lunes, 31 de agosto de 2009

CARMEN JUVENIL


Einar Goyo Ponte


Esta es la crónica que debió haber salido publicada en mi columna Crónicas intangibles del pasado 9 de agosto de 2009, en el diario El Nacional. Ese día fui sorprendido por la desaparición del espacio que durante casi dos años mantuve en ese periódico. Sin aviso previo, ni la más cortés notificación de despedida, mi columna dejó abruptamente de ser publicada. Tras comunicación telefónica se me explicó que un “Panel de Lectores”, había sugerido cambios en el Cuerpo Escenas, pero hasta el momento el único ha sido la sustitución de mis Crónicas intangibles por el Prestíssimo del compositor Paul Desenne, el cual promete inteligencia y enjundiosidad en cada una de sus próximas crónicas, pero con todo respeto, y como él mismo ha aclarado en su columna inaugural, ya no volverá a abordarse el quehacer musical semanal de Caracas como yo lo hacía. Al menos, por lo pronto. En honor al respeto que se merecen los lectores, tanto de El Nacional como de este blog, publico esta crónica atrasada (enviada al diario el jueves 6 de agosto) sobre la Carmen, pre-La Scala, que protagonizaran los cantantes internacionales invitados, la Sinfónica Simón Bolívar y Gustavo Dudamel. Así, recobrarán la seguridad de que, desde cualquier tribuna, sea ésta en el ciberespacio o en el físico tridimensional, las Crónicas intangibles persisten. Así que, como dijo Fray Luis de León el día que volvió a su Cátedra de Salamanca, tras meses de cárcel impuesta por la Santa Inquisición, “Como decíamos ayer…”


Después de un poco más de diez años de ausencia, vuelve la gitana Carmen, en la espectacular música de Georges Bizet, a las tablas caraqueñas de ópera. En versión de concierto, suerte de preview, de lo que será el espectáculo que musicalmente estará bajo la responsabilidad de Gustavo Dudamel, en la Scala de Milán, al cabo de unos meses.


Carmen es la ópera más parecida a una fiesta que existe. El colorido y atractivo de su música, los pasajes de baile, los corales, la seducción de sus arias, la eficacia de su libreto y la dimensión atávica de sus personajes justifican su permanencia y absoluta juventud en el repertorio. Con multiplicidad de interpretaciones a través de los años, Carmen se levanta también como una de las obras más difíciles de representar, por el elusivo carácter de su protagonista, verdadero enigma dramático, que oscila entre la mujer libre, soberana de su sexo y la inconsistente casquivana que salta de hombre en hombre, destruyéndolos, mientras en medio hay miles de lecturas posibles y polémicas. Con el paso de los años, he ido asumiendo que hay en la ópera un planteamiento de batalla ancestral entre sexos, de intento de dominación de cada uno sobre el otro, con las armas a su alcance: seducción, sexo, provocación, de parte de Carmen, y manipulación, violencia y celos, de parte de Don José. El resultado es la perdición de ambos personajes, que en la concisión de los diálogos de la impar escena final alcanza absoluta expresión y profundidad.


Por el talante festivo, multicolor y brillante de su música, la ópera de Bizet parece venir como anillo al dedo al estilo extrovertido, acústicamente inquieto de Dudamel, pero es notorio que aún no ha internalizado bien la partitura (en su descargo tiene la colosal actividad desplegada en el último mes en nuestra capital), por lo tanto no percibimos aún su sello personal, ni su atención a pasajes dramáticos indispensables, donde la protagonista es la orquesta (Final del preludio, la escena donde ella le lanza la flor a José, luego de la Habanera, la eruptiva Canción gitana, el gran concertante del fin del Acto II, y casi todo el dúo final, con el contraste entre querella amorosa y faena de Escamillo, todos muy genéricos y planos). Hubo buen balance entre orquesta y voces y acompañamientos cómplices, pero nada cercano a una lectura de colores propios.


El homogéneo plantel de voces ostenta su principal filón: el de la frescura y la juventud. Es esa su mayor virtud y su talón de Aquiles. Pues en todos observamos la huella de un work in progress: todos están en proceso de apoderarse de sus roles, pero aún no lo consiguen del todo. Hermosa y sensual en escena, la Carmen de Natascha Petrinsky, posee una voz de mezzosoprano como las de ahora, es decir excesivamente fabricada, de emisión poco natural, con lo cual carece de la voluptuosidad en las notas graves que Carmen y otros roles requieren. En ella son sobre todo cautelosas, como casi toda su prestación. Lance Ryan perfila un Don José un poco flojo y lineal, con un metal de voz adecuado para el rol, pero de timbre un tanto ingrato. Sus notas agudas son poderosas, pero aún le falta dominio de los matices de intensidad sobre todo aquellos que distinguen el falsete de la mezza voce. Alexia Voulgaridou exhibe un hermoso timbre de soprano lírica, y cantó un bello dúo con José en el Acto II, pero se transformó en una cantante cansada y limitada en su preciosa aria del Acto III. De bello instrumento el Escamillo de Alexander Vinogradov, aunque un punto nasal de emisión. Fue el más consistente de los protagonistas. Muy robustos vocal y musicalmente los comprimarios Tara Venditti (Frasquita), Francois Lis (Zuñiga), Mathias Hausmann (Morales) y Francis Dudziak (Dancairo), ante quienes nuestros Mariana Ortiz (Mercedes) e Idwer Alvarez (Remendado) hicieron digno papel.


Eficaces, sin un brillo especial, los coros de la Camerata Barroca, el Coro Sinfónico Nacional Juvenil y los Niños Cantores de Venezuela.


Incapaz de decidir por una Carmen ideal, utopía de utopías, les cuelgo aquí tres de mis favoritas. Agnes Baltsa en su original y sensual fraseo de la Habanera, en su video del Metropolitan a fines de los ochenta; Grace Bumbry, quien marca distancia con las mezzos de hoy, por la morbidez del timbre y la soltura de la emisión, en la Canción gitana, del film dirigido por Karajan en los tempranos setentas, y por último la elegancia y pasión de Teresa Berganza, acosada por un inmejorable José en la voz y figura de Plácido Domingo, desde París en 1980, en la dramática escena final. Cortesía de You Tube.








domingo, 30 de agosto de 2009

DE LA ANSIEDAD A LA CIMA DE LOS ALPES



Einar Goyo Ponte


Con un par de muestras de la multiplicidad de tendencias musicales del siglo XX, concluyó el pasado domingo 26 de julio, el Festival de Juventudes Bancaribe, que nos presentó a Gustavo Dudamel en el ápice de su fama, horas antes de su concierto al aire libre en la Plaza Los Caobos, en el marco de las festividades de la Fundación de Caracas, y por un mes entero (que aún no acaba), para celebración de un público que lo idolatra a extremos inéditos, pues por ningún artista académico venezolano habíamos atestiguado tal convocatoria y pasión, como la que dispensan al loado director. Incluso en la sala de conciertos pueden apreciarse síntomas notorios de esta “dudamelmanía”: la atmósfera, normalmente tan seria y hasta cautelosa, de los eventos musicales académicos, se relaja considerablemente. Como a un artista pop, la audiencia se levanta no sólo a aplaudirlo, sino a hacerse ver por él. Algunos hasta llevan banderitas tricolores y las ondean durante el concierto, el cual es interrumpido, si bien no en cada movimiento exultante del cuerpo de la joven batuta –como se lee en los rostros de muchos asistentes que quisieran hacerlo-, sí en cada final sonoro en tono mayor, sea éste o no el cierre de la sinfonía o el concierto.


Así ocurrió con el Dvorak de Yo- Yo Ma, el Grieg de Thibaudet, el Beethoven de Ax y su propio Berlioz, de las semanas anteriores, y volvió a ocurrir a mitad de la Sinfonía No. 2 “The Age of Anxiety” (La edad de la ansiedad o la angustia), de Leonard Bernstein, que se interpretara este domingo 26 de julio, con el pianista Kirill Gerstein, como solista. Esta obra, a ratos ingeniosa, a ratos pretenciosa, de propuestas musicales formales muy interesantes y concepción argumental un poco demasiado intelectual, basada en un poema dramático del insigne H.W. Auden, encontró tres felices lectores en el pianista, el director y la Sinfónica Simón Bolívar de intachable ejecución. El primero con toques exactos, ágiles y rotundos a lo largo de su proteica narración en las 14 variaciones encadenadas de la Parte I, en el jazz nervioso de The Masque, y en la grandilocuencia del epílogo. También la precisión y el brillo fueron los signos de Dudamel y su orquesta, con exaltada tensión en la coda final.

Fue la segunda vez que le escuchamos al director su versión de la titánica Sinfonía Alpina, de Richard Strauss. Más madura y discernida en esta ocasión. La obra, que narra una excursión por las cimas de los Alpes suizos, fue narrada con pulso firme y enérgico. Hay más sonidos oscuros en la Noche con la cual la sinfonía se inicia, de los que Dudamel logró exprimir, pero a partir de la Salida del sol todo fue impetuoso, enervante y colorido. Las apariciones del heroico tema principal fueron subrayadas con slancio por el director. Geniales las frases de las trompetas en Glaciar, y el sonido casi percusivo del oboe en Calma antes de la tormenta. Esta, paradójicamente, es el pasaje más débil de su ejecución, en nada comparable a la expansión gloriosa que alcanza en En la cima. Elaborado y celoso trabajo el logrado por Dudamel, y con el cual seguramente fascinará a sus audiencias alrededor del orbe.

En defecto de la grabación o testimonio del director barquisimetano de esta obra, les cuelgo aquí el pasaje Momentos peligrosos. En la cima, de esta sinfonía straussiana, en la lectura poderosa que hace Sir Georg Solti desde el podio de la Sinfónica de la Radio de Baviera, en una grabación de 1979.










13 Eine Alpensinfonie (An Alpine Symphony) for orchestra, Op. 64- Dangerous moments-On the summit.wma - Sinfónica Radio Baviera. Dir. Sir Georg Solti

jueves, 20 de agosto de 2009

DUDAMEL FANTASTIQUE


Einar Goyo Ponte


También el maestro polaco-americano Emanuel Ax repetía ante la audiencia caraqueña en el V Festival de Juventudes patrocinado por Bancaribe y protagonizado por el Sistema de Orquestas Juveniles y su director estrella Gustavo Dudamel. En la penúltima de sus visitas, Ax nos ofreció un Chopin de excepcional perfección. Esta vez quiso decantarse por el Beethoven del original Concierto para piano y orquesta No. 4, en sol mayor. Se trataba de otro universo y el resultado fue muy diverso.

Ax es un pianista de toque delicado y ágil, de gran limpidez tímbrica. Ello en el concierto beethoveniano hizo que su lectura se acercara más de la cuenta a la prosodia mozartiana, pues si bien la arquitectura melódica y su impronta fluida y granada, gana desde la asunción de la transparencia del austríaco, se desdibujan los rasgos personales del alemán; esto es: la furia abrupta, la agresividad del toque, la dimensión heroica de la obra. Escuchamos pues un Beethoven blando, lento, gentil, de escasísimos claroscuros, incluso con un par de gazapos incluídos en sendos momentos de los movimientos extremos. Ax escogió, en el Allegro moderato una cadenza distinta de la original, que resulta más reiterativa y menos rotunda y audaz que aquella. En el portentoso Rondó la poca incisividad de su digitación deformó la obra a niveles casi pueriles. En cambio las intervenciones de la Sinfónica Simón Bolívar, a cargo de Dudamel, fueron siempre vibrantes y plenas del estilo beethoveniano punzante que dominan.

En contraste con esta inconveniente evanescencia, la segunda parte del concierto, nos permitió descubrir la lectura absolutamente genial de Dudamel de la espinosa e intrincada partitura de la Symphonie fantastique, Op.14, de Héctor Berlioz. Y a pesar de pertenecer a ese grupo de obras reiteradas por nuestras orquestas en este primer semestre del 2009, lo que construyó el director barquisimetano no se parece a casi nada que hayamos escuchado. Haciendo particulares énfasis en sonoridades habitualmente consideradas como secundarias para darles un foco inusual, y con un tratamiento harto flexible de las velocidades, en momentos sorprendente, para tratarse de la febrilidad dudameliana, así como de un celo casi maníaco por las articulaciones de las frases de las secciones orquestales, pudo revelar, que en la orquestación visionaria del músico francés, no hay instrumento ni línea secundaria. Todos importan a la hora de crear esa sensación de delirio e irreverencia, ambiciosa de desmarcarse de toda estructura convencional o tradición. Hubo unos cuantos pasajes en esta ejecución que no había escuchado jamás. Y aunque disiento de la morosidad de Un bal, disfruté el inédito protagonismo de las trompetas que Dudamel insertó, así como del enervante Sueño de una noche de Sabbat final, con el satírico resoplido de las tubas, o la ejecución próxima a la desafinación que exigió de sus cuerdas al inicio de la abrumadora coda. Fantasmas, alucinaciones, presagios, vapores del opio estaban todos allí, en esta recreación de los fértiles abismos de un artista.

Fe de errata: la orquesta del concierto de Thibaudet era la Sinfónica Juvenil Teresa Carreño y no la OSSB como señalé en la columna pasada. Mis disculpas a sus miembros y a mis lectores.

lunes, 17 de agosto de 2009

ECOS DE LA REVOLUCION


Einar Goyo Ponte


El pianista francés Jean-Yves Thibaudet, quien ya nos visitara el año pasado, por estas mismas fechas y ocasión (El Festival Bancaribe), fue el primer invitado internacional de la edición 2009, en compañía de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, bajo la dirección, de nuevo, de Gustavo Dudamel.


Esta vez la elección del pianista recayó en el Concierto en la mayor, de Edvard Grieg, que escuchamos hace pocos meses en una interpretación excepcional de la turca Idil Biret. La de Thibaudet estuvo, en muchos pasajes, muy cercana a la de aquella, por su extroversión y énfasis en la vena virtuosística, esta vez mucho más desplegada, así como la de su abandono en el melos abundante de la obra, que la vez pasada en el Ravel, correcto, pero poco apasionado, de entonces.
Tanto en aquella como esta velada, el francés escogió conciertos de corta extensión, y marcadísima simetría. El de Grieg, con toda su seducción melódica y su brillantez sonora, no es una obra de desafiantes exigencias, al menos no al nivel de un Tchaikovsky, Brahms o Rachmaninoff. Sus formas estróficas y su estructura tripartita, con acentos noruegos estilizados en el final, permiten el exacto lucimiento excitante e inmediato, sin atraernos a honduras muy espinosas. Dudamel armó una concordancia y un respaldo de acompañamiento de momentos excepcionales y exactísimos, para lograr momentos realmente especiales en el final del Allegro maestoso e marcato. La exultante coda fue un momento de irresistible vibración, en su batuta y en las poderosas manos del pianista, quien pudo sortear el deficiente sonido del Steinway de la Sala Ríos Reyna, el cual, entre la tercera y cuarta octava, acusa un sonido chirriante.


Como cierre de este programa se nos planteó una discutible elección, comprensible en el contexto de un director acostumbrado a lucirse con su orquesta, adiestrada para sonar contundente e insolentemente, pero vulnerable en su validez artística e incluso política. Se trató de la Sinfonía No. 12, Año 1917, Op. 112, de Dmitri Shostakovich, obra compuesta a finales de la década de los cincuenta, cuando ya no padecía el compositor ruso el rigor de la vigilancia estalinista y de la estética del Realismo socialista, censor furioso de toda desviación vanguardista o extremadamente formal, la cual se desdeñaba por burguesa, poco popular y no comprometida. Así mientras el formato de la sinfonía estaba siendo descartado por la música occidental en aras de formas más minimalistas, Shostakovich seguía apegado a su vena épica para exaltar las gestas revolucionarias bolcheviques. Para esta Sinfonía 12, calcó en extremo los logros de su antecesora, y el oyente siente que escucha una repetición del efectivo formato de la No. 5. Ni siquiera la potencia orquestal y el excelso contrapunto sobre el cual montó Dudamel su lectura nos alejó de la impresión que hemos descrito de esta obra.


Particular elección en los gustos del director triunfante internacionalmente que dirigió en el polémico nacimiento de TVES, y de los del creador del Sistema de Orquestas, a quien Shostakovich, ese músico tan mortificado por, y a la vez tan convencido del sistema comunista, le es notoriamente caro.


Colgamos aquí el movimiento final de esta sinfonía shostakovichiana, cortesía de Goear.

domingo, 16 de agosto de 2009

LA EXPERIENCIA YO-YO MA


Einar Goyo Ponte


Después de todo no había tanta gente afuera sin entradas, viendo el concierto por las pantallas dispuestas por el teatro, después de todo sí se quedaron asientos vacíos adentro en la sala, después de todo valieron la pena las ocho horas de cola para poder ir acompañado al concierto, después de todo no habrá sido tanta la ganancia de los feroces revendedores, después de todo vimos a Yo-Yo Ma, en algo que fue más que un concierto: una extraordinaria experiencia.


En la primera parte del programa, Gustavo Dudamel, sin duda, el otro polo magnético de la rapiña por los boletos (no sin cierta desmesura del público, pues durante casi un mes entero nos dará conciertos semanales), nos preparó, por lo menos dos cajas de nitroglicerina sinfónica, que detonó inmisericordemente en las ejecuciones de las oberturas Francesca da Rimini y 1812, de su favorito Peter Ilych Tchaikovsky. En ambas dio rienda suelta a su vena narrativa, subrayando los efectos sonoros de ambas obras, y exigiendo de su Orquesta Sinfónica Simón Bolívar cada vez más esfuerzo virtuosístico en la longitud de las frases melódicas, en la agilidad y en la velocidad de su ejecución y en la concitación de sus pasajes dialógicos, no escasos en ninguna de las dos obras. Los últimos minutos de su Francesca, y la gran coda de la 1812 producen similar descarga de adrenalina que la más crispante persecución automovilística cinematográfica.

Por eso, la segunda parte del programa hubiera venido a ser una suerte de anti climax sereno y pausado, capaz de atemperar ánimos caldeados, si el protagonista no hubiese sido Yo-Yo Ma, quien transformó la velada, de esta casi pornográfica bacanal sonora, a una lustral y casi iniciática inmersión en la profundidad de la música trascendental.


Porque el cellista chino hizo todo lo que se esperaba de él y mucho más: asombró con la sonoridad extraterrenal de su instrumento, uno de los más desconcertantemente hermosos que haya escuchado nunca, pues aunque de desleída incisividad es pleno, mórbido, sedoso, de casi irreal tersura; convenció de la destreza e imponencia de su virtuosismo, a lo largo de todo el exigente Concierto en sí menor, de Anton Dvorak, y lo más importante, lo que secreta, y a veces desesperadamente, buscamos cada vez que asistimos a un concierto: hizo que esta obra, escuchada tantas veces, sonara como hallada por primera vez, y casi hacernos desear no volver a oírla sino de esta manera. Yo-Yo Ma no sólo nos sorprendió con su solución para varios pasajes, sino que nos hizo experimentar que cambiaba el sonido de todo el concierto, tanto por la singularidad de su toque, ya rústicamente descrito, como por la trenzada e impar manera que tiene de establecer conexión con todos y cada uno de los ejecutantes de la orquesta, transfigurando, por momentos la obra, a una sesión de cámara, como en casi todo el sublime Adagio, pero también en muchos pasajes intimistas de los movimientos extremos. No poca injerencia tuvo Dudamel en este efecto, al adecuar su extrovertido estilo a esta propuesta entre mística y culinaria del cellista.

Con dos fragmentos de las trascendentes Suites para cello, de J. S. Bach, conmovedores y extáticos hasta el sollozo, cerró este concierto, de lejos, el mejor en lo que va de año.


Les cuelgo aquí un recuerdo del excepcional concierto. La Sarabande de la Suite para cello solo No. 1, de Bach, en un clip del film The music garden, de Kevin Mc Mahon, de 1997. Cortesía de You-Tube.



LA NOVELA MUSICAL DE GUSTAV MAHLER


Einar Goyo Ponte


Hay ocasiones en las que la música se desborda de sí misma, y más allá de sus armonías, del climax de sus melodías o sus estructuras sonoras, involucra a la historia, se impregna de ideas, se alimenta de la vida de sus compositores o intérpretes, y hace que su escucha se convierta en una experiencia conceptual y sensible, muy similar a la que vivimos cuando vemos una película o asistimos a una obra teatral.

El conjunto de las sinfonías de Gustav Mahler es una de esas trascendentales ocasiones. En ella, podemos prácticamente leer la vida del compositor, pues cada una de ellas conecta con una etapa crucial de su difícil vida, pero hay aún más: está su credo estético, la imagen que tenía de si mismo, un trabajo de la memoria, expresado a través de las asociaciones e interpolaciones de sus propios temas musicales, a lo largo de sus obras, que no desmerecería de Marcel Proust, pero además está la huella de la conflictiva relación con su esposa Alma, la marca de la perdida de sus hijas, su enfermedad, y sus ideas, miedos y combates con la muerte, la fama y la inmortalidad.
De la potencia del “Titán” de su primera sinfonía a su primer tratado sobre la muerte y el más allá en la “Resurrección”; de sus devaneos con la filosofía de corte nietzscheano en la 3ª. Sinfonía a la visión celestial culinaria de la .; de la . a la . con sus trasfondos de crisis creativa, matrimonial y espiritual; del tratado sobre estética musical de la . a la mezcla de los cantos medievales latinos con el Fausto, de Goethe, como metáforas del espíritu humano de la ., Mahler se convierte en un odioso escollo para aquellos que defienden la execración de contenidos extramusicales en la música.


Su Novena Sinfonía, escuchada el pasado viernes 19, con la Sinfónica Simón Bolívar, bajo la galvanizadora dirección del maestro centroamericano Giancarlo Guerrero, propone un impresionante y complejo desenlace a esta novela musical mahleriana. En ella encontramos desde el miedo atávico a la “maldición beethoveniana” de las 9 sinfonías, hasta la convicción de escribirla como testamento musical, pasando, de nuevo, por la narración de su tránsito de la rebeldía ante la conciencia de su enfermedad a la sublimación de su miedo en la serenidad del creador, solo alcanzada tras la evocación de sus estilemas, de sus procedimientos habituales en una fiera parodia con la cual abjura de su antiguo yo, y se prepara a abandonar todo y correr a su consumación con idéntica pasión a la cultivada en vida. Eso parecen transmitir las frecuentes disonancias, el audaz juego con las armonías, manteniendo acordes que no se resuelven nunca, modulaciones interminables e inconclusas. Las líneas exultantes de su “Titán” y La canción de la tierra, los burlescos ländler de sus y . sinfonías y sus estructuras contrapuntísticas se evocan deformadas en una hiperexposición. De tal purgación brotan las líneas melódicas de su Adagio final, quizás una de las músicas más intensamente desencarnadas jamás compuestas.


Con suma potencia y nervio dirigió Guerrero esta obra, aunque una mayor cohesión dinámica y armónica se echara en falta en algunos pasajes de los movimientos extremos y del Rondó, como un zurcido invisible interno que sostuviera las formidables arquitecturas sonoras.

DE IDA Y VUELTA


Einar Goyo Ponte


Con su habitual alocución al público, la familiar ceremonia de reconocimiento a los miembros de mayor antigüedad, la ya sólita conducta que ha tomado el Teatro Teresa Carreño de hacerles adelantar o atrasar su celebración (esta vez fue con diez días de anticipación), y dos invitados de origen criollo, pero hoy ciudadanos de otras latitudes, la Orquesta Sinfónica de Venezuela celebró su 79 aniversario, la gloriosa víspera de los ochenta.


Sin embargo, antes de comentar las galas de este importante cumpleaños nos es imperioso volver sobre un tema que había amainado en el panorama musical caraqueño, pero que sospechosamente ha vuelto a hacerse neurálgico, el del repertorio de programación de nuestras orquestas. Este es el segundo concierto de la OSV montado con obras de recientísima ejecución por otras orquestas en el mismo perímetro cultural: el Concierto para violín, de Beethoven, lo acababa de tocar Perlman en la Ríos Reyna, el Réquiem, de Verdi fue tocado por la OSV dos semanas después de un concierto clandestino de la Simón Bolívar, con la misma obra. Apenas un mes medió entre la lectura de Los planetas, de Marturet y las de L.M. González, y la 2ª. Sinfonía, de Brahms se ha interpretado ya 3 veces este año, y en los últimos 365 días no menos de otras dos más. ¿Se intercambian las partituras nuestras orquestas? ¿Sufren pereza nuestros músicos? ¿O es rivalidad? En todo caso el perjudicado es el público, quien ve reducida su oferta musical, en aras de lo que ya una vez llamé el Hit parade clásico, donde Beethoven sigue siendo imbatible, ahora seguido de cerca por los autores mencionados.

Y cuando las lecturas no superan al antecesor o adversario, la situación es peor pues declinamos hacia la monotonía. Es lo que sentimos mayoritariamente en este aniversario de la OSV. El director Jan Wagner, caraqueño de origen, pero de carrera lejanamente nórdica, ofreció una versión ricamente timbrada, de amplia gama dinámica (ejemplar el solo de corno del final del primer movimiento) de la 2ª. Sinfonía, de Brahms, pero de puntillosa morosidad, y por ende, escaso mordente y garra. La vena arcaizante brahmsiana quedó patentemente evidenciada, pero sus arrebatos románticos demasiado contenidos. No pude dejar de recordar la primera vez que escuché esta obra, con la propia OSV, en el Aula Magna, y la batuta eruptiva y febril del maestro alemán Georg Schmoehe, invitado frecuente de entonces (años 70). Si por algo valoro mi memoria auditiva es por la reminiscencia de la explosión que él lograba en la coda final.


Algo similar afectó la ejecución del Concierto para violín, de Ludwig van Beethoven, a cargo del húngaro Kristof Barati, quien creció en su niñez en Caracas, y se formó con el maestro Emil Friedman. Hoy toca un soberbio Stradivarius, con refinada técnica y nervios contenidos. Eso, y la lentitud de Wagner, nos puso en una lectura limpia, casi perfecta, equilibradísima, incluso en las formidables cadenzas, de impecable riqueza y brillantez, pero remota de lo que hemos atestiguado aquí con Szeryng, Ughi o Maurice Hasson, entre otros (recuerden que a Perlman no pude oírlo). Sentimos cierto deshielo en el sincopado rondó, donde cedió a un virtuosismo más extrovertido, a lo largo del pasaje.

No obstante, nada desmereció del feliz cumpleaños.

martes, 4 de agosto de 2009

GUITARRA ESPAÑOLA


Einar Goyo Ponte



Continuador de una ilustrísima tradición que incluye leyendas como Andrés Segovia y Narciso Yepes, Angel Romero ha navegado por el mundo entero, pendiendo de las cuerdas de su guitarra, cuyo sonido indiscutiblemente español proviene del cultivo de la misma al calor de su propia familia, célebre clan de músicos y luthiers, conocido simplemente como Los Romero, quienes se pasean en sus recitales y conciertos por las obras de Joaquín Rodrigo –casi todas las obras de los últimos años de este compositor están dedicadas a Angel- y el arte de la guitarra española, pero también por el barroco de Vivaldi, Bach o Telemann, la elegancia clásica de Boccherini, o la arcaica ensoñación de las piezas de los contemporáneos de Shakespeare: Dowland, Morley, Byrd, de la brumosa Inglaterra.



Sin embargo, toda esta historia no nos prevenía para el sacudón de su arte en el concierto del domingo 7 de junio en la Sala Ríos Reyna, cuando visiblemente encantado por la compañía de los jovencísimos músicos de la Sinfónica Teresa Carreño, del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles, dirigidos por Eduardo Marturet, en el Festival El Sistema en el mundo, celebratorio de sus propios logros, tocara el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo.



Y es que el sonido de su instrumento es plena y radiantemente popular, como acabado de salir de una taberna o de un tablao flamenco, y en sus rasgueos, pulsos y desgranados se agitan aromas de olivares y naranjos, y sabores de jerez y manzanillo, frente al recio paisaje español, el mismo que cantara Antonio Machado con sobria contención y verbo atávico. De esta manera, el Aranjuez sonó inédito, como recién llegado de su entraña gestora, vivísimo, exacto, luminoso, profundo. En un bis sobre una obra de su padre, Celedonio Romero, volvió a asombrar al público, con su virtuosismo y duende. Quizás una orquesta más experta hubiese ribeteado con más exactitud las inserciones rítmicas y los ritornelli, pero la complicidad entre ellos y el guitarrista limó esos pequeños detalles.



Ya antes habían dado una enjundiosa interpretación con el Langsamer Satz, de Anton Webern, del cual, la hermosa transcripción para orquesta de Eduardo Marturet conserva su acendrado expresionismo.



La Suite Los planetas, de Gustav Holst, que recientemente comentáramos en este espacio, podría parecer de descomunales exigencias para una novel orquesta, pero bajo la muy personal dirección de Marturet, y la experiencia de los maestros del Sistema, los chicos de la OSJTC, sortearon muy dignamente el reto. El director desfiguró un poco el impactante final de Marte, por un desacuerdo entre su briosa batuta y los compases sincopados de la coda, pero se embelesó en la delicadeza de Venus, imprimió un aire harto maestoso, al hermoso tema central de Júpiter, mantuvo el obsesivo paso del tiempo en Saturno, fue poderoso y brillante en Urano, y logró que las voces ocultas femeninas del final de Neptuno, sonaran todo lo extraterrenales e incorpóreas que se requieren. El mérito se comparte con el Coro Sinfónico Nacional Juvenil de Venezuela, en esta pieza donde siempre los omiten o desentonan.