lunes, 5 de marzo de 2012

IL SEGRETO DI SUSANNA: LA OPERA SINESTESICA

Einar Goyo Ponte

Cuando escuchamos Il segreto di Susanna, es inevitable pensar en la sinestesia, esa combinación de dos imágenes sensoriales distintas. “Los perfumes frescos como carnes de niños, dulces como los oboes”, que escribiera Baudelaire, son un bello ejemplo. Este recurso es el explotado por Ermanno Wolf-Ferrari, su compositor, para, a través de la sensorialidad, suscitar nuestra emoción.

Emoción de humor, en la más depurada tradición cómica italiana, desde los intermezzi cómicos del XVII y XVIII (Pergolesi, Scarlatti, Cimarosa) hasta las casi épicas locuras hedonistas de Rossini. Porque de no otra cosa trata esta ópera sino de placer y voluptuosidad. Las del amor sensual e idílico de una pareja con apenas un mes de casados, de pronto asaltada por un nuevo goce extramarital: el del cigarrillo. Como buen hedonista, Gil tiene una excelente vista para captar los colores de los atavíos de su esposa y un finísimo olfato que lo hace detectar el olor del tabaco en su casa. Otelo requirió más para inflamarse de celos por Desdémona. Susanna toca divertida y con gusto el piano, y con ese sonido Gil evoca su amor por ella, por su elegancia. Más tarde, en mitad del dúo de los consortes, un nuevo olor, doméstico esta vez, compartido, placentero aviva el idilio, los recuerdos del noviazgo de la pareja: es el del chocolate cuyo humear tiene una representación musical semejante a la del cigarro que sentiremos posteriormente. Pero Gil lo percibe antes, enredado en la ropa de su mujer, y el Paraíso que ambos cantaban, se deshace en ira y confusión, como los cristales y los muebles de esta casa.

¿Y la sinestesia? Proviene de la música, de la unión de estas sensaciones tangibles, bebibles, fumables, convertidas en audibles. El humo y el placer de fumar están representados por una vagorosa música de las cuerdas, solos aéreos de flauta y rasgueos del arpa, que exaltan lo hedonista, como lo hacían Mozart, Rossini y Donizetti. Pero hay una sinestesia más profunda, más emocional: la evocación, que en Wolf-Ferrari sirve además como instrumento de la parodia y del homenaje a ese pasado operístico que lo enmarca: Rossini y su estilo onomatopéyico asoman en el primer monólogo de Gil, pero también el Fígaro y el Don Giovanni mozartianos en el estilo recitativo. Hay un gran salto en el melodismo apasionado del dúo amoroso, que se desprende del verismo y nos recuerda a la pareja Silvio-Nedda de Payasos. La ira que se desata al final de esta escena evoca los grandes dúos di sdegno de Verdi: Rigoletto y Otello planean por el escenario, y la salida ofendida de Susanna está flanqueada por una cita directa del final del primer movimiento de la Quinta Sinfonía, de Beethoven.

La escena “Vía cosí non mi lasciate”, en la que la esposa trata de reconciliarse, es una variación armónica del dúo “Io vengo a domandar” del Don Carlos verdiano, donde el protagonista viene a despedirse y a obtener una muestra de cariño de su amor imposible, la Reina. En el segundo estallido de cólera neurótica de Gil, buscando al inexistente amante de su mujer, oímos figuraciones de fusas inequívocamente tchaikovskianas, y el tema del placer de fumar, previo a esta escena que luego dominará el aria y el final, se anuncia sobre una alusión al “Sogno di Doretta”, de la sensual La rondine pucciniana, para subrayar “l’ebbrezza”, y la voluptuosidad del pasaje.

Son sólo algunos detalles de esta deliciosa miniatura operística que hoy se repone en Caracas, en la producción de Orlando Arocha para Cantarte Producciones y Trasnocho Cultural, a 103 años de su primera representación en Munich. Una media docena de grabaciones fonográficas, su permanencia en los teatros y lo agradecida vocal e histriónicamente que resulta para los cantantes, justifican el éxito de esta obra, que más que una ópera es una franca invitación al placer.

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