domingo, 16 de agosto de 2009

LA NOVELA MUSICAL DE GUSTAV MAHLER


Einar Goyo Ponte


Hay ocasiones en las que la música se desborda de sí misma, y más allá de sus armonías, del climax de sus melodías o sus estructuras sonoras, involucra a la historia, se impregna de ideas, se alimenta de la vida de sus compositores o intérpretes, y hace que su escucha se convierta en una experiencia conceptual y sensible, muy similar a la que vivimos cuando vemos una película o asistimos a una obra teatral.

El conjunto de las sinfonías de Gustav Mahler es una de esas trascendentales ocasiones. En ella, podemos prácticamente leer la vida del compositor, pues cada una de ellas conecta con una etapa crucial de su difícil vida, pero hay aún más: está su credo estético, la imagen que tenía de si mismo, un trabajo de la memoria, expresado a través de las asociaciones e interpolaciones de sus propios temas musicales, a lo largo de sus obras, que no desmerecería de Marcel Proust, pero además está la huella de la conflictiva relación con su esposa Alma, la marca de la perdida de sus hijas, su enfermedad, y sus ideas, miedos y combates con la muerte, la fama y la inmortalidad.
De la potencia del “Titán” de su primera sinfonía a su primer tratado sobre la muerte y el más allá en la “Resurrección”; de sus devaneos con la filosofía de corte nietzscheano en la 3ª. Sinfonía a la visión celestial culinaria de la .; de la . a la . con sus trasfondos de crisis creativa, matrimonial y espiritual; del tratado sobre estética musical de la . a la mezcla de los cantos medievales latinos con el Fausto, de Goethe, como metáforas del espíritu humano de la ., Mahler se convierte en un odioso escollo para aquellos que defienden la execración de contenidos extramusicales en la música.


Su Novena Sinfonía, escuchada el pasado viernes 19, con la Sinfónica Simón Bolívar, bajo la galvanizadora dirección del maestro centroamericano Giancarlo Guerrero, propone un impresionante y complejo desenlace a esta novela musical mahleriana. En ella encontramos desde el miedo atávico a la “maldición beethoveniana” de las 9 sinfonías, hasta la convicción de escribirla como testamento musical, pasando, de nuevo, por la narración de su tránsito de la rebeldía ante la conciencia de su enfermedad a la sublimación de su miedo en la serenidad del creador, solo alcanzada tras la evocación de sus estilemas, de sus procedimientos habituales en una fiera parodia con la cual abjura de su antiguo yo, y se prepara a abandonar todo y correr a su consumación con idéntica pasión a la cultivada en vida. Eso parecen transmitir las frecuentes disonancias, el audaz juego con las armonías, manteniendo acordes que no se resuelven nunca, modulaciones interminables e inconclusas. Las líneas exultantes de su “Titán” y La canción de la tierra, los burlescos ländler de sus y . sinfonías y sus estructuras contrapuntísticas se evocan deformadas en una hiperexposición. De tal purgación brotan las líneas melódicas de su Adagio final, quizás una de las músicas más intensamente desencarnadas jamás compuestas.


Con suma potencia y nervio dirigió Guerrero esta obra, aunque una mayor cohesión dinámica y armónica se echara en falta en algunos pasajes de los movimientos extremos y del Rondó, como un zurcido invisible interno que sostuviera las formidables arquitecturas sonoras.

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