lunes, 5 de julio de 2010

80 AÑOS DE HISTORIA SINFONICA EN VENEZUELA

Einar Goyo Ponte

Hubo un tiempo en Caracas en el que no había más que una Orquesta Sinfónica. A los jóvenes que hoy siguen a sus amigos y compañeros de clase y cuadra en las Orquestas Juveniles debe serles difícil de comprender. Para ellos, buscar un solaz en domingo, es abrir un periódico y ver los cuatro o cinco conciertos que, en distintas latitudes de la ciudad, pueden estar ofreciendo varias de nuestras orquestas. Pero, por ejemplo, en 1975, era muy distinto. Los domingos en la mañana había una cita ineludible con la Sinfónica Venezuela en el Aula Magna de la UCV, para escuchar el concierto de esa semana. Es aproximadamente la fecha en la que comencé a aficionarme a la llamada música culta. Así les ocurriría a mis antepasados de 1965 o los de una o dos décadas atrás. Esa misma orquesta dominical desaparecía cuando había temporada de ópera pues era la misma que debía acompañar a los Plácidos Domingos, Lucianos Pavarottis o Montserrates Caballé que venían a cantar al Municipal y al Aula Magna. En esa circunstancia, que hoy podría parecernos de país subdesarrollado, radica la magna historia de los 80 años de la Orquesta Sinfónica de Venezuela.

De la quimera fabricada casi de la nada por Vicente Emilio Sojo en plena dictadura gomecista, en 1930, año centenario de la muerte del Libertador, con la colaboración de Ascanio Negretti, Simón Alvarez, Luis Calcaño y Vicente Martucci, la naciente orquesta fue venciendo la coyuntura histórica y ya hacia finales de esa década comienza a escribir su historia con letras mayúsculas al acompañar a solistas de renombre legendario como el arpista español Nicanor Zabaleta, su compatriota guitarrista Andrés Segovia y el pianista europeo Arthur Rubinstein. Gracias a la Segunda Guerra Mundial, la OSV pudo acoger durante esos años aciagos –los primeros, sin embargo, de nuestra vida republicana- a otros lujos como Jascha Heifetz, Henryk Szeryng y Yehudi Menuhin. Más tarde, también voces de ópera como Lily Pons y batutas como André Kostelanetz.

Esta misma orquesta, deja de ser adolescente en 1948, atreviéndose con una ópera wagneriana, acompañando a dos mitos del género: Kirsten Flagstad y Max Lorenz, en velada que inmortalizó Alejo Carpentier en la prensa y en su libro Ese músico que llevo dentro. Al año siguiente repite la hazaña con el estreno de un título que la Camerata de Caracas nos devuelve casi todos los diciembres: El mesías, de Haendel. También acompaña a Claudio Arrau y a Pablo Casals.

En la década del 50, con nueva dictadura instalada, la orquesta obtiene una vigorosa adultez al agitar de las batutas de historias como Otto Klemperer, Antal Dorati, Sergiu Celibidache y Eugene Ormandy. Época innegablemente de oro que rubrica la visita de directores-compositores como Igor Stravinsky, responsable de un alto porcentaje de la modernidad musical del Siglo XX, o como Heitor Villa-Lobos, Carlos Chávez, Pierre Boulez y Francis Poulenc. Es la orquesta que acompaña en sus incipientes carreras a Fedora Alemán, Morella Muñoz, Alirio Díaz y Rosario Marciano. La misma que estrena, dirigida por su autor, la Cantata Criolla, de Antonio Estévez, y en la que se forman como batutas Inocente Carreño, Angel Sauce, Pedro Ríos Reyna y Gonzalo Castellanos.

En la década de los 70 se montan en su podio Charles Dutoit y Eduardo Mata. Y es la primera orquesta venezolana que acompaña a Yo Yo-Ma, a Itzhak Perlman, Mstislav Rostropovich y la única que tocó con la argentina Martha Argerich. En historia más reciente yo escuché en esos conciertos dominicales del Aula Magna, acompañados por la OSV a Narciso Yepes, Philippe Entremont y a Aaron Rosand, entre muchos otros. También por esos años avala la carrera de Judith Jaimes y de Abraham Abreu.

Es la orquesta que hace posible el estreno de Turandot, de Puccini, en 1930; de Porgy and Bess, de Gershwin, en los 50’s; de la Doña Bárbara, de Caroline Lloyd en los 60’s ; la recuperación de la Virginia, de José Angel Montero, de la mano de Primo Casale, en 1969, y otros estrenos como la Margariteña, de Carreño, Rey David, de Arthur Honegger o Carmina Burana, de Carl Orff.

Y acompañó una o varias veces a cantantes de inalterable fama como Cesare Valletti, Gianna D’Angelo, Montserrat Caballé, Magda Olivero, Ghena Dimitrova, Plácido Domingo, Luciano Pavarotti, Renata Scotto, Piero Cappuccilli, Fiorenza Cossotto y muchos, muchos más.

Durante muchos, muchos años música sinfónica en Venezuela significaba Orquesta Sinfónica Venezuela. Sin esa chispa, sin esa aventura pionera de Sojo y los maestros de Santa Capilla que vieron en la agrupación la posibilidad de una cultura musical perdurable y vernácula, no hubieran sido posibles o hubiesen tardado más los florecimientos actuales de que se beneficia la música del Siglo XXI venezolano, y hasta el prodigioso Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles que da la vuelta al mundo, le debe no poco a esta decana de los sonidos criollos.

En la celebración de sus 80 años volvieron a la música rusa, a la cual han estado ligados de varias maneras a través de su historia, uno de cuyos últimos capítulos fue la exitosa gira que por el lejano país europeo realizaran hace tres años. Fruto de esa ocasión fue la invitación a las dos figuras que ornamentaron el cumpleaños: el pianista Rudenko Vadim, y el director Evgeny Bushkov.

El primero ejecutó una de las más extraordinarias versiones del Concierto para piano y orquesta No. 1, de Piotr Ilyich Tchaikovsky, que hayamos escuchado. Vadim es dueño de un sonido exuberante, pleno, de nítida y neta digitación, gracias a lo cual rivaliza sin temor con las sonoridades orquestales. Pero junto a la potencia, convoca ingeniosas sutilezas y celos de matices, algunos de ellos muy personales, como los derrochados en la Cadenza del primer movimiento y en toda la delicadeza del Andantino semplice. En el Allegro con fuoco final me dio el placer de escuchar todas las notas de la coda en avasallante conjugación con la suntuosa orquesta, de la cual sacó el Maestro Bushkov infrecuentes síncopas y ritardandi, que tenían un acendrado bouquet ruso y que a nuestros oídos representan renovación de lo tantas veces escuchado con el mismo formato.

Antes de este placer, la Orquesta interpretó Fiesta, de su concertino Alfonso López, obra para cuerdas de brillante eclecticismo, que arranca con acordes prestados de la Serenata para cuerdas, de Tchaikovsky para aludir luego a diversos ritmos “festivos” latinos, entre los cuales reconocimos en esta primera audición, el tango “Por una cabeza”, de Gardel-Le Pera , y los familiares melismas de los montunos del son cubano.

El concierto concluyó con otra selección rusa: el problemático Dmitri Shostakovich.

Tal como me ocurre con Anton Bruckner, y mis lectores recordarán los juicios que mi criterio le dispensa, Shostakovich me resulta cada vez más enigmático en su aparición en los repertorios de las orquestas venezolanas: no lo entiendo cuando lo incluye el internacional miembro del jet set, Gustavo Dudamel, ni tampoco en esta Sinfónica de Venezuela de ochenta años. Más allá de sus exploraciones técnicas o estilísticas en el campo sinfónico, no más interesantes, sin embargo, que las de Mahler o Wagner o Scriabin –si de modernidad hablamos-, signa a Shostakovich una angustiosa contradicción, que sin embargo define muy bien al intelectual, al artista comprometido con una Revolución política de izquierda: ¿cómo conciliar sus ideales y sueños de justicia, igualdad y humanidad con un aparato que mientras declara su comunión con ellos adopta la represión, la abolición de las libertades y la concentración del poder como procedimientos sistematizados? En resolver ese dilema, escapar o resignarse a la staliniana dictadura del proletariado y cantar la epopeya de la Revolución Rusa, transcurrió la obra de Shostakovich. ¿Hay una confesión de sentimientos similares en los casos venezolanos, dadas las circunstancias políticas de nuestro país?

En la Sinfonía No. 10, la selección escogida en la velada aniversaria, el compositor quiso ajustar cuentas con Papá Stalin, meses apenas después de su muerte, y así lo representa en el frenético y brutal Allegro, pero esa misma energía y potencia la escuchamos en el final, cuando la obra desarrolla el tema que representa al mismo Shostakovich, en una faramalla arrasadora, que parece expresivamente igual a la que describía al tirano. Algunos críticos afirman que la sinfonía es un desesperado alegato contra la represión de la individualidad en un ambiente opresivo. La equivalencia entre dos movimientos de aparente signo opuesto no me persuade de ello. Creo que Shostakovich no encontró soluciones y lo que oímos es, por el contrario, la suma de sus confusiones.

Aparte de eso la ejecución de la OSV fue impecable, sobre todo en el desempeño de los solistas de maderas y vientos en los exigentes pasajes líricos y entrevesados que el autor dispuso para ellos. Bushkov logró una encomiable concertación.

Espero que estos 80 años de tan loable historia apunten a mejores porvenires.

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