miércoles, 4 de agosto de 2010

OTRA VEZ TRAVIATA

Einar Goyo Ponte

La actual administración artística del Teatro Teresa Carreño, la cual cumple ya aproximadamente diez años en esa responsabilidad, sólo ha estrenado una producción de opereta, dos de zarzuelas y una de ópera, más una reedición de otra ópera nacional, ya estrenada en la Gerencia de la era “pre-rrevolucionaria”. Como se ve es un saldo bastante pobre: para el año 1993, diez años después de inaugurado el teatro ya éste contaba con veinte estrenos de igual cantidad de títulos operísticos, entre los cuales figuraban algunos de los más difíciles del repertorio, y dos estrenos mundiales de sendas óperas compuestas por venezolanos. Y entre los registas de estos títulos figuraban nombres históricos del teatro nacional: Cabrujas, Chalbaud, Costante, Mancera, Berrizbeitia, Arocha, Escalona, entre otros.

En la concepción de esta “regencia” revolucionaria del teatro lírico nacional, producir equivale a repetir infinitamente los títulos de mediano o notorio éxito. Así, llevan el palmarés Los martirios de Colón, de Federico Ruiz, repuesto casi anualmente, y esta Traviata, producida por cuarta vez en tres años. También repiten cantantes y directores de escena, independientemente del éxito cosechado. Aquella premisa socialista de la igualdad y la oportunidad para todos no parece aplicarse en las esferas directivas del principal teatro del país.

En este marco político-cultural resulta aún más irritante contemplar los resultados de esta nueva reposición de La traviata, de Giuseppe Verdi, con la misma escenografía de Francisco Caraballo, vistosa, bien acabada y funcional, aunque de detalles superfluos y faltos de significación, como la reproducción de cuadros famosos como el Sardanápalo, de Delacroix, los cuales no se explica uno qué hacen en casa de Violetta o de Flora Bervoix; el mismo vestuario de desequilibrados colores y rutinarios efectos, de Marcelino Hernández; la esquemática iluminación de José Castillo, y la misma inerte, abúlica e insensible dirección escénica de Fucho Pereda, con los mismos saldos fatales de hace tres años: estatismo de los protagonistas, pavoroso aburrimiento, extinción casi absoluta de la pasión y emoción que deberían venir impresas en el boleto cuando uno asiste a una representación de una ópera tan entrañable e icónica como Traviata.

Dicho esto, pasemos al registro vocal.

Violetta fue, una vez más, la intérprete oficial del TTC del rol: Mariana Ortiz, quien ha cobrado muchísima seguridad en la prestación del rol. Musicalmente es harto solvente, pues enfrenta airosamente el acerado final del Acto I, sigue sin cansancio el arduo –vocal y emocionalmente- dúo con Germont del Acto II, se escucha agradablemente en el concertante que cierra este acto y mantiene sanidad vocal (más bien demasiada) en el acto final. Su problema es de expresividad y de credibilidad. Ella y casi todos los demás intérpretes no se creen una palabra de lo que están cantando. De otro modo es inexplicable todo lo que no ocurre nunca en este montaje de Traviata. No hay lascivia ni coquetería mínima en todo el Acto I, donde Violetta despliega sus artes, su charm de cortesana –la más reputada de París-; cometen todos (desde el regista hasta el último figurante) el frecuente error de representar esa fiesta como una reunión elegante, donde se cena, se conversa, se baila, como cualquier sarao familiar, y una soirée en casa de una cortesana era muy otra cosa. En el “Un di felice” con Alfredo no nos enteramos jamás si ella se está enamorando, si duda o si le son absolutamente indiferentes sus requiebros (que es, sin embargo, lo que más se acerca a expresar): por ello es inerte e intrascendente toda su escena “E strano… hasta el volcánico “Sempre libera”, donde uno añora el quitarse los zapatos de Callas, el quiebre de la copa de Moffo, el encaramarse en el sofá de Netrebko, algo que revele que allí está tomando la decisión que cambiará radicalmente su vida. No. Ortiz canta bonito, pone caritas y ojitos, se ríe un poquitín… y nada más.

Los movimientos acartonados y muchas veces sin sentido de los dos personajes en el dúo Violetta-Germont cancelan toda comprensión del sacrificio de ella, y de la acomodaticia y decente crueldad del padre. En la fiesta de Flora ella y los demás actúan según una mecanicidad desalmada, infiel a la pasión que reverbera por toda la música de esta ópera. Pero no se detiene allí la desinterpretación de la Ortiz: en el último acto, donde está ya muriéndose, ella canta y se mueve con más energía que en todos los dos actos anteriores juntos.

No son mejores, ya lo hemos señalado, sus partners. Alfredo fue el tenor español Israel Lozano, destacado en diciembre en la zarzuela Luisa Fernanda, con el montaje del Teatro Real, pero aquí extraviado en los fraseos, musical e idiomáticamente, con fallas insistentes de entonación, y torpemente rutinario en escena. Contrario a lo que modernamente se resuelve en los montajes de la ópera, contempló impávido toda la romanza y cabaletta de Germont padre en el Acto II. De resto pataletas y lloriqueos en las escenas subsiguientes, con el agravante de que se desapareció vocalmente en el concertante del Acto II.

El Germont de Gaspar Colón es de apreciable sonoridad y excelentes intenciones vocales. Cantó una muy estimable “Di Provenza il mar”, pero está tan desorientado en escena como sus compañeros. Deambula sin propósito por la escena, inicia gestos que no concluye y sufre de la fobia a acercarse emotivamente a otro personaje que padecen todos en el montaje.

Cómplices de los mismos logros y defectos de los protagonistas son los comprimarios de Mairín Rodríguez (Flora), Mónica Daniele (Annina), Idwer Álvarez (Gastone), Eddy Mago (Douphol), Camilo Serrano (Grenvil), y Blas, Jesús y Carlos Hernández (Marqués, Giuseppe, Sirviente).

En el marasmo de los cantantes me entretuve con la juventud, sensualidad y bellas piernas del Ballet Teresa Carreño, y el digno hacer de Cristina Amaral y Sam Chester.

Dirigía, como vedette de las funciones, el maestro Gustavo Dudamel. Pero, este director, genial y diestro en las coloraciones sinfónicas de las grandes obras orquestales y concertistas, desaparece casi hasta lo trivial en la ópera. Ya lo he escuchado en tres títulos diversos (dos de ellos de los más brillantes del repertorio) y la impresión es la misma: una aséptica impersonalidad, una chatura en la expresión y poca complicidad con las voces, a quienes esta vez les impuso unos tiempos pesados, y una sonoridad desmedida tanto para sus instrumentos como para el estilo musical verdiano. Sólo sobrepasó la suficiencia el sensible Preludio del último acto. Lo demás, una rutina indigna de su fama. Creo que más en estas razones que en algún desvío propio, se encuentra la explicación para la descuadernada y poco templada interpretación del Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño, de quienes me consta que conocen esta ópera al dedillo.

En el Teatro Teresa Carreño, La traviata sigue idem.