viernes, 3 de septiembre de 2010

DIARIO CHOPINIANO V: Spleen y París

Einar Goyo Ponte


Varsovia
Los breves viajes de los meses anteriores despiertan en el joven Chopin de veinte años el impulso por abandonar el terruño natal, donde comprende que su vida artística no podrá fructificar. Ha visto el mundo y ya no volverá a pensar provincianamente. Sus padres hacen de todo para ayudarlo a satisfacer su necesidad de cruzar fronteras y adquirir el oxígeno para su carrera y la interrelación con los que sospechaban sus pares. Al fin, con un dinero no exorbitante pero sí adecuado para iniciar el periplo, Frederic es alentado a completar sus fondos con un concierto en Varsovia, en octubre de 1830. En él presenta el Concierto en mi menor, para piano y orquesta, el que hoy conocemos como el No. 1, en el cual ha trabajado desde el verano de ese mismo año, y de cuyo adagio tiene una especial opinión: “se trata de una romanza serena y melancólica. Tiene que dar la impresión de una dulce mirada vuelta hacia un lugar que evoca mil recuerdos encantadores.” Como se ve, en su propia música, ya Chopin se ha ido de su tierra y privilegia la nostalgia. La crítica del concierto termina de convencerlo de que debe irse pues el criterio con el cual se evalúan sus obras es muy pobre, y predomina la adulación. Aquí les dejamos escuchar esta “Romanza”, como terminó siendo editado el adagio del Concierto en mi menor, en versión de Samson Francois, acompañado por la Orquesta de la Opera de Monte Carlo, dirigida por Louis Frémaux.


Si esto no bastara, los disturbios políticos vienen a acicatear el ánimo de huida. Los hay por toda Europa. En su país, se suceden los arrestos, entre los cuales se cuentan algunos de sus amigos. Polonia es ocupada militarmente por los rusos y se la obliga a atacar a Francia, pero la agitación no cesa. El viaje de Chopin se retrasa varias veces a causa de la atmósfera turbulenta. Por fin parte el día de los difuntos de 1830. Ya no regresará jamás.

Viena
Su amigo Tytus corre a acompañarlo unos días en Kalisz, de allí pasan a Breslau donde va a la ópera, su pasión, y da un concierto improvisado ante aficionados. Luego sigue a Dresde, y de allí a Viena. Se encuentra en ella cuando se suscita la insurrección en Varsovia, el 29 de noviembre. El resultado es sangriento y contrario a la causa de los patriotas polacos. Fryderyk se entera y como veremos en ocasiones próximas, no emite, ni documenta ninguna reacción inmediata. Muchos estudiosos y legos han juzgado extraño y difícil de comprender este comportamiento de Chopin, el cual también se opera en el terreno sentimental. Y es que, Fryderyk, en nuestra opinión, está contaminado, casi desde su nacimiento por lo que poco tiempo después Charles Baudelaire bautizará como el Spleen, prácticamente el último resabio de la sentimentalidad romántica. Del choque de la exaltación libertaria y omnipotente del yo de los inicios del siglo XIX con la realidad política y social, con la decepción napoleónica, se pasa a una melancolía y a una suerte de autismo individual, que exilia a sus “enfermos” en sus propias buhardillas o espacios de creación y a alimentar la idea de que sus congéneres no son capaces de entenderlos, de que están solos en el mundo, y que son escasos sus iguales. Así demoran con un cansancio del vivir o con un irreductible desdén a las formas e imposiciones del mundo: exteriorizan una indiferencia por su entorno, pero, para decirlo en cotidiano, llevan “por dentro la procesión”. De tal manera que sólo dan como válida y sincera expresión la de su arte, el único lenguaje en el que sienten que su alma puede expresarse, sin garantía de que los demás logren entenderlo. Es lo que sentía Beethoven, agudizado por su sordera, y es lo que captará en poderosa imagen Charles Baudelaire en su poema El albatros. Los silencios, la melancolía, la reticencia a dar conciertos y a apreciar el arte de sus contemporáneos y coetáneos se explicaría en Chopin por exacerbados síntomas de Spleen. A los pocos días de conocer las noticias del levantamiento, comienza a componer el Scherzo en si menor, Op. 20, No. 1.

Después de ocho meses de privaciones, esperas infructuosas y usuras, Fryderyk decide abandonar Viena. Va a Munich y a Stuttgart. Cuando llega a esta última ciudad se entera de la derrota de la sublevación polaca. Entonces el cuadro lo agobia. Sólo, empobrecido, sin saber de la suerte de sus seres queridos, de su familia, de sus amigos, de Kontancja, por la que pregunta a terceros, se deprime terriblemente. Tiene sueños pesarosos y sombríos y así los refleja en su diario de viajes. En ese estado, concluye el Scherzo Op. 20, No.1 y escribe los Preludios No. 2 y 24, así como el célebre último Estudio del Op. 10, llamado posteriormente, por sus editores, “Revolucionario”, y que dirá mejor que cualquier declaración patriótica, su sentir acerca de la angustiosa situación de su país. Es el verano de 1831. Ofrecemos aquí tres de estos dramáticos momentos: el Scherzo No. 1, en la impagable versión de Artur Rubinstein; el Estudio No. 12, Op.10, en la muy ecuánime lectura de Murray Perahia, y el poderoso Preludio No. 24, en la interpretación idem de Claudio Arrau. Todo el llanto y la furia contenidos o autosilenciados por Chopin erigen en las tres piezas una música inapelable, contundente, contrastante y magistral en el equilibrio y solidez de las formas, las cuales estaba él prácticamente inaugurando, a sus veintiún años.




París
Un poco más de un mes después Chopin llega a París, y así, con el ánimo casi de un colegial escribe:

“He llegado a París sin demasiados esfuerzos, pero con grandes gastos. (…) Me alegra ver lo que he encontrado en esta ciudad: los primeros músicos y la primera ópera del mundo. No tengo duda de que me quedaré más tiempo del que pensaba… Aquí uno encuentra, todo al mismo tiempo, el mayor lujo y la peor suciedad, la mayor virtud y el vicio más grande. (…) Uno desaparece en este paraíso, y eso es muy cómodo: nadie se interroga acerca del tipo de vida que uno lleva: se puede salir en pleno invierno vestido de harapos y frecuentar la más alta sociedad. (…) Vivo en el 27 del bulevar Poissoniére, en el quinto piso. ¡No podrías creer lo bonita que es mi vivienda! Tengo un cuartito con un encantador mobiliario de caoba y un balcón que da a los bulevares desde el cual descubro París, desde Montmartre hasta el Panteón.”

Los documentos y testimonios de viajeros, paseantes y habitantes del París de entonces refrendan casi al dedillo la meridiana visión de Chopin de la capital francesa, en la que apenas menos de un año atrás tuvo lugar la sonada “batalla de Ernani” cuando los detractores de Victor Hugo y sus acólitos se enfrentaron en pleno teatro en el estreno de la obra de ese nombre del famoso escritor. Con respecto a la línea donde expresa que se quedará más tiempo del que pensaba, París será la ciudad donde vivirá a partir de este momento hasta el fin de los dieciocho años que le quedan de vida.

Kalkbrenner
Pronto conoce al pianista Friedrich Kalkbrenner, presentado por el operista Ferdinand Paër. Se le considera el primer pianista de Europa, pero los polacos entendidos, amigos de Chopin, entre ellos su maestro Elsner, lo ven como un estafador, inferior a su alumno. Sin embargo, con su auspicio, Fryderyk da un concierto en febrero de 1832, nada menos que en la Sala Pleyel, con Franz Liszt y Felix Mendelssohn entre el público. Así París conoce a Chopin. El, mientras, sacia su pasión de operófilo asistiendo cada vez que puede al Palais Garnier y a la Opéra Comique, pero no serán muchas pues su situación económica es muy estrecha. Apenas vive de las lecciones de piano que ha conseguido dictar. Por sus composiciones, las cuales logra editar, recibe muy poco, pero una de ellas, las Variaciones sobre La ci darem la mano, llegan a manos de Robert Schumann, en Alemania, quien escribe un elogioso artículo en la prestigiosa revista Allgemeine Musikalische Zeitung, que Fryderyk acoge sin entusiasmo. La situación en París se agrava pues hay un brote de cólera en la ciudad. Por fortuna, Chopin logra dar un concierto para el noble James de Rothschild, gracias a su compatriota el príncipe Radziwill, lo cual provoca que la aristocracia se deslumbre por el pianista, pongan a sus familiares a tomar lecciones con él y el propio Rothschild lo acoge bajo su protección. París, por estos años, ve salir de sus imprentas los pentagramas de sus Mazurkas, op. 6 y 7; los Nocturnos Op. 9, y los Etudes 3, 4 y 5, del Op. 10.
De ellos les colgamos aquí un ejemplo de cada uno: la Mazurka Op. 6, No.1, en la lectura plena de añoranza de Vladimir Ashkenazy; el primer nocturno del Op. 9, en la poética versión de Rubinstein, y el Estudio Op. 10, No. 3, que algunos llaman, de forma un poco cursi, "Tristeza". Por fortuna, Perahia se eleva más allá del lugar común.





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