jueves, 24 de julio de 2008

DIRECTO DESDE AUSTRIA


Einar Goyo Ponte

¿Es Cosi fan tutte (Así hacen todas) una ópera misógina? Si Lorenzo Da Ponte y Wolfgang Amadeus Mozart hubiesen vivido en nuestra época habrían tenido un grave problema al estrenar esta ópera, que trata acerca de la infidelidad innata en las mujeres, de sus arquetípicas volubilidad e inconstancia frente a dos varones enamorados y un cínico que apuesta con ellos sobre lo efímero de los juramentos de sus amadas. ¿Qué no dirían nuestras aguerridas feministas de hoy, o las defensoras de las estéticas o disciplinas o ideologías “de género”, como prefieren hoy llamarse?
Por fortuna, Da Ponte y Mozart escribieron ésta, la última de su trilogía de colaboraciones, en 1791, y al último, una indiscutible aura de genio, lo coloca más allá del bien y el mal, por lo que podemos seguir disfrutando de la deliciosa comedia que es Cosi fan tutte, y dentro de ella, de los encantadores tríos de su inicio, el impagable dúo de las novias “O guarda sorella”; el arrobador “Soave sia il vento”, las arias “Smanie implacabili”, “Come scoglio” o “Un aura amorosa”, de Dorabella, Fiordiligi y Ferrando, respectivamente, y el sensual dúo de Guglielmo y la mezzosoprano, “Il core vi dono”, entre los pasajes estelares de esta genial ópera, sin embargo de alcance más restringido (quizás por lo más personal) que Bodas de Fígaro o Don Giovanni.
Tuvimos oportunidad de volver a apreciarla en un evento de posibles felices resonancias. Pues se trató de una audición en versión de concierto de una ópera austríaca cantada y dirigida por austríacos. Esa magna empresa que es el Sistema de Orquestas Juveniles de Venezuela es la artífice también de este logro. Como yo estoy ya convencido de que José Antonio Abreu puede conseguir todo aquello que se proponga, le sugiero ampliar esta experiencia que es también inequívocamente didáctica, así podríamos ver una ópera italiana interpretada por italianos, una francesa por franceses, una rusa por rusos y así, ad libitum.
Sólo que para la próxima vez los invitados sean de una excelencia musical menos cuestionable que la de este Cosi. George Mark, el director musical, quizás fascinado por el sonido de nuestra Sinfónica Simón Bolívar, se decantó por una lectura potente y enérgica, que desgraciadamente no se adecuaba en absoluto para el más bien laxo material vocal de sus jóvenes solistas, y por lo que constantemente los eclipsaba. Pero tampoco se destacó por su variedad, sentido teatral ni por expresividad en el juego de claroscuros ni la sensualidad que tanto requiere el juego sexual planteado en esta ópera.
De los cantantes ya hemos anunciado su debilidad vocal. Casi nulos el bajo Marcus Folle y el tenor Mathias Frey, como Don Alfonso y Ferrando; más agraciado, aunque sin motivo para lanzar cohetes, el Guglielmo de Siwong Song. Precarias las voces de Melanie Henley Heyn de agudos blancos y velados, y poca limpieza en las agilidades; Nina Tandarek, de bellos timbre e imagen, pero de flojos técnica y alcance, como Dorabella. A años luz de ellas se sitúan la resonante voz y firmeza musical de la excelente Despina de Anita Götz. Todos, empero, fueron impecables desde el punto de vista teatral y estilístico.
De entre los fragmentos favoritos de esta ópera y que mencionáramos arriba hemos preferido colgar aquí el etéreo trío “Soave sia il vento”, cantado aquí por tres de las mejores voces de la actualidad Renée Fleming, Susan Graham y Thomas Hampson, desde una Gala en el Metropolitan Opera House, en 2006. Disfrútenlo. Se vale flotar.


MARTIRIOS XENOFOBOS


Einar Goyo Ponte


Los martirios de Colón, de Federico Ruiz, es la ópera venezolana más exitosa de la historia. Estrenada en 1993, en medio de una crisis del Teatro Teresa Carreño que hizo que el personal artístico que laboraba en su montaje tuviera que rebajar o ceder sus honorarios a cambio de convertirse en “co-productores” de la misma. La ópera felizmente triunfó, gracias a aquellos héroes casi anónimos y hoy se repite y se repite en la escena del primer teatro caraqueño, aparentemente con el mismo éxito. El actual TTC, sin embargo, no pudo llegar a acuerdo con los productores originales y concibió un nuevo montaje, que es el que se exhibe desde hace unos años y que no había tenido oportunidad de ver hasta este pasado fin de semana.


Se trata de una puesta muy concreta, llena de recursos, decorados y vestuario, de costo importante, y desde ese punto de vista es la más acabada y coherente de las producciones que el TTC nos ha ofrecido desde la época de la “revolución”. Firmada por Franklin Tovar, Francisco Caraballo y María Fernanda Sans, y eficiente, esta vez en lo que respecta al trabajo actoral, es, sin embargo, intrínsecamente infiel a la obra que pretenden servir. Ni el genial texto de Aquiles Nazoa, en esa personalísima manera suya de “elevar” las formas de nuestra criolla “mamadera de gallo”, ni la música de Federico Ruiz, que se apropia de muchas y diversas formas populares y cultas de la música para elaborar una parodia brillante que casa a maravilla con el texto de, al menos 30 años atrás, conjugan del todo con esta recreación hiperrealista de la escena. Todo el juego de diferentes niveles teatrales, de teatro en el teatro, de alusiones a imágenes criollas, cotidianas y ancestrales, como hace el texto, está ausente de esta concepción, y el acto II, lamentablemente padece de una peligrosa inmovilidad. Por ejemplo toda la escena del barco de Colón y el jocoso pasaje de éste con sus marineros que amenazan con ahogarlo, uno de los más efectivos momentos de la partitura de Ruíz, es estático en extremo, mientras que la puesta original de Orlando Arocha, le imprimía un ritmo de movimientos de masas ya por sí sólo divertidísimo.


Por supuesto, la inserción ideológica, habitual y desdichada, hasta ahora, en las producciones de este “nuevo” TTC, también queda fuera de lugar. En esta versión, el apoteósico e hilarante final de la llegada de Colón con el “Aleluya” al insigne “Mamerto Ñañez Pinzón”, descuida la escena, para que ingrese una troupe de indígenas, desde el público, en franca actitud agresiva, armados con lanzas, mirando amenazadores a sus invasores, o sea ¡nosotros!, ya no compatriotas, paisanos, descendientes, legítimos herederos de una historia y una tierra, sino enemigos, lo cual confirma el xenófobo grito (no lo digo yo, ilustres historiadores así lo interpretan) de “Ana Karina Rote” (Sólo los caribes somos gente), interpolado, casi irrespetuosamente en la obra de Nazoa y Ruiz, sin percatarse de que el primero los desmiente cuando en la farsa escribe en un pasaje: “Más puede a veces un truco/ que la ciencia y el sistema./Si no es por aquella ñema/ no soltamos el guayuco”, lo cual no suena muy “resistencia indígena” que digamos, ¿verdad?


Sólo pudimos apreciar uno de los elencos. Allí aplaudimos al gracioso y ocurrente Gaspar Colón, a veces un poco estentóreo, quien padece el pulso pesantísimo de Antonio Delgado en la dirección, en la hermosa aria “Oh, que desgracia la mía!”. Mariana Ortiz se desempeña bien como la Reina Isabel, pero a mitad del Acto I (el único que canta) se cansa un poco y sus agudos siempre tienden a sonar forzados. Melba González es poco menos que un desastre como la narradora, por ser largamente inaudible. El elenco de soporte formado por Blas Hernández, Idwer Alvarez, José Antonio Higuera, Eddy Mago, Camilo Serrano y Robert Girón en diversos papeles fue extraordinariamente eficaz, así como el Coro de Opera del TTC, quien, sin embargo, se lucía mucho más en la puesta original, pues se le daba más oportunidad de actuar. Aquí su rol es más convencional. Antonio Delgado al frente de la Sinfónica Simón Bolívar no nos permitió apreciar toda la riqueza de la partitura, al dirigir más bien rutinariamente y con escaso sentido teatral. Sólo se redimió en los pasajes donde se intercalan los ritmos urbanos.

domingo, 20 de julio de 2008

LOPEZ COBOS INDIRECTO



Einar Goyo Ponte

No pude estar a tiempo en Caracas a la hora en que, en el Teatro Teresa Carreño, el maestro español Jesús López Cobos subía al podio de la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, así que no pude atestiguar su arte en ese importante concierto, en lo que creo era su debut en tierras venezolanas, y lo lamento profundamente, pues conozco la carrera de este director zamorano desde tiempo atrás y tuve el privilegio de escucharlo en Madrid, como recordarán mis lectores, en octubre pasado, en un variado repertorio, que abarcaba desde Rossini a Mussorgsky, pasando por Verdi.


Por ello intento enmendar este involuntario desliz comentando algunas características y muestras de su arte, a lo largo de su trayectoria, que ya cabalga sobre sus 68 años. López Cobos es, hoy por hoy, la batuta más importante de España, honor ganado a punta de tesón, trabajo, estudio y una capacidad para sintonizarse con las tendencias más importantes de la interpretación musical de los últimos 50 años.

Acompañado de nombres como Montserrat Caballé, José Carreras, Samuel Ramey, Frederica Von Stade o Marilyn Horne ingresó en el movimiento de los directores, ejecutantes e intérpretes que extendieron la investigación filológica a los repertorios más tradicionales, verbigracia el bel canto italiano, con particular énfasis en Rossini, Donizetti, Bellini y Verdi. Así graba una interesante versión de Lucia di Lammermoor, de Donizetti, con los dos primeros cantantes de la lista de arriba, en 1977, siguiendo tonalidades e indicaciones de su primera audición; a ésta le sigue la premiere discográfica del Otello rossiniano, otra vez con Carreras y la mezzo Von Stade, como Desdémona, en 1979. En estos tempranos registros es notable la sonoridad analítica, exacta, la fidelidad a la voz humana y la solvencia absoluta de los estilos, lo cual redunda en un vigor novedoso. Apenas un año después esta tendencia alcanza su cima en la histórica representación de la Semiramide rossiniana en el Festival francés de Aix-en-Provence, que tuvo como privilegiado testigo al amigo operófilo, periodista y productor radial, Carlos Guillermo Ortega, quien la recuerda como una de las mejores funciones de ópera jamás vistas en su vida. Cuatro leyendas actuaban bajo su batuta: Caballé, Horne, Ramey y el tenor Francisco Araiza. Hay sellos alternativos que atesoran el registro de esa ocasión.

Desde entonces, su ruta como director de ópera lo ha llevado a ser el Director Musical del Teatro Real de Madrid, hoy, en apenas 10 años, uno de los principales de Europa, en calidad de producciones y de intérpretes. Allí se enfrenta a un variadísimo repertorio que va desde el barroco hasta los clásicos contemporáneos. Yo pude atestiguarlo, con diferencia de horas, nadando magistralmente entre el Verdi sacro, el crepuscular Rossini y el casi ascético Mussorgsky, al frente de su orquesta del teatro madrileño.


De sus desempeños recientes pueden encontrarse en formato DVD, un Rigoletto, de Verdi, desde el Liceu de Barcelona, con el barítono español Carlos Alvarez, a quien viéramos aquí en El gato montés, en 1993, el tenor argentino Marcelo Alvarez y la soprano búlgara Inva Mula, con la entre irreverente y caricaturesca puesta de Graham Vick, donde su batuta se posesiona del drama con su precisión y fuerza, y la hermosa producción de la zarzuela Luisa Fernanda, de Federico Moreno Torroba, de Emilio Sagi, con Plácido Domingo como Vidal, Mariola Cantarero como la Duquesa y Nancy Herrera como la protagonista. Es una invalorable ocasión para escuchar esta zarzuela como nunca, elevada a una categoría universal y con una maestría musical inédita. Son del 2004 y 2006 respectivamente. También figuran su Manon, de Massenet, desde la Opera de París, con puesta de Gilbert Deflo, en un siglo XVIII de fantasía, con dos diamantes como protagonistas: Renée Fleming y Marcelo Alvárez, en una lectura extraordinaria de esta ópera (2001), y mucho más recientes: La Bohéme, de Puccini, nada menos que con nuestro Aquiles Machado en el Rodolfo enamorado de la Mimí de Inva Mula, desde la bella puesta del Teatro Real de Madrid, filmada en High Definition, en el 2006, y La traviata, del mismo teatro, en la puesta de Pier Luigi Pizzi donde Angela Gheorghiu se negó a cantar. Bajo su batuta quedaron Norah Ansellem, Josep Bros y Renato Bruson, en el trío protagónico. Casi olvido que es igualmente el director musical de la genial producción de la Opera de París, firmada por Robert Carsen, de Les contes d’Hoffmann, con el refinado villano de Bryn Terfel haciendo la vida imposible al poeta de Neil Shicoff, y donde López Cobos logró insertar a su compatriota Mariola Cantarero, como la muñeca Olympia. Y para confirmar su experiencia rossiniana dirige, en el Liceu de Barcelona, una muy destacada versión de esa rareza del Cisne de Pesaro que nos recuperaran Philip Gossett y Claudio Abbado en 1985: Il viaggio a Reims, con un elenco de alto porcentaje español y una escena elegantísima.

En el plano de la música clásica, el maestro López Cobos ha iniciado ya su colección de sinfonías de Mahler (vino a tocar la primera aquí con la OSSB), y ya se consiguen la 3ª, la 9ª y la 10ª en el mercado, con el sello Telarc. Pero no podemos de dejar de incluir en esta antología su versión, que sería la banda sonora del film de Carlos Saura, de El amor brujo, de Manuel de Falla, donde Rocío Jurado prácticamente veta a los cantantes líricos volver a intentar la parte de la cantaora, tal es la garra, la vena popular y la expresión sublime que la insigne vocalista alcanza bajo la batuta de su compatriota. Las danzas, y en particular, la pantomima, suenan como en ninguna otra versión jamás grabada.

Es una muestra de que se trata, como dijimos, del director español más importante de la época, y uno de los más destacados internacionalmente.

martes, 15 de julio de 2008

EUGENIO MONTEJO Y EL CANTO DE ORFEO





Einar Goyo Ponte

Desde muy joven he leído con admiración, la poesía de Eugenio Montejo. Sus imágenes de la casa, del tiempo, la memoria, su conexión del mito con nuestra cotidianidad, los contrastes de su poesía entre lo lejano y lo cercano, lo utópico y lo factual, lo extraño y lo local, nuestros gestos y los de las grandes fábulas, arman un código imaginario y lingüístico, hilvanado durante toda su escritura en expresión personalísima.

En ella, la música cobra notable importancia. El jazz, por ejemplo, es sonido frecuente de su poesía. Está en los primeros poemas de Elegos, en su “Adiós al siglo XX”, y en sus Papiros amorosos. Está unido a la noche, a los sonidos que describen ciclos, tiempos, ritmos de constante retorno, como el de las ranas de su poema “Ranas y recuerdo”, de Algunas palabras, o presencias más profundas e irrebatibles como “los dioses que duermen disueltos en el serrín de los bares”, en una entrañable alusión a un poeta de tremenda influencia sobre su escritura, Constantino Kavafis; o al del ritmo oscuro, pero irrefutable de los muertos, como se lee en “En los bosques de mi antigua casa”, de sus Elegos, de 1967. También asisten fados, tangos, canciones, pero nunca hay, como en Alejandro Oliveros, William Osuna, Armando Rojas Guardia, por ejemplo, referencias a algún título o intérprete en específico.

Mas, sería erróneo confundir música con sonido en Montejo. En su poesía el sonido es constante, en tanto ritmo, retorno del ámbito mítico, oscilación del recuerdo, rotación del mundo, imágenes e ideas muy frecuentes en sus poemas, pero la presencia de la música alude casi invariablemente al canto, a la facultad lírica, que transmuta el ruido o el sonido en magia, en encantamiento. Tres animales asumen esta imagen del canto: la cigarra, el gallo y las ranas. La cigarra, que asocia su canto a la muerte, al fin, a la despedida, en tributo último a la existencia. Montejo lo expresa así: “No todo lo que amamos, si ellas cantan,/ se aleja de las manos./ Sería terrible morir en una tierra/ donde no vuelvan las cigarras.” Y es que la cigarra forma parte de la identidad de su “Trópico absoluto”, y a ella dedicó toda la Partitura de la cigarra. El gallo es quizás la figura más recurrente de su poesía, y donde más clara hace la simbiosis de vida y canto. El canto está fuera de él, lo llena, y éste lo vierte al mundo anunciando el retorno de la luz, el ritmo del tiempo, la continuación incesante de la vida, así lo escribe en Alfabeto del mundo, donde incluso su canto invade la noche, sube hasta las estrellas, a la luna, animando las piedras. Particularmente singular es su mención en Papiros amorosos, en un poema que hace que el canto del gallo penetre en el ámbito erótico, trasladando su luz, penetrando al sueño de la amada, enlazando como siempre noche y día, sombra y vida.

Otras imágenes de la música en Montejo son las sirenas de las “Ciudades marinas”, la música, aún presentimiento o promesa en la madera de “Los otros árboles”, el corno que evoca sagas medievales, pero fundamentalmente se erige en voz del bosque interno, secreto, individual, todo ello en Terredad, con su deslumbrante revelación de que “La terredad de un pájaro es su canto,/lo que en su pecho vuelve al mundo/con los ecos de un coro invisible/desde un bosque ya muerto.” Ese vocablo, casi acuñado por el poeta Montejo, está asociado a la música, a aquello invisible que nos sigue ligando a lo ya ausente, a lo quizás perdido, nunca del todo, gracias a la música (“Su terredad es el sueño de repetir al final la melodía, aunque no sepa a quien le canta ni por qué”), que al final del poema se declara representación de la permanencia, de “la persecución sin tregua de la vida”; las voces de canciones oídas en la distancia, repentinamente a mitad de la noche, y que enlazan lamentos viejos, soledades, quejas amorosas infinitas, donde el tiempo es abolido, como si se desintegrase o suspendiese en la música, como en “Canción oída a medianoche”, de Trópico absoluto.


Es tan importante para el poeta la noción de ritmo que cuando este se ausenta, es la noción de la música la que asiste para enunciar la carencia. En “Opus numero cero”, de Adiós al siglo XX, él se halla “a destiempo de sí mismo”, la tierra “gravitando a la deriva”, con “algo más que silencio” faltando en la palabra. Todo ello confluye al final en que su tiempo “se cernía sobre un piano sin teclas, opus número cero, sonando para nadie”. La conversión en imagen de lo ausente se concreta en la música, o su cese.

Pero el ritmo vuelve en visiones más amables como las que encontramos en Papiros amorosos, en “Vals de los cuerpos”, insistiendo en el ritmo del giro del planeta, que ahora atrae los cuerpos en una música táctil, nocturna “cuyo compás palpita en nuestra sangre”. En “Cántico sólido”, la música nace del cuerpo de la amante, y los senos son trémulos y las caderas tienen cadencia, el deseo suena a jazz, hay sones de pétalos, murmullos tonales y atonales, y el ritmo cósmico infaltable, de nuevo. El goce del amor estalla en música: la sangre joven de la amada es “armoniosa corola hecha de música”, ella se convierte en pájaro y se adentra en un bosque nocturno de besos “donde una cítara retiene entre sus cuerdas/ uno a uno tus cánticos”, canta en “antífona salvaje”. El cuerpo de ella es un piano “en el lecho” y “sueña y a mi lado respira henchido de notas dentro de sus venas”.

Pero su imagen musical más trascendente es la del mito de Orfeo, dios cantor, patrón de la música, cuyo arte abolió el abismo entre la vida y la muerte, alumbrando a la sombra, y devolviendo su propio amor al mundo. Aparece desde su Muerte y memoria, de 1972, como un dios condenado a vagar entre nosotros, cantando por entre nuestro siglo “tronchado y derruído”. Orfeo y el gallo componen en Montejo una entidad, aquella donde se descubre que el canto es la lírica, la poesía, transitando por oscuridades mientras busca luces. Viene a amansar el infierno donde habitamos, caídos, todos. Viene a redimirnos, como a su Eurídice, con su nostalgia, con la música de la evocación, a desmentir la muerte, a revelarnos que todo rítmicamente se repite: “donde un ave susurre,/donde Orfeo sea una lira, una guitarra/ y la sangre trasiegue sus infinitos cantos,/ donde la vida abra sus signos/ volverá lo que fue, lo que nunca perdimos”. Y de nuevo, en el silencio, atracción e íntimo horror en la poesía de Montejo, Orfeo se hace tartamudo, pero edita un verbo nuevo y viejo a la vez: “orfear”, porque el antiguo Dios, hoy errabundo, tartamudo, roto, solitario, es el albatros de Baudelaire, el artesano del canto: el poeta.

Sin estridencias, la música discreta de Montejo se asoma como la más alta expresión de la poesía. Ella prolonga, ilumina la vida, pues en su sonido, en su ritmo y en la gloria de su melodía, hace de nosotros algo más grande: canto. Sólo por ello merece la perduración la serena sinfonía de Eugenio Montejo.