martes, 15 de marzo de 2011

RIGOLETTO NACIONAL

Einar Goyo Ponte

En la escasa frecuencia con la cual los espectáculos de ópera han ido sucediéndose en el ambiente cultural venezolano desde hace unos tres o cuatro años aproximadamente, ocurre que logros e hitos importantes terminan pasando casi desapercibidos, fruto de la apariencia de excepcionalidad que adquieren a pesar de sí mismos. Es así, como la falta de memoria y crónica del quehacer musical venezolano, hace que acabemos de presenciar un evento hito de la lírica criolla y no lo hayamos celebrado como corresponde: la ópera Rigoletto, de Giuseppe Verdi se montó por última vez en Caracas en el año 2001, con motivo del centenario de la muerte del compositor. En aquel momento, se contó con un elenco heterogéneo, que incluía cantantes criollos, en su mayoría en los roles secundarios, salvo el papel del Duque de Mantua, el del tenor estelar, alternado por un joven tenor argentino, con nuestro Aquiles Machado. El resto de los personajes protagónicos, incluyendo el titular fueron cubiertos con irregular fortuna por cantantes foráneos. Diez años después, gracias al impulso de la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, presenciamos, aunque en versión de concierto, el primer Rigoletto, de elenco completamente nacional.

Sin pasar, por ahora, a los detalles ya pertenecientes a la prestación musical y vocal, se trata de un momento de adultez de nuestro movimiento lírico, que tanto ha sufrido en las distintas repúblicas culturales, desasistido y marginado de toda política, tachado de elitista y minoritario a la hora de hacer deplorables estadísticas con las expresiones artísticas. Porque Rigoletto no sólo es uno de los títulos más importantes del repertorio, sin el cual ningún teatro de ópera, que aspire a cierta dignidad, puede vivir sin asumirlo; sino que es uno de los más difíciles de producir, precisamente por la necesidad de un plantel vocal a la altura de los tremendos retos que la ópera comporta.

Si bien estas aceradas características se extienden a casi todos los títulos verdianos, se ven aquí concentradas básicamente en el personaje titular, quizás el más difícil vocal y dramáticamente hablando, para la cuerda del barítono.

Pero, ¿en qué, concretamente, radica, la inmensa dificultad del papel de Rigoletto? Podríamos responder, con velocidad de resorte, que en la tensión vocal debida a la tesitura alta, que Verdi asigna a sus roles baritonales, pero también al tiempo que el personaje permanece en escena, el cual es, salvo un aproximado de un poco de más de media hora fuera de ella, durante toda la ópera; tampoco se olvida la dificultad musical y técnica de pasajes cantables; algunos abogarán por el detalle de tener que cantar con una joroba todo el tiempo, pero para quien suscribe, la verdadera piedra angular de la enormidad del rol de Rigoletto es la que le impone la particular concepción dramático-musical de Verdi, celosa de producir una verdad dramática, un auténtico aliento teatral y verosímil a la representación de sus obras, durante toda su trayectoria de compositor, o sea, casi toda su vida. Son proverbiales sus ensayos con los protagonistas de su Macbeth, el amor por la escritura shakespereana, la afición por adaptar a sus óperas obras contemporáneas o clásicos de la literatura o del teatro, así como el tiempo que se tomó para producir sus dos últimos títulos: Otello y Falstaff, en aras de dar una fidedigna o, al menos muy respetuosa versión de dos de sus obras favoritas del bardo inglés. Esta concepción dramatúrgica de la ópera verdiana, lo que he llamado en otros espacios y escritos el Sistema ético-dramático verdiano, encuentra su expresión sintética y exacta en lo que el llamaba la “parola scenica”.
Este concepto es por demás tremendamente sencillo. Verdi no dejaba solos a sus escritores mientras estos componían sus libretos. Los atormentaba para que dieran con e hicieran girar el texto sobre el cual él compondría la música de una representación que ya tenía casi montada en su cabeza, alrededor de la “palabra escénica”, la palabra o la frase que sintetizara la carga dramática de la escena o la esencia teatral del personaje: “Amami, Alfredo” en Traviata; “Credo in un dio crudel”, de Yago, en Otello; “Sei vendicata, o madre”, en Il trovatore, podrían ser muy cabales ejemplos. Pero Rigoletto es una ópera, y el bufón jorobado es un personaje llenos, hechos prácticamente de parole sceniche. La maldición que obsesiona al personaje durante toda la ópera, el odio soterrado que siente hacia su amo en el gran monólogo del Acto I (2ª. escena), la conmiseración con la cual se presenta ante su hija en la escena subsiguiente “Deh, non parlare al misero del suo perduto bene…” y cómo le revela que ella es todo para él: “Culto, famiglia, la patria, il mio universo é in te”. Luego en el Acto II, Verdi reduce las palabras a tarareos, que expresan subrepticiamente la angustia paterna y el triste resentimiento que debe ocultar ante los nobles, de quienes sospecha que han sido los raptores de su hija, para luego estallar en el casi salvaje “Cortigiani, vil razza dannata” (Cortesanos, vil raza maldita) y pasar en minutos miserablemente a la súplica, cuando ve que sus fuerzas son insuficientes contra ellos: “Devolvedme la hija, señores…piedad, piedad!”. Aquí he peferido colgarles un ejemplo sonoro que compendie todo lo que se intenta describir. Es el gran Tito Gobbi revelándonos todas las aristas del personaje, escanciando cada frase y exprimiéndole su más hondo sentido. Es de la versión discográfica con Callas y Di Stefano, dirigidos por Tullio Serafin, del año 1955.



Cuando la recupera y la ve deshonrada jura para ella “Sí, vendetta, tremenda vendetta!”, en uno de los dúos más enervantes de toda la historia de la ópera. Y por último en el Acto III, todos sus diálogos están plagados de frases de inmenso efecto: “Quiéres saber también mi nombre? El suyo es delito, castigo el mío”; “Una tempestad en el cielo, en la tierra un homicidio! Oh, cuán grande en verdad me siento!”, cuando cree haber consumado su venganza. “Contémplame ahora, mundo! He aquí un bufón y un poderoso es este” (1), exclama señalando el saco donde cree que está el cuerpo del Duque burlador de su hija. Son frases, no arias ni momentos cantables de las cuales está construido el personaje. Requieren ser dichas, actuadas, cargadas de significación, de verdad. Quizás por ello, el crítico Rodolfo Celletti decía del gran barítono Tito Gobbi - y de quien deploraba su canto-, “que era Rigoletto”, porque sabía decir, comprender y transmitir la hondura y el fango originarios de este personaje.

Allí, en ese enorme reto de cantar actuando con sentido auténtico, es donde creo que radica la extrema dificultad del rol de Rigoletto, y es allí donde las ganas, el esfuerzo, la valentía de Gaspar Colón Moleiro le son, en este momento, aún juvenil de su voz, insuficientes para salir totalmente airoso del reto. Más allá de que el rol lo cansara en sus momentos más acerados, de que escogiera cantar en piano para aligerar la emisión y tomar aire, de que hiciera de tripas corazón para alcanzar notas altas en el dúo con Gilda del Acto II, y saliese solvente del terrible precipicio que son el “Cortigiani… y el “Miei signori, pietá”, su verdadero talón de Aquiles es su debilidad como personaje, el descuido, la indiferencia para varias de las frases enumeradas arriba. Ni el bufón abyecto, ni el padre desesperado, ni el animal vengador terminaron de aparecer en su prestación.

Mucha más fortuna tuvimos en sus compañeros dramáticos. Aquiles Machado estrenando en su patio nueva figura fue efectivo y tonante a lo largo de la función. Se dejan añorar sus matices delicados de hace diez años, pero sigue siendo un duque vibrante y sensual, aunque “La donna é Mobile” ya no tenga la rotundidad de entonces.

Triunfadora absoluta de la velada fue la exquisita Gilda de Mariana Ortiz, dueña de un canto dulce, de elegantes y sensibles acentos. Es tierna en los dúos con su padre, angelical en sus extravíos amorosos por el Duque, y dramáticamente temeraria cuando se arroja al sacrificio ante Sparafucile y Maddalena en el Acto III, para morir con alteza melíflua en brazos del bufón. La sentimos mucho más dueña del papel como la inocente Gilda que como la audaz Violetta de Traviata.

A su lado el plantel nacional de secundarios escaló altos peldaños: sorprendente el Sparafucile de Camilo Serrano, sobre todo en la estruendosa escena de la tormenta. Maddalena es el mejor rol que le hemos visto jamás a Katiuska Rodríguez: sonora, voluptuosa, insolente, brillante. Los instantáneos no desmerecieron su oportunidad. Con su típica solvencia las voces oscuras del Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño.
Se asentaban estas representaciones sin escena del Rigoletto, en el reciente triunfo del joven director venezolano Diego Matheuz en la Fenice de Venecia. Lamento, a la luz de lo escuchado no poder compartir el entusiasmo. Salvo una genial dinámica en el acompañamiento al aria “Cortigiani…” y la potencia de la escena de la tormenta del Acto III, su dirección fue tremendamente desbalanceada, con excesiva presencia de metales y percusión e inapropiada exiguidad de las cuerdas, importantes en la entrada del bufón a su casa, en el dúo con Gilda, y en la “Vendetta” del Acto II. Además se preocupó mucho más de la solvencia acústica de su orquesta, que de acompañar dramáticamente a sus cantantes y de crear el telón sonoro que requerían a falta del escenográfico.

Pero, tengamos paciencia: batuta y voces tienen a su favor la juventud, que si bien es un defecto que se corrige con los años, como decía Bernard Shaw, en ópera es la potencialidad de ser cada vez mejor.

(1) Traducciones mías del libreto de Francesco María Piave.