orquestal que infaliblemente emociona a la audiencia.
El otro venezolano representado en el repertorio viajero es Federico Ruiz, con su Concierto para trompeta, que esta vez interpretó el virtuoso criollo Francisco Flores, quien hace apenas unas semanas nos impresionó con el Concierto, de Arutunian. El de Ruiz es menor en ambición y dimensiones, pero para el oyente latinoamericano tiene un interés particular pues juega con la melancolía y sensibilidad de nuestro continente, mientras explora formas rítmicas de ascendencia africana, ya enraizadas en nuestra idiosincrasia, como el tango, el bolero, cierto aire de jazz, la milonga, la música de nuestras costas caribes y venezolanas, aires mexicanos, que ribeteados por el tema de un Canto de Pilón de Antonio Estévez conecta con una zona muy entrañable de nuestra cultura y expresión. Flores fue impecable en su ejecución sin desmayo y nítida. Saglimbeni impuso a la OSMC la atención a las variantes rítmicas, continuas y casi inesperadas de Ruiz.
Para cerrar el concierto, Saglimbeni escogió una obra que domina con madurez: la 4ª. Sinfonía, de Johannes Brahms. Sin asomarse al tormento exasperado y pasional de la obra (sólo Carlos Kleiber sabía extraer este aspecto a maravilla), nuestro director navega con firmeza por el equilibrio entre lo clásico y lo romántico, entre las formas antiguas y la expresión moderna, que el compositor puso a contrastar, como reflejo de sus íntimas contradicciones, en esta su última obra sinfónica. Sus variaciones finales son muy notables.



ADIOS A PIPPO
Sin recuperarnos de la falta de Pavarotti, a los operófilos se nos asesta otro cruel golpe: Giuseppe Di Stéfano, héroe tenoril entre los años 50 y 70, una de las voces más bellas de toda la historia, ídolo de cantantes, modelo para muchos de ellos (Sadel, el mismo Pavarotti, Carreras, Marcelo Alvarez), insomnio ferviente de los críticos musicales por sus heterodoxias vocales, partner de María Callas en varias de sus históricas grabaciones ( la Tosca, de 1953, con Gobbi y De Sabata, para muchos, la mejor grabación de ópera jamás realizada; la Lucia di Lammermoor, con Karajan, su Bohéme, su Rigoletto, entre muchas otras) y en la gira de despedida de la célebre soprano, falleció este martes 4 de marzo. La virilidad y tersura de su timbre, sus audaces y estremecedores matices vocales, sus modulaciones, la pureza de su articulación (es uno de los cantantes más diáfanos de todos los tiempos), y su conmovedora expresividad justifican la inextinguible carencia que hará en el mundo de la ópera. En Caracas impartió su magisterio en la década de los 80, y dio un concierto en el Municipal. ¡Gloria eterna, Pippo! Pronto colgaremos en este blog un homenaje a su memoria.

sábado, 1 de marzo de 2008

SEPTIMA INDIFERENTE


Einar Goyo Ponte

Séptima Sinfonía de Gustav Mahler. Todas sus obras para orquesta son verdaderos retos para ejecutantes y batutas, sobre todo si pensamos que Mahler es uno de los primeros grandes directores de orquesta alemanes modernos, y que su fama como habitante del podio rivalizaba en vida con la suya misma de compositor. Pero esta séptima incursión en el mundo sinfónico es además, la más ardua para el oyente. Porque es la más difícil armónica, melódica y narrativamente hablando. En ella, a diferencia de casi todas las otras sinfonías donde el tema recurrente es la batalla del artista contra el mundo, la muerte, la adversidad, la búsqueda de la trascendencia, incluso la derrota humana, no sabemos con certeza lo que Mahler quiso contar esta vez. Todo es misterioso, irónico, mordaz, a ratos, tenebroso, pero no directo. La soledad, una crisis creativa, la muerte de su hija, el diagnóstico de su enfermedad, la ruptura con un teatro vienés, su gira por América son las coordenadas que la rodean, pero no arrojan luces definitivas, para la música beligerante del primer movimiento, las “serenatas”, una inspirada en Rembrandt, y la otra posiblemente en su amada esposa Alma, el vals siniestro y paródico, y la burlesca cita a Los maestros cantores, de Wagner, que compone el último movimiento.
También en esta difícil obra, mi paradigma es la lectura de Claudio Abbado, y no por ninguna grabación, sino en la privilegiada ejecución que nos diera en el Teatro Teresa Carreño en 1999, con la Orquesta Juvenil Gustav Mahler. Entonces entendimos que, por sobre todo, la sinfonía es un homenaje a la música, a su indefectible y fiel, más que casi ningún otro afecto en esta vida, compañía perenne, tal fue la solaridad, el goce, la fruición, la nitidez que caracterizaron sus sonidos entonces.
Muy otra fue la impresión que nos llevamos de la interpretación de la Sinfónica Juvenil Simón Bolívar, comandada por el director coreano Sung Kwak, por su enfoque excesivamente apolíneo, su afán por la contención y la corrección, su mesura sin tachas, pero sin ningún interés en descubrir nada nuevo ni iluminador en su partitura, como indiferente al enigma de la sinfonía.
Contundente y preciso en el Langsam inicial, aunque las trompas (cruciales en esta obra) nunca las tuvieron todas consigo. La primera Nachtmusik fue francamente pesada y aburrida, así como el burlesco vals, tocado con demasiada corrección, lo cual en una sátira es casi un contrasentido, y a años luz de los efectos sensuales logrados por Abbado en su momento, y que se nos grabaron como a fuego. Su mejor momento fue la segunda Nachtmusik, que siguió con un lirismo delicado y hurgador. Fue notable como logró equilibrar a la masa orquestal para que guitarra, mandolina y arpa protagonizaran el movimiento. Pero la pesadez y la extrema seriedad volvieron a nublar el Rondo final, contraviniendo la parodia mahleriana de insertar deformadamente el tema wagneriano. La Séptima Sinfonía es una obra en la que tocar intachablemente (y esto casi lo logran) no basta. Es una obra en la que hay que decir, casi gritar su contenido. Aunque no sepamos muy bien cuál es.
Pero nunca podemos serle indiferente.