viernes, 8 de marzo de 2013

Extracto de "Estoy en el rincón de una cantina"



(Se sugiere leer el texto haciendo click en los dispositivos sonoros que preceden cada párrafo) "Teo Aljarafe ya no estaba allí, y la voz de José Alfredo sonaba en el pequeño estéreo situado junto al televisor y al vídeo.


Estoy en el rincón de una cantina, decía. Oyendo una canción que yo pedí. El Güero le había contado que José Alfredo Jiménez murió borracho, componiendo sus últimas canciones en cantinas, anotadas las letras por amigos porque ya no era capaz ni de escribir. Tu recuerdo y yo, se llamaba aquella. Y tenía todo el aire de ser de las últimas. (…) Todo había ocurrido de modo previsible y tranquilo, sin palabras excesivas ni gestos innecesarios. Tan aséptico como la sonrisa de un Teo experimentado, hábil y atento. Satisfactorio en muchos sentidos. Y de pronto, ya casi hacia el final de los varios finales a los que él la condujo, la mente ecuánime de Teresa se encontró de nuevo mirándola –mirándose- como otras veces, desnuda, saciada al fin, el cabello revuelto sobre la cara, serena tras la agitación, el deseo y el placer, sabiendo que la posesión por parte de otros, la entrega a ellos, había terminado en la piedra de León. Y se dijo que tal vez lo que Pati pretendía era exactamente eso. Empujarla hacia sí misma. Hacia la imagen de los espejos que tenía aquella mirada lúcida y no se engañaba nunca.
(…)
Anduvo al azar hasta que en una calle estrecha con ventanas enrejadas oyó, sorprendida, una canción mejicana.


 “Que se me acabe la vida frente a una copa de vino”. Y no es posible, se dijo. No puede ser que eso ocurra ahora, aquí. Así que alzó el rostro y vio el rótulo en la puerta: El Mariachi. Cantina mejicana. Entonces rió casi en voz alta, porque comprendió que la vida y el destino trenzan juegos sutiles que a veces resultan obvios. Chale. Empujó la puerta batiente y entró en una auténtica cantina con botellas de tequila tras el mostrador y un camarero joven y gordito que servía cervezas Corona y Pacífico a la gente que estaba allí, y ponía en el estéreo cedés de José Alfredo. Pidió una Pacífico sólo por tocar su etiqueta amarilla y se llevó la botella a los labios, un sorbito para paladear el sabor que tantos recuerdos le traía, y después pidió un Herradura Reposado que le sirvieron en su auténtico caballito de cristal largo y estrecho. Ahora José Alfredo decía por qué viniste a mí buscando compasión, si sabes que en la vida le estoy poniendo letra a mi última canción. En ese momento Teresa sintió una felicidad intensa, tan fuerte que se sobrecogió. Y pidió otro tequila, y luego otro más al camarero que había reconocido su acento y sonreía amable. Cuando estaba en las cantinas, empezó otra canción, no sentía ningún dolor. Sacó un puñado de billetes del bolso y dijo al camarero que le diera una botella de tequila sin abrir, y que también le compraba aquellas rolas que estaba oyendo. No puedo vendérselas, dijo el joven, sorprendido. Entonces sacó más dinero, y luego más, y le llenó el mostrador al asombrado camarero, que terminó dándole, con la botella, los dos cedés dobles de José Alfredo, Las 100 Clásicas se llamaban, cuatro discos con cien canciones. Puedo comprar cualquier cosa, pensó ella absurdamente –o no tan absurdamente, después de todo- cuando salió de la cantina con su botín, sin importarle que la gente la viese con una botella en la mano. Fue hasta la parada de taxis –sentía moverse raro el suelo bajo sus pies- y regresó a la habitación del hotel.

Y allí seguía, con la botella casi mediada, acompañando las palabras de la canción con las suyas propias. Oyendo una canción que yo pedí. (Vuelva a hacer click en dispositivo 1) Me están sirviendo ahorita mi tequila. Ya va mi pensamiento rumbo a ti. Las luces del jardín y la piscina dejaban la habitación penumbra, iluminando las sábanas revueltas, las manos de Teresa que fumaban cigarrillos taqueaditos con hachís, sus idas y venidas al vaso y la botella que estaban sobre la mesita de noche. Quien no sabe en esta vida la traición tan conocida que nos deja un mal amor. Quien no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción. Y me pregunto qué soy ahora, se decía a medida que iba moviendo los labios en silencio. Quihubo, morra. Me pregunto cómo me ven los demás, y ojalá me vean desde bien relejos. ¿Cómo era aquello? Necesidad de un hombre. Órale. Enamorarse. Ya no. Libre, era quizás la palabra, pese a que sonase grandilocuente, excesiva. Ni siquiera iba a misa ya. Miró hacia arriba, al techo oscuro, y no vio nada. Me están sirviendo ya la del estribo, decía en ese momento José Alfredo, y lo decía también ella. No, pues. Ahorita solamente ya les pido que toquen otra vez La Que Se Fue.

Se estremeció de nuevo. Sobre las sábanas, a su lado, estaba la foto rota. Daba mucho frío ser libre."

Arturo Pérez Reverte: La reina del sur. 2002.