domingo, 6 de noviembre de 2011

"CROCE E DELIZIA". A ISAAC CHOCRON IN MEMORIAM

"ESTELA: ¿Recuerda usted la de Violetta cuando conoce a Alfredo? (Va al tocadiscos) Esa sorpresa fue sensacional. Oígala mientras yo traigo todo.
JOSE: ¿Canta usted?
ESTELA: No. La Callas. (Sale)

(Se oirá La Traviata: "É strano!...Ah, fors'é lui...Sempre libera")

JOSE: (después de oír el segundo "É strano") Extraño... ¿Quién me lo iba a decir? Sorpresa como me dijo ella. "Algo", según Estévez. (Después de oír "sventura") ¿Será por desventura o por... (burlón) "amore"? Eso es todo lo que repiten y repiten mientras cantan. Amor. Amor. El credo de toda música cantada. Lo alaban. Lo desprecian. Le temen. Les atrae. Lo quieren. Lo rechazan. Lo aceptan. Les enloquece. Las enardece. "Amada, amando": resumen total de la gran esperanza que acabaría con "la árida alegría de su vivir". ¿Qué tal? Traduzco. No comparto. Me explico. (Pausa. Señala el tocadiscos y empieza "Ah, fors'é lui") No sé si muchos siguen pensando así. O sintiendo así. Adorando al amor. La ópera tiene sus fanáticos. Como los de la Iglesia. Aún los más fanáticos deberían algún día aburrirse de tanto oír cantando amor; deberían concentrarse en la música, ¡Gracias a Dios!, incólume... y oír únicamente como si fuera música, todas esas letras melosas, tan almibaradas, tan "mousseline au chocolat"...¡Qué cara puso al oírme pronunciarlo impecablemente! ¡Qué cara pondría si supiera que además de poder pronunciarlo, lo he probado como también he bebido su champán y comido su caviar y su paté. Cabimas será un pueblo inmundo, pero tuvo plata petrolera con que comprar todo de todo el mundo. Y sí, llegó la zarzuela, ¡qué nerviosa se puso!, sí llegó con ella a cuestas y yo la vi y era regular, realmente nada más que regular, si llegó la zarzuela, ¿cómo no iban a llegar champán, caviar, paté y mousseline? Todo eso lo he probado sin necesidad de documentos o papeles o viajes a San Pedro Sula. Creí que me estaba hablando del Vaticano. Ese sí que podría haber abierto su boca y gritado a voz en cuello, que representa un amor, pálpito del universo entero. Del universo entero, misterioso, noble, mayoritario al menos, cruz, pero sin delicia. Cruz y delicia es el otro amor, el de la ópera, el que no existe aunque proteste que la delicia está en el corazón.
ESTELA: (Al "¡Follie, follie!" entra con bandeja que pone sobre el piano, sirve el champán, le da copa a José y con la suya brinda) "Pobre mujer, sola, abandonada, en este desierto populoso llamado"...Maracaibo...
JOSE: (Riendo) ¡Si París la oyera!
ESTELA: ¿Qué puedo esperar? ¿Qué puedo hacer? (Mientras habla, le quita la copa a José, llena ambas copas, las trae y vuelve a brindar) ¿Morir en un torbellino de placeres terrestres? ¿Cuáles placeres aquí? ¡Ah, mi amigo, espere que conozca el mundo! Ese que no se ve por la ventana ni en el cielo. El mundo de verdad, con gente bella, culta, que se desmaya al oír voces como esa y alcanza paroxismos de locura por tratar de expresar la dicha que les explota dentro. ("Sempre libera") ¡Bailemos! (Baila con José) "Nazca el día o muera el día, siempre alegre me encontrará..." (Al oír la voz de Alfredo, Estela deja de bailar y coquetamente repite con Violetta:) "Amore..."
JOSE: Misterioso y noble. Cruz y delicia. ¿Qué opina usted? ¿Está de acuerdo? Yo le confieso que la mezcla de cruz y delicia me confunde.
ESTELA: (Riendo) ¡Locura! ¡Locura!
JOSE: ¿Por qué no canta? Cante por encima de ella.
(Estela lo mira furiosa y va a apagar el tocadiscos)"

De Isaac Chocrón: El acompañante (1978). Primera parte.

María Callas le canta a Chocrón la escena, acompañada por la Orquesta Sinfónica de la RAI, dirigida por Gabriele Santini, en 1953.

martes, 6 de septiembre de 2011

LUCIANO PAVAROTTI: MEMORABILIA II

Einar Goyo Ponte

Un año más sin Luciano Pavarotti. Y mientras más lo escuchamos más vasta es su falta. En esta segunda entrega de su Memorabilia recordamos uno de sus más grandes roles, el de Nemorino, en la ópera L'Elisir d'amore, de Gaetano Donizetti. En el libro My own story, de 1981, llegó a declarar que junto al Rodolfo de La bohéme pucciniana, era su rol favorito o de suerte, pues con ellos triunfaba cada vez que debutaba en un nuevo teatro. Y era natural pues su voz era la exacta para ambos papeles. Del poeta de La Bohéme hablaremos en su momento, pero este Nemorino suyo era la quintaesencia del belcanto romántico: belleza de timbre, solaridad en la emisión, canto mórbido, gracia, chispa y elegancia. Además su estilo de canto, entre vehemente y melancólico lo hacía dramáticamente perfecto para el papel que navega entre la cómica ingenuidad, el encanto bucólico y el galán enamorado. Todo ello está concentrado en una de las romanzas más justamente célebres de todo el repertorio lírico, la ensoñante "Una furtiva lagrima", fragmento idílico y arcádico donde los haya. Es un aria de virtuoso, pero no porque demande grandes exigencias de tesitura ni agilidad, de las cuales casi se diría que carece. Su toque está en el canto expresivo, que debe colorearse y sembrar de "nuances", como se diría en francés; "sfumature", en italiano; vaya!: de delicados matices en español. Para que se aprecie la madurez de Pavarotti en este rol les ofrezco dos indispensables versiones: la primera está tomada de su histórica grabación de estudio, de 1970, con todos los cortes abiertos e incluso con agregados e interpolaciones, al lado de la soberbia Joan Sutherland, y un discutible Spiro Malas, como Dulcamara, bajo la dirección del especialista Richard Bonynge. La segunda es de nueve años más tarde, cuando en la cúspide de su voz y de su feliz matrimonio con Nueva York, canta la mejor versión que creo que nunca dio de esta rutilante aria, acompañado por la Orquesta del Metropolitan Opera House, que dirige el veteranísimo Nicola Rescigno. Dos momentos estelares de Pavarotti en una misma aria.



jueves, 5 de mayo de 2011

GONZALO ROJAS, POETA: IN MEMORIAM

CÍTARA MIA, HERMOSA


Cítara mía, hermosa
muchacha tantas veces gozada en mis festines
carnales y frutales, cantemos hoy para los ángeles,
toquemos para Dios este arrebato velocísimo,
desnudémonos ya, metámonos adentro
del beso más furioso,
porque el cielo nos mira y se complace
en nuestra libertad de animales desnudos.
Dame otra vez tu cuerpo, sus racimos oscuros para que de ellos mane
la luz, deja que muerda tus estrellas, tus nubes olorosas,
único cielo que conozco, permíteme
recorrerte y tocarte como un nuevo David todas las cuerdas,
para que el mismo Dios vaya con mi semilla
como un latido múltiple por tus venas preciosas
y te estalle en los pechos de mármol y destruya
tu armónica cintura, mi cítara, y te baje a la belleza
de la vida mortal.

martes, 15 de marzo de 2011

RIGOLETTO NACIONAL

Einar Goyo Ponte

En la escasa frecuencia con la cual los espectáculos de ópera han ido sucediéndose en el ambiente cultural venezolano desde hace unos tres o cuatro años aproximadamente, ocurre que logros e hitos importantes terminan pasando casi desapercibidos, fruto de la apariencia de excepcionalidad que adquieren a pesar de sí mismos. Es así, como la falta de memoria y crónica del quehacer musical venezolano, hace que acabemos de presenciar un evento hito de la lírica criolla y no lo hayamos celebrado como corresponde: la ópera Rigoletto, de Giuseppe Verdi se montó por última vez en Caracas en el año 2001, con motivo del centenario de la muerte del compositor. En aquel momento, se contó con un elenco heterogéneo, que incluía cantantes criollos, en su mayoría en los roles secundarios, salvo el papel del Duque de Mantua, el del tenor estelar, alternado por un joven tenor argentino, con nuestro Aquiles Machado. El resto de los personajes protagónicos, incluyendo el titular fueron cubiertos con irregular fortuna por cantantes foráneos. Diez años después, gracias al impulso de la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, presenciamos, aunque en versión de concierto, el primer Rigoletto, de elenco completamente nacional.

Sin pasar, por ahora, a los detalles ya pertenecientes a la prestación musical y vocal, se trata de un momento de adultez de nuestro movimiento lírico, que tanto ha sufrido en las distintas repúblicas culturales, desasistido y marginado de toda política, tachado de elitista y minoritario a la hora de hacer deplorables estadísticas con las expresiones artísticas. Porque Rigoletto no sólo es uno de los títulos más importantes del repertorio, sin el cual ningún teatro de ópera, que aspire a cierta dignidad, puede vivir sin asumirlo; sino que es uno de los más difíciles de producir, precisamente por la necesidad de un plantel vocal a la altura de los tremendos retos que la ópera comporta.

Si bien estas aceradas características se extienden a casi todos los títulos verdianos, se ven aquí concentradas básicamente en el personaje titular, quizás el más difícil vocal y dramáticamente hablando, para la cuerda del barítono.

Pero, ¿en qué, concretamente, radica, la inmensa dificultad del papel de Rigoletto? Podríamos responder, con velocidad de resorte, que en la tensión vocal debida a la tesitura alta, que Verdi asigna a sus roles baritonales, pero también al tiempo que el personaje permanece en escena, el cual es, salvo un aproximado de un poco de más de media hora fuera de ella, durante toda la ópera; tampoco se olvida la dificultad musical y técnica de pasajes cantables; algunos abogarán por el detalle de tener que cantar con una joroba todo el tiempo, pero para quien suscribe, la verdadera piedra angular de la enormidad del rol de Rigoletto es la que le impone la particular concepción dramático-musical de Verdi, celosa de producir una verdad dramática, un auténtico aliento teatral y verosímil a la representación de sus obras, durante toda su trayectoria de compositor, o sea, casi toda su vida. Son proverbiales sus ensayos con los protagonistas de su Macbeth, el amor por la escritura shakespereana, la afición por adaptar a sus óperas obras contemporáneas o clásicos de la literatura o del teatro, así como el tiempo que se tomó para producir sus dos últimos títulos: Otello y Falstaff, en aras de dar una fidedigna o, al menos muy respetuosa versión de dos de sus obras favoritas del bardo inglés. Esta concepción dramatúrgica de la ópera verdiana, lo que he llamado en otros espacios y escritos el Sistema ético-dramático verdiano, encuentra su expresión sintética y exacta en lo que el llamaba la “parola scenica”.
Este concepto es por demás tremendamente sencillo. Verdi no dejaba solos a sus escritores mientras estos componían sus libretos. Los atormentaba para que dieran con e hicieran girar el texto sobre el cual él compondría la música de una representación que ya tenía casi montada en su cabeza, alrededor de la “palabra escénica”, la palabra o la frase que sintetizara la carga dramática de la escena o la esencia teatral del personaje: “Amami, Alfredo” en Traviata; “Credo in un dio crudel”, de Yago, en Otello; “Sei vendicata, o madre”, en Il trovatore, podrían ser muy cabales ejemplos. Pero Rigoletto es una ópera, y el bufón jorobado es un personaje llenos, hechos prácticamente de parole sceniche. La maldición que obsesiona al personaje durante toda la ópera, el odio soterrado que siente hacia su amo en el gran monólogo del Acto I (2ª. escena), la conmiseración con la cual se presenta ante su hija en la escena subsiguiente “Deh, non parlare al misero del suo perduto bene…” y cómo le revela que ella es todo para él: “Culto, famiglia, la patria, il mio universo é in te”. Luego en el Acto II, Verdi reduce las palabras a tarareos, que expresan subrepticiamente la angustia paterna y el triste resentimiento que debe ocultar ante los nobles, de quienes sospecha que han sido los raptores de su hija, para luego estallar en el casi salvaje “Cortigiani, vil razza dannata” (Cortesanos, vil raza maldita) y pasar en minutos miserablemente a la súplica, cuando ve que sus fuerzas son insuficientes contra ellos: “Devolvedme la hija, señores…piedad, piedad!”. Aquí he peferido colgarles un ejemplo sonoro que compendie todo lo que se intenta describir. Es el gran Tito Gobbi revelándonos todas las aristas del personaje, escanciando cada frase y exprimiéndole su más hondo sentido. Es de la versión discográfica con Callas y Di Stefano, dirigidos por Tullio Serafin, del año 1955.



Cuando la recupera y la ve deshonrada jura para ella “Sí, vendetta, tremenda vendetta!”, en uno de los dúos más enervantes de toda la historia de la ópera. Y por último en el Acto III, todos sus diálogos están plagados de frases de inmenso efecto: “Quiéres saber también mi nombre? El suyo es delito, castigo el mío”; “Una tempestad en el cielo, en la tierra un homicidio! Oh, cuán grande en verdad me siento!”, cuando cree haber consumado su venganza. “Contémplame ahora, mundo! He aquí un bufón y un poderoso es este” (1), exclama señalando el saco donde cree que está el cuerpo del Duque burlador de su hija. Son frases, no arias ni momentos cantables de las cuales está construido el personaje. Requieren ser dichas, actuadas, cargadas de significación, de verdad. Quizás por ello, el crítico Rodolfo Celletti decía del gran barítono Tito Gobbi - y de quien deploraba su canto-, “que era Rigoletto”, porque sabía decir, comprender y transmitir la hondura y el fango originarios de este personaje.

Allí, en ese enorme reto de cantar actuando con sentido auténtico, es donde creo que radica la extrema dificultad del rol de Rigoletto, y es allí donde las ganas, el esfuerzo, la valentía de Gaspar Colón Moleiro le son, en este momento, aún juvenil de su voz, insuficientes para salir totalmente airoso del reto. Más allá de que el rol lo cansara en sus momentos más acerados, de que escogiera cantar en piano para aligerar la emisión y tomar aire, de que hiciera de tripas corazón para alcanzar notas altas en el dúo con Gilda del Acto II, y saliese solvente del terrible precipicio que son el “Cortigiani… y el “Miei signori, pietá”, su verdadero talón de Aquiles es su debilidad como personaje, el descuido, la indiferencia para varias de las frases enumeradas arriba. Ni el bufón abyecto, ni el padre desesperado, ni el animal vengador terminaron de aparecer en su prestación.

Mucha más fortuna tuvimos en sus compañeros dramáticos. Aquiles Machado estrenando en su patio nueva figura fue efectivo y tonante a lo largo de la función. Se dejan añorar sus matices delicados de hace diez años, pero sigue siendo un duque vibrante y sensual, aunque “La donna é Mobile” ya no tenga la rotundidad de entonces.

Triunfadora absoluta de la velada fue la exquisita Gilda de Mariana Ortiz, dueña de un canto dulce, de elegantes y sensibles acentos. Es tierna en los dúos con su padre, angelical en sus extravíos amorosos por el Duque, y dramáticamente temeraria cuando se arroja al sacrificio ante Sparafucile y Maddalena en el Acto III, para morir con alteza melíflua en brazos del bufón. La sentimos mucho más dueña del papel como la inocente Gilda que como la audaz Violetta de Traviata.

A su lado el plantel nacional de secundarios escaló altos peldaños: sorprendente el Sparafucile de Camilo Serrano, sobre todo en la estruendosa escena de la tormenta. Maddalena es el mejor rol que le hemos visto jamás a Katiuska Rodríguez: sonora, voluptuosa, insolente, brillante. Los instantáneos no desmerecieron su oportunidad. Con su típica solvencia las voces oscuras del Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño.
Se asentaban estas representaciones sin escena del Rigoletto, en el reciente triunfo del joven director venezolano Diego Matheuz en la Fenice de Venecia. Lamento, a la luz de lo escuchado no poder compartir el entusiasmo. Salvo una genial dinámica en el acompañamiento al aria “Cortigiani…” y la potencia de la escena de la tormenta del Acto III, su dirección fue tremendamente desbalanceada, con excesiva presencia de metales y percusión e inapropiada exiguidad de las cuerdas, importantes en la entrada del bufón a su casa, en el dúo con Gilda, y en la “Vendetta” del Acto II. Además se preocupó mucho más de la solvencia acústica de su orquesta, que de acompañar dramáticamente a sus cantantes y de crear el telón sonoro que requerían a falta del escenográfico.

Pero, tengamos paciencia: batuta y voces tienen a su favor la juventud, que si bien es un defecto que se corrige con los años, como decía Bernard Shaw, en ópera es la potencialidad de ser cada vez mejor.

(1) Traducciones mías del libreto de Francesco María Piave.






jueves, 10 de febrero de 2011

DIARIO CHOPINIANO VII: "Viajo por espacios extraños"

Einar Goyo Ponte

“Estoy en Palma, entre las palmeras, los cedros, los cactos, los olivos, los naranjos, los limoneros, los áloes, las higueras, los granados, en una palabra todos los árboles que poseen los invernaderos del Jardin des Plantes. El cielo es turquesa; el mar lapislázuli; las montañas, esmeralda; el aire es como el cielo. Sol, todo el día. Todo el mundo va vestido como en verano, pues hace calor. De noche se escuchan cantos y el sonido de guitarras durante horas enteras. Hay enormes balcones, de donde cuelgan los pámpanos.”


Quien escribe estas entusiastas líneas es Fryderyk Chopin, en una carta a Julian Fontana del 15 de noviembre de 1838. Hasta allí, a Palma de Mallorca ha ido en compañía de George Sand y sus hijos. Lo decidieron en el otoño de 1838. La promesa de lo benigno del clima, los testimonios de los amigos que le pintan la ciudad costera como el paraje que Chopin necesita para curarse, al respirar aire puro y vivir bajo la temperatura soleada y fresca convencen a los viajeros. Salieron de París el 20 de octubre. Han pasado por Perpignan; en Port-Vendres se embarcaron a Barcelona, donde permanecieron una semana, alojados en una pésima posada. De allí llegaron en vapor a Palma de Mallorca a inicios de noviembre. Ante la falta de hoteles tuvieron que hospedarse en la casa de un tonelero, cuyo trabajo de ruido ensordecedor los abrumaba. Sin embargo, el ánimo de Chopin le ha hecho escribir la carta de marras, la cual concluye así: “¡Ah, qué vida, estoy más vivo, me encuentro cerca de lo más bello que existe en el mundo!” Por desgracia, las cosas cambiarán en breve.

Se mudan a Son Vent, cerca de la capital, a una casa modesta, de limitado confort, el cual en invierno se reduce aún más, y éste está ya a la vuelta de la esquina. En diciembre comienzan dos meses de lluvia continua. La humedad abre sus fauces en la casa para la delicada salud de Chopin, quien empieza a toser. El piano prometido no ha llegado, por lo cual no puede probar ni rectificar sus composiciones, así que escribe, corrige, reescribe de manera casi desesperada.

Vuelven a mudarse a una montaña en las afueras de Palma. Alquilan una cartuja y suben en un coche tirado por una mula hasta su nueva casa en Valldemosa. Un pianito de lamentable sonido auxilia a Chopin en esta nueva estancia.

El invierno arrecia: tormentas, brumas, días sombríos. El buscado sol que los llevó hasta Mallorca casi ha desaparecido. Los pocos días en que aparece semejan una burla para el espíritu ya penetrado de angustiosos presagios de Chopin. Además pasa solo la mayoría de sus días, pues Sand y sus hijos pasean todo el día, sin importar el tiempo que haga. Fryderyk se atreve a acompañarlos una vez y regresa casi muerto. Vuelven a asaltarlo los fantasmas mortuorios de sus primeros tiempos fuera de Polonia. Como uno más de sus espectros pasa las noches frente al piano “pálido, con los ojos huraños y los cabellos como erizados en la cabeza”, según escribe Sand en su autobiografía. Pero, el propio Chopin nos da una imagen más cabal: “Viajo por espacios extraños”, escribe en medio de sus delirios. Y esos espacios extraños son los que percibe Sand, escritora, artista también, al ver su penuria en aquel paraje lejano enfrentándose a su música: “Nos tocaba cosas que acababa de componer, o mejor dicho, las ideas terribles o desgarradoras que acababan de apoderarse de él, como contra su voluntad, en una hora de soledad, de tristeza o de terror. Así compuso las más hermosas de esas breves páginas que llamaba modestamente preludios. Son obras maestras. varios de ellos traen al pensamiento visiones de monjes fallecidos y hacen escuchar los cantos fúnebres que lo asediaban. Otros son melancólicos y suaves: se le ocurrían en las horas de sol y salud, con el ruido de la risa de los niños bajo la ventana, el sonido lejano de las guitarras, el canto de las aves bajo el follaje húmedo…Otros son de una tristeza lúgubre y al mismo tiempo que embelesan el oído, desgarran el corazón.” Escucharemos cuatro de esos preludios trabajados o compuestos en estas húmedas y angustiosas horas de Marsella. Son el 4, el 15, el 20 y el 24, último de la serie. Los interpreta el gran Claudio Arrau.



A mediados de febrero de 1839, Chopin baja casi moribundo de Valldemosa. La travesía de retorno es penosa, con hemorragia incluida. Se hospedan en Marsella. Allí reciben la triste noticia del suicidio del tenor Adolphe Nourrit, una de las leyendas del bel canto romántico, insigne intérprete rossiniano y amigo de Fryderyk. En su honor, pues el tenor es marsellés y allí lo llevan a enterrar, Chopin saca fuerzas y toca en su funeral.

Luego vuelven a París.
Dos selecciones más salidas de la aventura mallorquina. El Vals Op. 34, No. 2, y el Nocturno Op. 37, No. 1. Están interpretadas por Dinu Lipatti y Arthur Rubinstein, respectivamente. Dos muestras más de esa música de los "espacios extraños".



lunes, 7 de febrero de 2011

ONEGUIN, EL DESPRECIO A LA FELICIDAD POSIBLE

Foto Tato Baeza
Edgar Villanueva (desde Valencia, España)

Hay algo en la música de Tchaikovsky de irresistible y seductor que va muy por encima del conservadurismo de sus composiciones. Es como una urgencia de expresión, un arrebato sincero y desnudo en un punto angustioso, comunicado mediante fórmulas muy clásicas. Ello se evidencia la mayoría de sus obras, desde las sinfonías y ballets a sus conciertos y óperas.


A Eugene Oneguin, basada en la obra homónima de Alexander Pushkin y estrenada en Moscú en 1879, el compositor evitó etiquetarla como "ópera", optando por la genérica definición de "escenas líricas". Justificaba el eufemismo argumentando que su obra hacia un uso bastante libre de la elipsis teatral. Sin embargo, Oneguin es una de las creaciones más perfectas de Tchaikovsky, por el profundo retrato de los personajes y la concisión de las situaciones dramáticas planteadas.


Oneguin es una historia de desencuentros, de lo que pudo ser, un adelanto romántico a los antivalores que rigen la sociedad actual de consumo. ¿No tienen acaso apabullante actualidad el desprecio a la sinceridad, el elogio a la arrogancia/ignorancia y la ridiculización de los sentimientos?


Foto Tato Baeza
La producción de la Opera Nacional de Varsovia presentada en el Palau de las Arts Reina Sofía de Valencia fue firmada por Mariuz Trelinski. Colaboran Boris Kudlika en la escenografía, Joanna Klims en el diseño de vestuario y Emil Wesolowski como coreógrafo. El director polaco traduce el torrente emocional de la música en imágenes cargadas de intenso simbolismo. Evita toda concesión a la literalidad, aun a riesgo de caer en uno que otro lugar común, como los sucesivos desmayos de la protagonista y la reaparición de Lensky tras su muerte, en las evocaciones del personaje titular. El equilibrio entre las escenas de conjunto y la fuerza dramática de las individuales (escena de la carta de Tatyana, de una abrumante belleza)contribuyó a la fluidez y el dinamismo en el relato escénico.


Un aliado vital desde el foso fue el director de orquesta israelí Omer Meir Wellber, encargado musical de la casa, que condujo con precisión e intenso sentido dramático a los cantantes, a despecho de alguna puntual mezquindad de rubato, solventado por los sonidos suntuosos, típicamente tchaikovskianos, que supo extraer de la Orquesta de la Comunitat Valenciana.


El conjunto de solistas destacó por su juventud, lo que hizo mas creíble la historia. Pero en lo que respecta a la caracterización de los personajes desde lo estrictamente vocal, las carencias jugaron en contra de las prestaciones individuales, con la excepción del bajo Günther Groissbök, que interpretó al Principe Gremin con toda propiedad de medios.


Protagonista absoluta de la ópera, la Tatyana de la soprano Irina Mataeva convence a medias gracias a un timbre hermoso, evidentemente eslavo. Corta de fiato, tuvo que administrar sus limitados medios en las escenas más comprometidas. En su gran momento del primer acto acusó un evidente cansancio, que hizo atropellado el fraseo en los muchos momentos declamativos de la escena de la carta.





Foto Tato Baeza
 Del Oneguin de Artur Rucinski cabe destacar la frescura vocal y sólo eso. No es un intérprete refinado, ni matizador. Canta, en lugar de interpretar: en su Oneguin no hay progresión dramática. Es el mismo hombre el que rechaza sin elegancia la declaración amorosa de Tatyana, y el que implora amor hacia el final de la ópera.


Episódica, a tono con el lado más superficial de su parte, la Olga de Lena Bekina. Y algo más entusiasmante, a pesar de la inconclusión tímbrica de su voz, el Lenski del tenor Dmitri Korchak, que evidenció mejores intenciones que medios en la interpretación más conseguida de todo el elenco.




Muy bien diferenciadas las mezzos Helene Schneiderman como Larina y Margarita Nekrasova como Filipievna. Poco sutil el Trinquet de Emilio Sánchez, cumplidores Simón Lim y Aldo Heo en sus partes de Zaretzki y el Capitán. Poco idiomático el coro de la Comunitat Valenciana, y muy bien la labor de los figurantes/bailarines. ¡Por fin, en una ópera, la coreografía complementa con toda propiedad a la acción dramática!