domingo, 31 de agosto de 2008

DE LA A LA G


Einar Goyo Ponte

He recibido el comentario de que algunos términos musicales utilizados con frecuencia en estas crónicas no son siempre de inmediata comprensión, así que usaremos este receso vacacional para ofrecer por entregas un pequeño glosario con los más habituales. Trataré de hacerlos más reconocibles refiriendo a ejemplos procedentes de las más populares obras musicales. A ver cómo nos va.


Arpegio: Un acorde es un grupo de tres o más notas tocadas simultáneamente. Los grandes finales de sinfonías o conciertos suelen componerse de dos o más acordes enérgicos, pero el arpegio es un acorde tocado nota por nota, como pulsando un arpa, de allí el nombre. Un ejemplo clásico es el inicio de la Sonata “Claro de luna”, de Beethoven, que se puede escuchar a continuación haciendo click en el Gadget.






Bajo continuo (o basso continuo): técnica de acompañamiento habitual en música desde 1600 hasta el siglo XVIII. También se llama así al conjunto formado por el clave, los cellos y contrabajos en los conciertos de música barroca como por ejemplo la de Bach o Vivaldi.


Bel canto: Esta frase designa por sinonimia al arte de la ópera, pero entre los siglos XVII y XIX refería a una escuela o estilo de canto sensual y hedonista, lleno de ornamentos, acrobacias y mórbida expresión. Las estratosféricas notas de las arias de la Reina de la Noche en La flauta mágica, de Mozart, podrían ser un claro ejemplo de ello. Aquí las tienen a cargo de la soprano Cristina Deutekom, un poco más adornadas de lo habitual. Hagan click.





Cadencia y cadenza: Fonéticamente similares, estos dos términos no significan lo mismo. La primera es una secuencia o combinación de acordes usadas para dar efectos de puntuación sonora, ritmo o solución musical de una composición, por ejemplo los cinco acordes frenéticos con los que termina la Novena Sinfonía, de Beethoven; la segunda es la designación del pasaje de improvisación o de virtuosismo en solitario del solista de un concierto.


Diminuendo: Disminución gradual de la intensidad de un sonido. Es el efecto que logra Mahler al comienzo de su 5ª. Sinfonía, con su Marcha Fúnebre. Escuchemos ese momento en versión de Leonard Bernstein y la Filarmónica de Viena en el próximo click.





Disonancia: Es cuando un sonido, un acorde, parte de una melodía da la impresión de “desentonar”, o sea no sonar de manera consonante, agradable. Puede ser deliberado o accidental. Casi toda La consagración de la primavera, de Stravinsky es una genial disonancia. Aquí colgamos uno de sus intrincados pasajes. Óyelo haciendo click.





Falsete: Es el canto en un registro más alto del rango de cada voz usando un sonido”falso”, sin apoyo de la respiración diafragmática que usa la mayoría de los cantantes. Se utilizan los resonadores de la cabeza. Los hoy llamados contratenores, antes sopranistas o contraltistas, cantan todos en un sofisticado “falsetto”. Como ejemplo colgamos un pasaje de Carmina Burana, de Carl Orff, donde el barítono pasa sin transición de su voz impostada y plena a la voz de falsete con resonancia. Quizás a la primera audición no sea absolutamente perceptible, pero un par de veces después le será más que evidente. Haga Click.



Fuga: Composición contrapuntística, basada en la imitación: un tema es seguido por otro idéntico, tocado o cantado en canon, y este por otro idéntico, y así sucesivamente dando la impresión de estar huyendo o persiguiéndose entre sí. Todo el material en ritmo de chacona de la segunda parte de la Tocata y fuga en re, de Bach es un perfecto ejemplo. Puede apreciarse claramente a partir del minuto 2:45 del gadget que colgamos aquí.





Glissando: En plural glissandi. Significa literalmente “deslizando”. Es el efecto logrado en arpa y piano al deslizar la mano rápidamente por cuerdas y teclas, o demás instrumentos pulsables. Al oído da un efecto de sonido que se resbala o desmaya. Abundan en la . y . sinfonías de Mahler, en La Valse, de Ravel o en el Capricho español, de Rimsky-Korsakov. Aquí les cuelgo el famoso Adagietto, de la 5a. de Mahler, donde, aunque lleno del efecto, es particularmente diáfano alrededor del minuto 6:30 de la grabación que aquí dirige Zubin Mehta.





Más en una próxima entrega.

viernes, 29 de agosto de 2008

CIUDAD DEL TANGO




Einar Goyo Ponte




Caracas está llena de una babel de música. Por sus calles circulan con proteica variedad y velocidad el vallenato, la salsa, el reggaeton, el pop, el rock, el joropo y los pasajes recios y hasta la gaita, a partir de ciertos meses. Algo similar ocurre en capitales como Madrid, donde las coplas se dan la mano con David Bisbal y el rock en español, o en París donde junto a Yves Montand puede oirse a Rihanna o al Zouk martiniqueño bailando por les Champs Elysées. Una vez perdido por recovecos de Montpellier me tope con la voz pimentosa de Oscar D’Leon.

Pero, en Buenos Aires, en donde me encuentro al momento de escribir esta crónica, domina casi hegemónicamente el tango. En las tiendas, en las calles, en los tarareos de los pibes. El argentino, o al menos el bonaerense, tan aparentemente atildado y pagado de sí, sufre una visible transformación en presencia del tango. Sus pies comienzan por ensayar un taconeo, la cintura cobra una cadencia leve pero cierta, sus hombros se montan en las síncopas y su cabeza se agita con gracia y ritmo mientras escucha sus viejos o nuevos sones. Eso si no se levanta a bailarlo en plena calle, o a susurrar la enconada letra que se sabe de fogosa memoria.

Por eso el Festival Tango Buenos Aires, en cuya 10ª. edición he tenido la suerte de venir a caer, se convierte en un auténtico acontecimiento citadino, que enfatiza, si esto fuera posible la sístole y la diástole tanguera y milonguera que da vida a esta inmensa ciudad. Las entradas son libres y el bonaerense da cuenta de ellas a las pocas horas de su puesta en taquilla por la Gobernación y el Ministerio de Cultura y así se llenan los Centros Culturales diseminados por la ciudad en Barracas, Boedo, Recoleta, San Telmo, Palermo, los teatros Luna Park, Avenida e IFT, y los llamados “bares notables” de la historia callejera. Leyendas, estrellas e innovadores se dan cita homenajeando la música que los ha hecho de la manera que son. La Orquesta Típica Candombe, de Sebastián Plana, Susana Rinaldi, Jairo, la Orquesta del Tango de la ciudad de Buenos Aires, Amelita Baltar, el Quinteto Ventarrón, Soledad Villamil, Narcotango y Lidia Borda son algunos de los artistas que convocan la pasión de los ciudadanos.

Pudimos disfrutar en el Centro Harrods, una antigua tienda por departamentos convertida en sala de exposición, de concierto y ballroom, del Sexteto de Raúl Garello, director de la Orquesta del Tango de Buenos Aires y arreglista e instrumentista de Troilo, Goyeneche, Salgán y la Rinaldi, entre otros, y del Cuarteto de Osvaldo Berlingieri, quien también fue músico de Troilo y Miguel Caló entre otros. En ambos hay una profundísima influencia de Astor Piazzolla, en la violencia de las síncopas, la incisividad de los staccati y las semicorcheas y las variantes de tiempo, como si de una estructura clásica allegro-adagio-allegro se tratara. Igualmente conservan la distribución instrumental que Piazzolla universalizara, con el bandoneón como lider, el piano, el violín y la percusión creando un sonido absolutamente urbano, elegante y malevo como la música acendradamente nocturna que urden y exaltan. Destacó en la audición del primero su hipnótica y sensual Tocata para sexteto.

También fuimos testigos de un entrañable reencuentro de tres artistas de los años 40 y 50 (es decir compañeras y rivales de Libertad Lamarque) con un público que evidentemente nunca las olvidó, tal era el fervor y el entusiasmo con el cual se reunió y las aplaudía. Eran las “cancionistas” Elsa Rivas, María de la Fuente y Nina Miranda. La primera dueña de una aún hermosísima voz, la segunda, culpable de la versión más profunda y lacerante de la famosa La cumparsita que nunca haya escuchado, y la última, llena del malevaje lunfardo de tangos como Maula y Garufa. Fue conmovedor ver como chicos adolescentes cantaban con ellas las letras de esos viejos tangos mojados de los altos muros de esta europea ciudad del sur de América.

Aquí les cuelgo dos momentos que ilustran la aventura sureña. Primero el Libertango, de Astor Piazzolla, una de mis piezas favoritas del genio argentino, y la segunda, Nina Miranda cantando su éxito de siempre, Tu corazón, para darles una idea del espectáculo que escuchamos en el Festival.



jueves, 28 de agosto de 2008

MAHLER SEGUN DUDAMEL


Einar Goyo Ponte


Sé que este comentario lleva retraso pero es que las relaciones institucionales del fenómeno Dudamel en nuestro país no son tan óptimas como su fulgor estelar, o al menos no con quien esto firma. Ninguno de sus celebrados discos han llegado a nuestro correo con intención promocional. Así que tras adquirirlo como el melómano de a pie, que a mucha honra siempre he sido, escribo aquí sobre su registro mahleriano de hace menos de un año.


Después de su debut con Beethoven en el sello Deutsche Grammophon donde no encuentro nada notable ni especial que ya Bernstein o Furtwängler no hayan llevado ya a la cima, desde la vertiente de las lecturas tradicionales o románticas, ni Hogwood o Norrington reinventado filológicamente, Dudamel saltó bruscamente hacia el Mahler, cultivado por sus maestros y padrinos Claudio Abbado y Simon Rattle, en su poderosa y crucial 5ª. Sinfonía.


Pero las sinfonías de Gustav Mahler son como introducirse sonoramente en el universo de Friedrich Nietzsche, Thomas Mann, Robert Musil y hasta Stefan Zweig, y la pintura de Klimt y Edvard Munch, o sea la transición entre el siglo XIX y el XX, con toda su decadencia, su vanguardia, su canto fúnebre por una época que desaparecía y la ansiedad, entre curiosidad y terror por este siglo que tanta destrucción y cambios traería.


No estoy diciendo que para ejecutar su música sea necesaria erudición literaria, sino aprehender una experiencia y una sensibilidad acordes con una de las aventuras estéticas más complejas y patéticas emprendidas por un músico. Y desde la primera audición del Cd del sello alemán con esta versión de nuestra Sinfónica Simón Bolívar se siente la falta de madurez en este aspecto. Vienen enseguida las referencias de lecturas más crispadas, incisivas, nerviosas, hasta histéricas, de otras batutas (Bernstein, Solti, Tennstedt, Haitink, el mismo Abbado, por ejemplo) y se extrañan acentos, frenesíes, exaltaciones, penumbras, humores que no se divisan aquí.


Dudamel escoge una opción “acústica”, como es muy frecuente en él, de arrobo en su propio sonido, donde vale más la potencia, el virtuosismo ejecutorio o el melodismo extático que la intención de ahondar en el sentido dramático de la sinfonía. Así sus mejores momentos son los movimientos extremos, donde la faramalla orquestal permite el lucimiento, pero lo sentimos dubitativo, ambiguo, blando de expresión en los centrales, sobre todo en el Stürmisch y en el célebre Adagietto, de pulso soporifero, que amelcocha hasta el desinterés el movimiento. El Rondó finale es el mejor de los cinco, por la enervante energía, la implacabilidad de las cuerdas y la originalidad de las variaciones de tiempo en los episodios cercanos a la coda, impactante en sí misma, salvo el velocímetro desaforado (otro dudamelismo) que imprime al último compás un tanto incoherentemente, tras tan imponente arquitectura levantada.


La toma de sonido de la DGG no hace justicia al de nuestra OSSB, que el mundo ha testimoniado, por lo cual algunos críticos internacionales han subestimado, a mi juicio con excesiva dureza, a la sección de metales, pero lo atribuyo a la disparidad entre la experiencia en vivo de esta orquesta con lo registrado en el CD.

lunes, 11 de agosto de 2008

EL MAESTRO GALZIO



Einar Goyo Ponte




Puede usted estar seguro de que cuando usted esté leyendo esta crónica, el Maestro Corrado Galzio ya me habrá llamado por teléfono. Este insigne músico de origen siciliano y venezolano de extraordinariamente bien ganada adopción me honra siendo uno de mis puntuales lectores, y cuando el contenido de estas líneas le interesa o impresiona mucho me llama temprano en la mañana y me reitera su cordial invitación a tomar un café y conversar.



Y es que el Maestro Galzio es de aquellos cuya altura profesional y trayectoria artística es inversamente proporcional a su vanidad y jactancia. Lo conozco desde hace varios años, en su acogedora estancia del Centro Monte Sacro, de Bello Monte. Ya tenía de él las mejores referencias: de mis amigos melómanos, de directores de orquesta, de cantantes, y las multipliqué en tres discos que me obsequió en esa ocasión, con ejecuciones de su Cuarteto y su Ensemble, pero tuve conciencia de la verdadera estatura de su espíritu y arte sólo al concluir la lectura del libro La vida fantástica de Corrado Galzio, semblanza biográfica que escribiera el Profesor Michele Castelli (Editorial Melvyn, 2008). Y por supuesto me asombra que un hombre formado en las aulas de la prestigiosa Academia Santa Cecilia de Roma, cultivador, docente, emprendedor de infinitas iniciativas musicales y culturales, que llenara de música nuestra provincia occidental, paladín de la música de cámara en Venezuela, pianista insigne, acompañante de Fedora Alemán, Antonio Janigro, Gaspar Cassadó, Pierre Fournier, Lisa Della Casa, Ricardo Odnoposoff, Christian Ferras, Salvatore Accardo, Uto Ughi, entre muchos otros, y que con ellos y sus agrupaciones ha viajado por casi todo el orbe, sirviendo a la música, fundador de un Festival musical en su Noto siciliana natal, donde invariablemente asisten músicos venezolanos y se toca música venezolana, y honrado internacionalmente con condecoraciones y medallas, se tome la molestia de llamarme cada tantos domingos para decirme, con una candidez conmovedora, que le ha gustado mucho mi crítica.



La lectura del libro nos hace la crónica sucinta de toda esta vida de aventuras y desvelos musicales: su formación juvenil, su bohemia temprana, su fortuita llegada a Venezuela, la manera casi inmediata como se vinculó con los fundadores de la Sinfónica Venezuela, sus siembras de música y cultura en parajes tan lejanos de la capital como San Cristóbal y Maracaibo, sus programas radiales (uno de ellos aún se transmite) y televisivos, su amistad o choque con los músicos arriba listados, sus aún incesantes viajes (a los 89 años), sus sinsabores, sus decepciones ante ingratitudes o desconocimientos, y su inquebrantable optimismo y dedicación por unir aún más a dos paises a los que la historia ha hecho cruzar caminos y avatares desde el mismo instante en que Venezuela cobra nombre.

Escrito en un estilo a media cocción, el texto de Castelli cumple con el cometido de hacer la crónica de los fructíferos años musicales del maestro Galzio, con detalles interesantes como el de su participación en la Segunda Guerra Mundial, la manera como obtuvo la baja, el incidente de la muerte de la esposa de un amigo suyo en el que se vio involuntariamente implicado. No hay, sin embargo, suficiente hondura en los avatares musicales, como en aquellos atinentes a su trabajo en Táchira o Maracaibo, la recepción de sus conciertos, los detalles específicos musicales de sus acompañamientos a las grandes estrellas nombradas, pero donde más torpe resulta esta apurada redacción es en la resolución de la postura política de Galzio: en el momento en que hubiera sido válida su mención, por el contexto de la juventud, la guerra y el momento político, no se hace ninguna directa mención. Pero, adelantada la narración, en medio de la referencia a la relación con uno de sus hijos, hoy uno de sus más estrechos colaboradores en el Festival de Noto, Castelli comete la “infidencia” de señalar que Galzio es de simpatías fascistas, lo cual hoy en día equivale a ser “políticamente incorrecto”, y tal detalle se reitera innecesariamente al querer referir una supuesta anécdota simpática en un viaje a la antigua URSS, en la malcriada negativa de uno de sus compatriotas miembros de su Cuarteto, a retratarse ante la famosa fotografía de Stalin, Roosevelt y Churchill sellando la alianza que pondría fin a la Segunda Guerra Mundial. Si esto tuviera alguna trascendencia en su trayectoria musical o vital o pedagógica, sería absolutamente censurable escamotearlo, las ideas políticas son de libre elección, pero en nuestro contexto político-cultural actual, es casi una imprudencia hacer una mención de apariencia casual o inocente de este grueso detalle.

Por fortuna, la obra y la perseverancia del maestro Galzio se alzan por encima de estas menudencias. Lo perdurable es que viejas y nuevas generaciones, glorias de ayer y hoy, de aquí y de fuera confluyen múltiples en la vida y el quehacer musical del maestro Galzio. Si los pueblos heredan sensibilidad y conciencia histórica, buena parte de esa genética que hoy nos hace destacarnos en el panorama internacional musical se debe a su magisterio.

EL MITO DE ORFEO



Einar Goyo Ponte

El mito de Orfeo es, por obra y gracia de los poetas y músicos florentinos que integraban la Camerata dei Bardi, el mito fundador de la ópera. Sobre los textos poéticos de Ottavio Rinuccini, Jacopo Peri compuso la primera ópera sobre el mito, aunque ya en 1480, Angelo Poliziano había montado un espectáculo con danza y música, titulado La favola d’Orfeo. La de Peri, llamada Euridice, es la segunda en el nuevo género de los intelectuales florentinos, que buscaban hacer “renacer”, el perdido arte de la tragedia griega. Luego vendría la versión de Giulio Caccini, y un poco más tarde, la primera partitura operística conservada en su casi totalidad desde este pasado remoto, L’Orfeo, de Monteverdi, que cumpliera sus 400 años, en 2007. Desde allí, el mito del cantor que estremecía las piedras y detenía el curso de los arroyos con su lira, se hizo favorito de los compositores de ópera. Se han contado hasta 34 versiones desde entonces a 1938, por lo menos. Podríamos citar después de Monteverdi, Orfeo dolente y La morte d’Orfeo, de Domenico Belli (1616 y 19, respectivamente), Orfeo y Eurídice, de Luigi Rossi (1647), las versiones de Charpentier y Telemann, el célebre Orfeo y Eurídice, de Christoph W. Gluck, que activo el movimiento de la reforma de la ópera en pleno siglo de las luces, la versión de Joseph Haydn, L’anima del filosofo ossia Orfeo ed Eurídice (1791), la versión rusa de Ievstignei Ipatovitch Fomine, de finales del siglo XVIII, la opereta parodiante del mito de Jacques Offenbach, Orfeo en los infiernos, (1858), los Canti orfici (1914), de Dino Campana, Las desgracias de Orfeo (1924), de Darius Milhaud, las Liturgias de Orfeo (1995), de Iannis Marcopoulos, y abordajes más vanguardistas como los de Xavier Darasse, Renaud Gagneux, Harrison Birtwistle, Hans Werner Henze, Salvatore Sciarrino, o Toru Takemitsu, y el intento fallido de desintegrar el mito, a cargo del italiano Bernard Parmeggiani, en Pour en finir avec le pouvoir d’Orphée, de 1971-72, para cinta magnetofónica, pero como dice Pierre Brunel, de cuyo texto “Las vocaciones de Orfeo”(1) hemos sacado parte de estas informaciones, “las cintas magnetofónicas se gastan, se borran y pasan. La voz de Orfeo permanece, sin que nunca se haya grabado.”



¿Cuál es la razón de esta recurrencia en la música del mito de Orfeo? Es el cantor, músico y poeta más legendario del mundo antiguo, hijo de una de las nueve musas, portador de la lira de Apolo cuyo arte le enseñarían las hermanas de su madre. En otras versiones del mito es directamente hijo de Apolo. Su canto tenía propiedades mágicas y sobrenaturales. El universo mismo se vulneraba ante su música. Ante esto se comprende la fascinación de un arte tan ambicioso y complejo, como la ópera, que desde su mismo inicio se planteaba el problema de la sumisión o no de las palabras a la música o viceversa, el de la recreación o representación de las emociones y los afectos, hacia el mito del cantor mágico, padre de la poesía y revelador de divinos secretos.
Porque el mito de Orfeo tiene una abundancia de significaciones y resonancias: se le liga a los egipcios y a los principios y prácticas de los misterios de Osiris, o sea de la transmigración de las almas y la purificación de las mismas, también lo está a la mítica aventura de Jasón y los argonautas, pues es uno de ellos, gracias a cuya música llegaron a buen puerto. Se lo ve como a un hechicero, se le relaciona con los cultos eleusinos, es decir, con las religiones del más allá, y he aquí donde yace el secreto encanto y la inextinguible atracción que su mito suscita en el mundo occidental y en su imaginario.



En la fábula a la que Monteverdi pone música, Orfeo se enamora de la ninfa Eurídice, con quien se casa, pero el mismo día de su boda, la pierde, cuando ésta es mordida por una serpiente. Sin consuelo, la sigue al mundo de los muertos, para tratar de arrancarla al propio Hades. Dejo el relato de este crucial pasaje de la historia a Liz Greene y Juliet Sharman-Burke, quienes lo cuentan de muy bella manera en El viaje mítico(1999):


Orfeo tocaba una música tan conmovedora que el austero barquero Caronte, que llevaba en su barca las almas de los muertos en su travesía de la laguna Estigia, se olvidó de verificar si Orfeo portaba sobre su lengua la requerida moneda. Encantado por las notas mágicas, el viejo barquero embarcó al cantante sin cuestionarse nada a través de las negras aguas que separan el mundo del sol de los fríos reinos de Hades. Tan conmovedoras eran las notas que emitía la lira de oro de Orfeo que las barras de hierro de las puertas de la muerte retrocedieron sin que nadie las empujara, y Cerbero, el perro de tres cabezas que guarda los sombríos portales de la muerte, se quedó tranquilo sin siquiera mostrar sus dientes, amansado por la suave música. Y así fue como Orfeo pudo entrar en el mundo de las sombras sin ser controlado. Durante unos maravillosos momentos, los condenados en el Tártaro se sintieron libres de su tormento sin fin, e incluso el duro corazón de Hades, señor del inframundo, se suavizó momentáneamente. Orfeo se arrodilló humildemente ante el trono del rey y la reina de los muertos, orando y rogando con sus melodías más místicas, para que a Eurídice se le permitiera regresar junto con él a la tierra de los vivos. Perséfone, señora del inframundo, musitó una palabra en los oídos de su esposo, y la lira de Orfeo quedó interrumpida por una voz profunda y sonora. (p. 242)


Hades le concede la gracia de devolverle a Eurídice, advirtiéndole que no debía volverse a verla hasta que no llegaran de nuevo al mundo de la luz, pero en medio del camino, inquieto, impaciente, temeroso de haber sido engañado o de que alguna bestia de la sombra se la arrebatara, se volvió y al instante la perdió para siempre. Orfeo se hace sacerdote de los misterios de la vida y la muerte, para luego conseguir su fin a manos de las ménades, cultoras de Dionisio, quienes lo despedazan y arrojan sus restos al río Hebro. Su desenlace lo coloca en forma de constelación, consagrado y hecho Dios por el propio Apolo.


Este postludio de su relación efímera con Eurídice suscita incontables interpretaciones. Es el cantor del misterio después de la muerte, el que sigue consolando tras su propia pérdida, su propio fracaso. Revisamos algunas de ellas, entre las más estimulantes e inquietantes, como marco de este comentario de un montaje del Orfeo, de Monteverdi, una de las más profundas y visionarias versiones modernas del mito.


Están directamente fusionadas y se basan en esa crucial mirada hacia atrás, “hacia una Eurídice perdida, encontrada, que va a perder otra vez. Queda fijado un instante, el admirable temblor de un instante, cuando va a esfumarse una plenitud, una presencia muda en ausencia.” (2) Es la mirada de Orfeo la que consagra y destruye al mismo tiempo. Eurídice sería el “punto profundamente oscuro hacia el que parecen dirigirse el arte, el deseo, la muerte, la noche”, al decir de Maurice Blanchot, quien remata recordando que “escribir comienza con la mirada de Orfeo”.



En el contexto de la frustrada historia de amor de Orfeo y Eurídice, podríamos extrapolar aquella frase medular de El amor y Occidente, de Denis de Rougemont(1978): “el amor feliz no tiene historia”, y que podemos asociar a otra de Roland Barthes estudiando a Stendhal: “Nunca se logra hablar de aquello que se ama”(3). Si escribir se inicia con la mirada de Orfeo, ser capaz de cantar lo amado, de representar eso hasta el momento inefable, sólo puede comenzar a hacerse desde su pérdida. Antes es imposible. La felicidad invita a una mudez regocijada, a un silencio colmado de plenitud. En la carencia, escribir suplanta lo desaparecido y el canto, la poesía, la desgarrada canción de amor fija ese instante, lo hace arte, se mueve a partir del deseo, que lo es oscuramente de la muerte, de la exploración de la noche.


Las versiones e inversiones del mito así parecen confirmarlo. Gluck, desde el Siglo de las luces o de la razón, redime a Orfeo de su impaciencia, sustituyéndola por la otra negligente de Eurídice que se lamenta de que su amante no se vuelve a verla. Haydn, convierte el mito en un enfrentamiento entre lo apolíneo y lo dionisíaco, lo primero la luz y lo equilibrado, que perturba la locura, lo oscuro, lo desenfrenado de la creación y la naturaleza humana. Peter Conrad, en su desmesurado Canto de amor y muerte, nos recuerda que en el imaginario de los renacentistas creadores de la Camerata Florentina yacía Pico della Mirandola, quien veía en los Himnos órficos un misterio que afirmaba que el amor es una amarga dulzura que se asimila a la muerte, en la breve expiración del orgasmo. Para Platón allí radica la razón del fracaso de Orfeo: no estar dispuesto a consumar el amor en la muerte, por lo que en su empeño por devolverla a la luz, pierde definitivamente a Eurídice. El mismo Conrad cree ver en el desarrollo histórico y estético de la ópera un trasunto arquetípico de Orfeo: la música fascinante, el anhelo erótico y tanático, y la consagración en el canto de esa doble pulsión. En ella, La flauta mágica, Don Giovanni, Il trovatore, Los cuentos de Hoffmann, Tannhäuser y hasta Tristán e Isolda, serían poderosas versiones del mito.


Como se ve, el cantor tracio queda ligado, al arte de la ópera, tanto que se le vincula a su propio nacimiento y celebración. La Camerata de Caracas, siempre dirigida por Isabel Palacios, celebró el año pasado la efeméride de sus 4 siglos, y acaba de reponer ese montaje en el Teatro Luis Peraza, de Los Chaguaramos, para el inicio de su propio trigésimo aniversario. Se trata de una producción conjunta de la propia Camerata y el Centro de Creación Artística TET (Taller Experimental de Teatro), dirigido por Guillermo Díaz Yuma, con su recurrente estética del despojo, de lo minimalista, del intenso trabajo corporal a lo Grotowski y su esencialismo simbólico. Eso aunado a la escueta formación instrumental de la Camerata y al refinado clasicismo de los gestos movimientos y asunción estilística del canto y la música monteverdiana, de abisal hondura, de rigurosos efectos vocales y de ejercicios sonoros, tonales y armónicos de expresividad y representación, logra dar una lectura infrecuentemente seria, profunda, de deliberado signo interpretativo del mito que desenvuelven entre sus manos. El coro de la Camerata Barroca alcanza matices de sonoridad y morbidez extraordinarios, junto a una exactitud de expresión inaudita. El paso de la festiva alegría de los pastores a su duelo repentino, para luego ir transformándose en las sombras y furias del Hades, es de una efectividad contundente.



La maestría de los músicos de la Camerata Renacentista y el Collegium Musicum Fernando Silva Morván es patente en los cambios de ritmo y atmósfera de los Actos I y II, y en mi escena favorita, el “arioso” “Possente nume”, de Orfeo, en el Acto III, con sus arrobadores efectos de eco y de eufonía lírica.
En general, de muy buena factura el material vocal protagonista: tímbricamente notable Natalia Díaz, como La Música; en propiedad estilística la Eurídice de Zaira Castro, mucho menos convincentes Jenny Quintero, como la Messaggiera, por su artificiosa fonación, y las aniñadas Liliana Mazzarri (Speranza) y Mariana Piñango (Proserpina). Carlos Godoy cumple sumariamente con el agotador rol de Orfeo: su estilo y fraseo son bastante adecuados y no le faltan instantes expresivos y de color subrayables, pero la tesitura del personaje es fundamentalmente central (razón por la cual éste es asumido por el registro arcaico del baritenor, como Nigel Rogers, Furio Zanasi o Philippe Huttenlocher) y esta es la zona menos grata y más monocorde de nuestro cantante. Más aventajados lucieron el Caronte de Miguel Angel García y el sugestivo Plutón de Martín Camacho, también se hace escuchar el Pastore I, de José Mena, por su destreza como contratenor, al reverso del decepcionante Apollo de Raúl López, en esplendido vestuario, pero inofensiva voz.
Me desconcertó, no obstante, en tan cuidado montaje, que en la Moresca final, no aparezca Orfeo, quien ya se ha convertido en constelación, pero sí una inexplicablemente resurrecta Eurídice, confundida entre las pastoras. Tembló todo el hermoso aparato simbólico hasta ahora hilvanado.
Notas:
1) En VVAA. La mirada de Orfeo. Barcelona, Edit. Paidós: 2002.
2) Pierre Brunel en Ibid. Pag.59
3) En Revista Quimera, 1978.
Referencias bibliográficas:
Greene, Liz y Sherman-Burke, Juliet. El viaje mítico. Madrid: Edaf, 2000
De Rougemont, Denis. El amor y Occidente. Barcelona: Edit. Kairós, 1978.
Conrad, Peter. Canto de amor y muerte. Buenos Aires: Javier Vergara Editor, 1988.
Les cuelgo aquí ese extraordinario fragmento de la ópera de Monteverdi del Acto III: el arioso "Possente spirto", en el cual Orfeo se enfrenta al temible Caronte, barquero de los ríos infernales, armado sólo de su lira y su estro. Es la versión cantada por el tenor Lajos Kozma tomada de la histórica versión de Nikolaus Harnoncourt fechada en 1969, prácticamente al inicio de la oleada musicológica de la filología interpretativa.

viernes, 8 de agosto de 2008

TRIUNFO DE LA MELODIA


Einar Goyo Ponte

El concierto que hoy comentamos en este espacio es el primero de una serie que celebra el 30 aniversario de que la Orquesta Sinfónica Juvenil lleve el nombre de Simón Bolívar, y para la cual se anunciaron grandes programas y artistas. Este sábado 19 de julio el protagonismo recaía en dos importantes figuras de la historia de la institución: el cellista William Molina y el director Alfredo Rugeles.
Como obertura de la velada se nos presentó una lujosa versión del poema sinfónico de Antonio Estévez Mediodía en el llano, que yo nunca había escuchado interpretado con tanto celo en la melodía, en la manera como los tintes impresionistas van derivando triunfales al tema que representa la luz natural de la pintura musical.
Venezuela ha sido pródiga en solistas de importante nivel artístico, nacional e internacionalmente hablando en el piano, el violín e incluso la flauta, pero el violoncello no ha disfrutado de tanta fortuna. De hecho, con la destreza, pasión y profundidad con la que William Molina trabaja su instrumento, no hay otro en el inmediato panorama instrumental criollo. En esta ocasión se decantó por el hermosísimo Concierto en si menor, de Anton Dvorák, el cual, como atinadamente escriben Kenneth y Valerie Mc Leish, no se parece a ningún otro concierto, pero logra expresar el alma profunda del instrumento. Y efectivamente, amparado en el inagotable, y a ratos alucinante, melodismo tan suyo, construye una pieza de un lirismo subyugante, que Molina supo exprimir con hondura y penetración. Sus pasajes de bravura y agilidad no fueron siempre irreprochables, pero los fraseos largos, la manera sostenida, áulica, tocante en que sostuvo el casi incesante canto de su cello, representaron una involucrada e inspirada lectura de esta obra. Con Rugeles logró impagables momentos de concertación que por instantes aludían a un recital camerístico entre cello y maderas, como en el adagio con su desarrollo casi de chacona, en los primeros desarrollos del rondó final y en la mágica atmósfera del canto apasionado y sereno que precede a la espectacular coda final del concierto, uno de los más extraordinarios cierres de su género, jamás escritos.
Seguramente lo habré escrito ya, pero no me importa repetirlo: la 2ª.sinfonía de Johannes Brahms es mi favorita de sus 4. La razón podría condensarse en la brillante frase del crítico Eduard Hanslick: “vuelan alrededor tantas melodías que se ha de tener cuidado para no pisarlas”. Rugeles no sólo respetó esta fertilidad musical brahmsiana sino que se esmeró en evidenciar el maravilloso y delicado arte de la variación temática, que el compositor desarrolló en toda la sinfonía, descubriendo los inesperados, iluminadores, sugestivos, geniales lazos entre apartados pasajes de la obra como sus movimientos extremos, o entre diversas atmósferas como la gentil del Allegretto grazioso, con la exultante del final. Rugeles subrayó con perlada tímbrica las frases más cruciales y luego desvelaba su correspondencia, a través del canto y expansión melódica. Es de extrema fruición descubrir como los dos temas con los cuales se inicia la sinfonía –uno de ellos la melodía base de su célebre Wiegenlied (Canción de cuna)-se expanden por toda la obra y derivan apoteósicos en el movimiento final. Para ello contó con una sección de maderas en estado de gracia, y una de metales de enervante precisión, más allá del brillo quizás menos vario de las cuerdas. Pocos momentos más entusiasmantes hay en música como la coda de esta sinfonía y su dicción a través de la OSSB y su reputada batuta, fue fidelísima a este efecto.
Para ilustrar esta nota les colgamos uno de los pasajes más apasionados del hermoso adagio del Concierto de Dvorak. Haz clic y disfrútalo.

viernes, 1 de agosto de 2008

REFRESCANDO EL REPERTORIO


Einar Goyo Ponte


El Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela se homenajea y festeja a sí mismo, organizando conciertos con sus distintas secciones. El viernes 11 asistimos a un concierto de su sección de cuerdas, con un programa el cual, ante el resultado escuchado, se hace deseable de hacerse y someterse a la audiencia con mucha más frecuencia de lo que es habitual. En otras ocasiones hemos disertado acerca de la obsesividad de los repertorios de nuestro quehacer musical. Se tiende al estancamiento en el período romántico y las primeras vanguardias: un compás de apenas 100 años de historia musical es lo que recibe el público melómano de parte de sus orquestas. El repertorio barroco se deja para los períodos de calentamiento de las agrupaciones, y se desarrolla de manera más bien negligente y sin propiedad estilística. ¿Desde cuando no se invita a Haydn, Stamitz o Richter a nuestras salas? Y un ciclo de sinfonías, conciertos de piano o de violín de Mozart, ¿por qué se hace tan difícil de programar? ¿Cuándo menos Beethoven y mas Schubert? ¿Más Schumann o Brahms en lugar de los enormes y hasta pretenciosos Mahler y Bruckner?


Ese viernes pudimos escuchar, en una versión casi stokowskiana, el célebre Concierto para cuatro violines de Antonio Vivaldi. Incisiva, imponente en sonoridad, por ser una sección de cuerdas sinfónica quien lo ejecutaba, en lugar del ensamble de una docena de músicos respaldando a los solistas, además se mostró celosa del estilo y sus juegos de dinámica y concitación agónica, imprescindibles al barroco. Hubiéramos deseado más afinación de parte del concertino, pero fue una atractiva interpretación.


Estos elementos funcionaron mucho mejor en el Concierto de Brandemburgo No.3, sólo para sección de cuerdas, de Johann Sebastian Bach, tocado con tal pasión y vehemencia, que nos recordó uno de nuestros discos favoritos de juventud: la integral de los Brandemburgueses con la Orquesta del Festival de Marlboro, dirigida por Pablo Casals, antes de la aparición de las versiones filológicas de Harnoncourt o Pinnock, lo mejor en este apartado: es una modernidad que Bach siempre ha merecido.


El concierto concluyó con una suntuosa versión de la extraordinaria Serenata para cuerdas, de Peter Ilyich Tchaikovsky, obra de absoluto genio y encanto, a la par de sus grandes conciertos o sus oberturas, por la finura melódica, y sobre todo la originalidad de formato de sus movimientos: estructura cíclica entre las partes extremas, el desarrollo libre del vals central, la gradación ascendente y descendente de la elegía y el rondó del tema ruso, variación inusitada del tema principal de la obra. Coordinados de manera precisa y redonda por el concertino Ramón Román, dieron una lectura brillante y penetrante de esta obra.


Para mí además fue un reencuentro con obras que me acompañan desde mis veinte años, en los primeros discos que constituyeron mi discoteca de vinyl, y con los cuales me adentré en el arte de estos tres pilares de nuestra música occidental. Quizás por ello las añoró en los repertorios de nuestras salas.


Aquí les dejamos escuchar el primer movimiento del Brandemburgo 3, desgraciadamente no en mi añorada versión de Casals, pero sí una de poderosa lectura original barroca.

LA RUEDA DE LA FORTUNA



Einar Goyo Ponte





En un golpe de genio y olfato de atracción al público, la Sinfónica Municipal de Caracas, armó el final del ciclo Grandes Pianistas Venezolanos con un programa de absoluto gancho: Gabriela Montero como solista y una obra de las de inapelable convocatoria popular: los Carmina Burana, de Carl Orff. El resultado fue el esperado: lleno total y entradas agotadas.


Fue, no obstante, un tanto extraño, atestiguar a la Montero, subida hace ya tiempo al gran circuito de los pianistas internacionales, y acostumbrados, como nos tiene a abordar las más enormes obras de la literatura concertística, decantándose por el primero de los Conciertos para piano de Ludwig Van Beethoven, por supuesto hermosísima partitura, continente de muchos de los rasgos del dinamitero estilo del Beethoven de avanzada, pero aún engarzado en la armonía mozartiana, salpicado de audacias rítmicas que luego serán sello suyo, pero no con la envergadura de los tres últimos, los cuales cambiaron el arte del concierto para teclado.


Casi está demás decir que la pianista estuvo soberbia, con una digitación de saeta, asombrando por el desgranado nítido y pleno en toda la gama y en los pasajes más intrincados. Sin embargo, su cadenza (el solo) en el primer movimiento, es ostensiblemente inferior a la que Murray Perahia impuso desde 1985, en investigaciones filológicas. Lo cual fue muy extraño dada la proverbial fama de la Montero como improvisadora. La orquesta de Rodolfo Saglimbeni sonó equilibrada y concitada con la solista, pero sin la transparencia de la última vez que la escuchamos interpretando al mismo autor.


Junto con el Concierto de Aranjuez, de Rodrigo, el Bolero, de Ravel, La consagración de la primavera, de Stravinsky, la Rhapsody in Blue, de Gershwin, algunas de las sinfonías de Shostakovich, y la Turandot, de Puccini, la cantata Carmina Burana, de Carl Orff, figura entre los grandes clásicos populares de la música del siglo XX, y con justificadísima razón, pues Carmina es una obra de absoluto genio, tanto que las dos otras cantatas que forman la Trilogía Trionfi, (Catulli Carmina y Trionfo d’Afrodita ) no llegan a la estatura de ésta. Basada en los textos medievales de la secta de poetas estudiantiles de los Goliardos, logra dar una visión descarnada de la vida humana llevada de la fortuna, los instintos, los placeres, como consuelo a la brevedad del tiempo, y por el amor, igualmente regido por aquel y por la fortuna.


Saglimbeni, conocedor de la complejidad de esta obra, dio sin embargo esta vez una lectura más débil que anteriores suyas: el Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño, que necesita urgente una transfusión de savia nueva (difícil quizás en medio del escándalo presupuestario en el que el TTC está envuelto), lució desbalanceado, errático y poco homogéneo; el barítono Juan Tomás Martínez, de impetuosa carrera en Europa, se mostró con un centro lujoso, pero de agudos velados y fuera de foco. Excesivamente lentas las partes de la soprano Sara Caterine, más rotunda otras veces en su “Ave formosissima”, pero nos causó muy grata impresión el contratenor Julio César Salazar, en su irónico “Olim lacus colueram”, por su pareja emisión, y aunque la OSMC estuvo mucho más incisiva y brillante aquí, no las tuvo todas consigo en la sección de percusión, su pertinaz talón de Aquiles.


Les cuelgo aquí los dos primeros episodios del Carmina Burana, de Orff, en una versión fílmica dirigida por el inteligente Jean Pierre Ponnelle, de plena imaginería medieval.