miércoles, 24 de octubre de 2012

Ópera Bohemia



Einar Goyo Ponte


Vestida de blue jean y franela, con sus tenis y estampa de quien termina de hacer sus compras finales en el mercado callejero, al borde de la mañana de un domingo, la señora, en la mitad de sus cuarenta, voceaba en plena calle adyacente a la caraqueñísima esquina de Guanábano:

- ¡No, chama, es que me está invitando pa’ “La bohemia”!

(Aquí imagino un considerable desconcierto, posiblemente no mejor expresado por un espeso silencio al otro lado de la conversación entablada a través del celular)

- ¡“La bohemia”, chica!, insistía la señora, ya enfrascada con el impotente silencio de su interlocutora, hasta que por fin descubre la llave de la comunicación. –¡La ópera, vale! ¡Ahí, en el Municipal!

Las bolsas de mis compras me arrastraron, ciertamente contra mi voluntad, lejos del desenlace de la conversación citadina, la cual certificaré ante notarios, si hace falta. Espero que la señora haya aceptado la invitación de su amigo o amiga, y no se haya dejado sonsacar por la insidiosa alternativa de su sorprendida llamada telefónica. Pero lo importante es la dimensión cotidiana que adquirió el fenómeno socio-cultural de las funciones de La Bohème, de Puccini, a veinte bolívares, en el Teatro Municipal, producida por la Orquesta Sinfónica Municipal y la incipiente Compañía de Ópera Maestro Primo Casale: la conversión en alternativa popular de un espectáculo hasta ayer considerado como elitesco.

Así nuestros espectadores caraqueños, envueltos en sus modestas ropas, escapados en el intermedio al perrocalientero de la esquina (pues en el Teatro no funciona una cantina), hacen su cola para entrar a las diversas localidades del centenario coliseo capitalino, escuchan la tertulia didáctica y previa que Sadao Muraki y Rodolfo Saglimbeni dispensan sobre la ópera y presencian un espectáculo que… ¡se parece bastante a ellos! Pues con muy modestos recursos, más propios de unos bohemios como los cantados por Puccini en su melodrama, que del tradicional fasto con el que se asocia al montaje de ópera, Alexandra Pérez y Diego Puentes confeccionan una estrictamente eficaz puesta en escena de este sensible título pucciniano, de inmediato impacto en el público: con escenografías y vestuarios prestados de la vieja producción del Teatro Teresa Carreño, y con cantantes que hacen sus primeros pininos, al lado de nuestros veteranos de cien guerras, y el experimentado Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño, transcurren en ese clima modesto, sin pretensiones ni ostentaciones, los cuatro actos de La Bohème.

Sin mayores fisuras que la atmósfera casi escolar de algunas soluciones escénicas, sobre todo en el multitudinario Acto II, la puesta de Pérez y Puentes se apoya sobre todo en el buen hacer de sus protagonistas, quienes en general, conocen el oficio y se meten en la piel de sus personajes para narrar esta historia de amor, penuria, hambre, frío y supervivencia.

Con la misma bohemia modestia el plantel vocal abordó la obra. En la función a la que asistimos, el sábado 13/10, el filósofo y el músico Schaunard y Colline fueron cantados, con más eficacia que magisterio, por Alvaro Carrillo y Roberto Leal. El primero se ganó un merecido y prolongado aplauso por su prestación en la “Vecchia zimarra” del Acto IV.

La pareja alternativa de la historia, la de Marcello (William Alvarado) y Musetta (Giovanna Sportelli), insistieron en el tono de “Bohème de andar por casa”, que marcó la producción, sobre todo porque ambos fueron en declive a lo largo de la función. La última despegó con bríos en su impactante aparición en el Acto II, para terminar disimulando con su sólida presencia escénica el velo que le redujo el timbre de la voz a partir del Acto III.

El Rodolfo de Robert Girón, al menos ese sábado, estuvo haciendo constante pero timorato acopio de recursos, como quien en pobreza teme que se le agoten demasiado pronto, así su encarnación fue en general apocada y no convencida de sí misma. por fortuna su fresco timbre asoma siempre la juventud y gallardía del personaje, y puede uno imaginar una asunción más sólida en el futuro.

Quienes si no participaron de la atmósfera bohemia de la función y se declararon en más aristocrático y derrochador despliegue de arte fueron la genial doble encarnación, como Benoit y Alcindoro de Cayito Aponte, capaz de sacarnos una sonrisa apenas se asoma a escena, y luego infligirnos carcajadas enteras en los dos actos en los que domina; y la estupenda Mimí de Mariana Ortiz, sin duda la cantante más refinada y hábil de la escena lírica venezolana del momento. Desde su “Sí, mi chiamano Mimí” hasta su muerte en el Acto IV, su prestación fue un mosaico de delicadezas, canto expansivo, matices múltiples y acentos conmoventes. Cantó pues con la suntuosidad de recursos que uno espera ver en una función de ópera.

Ya subrayamos la experiencia siempre efectiva del Coro del Teatro Teresa Carreño, quien junto al buen hacer de los Niños Cantores del Núcleo Los Teques de la Fundación Musical Simón Bolívar, dirigidos por Jesús González y Samia Ibrahim, respectivamente, destellaron en el comprometido Acto II. Siempre, soportados por la batuta experta también, pero además sensiblemente conocedora del título (lo demostró su precisión dramática y la capacidad de sobreponerse a aislados dislates individuales de su Sinfónica Municipal) del maestro Rodolfo Saglimbeni.

Una Bohème como la vida caraqueña.

martes, 9 de octubre de 2012

La Bohème o el discurso amoroso



Einar Goyo Ponte


Con motivo de la inminente reposición de La Bohème de Giácomo Puccini, colgamos aquí dos pequeños ensayos publicados con anterioridad en un diario de Caracas, y en una revista ya desaparecida, en 1990 y 1993, respectivamente.


He escrito alguna vez que la Tosca de Puccini es algo así como ver hoy un thriller de Spielberg o John Woo. La Bohème, compuesta cuatro años antes de aquella, también acepta su equivalente en los media actuales. Es así como la Love Story de finales del Siglo XIX. Y es que Puccini es uno de los indiscutibles forjadores de nuestra sensibilidad. El cine, así como el arte gramofónico, estuvo, en sus orígenes, muy pegado a la ópera, que era una especie de barómetro de los gustos del público. De esta manera, Puccini logró traducir, pero también transmitir un sentir, una manera de vivir el amor, propio del fin de siècle y hacerlo afín a la locura de “vivre” de los años veinte o la “belle époque”.

Esta disertación sobre La Bohème viene casi adherida a una grabación de esta obra. La más extraordinaria de todas, por ser la única que comprende este sentido emocional, casi nostálgico. Es aquella dirigida por Herbert Von Karajan en 1973 con las voces de Mirella Freni y Luciano Pavarotti en los roles principales. El crítico Rodolfo Celletti, a quien aludiré otras veces, insólitamente raptado por este registro, cree encontrar alusiones proustianas en él. Y no es extraño: Bohème viene de ese mismo mundo perdido, de ese mismo paraje de la juventud, de la misma atmósfera aquejada de spleen, de un romanticismo virulento en esplendoroso ocaso. Los bohemios de Puccini, ni los de Mürger, el autor en quien se basó el compositor para su obra, son, ni de lejos, semejantes a aquellos de la estirpe de Verlaine, Rimbaud o Mallarmé, Dégas, Van Gogh, Satie, Nietzsche o el mismo Puccini. El propio Mürger sería un olvidado fabulista de no ser por la ópera (u óperas pues no es justo borrar la Bohème de Leoncavallo) que arrojó luz sobre sus Scènes de la vie de Bohème. Lo que salva a estos outsiders, para definirlos modernamente, lo que verdaderamente los justifica es lo que les ocurre en el corazón. Su forma casi suicida de enfrentarse a la vida, la pasión con la cual se entregan a ella. Por tanto, es injusto dejar en la sombra a los personajes Colline y Schaunard, el filósofo y el músico respectivamente. Este último es quien salva al cuarteto de bohemios de morir de inanición en el Acto I, al llegar provisto de viandas y vino, pero, no obstante lo aleatorio de su condición decide que todos deben ir a celebrar la navidad a lo grande en el “Momus”, en donde dispendiará hasta el último centavo. No importa, la vida fulgente bien vale la pena. Colline venderá infructuosamente su “vecchia zimarra” por la lejana esperanza de prolongar la débil luz de la vida de Mimí. Sin ellos, la atmósfera precaria, azarosa de la bohemia, de la vida desligada de la tutela social, sería imperceptible en el dominio apasionado del avatar amoroso de los protagonistas. Rodolfo y Mimí no son Des Grieux y Manon, en buena parte gracias a sus compañeros. Ellos son el contrapunto realista, en la tradición de Zolá, así como también lo son Marcello y Musetta, quienes viven un idilio más terreno, menos ilusorio y acaso más perdurable, por ello, que el del poeta y la florista. Marcello es una especie de alter ego o hermano mayor de Rodolfo. El ve la pasión de su compañero con la desconfianza de quien conoce el carácter mudable femenino, y lo enfrenta a la realidad, pero también propicia en él la llama devoradora en la cual abandonarse como él no podrá ya hacerlo, Musetta es la alegría de vivir, el desenfado. Es injusto y falto de imaginación representarla como una simple coqueta. Ella es, sobre todo en ese Acto II, su apoteosis, la imagen de lo que Mimí quisiera ser y su mal en ciernes no la deja, por eso admira el amor evidente de ella por el pintor.

Pero La Bohème es esa historia de amor perfecta porque en ella el amor dura más que la vida. Perfecta por infeliz, por trasnochada y lunarmente romántica. Rodolfo y Mimí son esa historia inmortal. Son los mismos extraviados, melancólicos y soñadores amantes de las óperas belcantstas: Edgardo y Lucía, Elvino y Adina, Tristán e Isolda, pero ahora en traje de calle, en una buhardilla cuyo tragaluz deja entrar la luz de la luna, preocupados por subsistir al día siguiente cumpliendo su trabajo en el periódico que mal le paga a él, y enferma, por la humedad de su cuartucho, donde confecciona flores de papel, ella. Rodolfo podría describirse con estas palabras de Celletti, al comentar la prestación de Pavarotti en la grabación citada antes: “apenas emite la primera nota, entra al oído la voz de Rodolfo, así, como siempre la he imaginado: fresca, melodiosa, vibrante, afectuosa, luminosa, la voz de la juventud, en una palabra.” No en balde Pavarotti tenía ese rol como su favorito, por lo romántico y temperamental. Mimí es, simplemente, el amor, un rayo de luna que se le aparece fortuitamente a Rodolfo. Sensible, ingenua, capaz de deslumbrarse con los vanos poemas del joven. Pero efímera, tanto que se consume cuanto más se inflama de amor por él. Su encuentro es la pasión. Pero una pasión cercana, de visos cotidianos. Rodolfo y Mimí se enamoran como nos enamoraríamos nosotros: la vela apagada a propósito por él, ardoroso; la conversación donde cada uno habla de sí mismo, emocionadamente. Luego la conjunción de sus deseos sencillos, tímidos aún, pero ya encendidos en ese impagable dúo de “O soave fanciulla”. Luego, la conversación, el obsequio, la “cuffietta rosa”, la presentación a los amigos “perché son io il poeta, essa la poesía”, los celos repentinos y desechables en mitad del tráfago festivo, la visión de la pareja similar de Marcello y Musetta. Después la preocupación de Mimí por lo que ella cree obsesión de celos en Rodolfo y que luego se revela sacrificio, porque a su lado pierde su lozanía entre tanta miseria. No menos conmovedora y familiar es la casi infantil riña y reconciliación en el “addio, dolce svegliare”. Y ¿qué decir del final, en esa evocación de los temas de su idilio en el Acto I y la muerte imperceptible de Mimí?

La Bohème es esa historia de amor que nos gusta escuchar, porque nos habla de una pasión casi en el medio de la calle, con seres similares a nosotros, acaso con todo en contra, pero que no olvidaron lo que nosotros frecuentemente obviamos: que el amor, esa pasión, es más importante que la vida.

La Bohème: la poética de lo pequeño


Einar Goyo Ponte


El propio Puccini se definió como el músico “delle piccole cose”, las cosas pequeñas, sencillas. Los estudiosos de su música ven en esa característica su diferencia con respecto a la epicidad verdiana o al afán trascendente de Wagner, y es acaso por ello que lo incluyen frecuentemente entre los autores veristas; por esa búsqueda y exaltación del detalle, por un lado, y por el énfasis en el aspecto doméstico de sus situaciones y personajes.

Acaso no haya otra ópera donde más esencial y exaltado sea este carácter de lo doméstico, el detalle y lo pequeño que en La Bohème, su cuarta obra y su entrada en la madurez. El primer acto transcurre precisamente en la buhardilla donde habitan los cuatro bohemios. Dos de ellos, el pintor Marcello y el poeta Rodolfo están allí, pero no realizan nada grandioso ni muestran actitudes heroicas: están muertos de frío y no tienen leña para calentarse, además de eso tratan de trabajar; Marcello en su cuadro y Rodolfo en un drama. Ello nos permite deducir otro elemento importante: los héroes de esta ópera son personas mediocres, casi marginales de ese París que los enamora y los agobia. Los cuatro bohemios son un pintor de bodega, un poeta más de vida que de letra, un músico oportunista y un incoherente filósofo. Musetta es una coqueta que vive de sus amantes y Mimí es una hacedora de flores artificiales. Una muestra de su vida ardua pero cotidiana es el cuadro de la primera mitad del Acto I. Dos pequeños objetos propician el idilio de los protagonistas que se inicia en la segunda parte: una vela y una llave. El aria de Rodolfo comienza por la mención de la manita fría de Mimí. Dos palabras tan sólo bastarán para que él le cuente quién es, y ello aderezado con sencillas metáforas, es el texto de “Che gélida manina”. Mimí hace lo propio hablando de su pequeña historia, de su sencillez, de su cuartito, de sus florecillas. Enamorados, entonan el breve dúo de amor que prosigue en el tono leve, medio pícaro, medio cándido que caracteriza un amor cotidiano.

El detalle es el protagonista del Acto II en el Quartier Latin: vendedores de naranjas, muñecos, castañas, turrones, panecillos, dulces, flores, juguetes, libros. Rodolfo le compra a Mimí su símbolo imperecedero: la cuffietta. La escena está llena de niños. En una conversación, Marcello revela su actitud cínica ante el amor provocada por Musetta, quien hace su entrada y se describe en su “Quando m’en vo”, en el mismo tono sencillo del Acto I. Sobre esta célula melódica del aria, Puccini construye todo el climax de la escena: el reencuentro de Musetta y Marcello, la burla a Alcindoro, la celosa advertencia de Rodolfo a Mimí y el revuelo general, en un triunfal tutti.

El acto III se abre con barrenderos, lecheras, aduaneros, campesinos y clientes de la humilde taberna a la que Mimí va a buscar a Marcello. Los celos domésticos son el motivo del climax de la intervención cantable de ella. Igual de doméstica y leve es la respuesta del pintor. En la escena siguiente el énfasis está en la “terribil tosse”: Rodolfo describe los síntomas de la enfermedad de Mimí, describe lo inhóspito de su casa, su dolor y su sacrificio. Justamente este tema de la “tos” es el que exaltado empujará al poeta a reencontrrar a Mimí, quien de nuevo con sencillez, se despide de él nombrándole las cosas domésticas que debe recoger. El amor humanamente cotidiano revive en el recuerdo de esas cosas y el dúo, reiteración del tema del “Addio senza rancor” es el final de una riña entre amantes y su dulce reconciliación mientras, por contraste, comienza la pugna entre Musetta y Marcello, al otro lado de la música.

El Acto IV, que tiene lugar meses después, encuentra de nuevo a Rodolfo y a Marcello solos. Para informarnos de lo que ha ocurrido en sus vidas, cada uno apela por su cuenta a los objetos de sus amadas ausentes. Sigue un nuevo cuadro humorístico que revela la cotidianidad de los bohemios y que sirve de efectivo contraste al final trágico que se inicia con la entrada de Musetta y Mimí, ya moribunda. A partir de este momento, todo en la música será reminiscencia: los recuerdos de las pequeñas cosas que los hicieron felices un tiempo, el bello detalle del “error” de la metáfora con la cual Rodolfo describe la hermosura de Mimí, la vela, la llave, la mano fría, la cuffietta, el manguito que le calienta las manos. Cabe incluso aquí el detalle de una inusual aria pucciniana para bajo, cuando Colline se desprende de su viejo abrigo.

Mimí muere en silencio y hacia allá tiende la música luego de los sollozos de Rodolfo. La tragedia tamizada por el tono doméstico. Y no obstante el despojo de grandiosidad, difícilmente hay una escena más triste que la muerte de Mimí. Lo pequeño es lo grande en La Bohème, de Puccini.

jueves, 6 de septiembre de 2012

LUCIANO PAVAROTTI: MEMORABILIA III

Einar Goyo Ponte

En el Quinto aniversario de la instantánea mudez de Luciano Pavarotti y ante el testimonio de que sus admiradores no lo olvidan y el círculo de conocedores cada vez lo extraña más, insertamos dos estampas en esta memorabilia con la que disolvemos el olvido de lo que fue una voz excepcional. En esta edición recordaremos al cantante religioso. La calidez de su instrumento y la delicada vehemencia de su expresión daban a las interpretaciones del repertorio religioso un particular fervor. Además de los dos testimonios que colgamos hoy, Pavarotti hizo suyas arias navideñas, en uno de sus más hermosos discos "O holy night", de 1976, y la impar lectura del Ave María de Schubert, entre otras. Pero, el joven Luciano era solicitado por los directores de orquesta para cantar dos obras religiosas magistrales, en las que, debido a su origen italiano, se requería una morbidez y un dominio del fraseo latino, aunado a la belleza del timbre, y a la audacia en el registro agudo. Así, lo tenemos, tan temprano como en 1967, grabando una de las más impecables y sublimes lecturas del Requiem, de Giuseppe Verdi, al lado de leyendas como Leontyne Price, Fiorenza Cossotto, Nicolai Ghiaurov y Herbert Von Karajan, en uno de los tesoros de la historia de la grabación musical. Lo recabado por Pavarotti en esta rendición aún le serviría para repetir glorias en un segundo registro igualmente afortunado y memorable, el de 1987, en la misma Scala de Milán, pero bajo la dirección de Riccardo Muti. En el 67, a un precoz y genial sentido de la musicalidad, Pavarotti le suma la frescura y juventud de la voz. Hélo aquí en el aria "Ingemisco".

El Stabat Mater de Rossini no ha sido nunca una pieza frecuente ni de iglesias ni de salas de concierto, y una de las razones es esta escritura vocal exigentísima, sobre todo para el tenor. Son contados los valientes que habitan este empireo de la audacia, la bravura y la facultad. Antes de Pavarotti, Caruso, Björling habían sembrado sus picas. En el monento auroral de su carrera -este final de la década de los sesenta- el tenor modenés tenía como carta de presentación la insolencia y asombro de sus notas agudas. "El Rey del do de pecho" llegó a ser la marquesina de sus espectáculos y discos. Que los derrochara en sus roles operísticos era natural, pero que se tomará el riesgo de escalar la estratósfera sacra de esta obra poco popular, en una atmósfera más reverente y comedida, como la de la composición religiosa, nos revela la devoción de Luciano Pavarotti no sólo por su fé, sino por el valor de la música. En 1970 grabó la espléndida versión con Lorengar, Minton, Sotin y Kertesz, pero de nuevo, en 1967, con el gran Carlo María Giulini y la Orquesta de la RAI, en Roma, ya lo había registrado, sin trucos ni maquillajes, en impactante naturalidad, en vivo. Y eso es el célebre aria "Cujus Animam", con re bemol incluído.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Ankora: ecléctico y provocador


Einar Goyo Ponte


Desde hace unos meses Caracas, por ser su plataforma, y Venezuela, porque ya la han recorrido por diversas plazas regionales, ha estado asistiendo, con cada vez más saboreada frecuencia a un fenómeno bien estimulante y, en cierto sentido, trascendental para nuestro quehacer musical, en sentido general, aunque los dos ámbitos que abarque en principio sean el lírico y el popular. Es lo que podríamos llamar el lanzamiento profesional del grupo vocal Ankora, reunión de cuatro cantantes operísticos y su pianista acompañante, que se ha visto amparado por la veteranía de orquestas como la Sinfónica de Venezuela o la Filarmónica Nacional, en salas shows o prestigiosos teatros como la Sala José Félix Ribas o la moderna estructura del Teatro Municipal de Chacao.
Formado por el barítono Franklín de Lima y los tenores Francisco Morales, Manuel Arvelaiz y César Arrieta, entre quienes se encuentran habituales de nuestras temporadas de ópera, en su forma original, y ahora tras la forzosa ida de Arrieta, a quien su formación profesional reclama en el exterior, por el también tenor ligero, Diego Puentes, Ankora fusiona la veteranía y la juventud, la técnica canora culta y la atracción de los propios cantantes y del público actual por figuras provenientes del universo musical como Andrea Bocelli, Il Divo, Il Volo, Mario Frangoulis, Josh Groban y Alessandro Safina, entre otros, todas ellas catapultadas en el impulso del fenómeno mediático que significó el Concierto de los Tres Tenores en Caracalla en 1990, con Pavarotti, Domingo y Carreras, impresionando al mundo cantando las más brillantes arias de ópera y zarzuela, canciones napolitanas y el repertorio popular universal de todos los tiempos.
 
Así, en formato venezolano, en un producto bien empaquetado y concebido con gusto y preparación (están allí la producción de Milvia Piazza, los arreglos orquestales de Don Pedro López y Pedro Mauricio González, por ejemplo, y la pulcritud profesional de su tecladista y repertorista, Pedro Toro), Ankora se ha presentado con conciertos cuyas miras principales son la edición de un DVD, con sus temas promocionales, acompañados por la Sinfónica de Venezuela, dirigida por el Maestro Luis Miguel González, y el cimentar su público y sus objetivos artísticos, en sus conciertos con banda y con la OFN, conducida con pasión por Pablo Morales Daal.
 
 
Quizás son las tesituras de las piezas, quizás sea la confianza que les da la amplificación, o simplemente el background urbano-musical que como buenos habitantes de Caracas, pero la seguridad, la insolencia, la espontaneidad demostrada por todos estos cantantes, ya conocidos (en su mayoría, al menos) en los escenarios melodramáticos, es de una efectividad inmediata.
En la primera parte hacen un guiño a sus repertorios tradicionales cantando canciones como “Non ti scordar di me” (De Curtis), “O Sole mio” (Di Capua) y “Besos en mis sueños” (Brandt), para luego adentrarse en la seductora esencia de su propuesta. De Lima aporta el soporte baritonal, pero no pocas veces se ve impelido de escalar cimas tenoriles en los arreglos de las canciones; Arvelaiz, introduce una línea lírica que coquetea con el crooner y el baladista modernos; Arrieta (y ahora Puentes), juega con las tesituras estratósféricas, introduciendo polifonía aguda a las piezas y Morales devanea con De Lima en los colores oscuros y en la sonoridad potente, dramática de los números.
 
Así van abordando un repertorio ecléctico, que contiene vetas del estilo en el que quieren inscribirse, pero que también muestra ganchos de audacia y hasta de provocación. En la línea de Il Divo ofrecen una cabal versión italiana de “Nights in white satin” de The Moody Blues, exprimen la vena lírica de los soundtracks con “Because we believe”, de David Foster y “Go the distance”, del Hercules, de Disney, de Menken y Zippel, en apoteósico y exigente arreglo de Pedro López; y luego entran en su propuesta más interesante la que combina la nostalgia del llamado “adulto contemporáneo”, que apela desde la época dorada de los festivales de San Remo hasta el repertorio italiano de nuestros ídolos pop como Montaner y Guillermo Dávila, con audacias con el repertorio culto y el crossover o pop-lírico. Allí encuentran sus momentos más brillantes como en la extraordinaria versión de “Luna” (de Musumara y Pintus), que supera al original de Safina; el exultante “Un amore cosi grande”, de Ferilli; su “Prayer in the night”, basado en una sarabanda de Haendel, un momento íntimo y sensible con aquél viejo hit de José Feliciano y Christian Castro, más un par de envenenadas gotas de nostalgia ochenta-noventosa con baladas italianas que aquí popularizaron voces disímiles como Pentágono o Guillermo Dávila. Orquestas cómplices, que sin embargo nunca renunciaron a su necesaria brillantez sinfónica, en las batutas amistosas e incisivas de Luis Miguel González y Pedro Morales Daal, coronaron la emoción de estas funciones especiales. Pero los hemos atestiguado con su banda, o sólo con sus teclados, y el efecto subyugante que consiguen es exactamente el mismo.
 
 
 

miércoles, 1 de agosto de 2012

Requiem de Verdi: voces contra la muerte

Einar Goyo Ponte


En la víspera del bicentenario de su nacimiento, Giuseppe Verdi sigue siendo un compositor víctima del prejuicio que divide la música en dos falsos bloques: el del hedonismo melódico y tonal, de escasa profundidad, y del cual los compositores latinos (especialmente los italianos con Rossini, Verdi y Puccini, a la cabeza) son los exponentes, frente al de la hondura intelectual y conceptual, marcadora de vanguardias, representada por los compositores germánicos (Beethoven, Wagner, Mahler). Así, a casi 200 años de su obra, seguir sorprendiéndose con los logros de un compositor como Verdi, autor de 27 óperas, de compacta solidez, y en las cuales puede leerse con insólita transparencia, la evolución de su genio y el cultivo de su sensibilidad, es casi ofensivo. Verdi, siempre a la zaga de Wagner, Verdi anti-vanguardista, Verdi casi incapaz de una obra maestra acabada, es lo que parece leerse en cierta ala de la crítica y en cierto sector de los melómanos, obnubilados por los esquemáticos prejuicios de marras.

Una de las obras que más acusa las secuelas de esa apreciación es, sin duda, la Messa di Requiem, que mortifica a los críticos por no saber clasificarla: que si ópera sacra, que si música litúrgica demasiado dramática, que si música religiosa desvirtuada, que si drama litúrgico. En ese mareo bizantino han terminado por perderse y perder a buena parte de la audiencia, para volver a negarle a Verdi el mérito de haber compuesto no sólo uno de los Requiem más intensos y personales de la historia de la música occidental, sino de haber compuesto, en contra de la comodidad que le daba su magisterio en el género lírico, una obra en la que buscó y logró, sin duda, superarse a sí mismo.

Hacer que el definido perfil psicológico de sus voces humanamente teatrales encarnara el drama esencial del hombre, el de la batalla con la muerte, mientras lograba una recreación musical, casi física del texto litúrgico, es de una potencia excepcional. Pero si a ello sumamos, la tradición miguelangelesca de su imaginación del Juicio Final, acorde con ese sentido tan bien llamado de la “terribilitá” del artista plástico, que Verdi reprodujo en sus obras; la escritura vocal, a un tiempo tan familiar y tan distinta de la que desplegaban los héroes y patrióticos coros de sus óperas; la potencia y la transparencia inefables de su orquestación, y la majestad del sentido narrativo, encontraremos una audacia y una convicción de la posesión de su oficio de este Verdi de sesenta años.

Por ello fue decepcionante atestiguar que nuestro director de orquesta más renombrado de la actualidad escogiera, para su lectura caraqueña del Requiem verdiano, la vena más superficial e inmediata de interpretación de la misma: la tremendista, bombástica y acústicamente efectista, que pareciera refrendar el ala “perdonavidas” de la recepción verdiana, mientras delata su negligencia para percibir las enormes significaciones musicales y conceptuales que la obra encierra. En ello podría resumirse la impresión que la dirección de Gustavo Dudamel, al frente de la Sinfónica Simón Bolívar y el Coro Sinfónico Juvenil del mismo nombre, diera este fin de semana en el Teatro Teresa Carreño.

Alrededor de 200 ejecutantes fue la mayor cantidad que alcanzó nunca en vida de Verdi y bajo su propia dirección, la interpretación de esta obra, con la cual se dio el gusto de recorrer Europa y cruzar el Canal de la Mancha. Esta vez teníamos aproximadamente el doble de esa cantidad solamente en el coro. El resultado: una limitación casi ad mínimum de los matices dinámicos, y una inevitable estridencia en los tutti y forti de coro y orquesta, en los cuales borró a los solistas, con especial indolencia hacia la soprano Betzabeth Talavera, desaparecida en acción en su número cumbre, el Libera me final. El equilibrio entre potencia y transparencia que señalamos antes desaparecía en estos números brillantes pero llenos de efectos como en una partitura mahleriana o straussiana. Escúchese a Toscanini, Karajan o Muti, para comprobarlo. En su descargo, mantuvo con fidelidad, aunque a veces con pulso pesante, el lirismo lacerante de los fragmentos solistas y la concertación del cuarteto vocal, logrando momentos excelentes en el Quid sum miser, Lacrimosa, Offertorio, Agnus Dei y Lux Aeterna.

Por fortuna, el plantel vocal dispuesto para esta interpretación mantuvo la suficiente autonomía y solidez vocal para liberarse de la visión superficialista dudameliana, y destacar ampliamente por sobre batuta y excesos decibélicos.  Aunque el cuarteto de solistas tuvo sus puntos débiles en sus voces extremas (la soprano Betzabeth Talavera, y el barítono Gaspar Colón Moleiro), imperó una elegancia de emisión, y la preferencia por una paleta de colores muy amplia, al lado de una delicada e involucrada expresividad.

Escrito para una soprano de gama y registros amplísimos, la vocalidad verdiana del Requiem es casi la misma de la Elisabetta, de Don Carlos, Leonora, de La forza del destino, y Aida, roles, que al menos en este momento están lejanos del instrumento más sereno de la Talavera, por ello faltó intensidad en sus participaciones en el Lacrimosa y en el Offertorio, pero sobre todo en los despiadados graves y fraseos dramáticos de su momento estelar, el Libera me, donde debe enfrentarse al coro y a la orquesta en plenitud. Mucho mejor se le dio el canto lírico y la emisión punteada de filature (a ratos abusivas y no siempre favorecedoras de la entonación), con las cuales logró momentos de verdadero lujo en la amalgama con la mezzosoprano, en los etereos dúos, especialmente en el Agnus Dei, y en una nota sublime que suspendió al final del Offertorio.

Algo similar acaeció con Colón Moleiro. Su parte está escrita para esa voz tan particular como es el bajo verdiano: profunda, mórbida, de intensas sonoridades graves y expresión autoritaria. En Verdi, quizás más que en otro compositor, es un problema más de color que de registro, y la voz de Colón, que ya en Rigoletto había mostrado sus costuras, carece de esa rotundidad y profundidad que este carácter vocal verdiano exige. Así faltó conmoción y presencia en momentos cruciales como en el Mors stupebit, inmediatamente posterior al terrible Dies Irae, y el dolor profundo del Confutatis maledictis. Tuvo, sin embargo, oportunidad de reivindicarse en la concertación refinada de la que fue cómplice en los números de conjunto.

Los puntos más altos de la vocalidad fueron de la mezzosoprano Justina Gringyte, con el color emblemático de sus latitudes eslavas, y su vibrato sensible e incisivo que cavaba más que expresaba en sus líneas melódicas profundas. Ya hemos destacado el lujo de su amalgama con la Talavera, ahora hay que subrayar el ataque certerísimo del Lacrimosa, y los arcos sinuosos de su Lux Aeterna, donde, junto con el Offertorio y el Quid sum miser, conjugó al lado de nuestro tenor Aquiles Machado, el arte del canto sensible, de finos y hasta audaces matices, quien se destacó también en su levitante Hostias, en legatos preciosos del Lacrimosa, y, por supuesto, en su viril y vulnerable, a la vez, Ingemisco, su aria estelar.

Y es que quizás lo único que requiere Verdi para su cabal interpretación no es, sin duda, la grandilocuencia, sino la honestidad, principalmente la musical.




domingo, 20 de mayo de 2012

Tosca: riesgos y revelaciones

Einar Goyo Ponte

Tosca es un riesgo. No sólo por las dificultades musicales, vocales, escénicas y dramáticas que plantea para su representación cabal, sino también por su tema. La ópera ha dado en convertirse en esta referencia de lo incesante; con el cine comparte rol de vitrina reeditora de mitos, de complejos psíquicos, morales, sociales. O sea humanos. Y Tosca posee en alto grado estos elementos de insospechada recurrencia.Uno podría creer que el melodrama de Victorien Sardou, lleno de las argucias del género folletinesco e historicista del que era maestro su autor, así como los avatares que narra, acontecidos en el remoto pasado de la Europa napoleónica, al inicio del siglo XIX, no encontrarían apenas puntos de contacto con nuestra modernidad post-liberal. Sin embargo, es lo contrario: artistas de ideas contrarias al sistema, individuos que luchan por preservar un mínimo de privacidad en un contexto que los vigila, los registra, sospecha de ellos, los controla, desde la ultrainvasiva presencia del poder. Y el poder en su estado más policial y terrible: la persecución de las ideas, el terror contra sus habitantes, usando artimañas, manipulando, entrometiéndose hasta en sus espacios más domésticos e íntimos. Presos políticos, familiares desesperados, arrestos, torturas, muertes, fusilamientos, chantajes emocionales y sexuales. Toda la panoplia del abuso del poderoso contra el particular indefenso. Eso es Tosca. ¿Resulta familiar? ¿Se entiende ahora por qué representarla puede ser riesgoso?


En un momento social como el que vive Venezuela, Tosca puede encontrar aristas demasiado sensibles, incluso a ambos lados de la ecuación política. Verla pues, presentada en el primer teatro del país, escenario político oficial, además, repotencia todos estos riesgos enumerados.


Julio Bouley abordó con suma inteligencia esta cuerda floja del reto de poner en escena este título pucciniano. Lo exploró a profundidad, hizo una purga de elementos históricos, realistas, evidentes (algo similar hizo Wieland Wagner con las óperas de su abuelo, cuando asumió la dirección artística de Bayreuth, para deslastrarlas de los nexos con el nazismo), y se asentó en el terreno simbólico, exprimió el recurso de la anacronía, rayando la inconsciencia, y planteó una lectura casi apolítica (hasta donde esto es posible en Tosca), basada en el aspecto más cotidiano de la dialéctica del poder y nosotros: la información. Lo que sabemos y lo que no. Lo que queremos saber y lo que no podemos o no debemos saber. Lo que otros desean saber de nosotros y lo que debemos ocultar, para un mínimo de privacidad. Y allí reside el punto inevitable: el combate entre el poder y nuestra vida privada. Bouley convierte a Tosca, la protagonista, la actriz, la cantante, en la figura donde este conflicto hace eclosión. Regularmente suele verse a Tosca, como el enfrentamiento feroz entre dos enormidades: ella, celosa, explosiva, pasionaria; y Scarpia, sádico, siniestro, poderoso, amoral; en medio de quienes queda atrapado Mario Cavaradossi, sacrificado como víctima (no inocente, por supuesto, pero sí del combate de las dos desmesuras). En la lectura de Bouley, la víctima es Tosca, incapaz de disimular ni sus celos, ni su pasión, ni su amor, ni su angustia, ni sus reacciones, sin medir quién es su público ni cuán conveniente es ocultar o revelar. Por ello su vestuario espectacular (gran logro de Edgar Gil), ora pasarela de modelo de revista, ora diva suntuosa, por ello los focos, las vías rojo sangre por las que entra, sale y ejecuta sus acciones definitivas en el Acto II. El foco está siempre sobre ella. No puede ocultarse y ello termina obnubilándola, tanto que no puede ver el engaño que mata a Mario en el último acto. Ella, la gran actriz, no puede percatarse de que todo es una macabra representación.


De nuevo, apoyado en el trabajo de Edgar Gil con la escenografía, la puesta juega con el elemento anacrónico e intemporal, con estructuras más bien abstractas o simbólicas. Con sugerentes juegos de espacio, el Acto I ofrece un atractivo dispositivo electrónico que sustituye el lienzo de la Attavanti que Cavaradossi pinta. Aquí es una pantalla que nos muestra un rostro a lo Marilyn Monroe, otra diva, sacrificada por lo que se sabía y lo que se ignora de ella, que luego deriva a la imagen de unos ojos, al estilo Big Brother, de la novela 1984, de Orwell (Es lástima que esta imagen no se vea con la misma calidad desde todos los ángulos de la Ríos Reyna, como pude comprobar). Esta iglesia se transforma en bóveda carcelaria, y de nuevo en Iglesia, en el climax del Te Deum, que cierra el Acto.


El segundo acto se aleja bastante del original, que ocurre en el Palazzo Farnese. Aquí estamos en un espacio oscuro, hipermoderno, pero opresivo, intimidante como el lugar de tortura en el que se convierte durante la acción. Al tiempo que evoca la imagen de un macabro show, por su estructura compuesta de octaedros metálicos -un poco demasiado neutros pero efectivos-, en el que se representará la tortura de Mario, el comercio sexual de Scarpia y su muerte final. El último acto incurre en un error frecuente en los montajes de Tosca: su descuido. Como si la cima de la intriga ya se hubiese colmado en el acto anterior, al parecer, los derroches líricos de Mario (su inefable “E lucevan le stelle”) y de Tosca (sus dúos finales con Mario) no les inspiraran, ni el crucial desenlace con la muerte de ambos protagonistas mereciera la misma carga escénica o estética de lo anterior. Así, allí solo vemos una poco comprensible estructura piramidal, peligrosa para los tacones de la diva, unas altas escaleras, una suma oscuridad y mucho brinco de los esbirros, pero nada que esté a la altura de la efectividad lograda en los actos anteriores. Los patineteros del “amanecer romano” son inútilmente incoherentes. Buen trabajo, a lo largo de los tres actos, de la iluminación de Ricardo Nortier. Del vestuario de Edgar Gil, La Roche, Nigro y Flores ya hemos señalado su logro con Tosca, también lo es destacado con Scarpia, pero la indefinición debilita a Cavaradossi, los esbirros están logrados a medias (buen diseño, pero en los cuerpos delgados de los figurantes, pierden la intimidación buscada). Tampoco consiguen coherencia los indecisos trajes del coro en el Acto I.


En el plano vocal tuvimos sorpresas: acertado el salero con el cual Francisco Dugarte diseña su Sacristán, así como el servil Spoletta que sostiene Idwer Álvarez. Del trío protagónico el más débil resultó el Cavaradossi de Robert Girón quien, poseedor de un bello timbre y una buena impronta vocal, parece desconcentrarse a menudo, por lo que su prestación resulta irregular: algunas notas topes buenas, otras más inestables, algunos matices interesantes, otros pasajes donde pareciera no tener idea del texto que canta, como en su “E lucevan le stelle”, con bellas regulaciones al comienzo, pero sin pathos alguno al final.


A su lado Sara Catarine compone una Floria Tosca que viene de menos a más. Las frases mórbidas, de mujer enamorada del Acto I le quedan lejanas en su instrumento metálico y un poco trinante. Pero en el Acto II, tan exigente y frenético, su profesionalismo tomó el mando y con una dosificación impresionante, se mantuvo acerada, torturada, expuesta todo el tiempo y cuando llegó al “Vissi d’arte”, reunió todos sus recursos y dio una lectura sensible, de atinadísima gradación y conmovedores efectos. En ese tope se mantuvo en su tercer acto, a pesar de la puesta en escena en contra.


El Scarpia de Gaspar Colón Moleiro no es sólo el mejor papel que le he visto cantar en teatro, sino que termina siendo el mejor Scarpia venezolano de la historia de esta ópera en nuestro país. No se trata de vocalidad, sino de encarnación. El color, los acentos, las diferentes aristas que le encuentra al personaje: la brutalidad, el cinismo, la hipocresía, la crueldad, el morbo, la elegancia, con esa voz potente siempre, ora pérfida, ora aristocrática. Tampoco fue sólo el Te Deum, agraciado momento para una carrera de barítono, sino todo un Acto II en el que consigue mantener el foco casi fijo en él.


La partitura orquestal de Tosca es un derroche de efectos teatrales, de sonidos voluptuosos, de melodías que completan la no poca sensualidad del canto y de impulsos tremendos de vértigo y de hedonismo, como si en la música se revelase una atracción maligna a la pasión, al sufrimiento y al morbo de los personajes. La dirección de Carlos Riazuelo, al frente de una Orquesta Sinfónica de Venezuela en el colmo de su experiencia, fue sensiblemente consciente de ello, al servir una de las mejores direcciones de teatro musical que el Teresa Carreño haya albergado. Todos los momentos esperados por los viciosos de Tosca estaban allí: la fuerza del Te Deum, la morbidez orquestal en los dúos de Mario y Tosca; la opresión angustiosa del Acto II, con sus amenazantes crescendos, la hipnótica música que precede la muerte de Scarpia; la música naturalista del inicio del Acto III, la preparación del “E lucevan le stelle”, la narración de Tosca, la explosión del final, todo estaba allí cargado de un brillo, una precisión y una contundencia a ratos increíble, a ratos inclemente con los cantantes, a ratos cofre de lujo para las voces, y además nos descubrió muchos otros acordes, rincones, sorpresas sonoras que llevaron la función a un nivel excepcional. También operó su maestría sobre el Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño, quien está soberbio en el creciente Te Deum y en la disonante cantata del Acto II.


Interesante Tosca, que, por fortuna, terminó revelando más de lo que escondió.



martes, 1 de mayo de 2012

NO MAS PAN Y CIRCO: ...¡MUSICA Y CIRCO!

Einar Goyo Ponte

(Fotografías de Luisa Himiob)

Con una expectativa que rayaba en el misterio, llegó el Cirque de la Symphonie, espectáculo multidisciplinario, combinatorio, de manera muy hábil, de la poderosa música sinfónica -con el agregado de su presencia y ejecución en vivo por una orquesta completa, en la misma distribución con la que se interpreta el repertorio estándar de las grandes salas del mundo, con autores básicamente románticos-, y las suertes del circo, en lo relativo a las acrobacias, actos de fuerza, equilibrio, destreza y gracia, más una economía de recursos y producción que lo hacen particularmente maleable y transportable por el orbe entero, donde una orquesta y un teatro se encuentren disponibles.

Un espectáculo como el descrito podría suscitar suspicacias, habituados como estamos al fasto y a la costosa superproducción como garantías de calidad (aunque no siempre protejan contra la decepción). Y efectivamente, al analizarlo desapasionadamente encontramos abundantes concesiones: un plantel de ocho artistas, una elemental iluminación, una parrilla en lo alto, cuerdas, sedas, una o dos poleas, nula escenografía, un espacio en la programación regular de una orquesta. Sin embargo, el resultado final, y este es el gran mérito de Piazza-Oscher Producciones, gracias a quienes pudimos presenciarlos, es el del goce de un espectáculo efectivo y singular, como en la escena musical hace ya tiempo que no se veía por estos lares.

Quizás en una desmedida abundancia de fragmentos orquestales, para lucimiento de nuestra Sinfónica de Venezuela, dirigida con pulso firme y expresivo por el Maestro Alfredo Rugeles, pues no se explica uno tanto descanso de tan pocos artistas y a riesgo de vulnerar el ritmo del espectáculo, escuchamos sin otro aliciente escénico y en una amplificación sonora, de muy buena intención, pero aún distante del sonido profundo y suntuoso de la orquesta en acústico, ocho largos minutos de la Obertura Carnaval, de Anton Dvorak que preludian el lento primer número circense, luego, como antesala del último número, otro intermedio; dos más apenas comenzado el Acto II, y luego de la mitad. Son protagonismos de la orquesta, es cierto, pero no es ella el centro del espectáculo y menos con ese sonido artificial.

Así que nos concentraremos en los números que dan nombre al espectáculo del Circo de la Sinfonía. La primera artista en subirse al escenario de la Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño fue la acróbata Christine Van Loo, quien hizo bonitas pero no demasiado impactantes piruetas sobre la tersa música del Poco Allegretto de la 3ª. Sinfonía, de Brahms.

La siguieron, en un casi bizarro número, los bailarines-contorsionistas Sagiv Ben Binyamín y Aloysia Gavre, esta última la bailarina de aspecto más masculino que haya visto, pero ello es debido al trabajo de sus músculos, en una disciplina como esta y como la que desarrollará en el número que cierra este primer acto. La Gavre viene del Cirque du Soleil y Ben Binyamín es israelí. Ambos bailan un extraño tango de contorsionismo extremo sobre dos fragmentos de estirpe andaluza, tomados del Capricho español, de Nikolai Rimski-Korsakov.

Con el marco de la brillante música de la ópera Carmen, de Georges Bizet, el mimo malabarista Vladimir Tsarkov y el artista de técnicas aéreas Alexander Streltsov, hacen sus números realmente asombrosos con aros y cubos rodantes, que giran en el espacio y dominan el amplio escenario de la Ríos Reyna.

No puede terminar de manera más excitante esta primera parte del Cirque de la Symphonie, con el arte de Aloysia Gavre, ahora haciendo piruetas, tensiones, colgando, girando, danzando desde el aro áéreo suspendido sobre el escenario y ella sujeta a él con recursos mínimos mientras logra componer figuras bellísimas. Los últimos minutos sobre el crescendo y la coda de la Danza bacanal, de la ópera Sansón y Dalila, de Camille Saint-Saëns, son realmente extraordinarios.

La segunda parte del espectáculo cubre números cómicos con el mimo Vladimir Tsarkov, que involucran al maestro Rugeles, para diversión de la audiencia. Sirven de antesala a un poderoso acto, a cargo de Sagiv Ben Binyamin, quien en las sedas colgantes vuela literalmente por sobre el escenario de la Ríos Reyna atravesando la música de la Cabalgata de las Valquirias de Richard Wagner; a un pasmoso acto de contorsionismo dancístico, a cargo de Elena Tsarkova con el Vals de La bella durmiente, de Tchaikovsky, quien también acompaña a Alexander Streltsov y a Christine Van Loo, con música del Lago de los cisnes, en extraordinaria coreografía aérea con las sedas.

Este acto, de una calidad , magisterio y sincronía tales que hubiese sido un cierre digno, da paso, sin embargo, a un nuevo asombro. Sobre el aún provocador arreglo para orquesta sinfónica que Leopold Stokowski hiciera de la Tocata y fuga en re menor, de Juan Sebastián Bach, y que Rugeles dirige con precisión y potencia al frente de la Sinfónica de Venezuela, entran a escena dos gigantes: Jarek y Darek (Jaroslaw Marciniak y Dariusz Wronski), quienes desafían la resistencia humana, la gravedad, el equilibrio, los músculos, la simetría en un acto que parece de fuerza, pero en realidad es de concentración, destreza y…fuerza. La impactante música lleva la increíble contemplación de aquellos dos colosos tensándose, pendiendo y sostenido uno encima del otro casi sobre nada, a una dimensión hipnótica y surrealista.

Sencillo, minimalista y limpio, con una honestidad que hoy es excepcional, es el emocionante Cirque de la Symphonie.

jueves, 29 de marzo de 2012

UN VIEJO Y FALLIDO BOLIVAR

Foto Clarisse Lavaure
Einar Goyo Ponte

Una marca de añoranza y desarraigo habita en la gestación de la ópera Bolívar, de Darius Milhaud, desde el origen mismo del texto. Jules Supervielle -de quien cuentan sentía una fascinación por el personaje (no una pasión, pues los descuidos y carencias de su invención no concuerdan con el concepto), la cual no llegó nunca sin embargo a estimularle una verdadera inquietud por investigarlo, como se demostrará en breve-, era francés, nacido en Uruguay. En su mestizaje habría querido, presumiblemente, recuperar raíces al tratar dramáticamente al personaje del Libertador, sobre todo en una época marcada por los nacionalismos musicales en América.

Una vena similar podría percibirse en Milhaud: agregado cultural de su país en Brasil durante un par de años, dejó que su música se llenara de los choros y sambas de ese país. Alejado de él, y en estadía en EEUU, mientras concluye la Segunda Guerra Mundial, durante la cual París padecía la bota nazi, podríamos imaginar a un compositor atraído por el Bolívar de Supervielle, que le permitiría reconectarse con Suramérica, y de manera indirecta con su propio país, sometido y privado de libertad. De todas estas añoranzas habría surgido la empresa de producir la ópera Bolívar.

Infortunadamente las obras maestras requieren mucho más que añoranza para llegar a serlo. Y esto creo es la sensación que nos deja la reposición (más bien estreno, al menos de su original en francés, en Venezuela) de esta obra, estrenada hace ya más de 60 años. Y es que el tiempo nunca pasa en vano: Algunas cosas envejecen mejor que otras, algunas hasta tienen la suerte de encontrar en el futuro al público y la recepción feliz que les fuera negada en su momento. No es, me temo, el caso de la ópera de Milhaud.

Ni a ello contribuyó la deficiente puesta en escena de Diana y Atahualpa Lichy, con un producto que parecía haber sido la tentativa de distintas ideas, ninguna de ellas conseguida ni consumada, entre otras cosas por un presupuesto a todas luces insuficiente para aproximarse a sus anhelos.

El cortocircuito, sin embargo, es primordial: está en el difícil libreto de Madeleine Milhaud, basado en el texto teatral de Supervielle, ambos episódicos e incoherentes, y en los cuales sus autores ambicionaron dar una semblanza del héroe venezolano, sin demasiada continuidad ni curva dramática. En un momento vemos a Bolívar amando y perdiendo a María Teresa, en el próximo liberando esclavos y enfrentándose a los comisarios reales españoles, al siguiente intenta dar la célebre arenga del terremoto de 1812, enseguida conoce a Manuela Sáenz en Caracas en 1813, recién llegado de la Campaña Admirable; en nuevo acto la deja sola a merced de Boves. En el próximo lo vemos ya atravesando el paso de Los Andes, con Manuela a su lado, lo cual desemboca en la fundación de Bolivia y en la oferta de una corona americana. Luego atentan contra él, luego Manuela desaparece misteriosamente y Bolívar muere íngrimo, consolado por el espectro de su esposa.

No nos detendremos ahora en todo lo que falta de la vida de Bolívar y que hubiera podido ser perfectamente “operizable”, al tiempo de poder construir un personaje más acorde con su referente histórico. La Ópera, en tanto género, casi nunca cumple con estatutos de historicidad. Pero sí vale destacar ciertos elementos que conspiran contra lo dramático, elemento indispensable en una obra lírica.

Bolívar en su hacienda de San Mateo tiene dos esclavos negros que van a acompañarlo durante casi toda la ópera, Nicanor y Precipitación -esta última, posible residuo de la Negra Hipolita o Matea-. La inclusión de Nicanor es más extraña. Además de lo improbable de su compañía a través de los 22 años que duró la aventura bolivariana. Este personaje viene a usurpar, en la escena del atentado, el lugar que hubiera podido ocupar más honrosa y dramáticamente, el Mariscal Sucre, en tanto amigo fiel del Libertador, o el histórico legionario inglés Fergusson, realmente muerto en el avatar. Sin embargo, la idea del amigo constante de Bolívar se acercaría más a Sucre, que a este difícil Nicanor, incluido un poco neocolonialmente, como elemento de riguroso color local para una obra latinoamericana, de cuño nuevomundista y pintoresco, muy fresco en 1950 y aún no abolido en 2012.

El otro gigantesco desatino del libreto es el destino de Manuela Sáenz. De nuevo, no me preocupa aquí su aparición anacrónica en 1812, sino su arco dramático, el cual se disuelve inmerecidamente después de ser la pareja dramática y vocal de Bolívar, de padecer el también incongruente avatar de la tortura a manos de Boves (episodio absolutamente inconexo en la ópera, que aquí sólo adquiere validación artística por el certeramente agresivo trabajo de la coreografía de Luz Urdaneta), y de alcanzar con el héroe las escasas cumbres que el drama permite. Manuela desaparece inexplicablemente y en la escena final vuelve un fantasma a consolar y redimir a Bolívar en su lecho de muerte, y un héroe ingrato y desmemoriado vuelve a amar a su María Teresa incorpórea y añorar su juventud, como si lo vivido con Manuela nunca hubiese ocurrido o fuese un sueño (¡hay que ver las implicaciones ideológicas que esta descabellada idea de Supervielle y Milhaud plantea!).

Sobre este puñado de incoherencias, montar una puesta en escena plausible es tarea harto ardua, y lamentablemente Diana y Atahualpa Lichy no salen airosos del reto.

Foto Clarisse Lavaure
Amparados en una escenografía absolutamente a medio hacer, firmada por Edwin Erminy, cuyos únicos puntos altos son la casa de hacienda del primer cuadro, y la impresión de plenitud de espacios que dan los recursos superpuestos y la iluminación de Ernesto Pinto en los primeros minutos del Acto III, mientras que el resto aparece como producto devastado del terremoto de 1812 (el miserable mobiliario, la vacuidad de los espacios entre objetos, las escaleras metálicas, los desnudos andamios), los Lichy intentan salvar la estructura episódica con diapositivas y grabados de época, de variable efecto, pero sin conseguir llenar la vastedad del escenario de la Sala Ríos Reyna. El momento más logrado de su propuesta escénica está en el cuadro del Paso de los Andes, donde la belleza de las imágenes (mas no de su proyección, muy opaca) debida a Diego Rísquez y a Lichy mismo, se funde con la música, en ese momento, infrecuentemente eufónica, y sugiere una atmósfera de viaje trascendente, la cual es saboteada desgraciadamente por los inevitables metales y andamiajes que no dejan de molestarnos en el ojo toda la ópera. La estética del Teatro Pobre, cara a un Grotowski o a un Buenaventura, difícilmente se adapta a la historia de un héroe como Bolívar.

Como si fuera poca la carga de trabajar con un libreto de las deficiencias de éste, se suma ahora la discutible calidad de la música de Darius Milhaud, muy, pero que muy distante de muchas de sus canciones, de sus ballets o de sus piezas para piano. Aquí en Bolívar, hay un desequilibrio y una carencia de proporciones difícilmente salvables. Dramáticamente inscrita en la estética de la Grand Opéra (longitud, grandes frescos corales, fragmentos sinfónicos, ballets) adolece, sin embargo, del aliento épico de ese estilo que habían llevado a su cumbre Meyerbeer, Halévy, Massenet y Saint-Sáens. Lo que los críticos han llamado la técnica de las superposiciones tonales hace que Bolívar, no siendo atonal, carezca de elementos fácilmente memorables como leitmotiv, temas recurrentes, tonalidades significantes, reconocibles, por lo cual se agota en la parte canora en larguísimas declamaciones o peroratas sin verdadero estro lírico, y en el plano orquestal, en una indefinición estilística que la hace anodina. Para colmo, la versión presentada en el TTC este fin de semana pasado, cortó la suite de ballet del Acto I, cercenando los momentos más costumbristas y de efectos más inmediatos para el gran público. Alfredo Rugeles hizo un tremendo esfuerzo en dar cohesión sonora a algo que en esencia no lo tiene, y conjugó transparencia tímbrica con sostén a los cantantes, a quienes aportó siempre la mayor seguridad, al frente de la incombustible Sinfónica Simón Bolívar.

La vocalidad es otro de los puntos débiles de esta ópera por el palmario desequilibrio dramático-vocal. Bolívar es el rol titular, pero es un papel musicalmente muy ingrato, que prácticamente no tiene un solo momento lírico expansivo, de genuina emoción ni lucimiento, aunque canta y demora en escena por muchísimo tiempo, pero sobre un canto declamado, plano y distante. En contraposición está el rol de Manuela, concebido para una soprano ligero-coloratura, que cada vez que abre la boca eclipsa a todos quienes la acompañan en escena, tal es la brillantez, la emocionalidad de la escritura y los efectos teatrales que plagan su partitura. Ello es particularmente evidente en la primera escena del Acto III, la de Bolívar rey, en la cual el héroe rechaza la corona que le ofrecen en una larga y difícil peroración sin vuelo musical que termina con un vals que canta Manuela vocalizando notas y que arranca aplausos del público, mientras la escena bolivariana se sumerge de inmediato en el olvido. En los dúos siempre es de ella la parte del león.

Los personajes secundarios, numerosos en una obra episódica y tumultuosa como ésta, no tienen sin embargo demasiado lucimiento a lo largo de las casi tres horas extensas de música que la ópera dura. Ni Boves, ni Nicanor, ni Precipitación tienen ningún momento verdaderamente memorable. Sólo María Teresa que canta al inicio y al final tiene, como Manuela, cierta recompensa canora en sus intervenciones, mientras el pobre Bolívar trata de montarse al privilegiado carro que ellas conducen.

Foto Clarisse Lavaure
Ante este panorama sólo destacaron el profesionalismo, la solvencia musical y la calidad sonora del barítono Pierre-Yves Pruvot, quien resiste estoicamente el árido pasaje del papel protagonista con su voz plena, oscura, que nos recordó al joven José Van Dam; la soprano criolla Mariana Ortiz, quien no desaprovecha para nada sus abundantes y sustanciosos momentos vocales: su plegaria, sus dúos con Bolívar, sus arias, su himno a la libertad, el vals, etc., impacta favorablemente al público, como un oasis musical ante tanta elucubración acústica. Más irregular la veterana Margot Pares-Reyna como María Teresa, y muy notable la resonancia del instrumento de Katiuska Rodríguez como Precipitación. En los linderos de lo olvidable, el resto de los cantantes.

Acerca del Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño y del Polifónico Rafael Suárez, lamento descubrir que no son estas las aguas por las que sus navíos se deslizan más cómodamente.

Aunque creo que nadie, salvo los anclados en sus amadas nostalgias, en este mundo posmoderno, poscolonial, hiper-idiosincrático, pueda ya digerir este Bolívar excesivamente europeo y envejecido con implacable rapidez.

lunes, 19 de marzo de 2012

CICLO MAHLER-DUDAMEL (Y II): DE LA TERGIVERSACIÓN A LA APOTEOSIS

Einar Goyo Ponte

En la pasada entrega sobre el ciclo histórico que protagonizó el director Gustavo Dudamel en Venezuela al interpretar la integral de las Sinfonías de Gustav Mahler, comenté, en sus preámbulos, que el título con el cual se estaba identificando la empresa musical, “Con Dudamel por la paz”, tenía contenidos, por lo menos discutibles. Creo que este es un buen momento para explicar por qué.



Sólo manejando el estereotipo de la música entendida como armonía se puede aceptar sin chistar el que relacionemos un ciclo de sinfonías mahlerianas con una búsqueda de paz. Personalmente pienso que ni con Beethoven (a pesar de su Oda a la alegría), ni con Brahms, ni con Tchaikovsky puede establecerse una asociación tal. Hay en el interior de su música demasiada inquietud, demasiada angustia creadora, demasiado conflicto inherente, incluso demasiada irreverencia para sintonizar gratuitamente la expresión de esos universos sonoros con la paz.


En Mahler esto se redobla: desde su primera sinfonía al compositor lo desvelan los temas de la resistencia a la muerte, de la implacable búsqueda de trascendencia de la breve y vulnerable vida humana. La “Resurrección” de su Segunda sinfonía no es una beatífica vuelta tras la asunción de la muerte, sino el resultado del combate contra ella. Menos cruenta, pero aún sin resignación y con mucho dolor, es la de la Tercera. En la Cuarta sí es posible sentir una tregua mediante la inserción del elemento infantil, pero es momentánea ante los terribles combates que se entablan en la Quinta y la Sexta, entre la individualidad, lo subjetivo y el entorno del mundo, adversario formidable que incluso lo derrota en la última de ellas. En la Séptima hay una cruel invectiva contra el gusto del público y el sentido académico de la tradición, en un acerbo ajuste de cuentas con sus antiguos patrones: los jerarcas de la Opera de Viena, de donde había sido despedido un par de años antes. La Octava, no sólo por su multitudinariedad, sino por la crispada potencia de sus exigencias vocales y corales, y el tema del mito de Fausto, el sabio que vende su alma al diablo para obtener el conocimiento de todo hasta que es salvado por el “eterno femenino”, se resiste a asociarse a la idea de la paz. Fausto no es precisamente un mito “pacífico”, y no sólo por la presencia de Mefistófeles. Y en la Novena, la conciencia de la muerte propicia aún búsquedas inquietas, sardónicas miradas, rebeldías feroces y derrotadas de antemano, y aceptaciones resignadas de extinción o disolución. Pero resignación no es paz. ¿O sí?


Tornemos al hecho meramente musical. En la continuación del ciclo mahleriano, Dudamel ejecutó la última presentación sólo con la Sinfónica Simón Bolívar y las primeras con la orquesta de la que también es titular en Estados Unidos, la Filarmónica de Los Ángeles.


Con la primera repitió galas en lo que es una de sus mejores lecturas del compositor austríaco, la de la Séptima Sinfonía, a la que dotando de una sensualidad sonora flamboyante, cantabilísima y brillante, llega a tergiversarla casi totalmente. Es difícil percibir en la interpretación de Dudamel la deconstrucción irónica e implacable de las tradiciones musicales, los anuncios heráldicos de la atonalidad, el sentido paródico y la saña sobre el tema de Los maestros cantores, de Wagner, en el último movimiento, piedra lanzada con inteligente filo a los jerarcas de la Opera de Viena. Y es difícil porque en Dudamel todo suena festivo, lírico, irresistiblemente mórbido.


En el debut de la Filarmónica de Los Ángeles, interpretó la Novena Sinfonía, resignado canto de extinción del compositor, que es otra de las grandes lecturas dudamelianas del ciclo. En el afán por apegarse al estricto lenguaje musical, el director venezolano consigue momentos inauditos como la presentación del tema principal del primer movimiento, el juego con las disonancias en el Ländler del segundo movimiento, el ímpetu frenético del tercer movimiento, franca parodia del final de su propia 1ª. Sinfonía (uno de los detalles que se perdieron al programar el ciclo sin seguir la secuencia de las sinfonías: era imposible para el público captar estas interrelaciones de sus obras, que tanta cohesión dan a la hora de entender la autobiografía que Mahler escribe con sus obras musicales), y el pulso agónico, exasperante que imprime a los compases finales del último Adagio, exigiendo del público una concentración y silencio inusuales.


Tras el receso de un domingo electoralmente histórico, el lunes se retomó el ciclo con una de las sinfonías más diáfanas e ingenuas del ciclo: la Cuarta. Era el segundo concierto con la LA Phil, como gustan abreviarse el nombre, y ya comenzábamos a acostumbrarnos al contraste de sus calvas, canas, anteojos de aumento y figuras maduras y entradas en carnes con los ágiles, rozagantes, entre informales y glamorosos chicos de nuestra Sinfónica Simón Bolívar.


En la 4ª. Sinfonía volvió Dudamel a preferir la lectura hedonista y acústica. Sus tiempos son briosos y su sonoridad impecablemente sensual, lo cual le rindió frutos en los movimientos centrales de la obra. En el final hubo de asentarse en sus maderas meditativas para disimular las carencias de la soprano Klara Ek, tremolante y con problemas de entonación.


Cuando, en la pasada crónica de este ciclo, mencioné lo de que no era necesario que Dudamel explicará conceptualmente su visión de las sinfonías de Mahler, no contaba con una enigmática elección que el director haría en la ejecución de la Sexta Sinfonía, llamada “La trágica”. A pesar de que el programa lo redactaba de manera contraria, que es como en la totalidad de las versiones que conocemos de esta obra se acostumbra a ejecutar, Dudamel cambió arbitrariamente el orden de los movimientos 2º. y 3º. Es sabido que ese era el orden del esquema original del compositor, pero él mismo lo cambió posteriormente, y así ha sido respetado en las ediciones de la Sociedad Internacional Gustav Mahler. ¿Quiso ser fiel Dudamel a la versión original? Entonces, por qué no lo fue también con el tercer golpe de martillo, igualmente suprimido por el autor en la edición definitiva, y que Dudamel no prescribió?


El resultado fue un lustrado tímbrico de alta calidad, un extraño descuido en la tensión y el lirismo del Andante moderato, con el "tema de Alma", un esmero en los detalles prevanguardistas del Scherzo, y una atmósfera de derrota reconocida, incluso desde los primeros compases del Finale, lo cual resta a la obra de su impacto definitivo y de su tragicidad, pues al cambiar el orden de los movimientos, el aliento de Alma que parece darle fuerza para afrontar la terrible batalla del último movimiento, desaparece y entramos en una visión más pesimista de la narración urdida por Mahler.


Restaban en el ciclo dos sinfonías y el único fragmento concluido por el autor de la Décima. Aquí insistimos en la inconveniencia de obviar la secuencialidad del ciclo para la comprensión cabal del contenido de esta música difícil, y que por primera vez teníamos opción de escuchar como bloque. No fue posible percibir la evolución de los temas provenientes de sus ciclos de canciones, mucho menos notar la transformación y la resignificación que a las mismas su autor les da convirtiéndolas en nervios de sus grandes sinfonías. Era difícil captar la interrelación de temas de una a otra sinfonía (por ejemplo la cohesión armónica que hay entre las primeras cinco, el surgimiento de los temas de Alma en las 6, 7 y 8, ni la intrínseca línea que liga la Novena con la Décima), y lo peor: perdíamos la posibilidad de leer la casi biografía estética de Mahler en la aventura compositiva de sus sinfonías.


Por ello, uno de los conciertos más débiles resultó el penúltimo, con la Sinfonía “Titán” (la Primera) y el Adagio de la Décima. Primero, por mantener la lectura ligera y casi desinteresada que Dudamel repite desde su grabación en 2010, con la LA Phil, llena de sonoridad colorista, pero sin mucho más. Semejante superficialidad erigió la construcción morosa y pesante del último Adagio de la 10ª.


A pesar de la desigual prestación de los cantantes, del tremendismo de los centuplicados coros (justicia es reconocer que esta tradición de muchedumbre musical la inauguró el propio Mahler) y de la ausencia de secuencialización, la lectura Dudameliana de la Octava Sinfonía, llamada “de los mil” fue una de las mejores del ciclo, y mereció su lugar de cierre apoteósico.


Una de las razones, creo, fue el retorno a la escena de la Sinfónica Simón Bolívar, ahora en fusión con su homóloga de Los Ángeles, pues la potencia sonora, la fuerza galvánica y el timbre lujoso que Dudamel consigue con la OSSB aún no es logro con su Orquesta norteamericana, donde lógicamente faltan los años de experiencia vívidos en conjunción, y donde es evidente (y así lució en más de un instante de los conciertos caraqueños) que los maestros de la LA Phil y Dudamel todavía están conociéndose mutuamente.


Poderosa y vibrante fue la Parte I, el Veni Creator Spiritus, pero el segmento final, basado en el epílogo del Fausto, de Goethe, fue una línea ascendente, del claroscuro genésico hasta la apoteosis. Lástima que las voces presentaran tan acusados desniveles: frente a la rotundidad de Brian Mulligan, Alexander Vinogradov; la densidad del decir de Julianna Di Giacomo y Anna Larsson, se oponían la suficiencia de Charlotte Hellekant y Kiera Duffy y la franca virulencia de Manuela Uhl y Burkhard Fritz. Y ello es consecuencia de que Dudamel no trabaje la vocalidad con la meticulosidad, celo y entusiasmo con los que bruñe la sonoridad orquestal. El arco de climax logrado por sus sinfónicas y sus coros (Coro Sinfónico Juvenil Simón Bolívar, Niños Cantores de Venezuela, Schola Cantorum de Caracas y Schola Juvenil de Venezuela), con el agregado emocional que le da la banda de metales fuera de escena fue de absoluta exultación.


Con resonancia internacional y la marca de una experiencia que puede rendir inimaginables frutos, aplaudimos el logro de este Ciclo Mahler, generado por las dos grandes orquestas venezolana y estadounidense, y la rutilante batuta de Gustavo Dudamel.