Maribel Anaya*
La ópera Dido & Aeneas es una de las composiciones más importantes del músico inglés del barroco Henry Purcell. En el libreto, compuesto por el poeta y dramaturgo Nahum Tate, se recrea una vez más la historia de la reina de Cartago y el troyano Eneas, a partir por supuesto del libro IV de La Eneida. Vemos así versionada a la Dido de Virgilio. Por lo que se trata aquí de comentar cómo se recibe la Dido de la ópera y cómo se recibe la del texto; cuáles son las diferencias y las similitudes, pues en el caso de la ópera se trata de la reina representada sobre las tablas y de su lamento musicalizado. A primera vista resulta fácil afirmar que la conmovedora Dido de Virgilio adquiere otras dimensiones cuando la escuchamos lamentarse. La música cala en nosotros de otro modo del que lo hace la palabra. Si nos preguntamos el por qué de esto debemos volver entonces a los orígenes de la poesía, pues hubo un tiempo en que la palabra y la música estuvieron unidas. La poesía era canto, música, melodía. De ahí que La Ilíada, La Odisea y los grandes poemas épicos eran recitados o cantados –muchas veces de memoria- no leídos, y esta actividad era realizada en conjunto: se cantaban las hazañas y los excesos de los héroes para un público y en muchas ocasiones los versos, que ya de por sí poseen musicalidad, eran acompañados por algún instrumento sencillo. ¿No podría ser éste el origen de la ópera como la conocemos hoy? Aunque parezca difícil de creer, aun en nuestros tiempos necesitamos urgentemente seguir escuchando poesía, por eso vamos al teatro, por eso los recitales, por eso seguimos acudiendo a la ópera. Habrá quien asegure que el tiempo de la poesía se ha perdido, quien afirme esto tendrá ejemplos de sobra para ilustrar su afirmación, sin dudas. Sin embargo, aún hoy y en algunas ocasiones, palabra y música vuelven a reconciliarse en la poesía. La ópera es una buena demostración.
Así se va construyendo la Dido de Tate y de Purcell; siempre a través del canto. Dido canta su angustia a Belinda, su dama, pues en esta versión no aparece Ana. Sin embargo Belinda cumple las funciones de la Ana de La Eneida: alimenta la pasión de la reina y, con cantos de esperanza, le asegura que el héroe también la ama. Dido canta y la música está sucediendo dentro de ella. El Eneas de ésta ópera se confiesa convicto y jura no tener otro destino que la reina de Cartago; tenemos aquí a un Eneas que aparentemente ha renunciado a su destino de fundador de Roma. Entonces, el héroe ama. En Virgilio el héroe no puede amar, en La Eneida no se da pie para que Eneas renuncie a su misión, no cabe la posibilidad de desobedecer a los dioses. El Eneas virgiliano es inclemente, inamovible, inconmovible. Ni siquiera se rinde ante al llanto de Ana, y mientras que en el libreto de Tate es evidente la vacilación, en Virgilio, Eneas, con una voluntad aparentemente inquebrantable, parte abandonando las costas de Cartago y a su reina.
Al principio de los amores entre Dido y Eneas, tanto en Virgilio como en el libreto de Tate, la figura de la reina se verá gravemente herida por la Fama. En el caso de la ópera aparecen las hechiceras que se hacen pasar por los dioses y se presentan ante Eneas para recordarle su supuesto destino. Este elemento de las hechiceras viene a poner en duda si el verdadero destino de Eneas es ese, o si simplemente es un truco. Sin embargo, más adelante se descubre que lo que hacen las hechiceras es adelantar la partida del troyano que estaba destinada y decidida desde el primer momento en que pisó tierras cartaginenses. A propósito de éste pasaje vale la pena reparar en que esta vez el canto de las hechiceras es persuasión y hechizo. Las voces suenan distintas, lejanas, difusas, como un canto de sirenas. Así, en el segundo acto, al quedarse solo el hombre, desciende el espíritu de la hechicera personificado como Mercurio, quien cantando le conmina: “no desperdicies más el tiempo en delicias de Amor”. Al parecer el canto ha logrado hechizar al héroe que se decide a partir, alistando sus naves en secreto, tal como ocurre en La Eneida.
A bordo de las naves un fuerte marinero canta virilmente: “brindad en corta despedida con vuestras ninfas de la costa, y silenciad su tristeza con votos de regreso, pero no intentéis volver a visitarlas nunca más”. Vemos aquí el mismo canto que comparten los marineros que están por partir. Los tripulantes de la flota troyana mientras danzan, escuchan las risas de las hechiceras, los cantos entrecortados por las carcajadas. De pronto irrumpe el canto de la hechicera mayor, que anuncia lo que ya se presentía: “Elisa sangra esta noche y Cartago arderá en llamas mañana”. Al igual que en Virgilio, el fin de Dido es ineludible y se relaciona también con la caída de su reino.
Pero, justo antes de partir, entra Eneas al palacio. La Dido de Tate increpa a su amado. Él se arrepiente, cosa que no vemos en el Eneas de Virgilio. Pero a pesar del momentáneo arrepentimiento del Eneas de la ópera, esta Dido terminará igual que la virgiliana. Hay un leve matiz en la ópera y es que la reina, al ver que su Eneas está dispuesto a quebrantar la voluntad de Júpiter, lo obliga ofendida a partir. Quizás la Dido virgiliana no habría hecho tal cosa, no son sus palabras. Pero más allá de las especulaciones, ambas protagonistas están decididas a terminar con sus vidas. Y aunque la primera arde sobre las llamas, la segunda arde también en el canto. La angustia se deja escuchar, Dido canta mientras va muriendo y le repite a Belinda, en una de las arias más estremecedoras: “Tu mano, Belinda; me envuelven las sombras (…) cuando yazga en tierra, mis equivocaciones no deberán crearle problemas a tu pecho; recuérdame, pero, ¡ay!, olvida mi destino…”. Respecto a esta aria el experto en la materia, el profesor Einar Goyo Ponte, asegura que “se trata de la primera gran aria de la historia. Con todo lo que descubrió y logró Monteverdi, la primera aria expresiva, condensadora de un intenso sentimiento es el "When I am laid", o lamento de Dido, justo al final de la ópera Dido & Aeneas”. Así con esta gran aria Dido se acerca a su final, disminuida y tomada de la mano de Belinda, recostada en el pecho de ella, se lamenta. Ruega, en el canto más estremecedor, con notas profundas y largas, en un lamento desgarrador sin ser melodramático, sin ser destemplado.
En la ópera la muerte de Dido es una muerte cantada. ¿Qué características tiene una muerte cantada que la distingue de una muerte escrita o representada de otro modo? Probablemente que son más sentidos los que intervienen en la interpretación. En la muerte que se nos dice con palabras está la imagen, lo que imaginamos; en el canto el golpe es quizás más inmediato: lo escuchamos de una vez, la vemos desvanecerse y en nuestro cuerpo entra su lamento. Así se va deshaciendo la vida de la reina en largas notas fúnebres. Pide, ruega ser recordada pero exige que su destino sea olvidado; el mismo destino que la Dido de Virgilio: la reina que cayó en desgracia, que olvidó a su pueblo, su compromiso de castidad y de fidelidad, y la que por amor se rindió ante el extranjero.
Finalmente el coro, que ha acompañado los cantos de la reina desde los inicios de la ópera, se dirige a Cupido, pidiéndole flores para su tumba y eterna compañía para la reina tan gravemente herida de muerte por su flecha. Así, Cupido se queda para la eternidad y danza esparciendo rosas a la tumba de la desgraciada reina.
Cierra el telón. Silencio total. Ha concluido todo. Se ha extinguido la voz de la reina y con ella, su vida. Esta vez serán notas fúnebres las que emanen del coro. Cae el telón como cae el cuerpo en la pira de la Dido de Virgilio. Y en esta caída una Dido y la otra, versiones del mismo personaje, se acercan, se encuentran, se empalman hasta terminar fundidas en la Muerte.
*Maribel Anaya es estudiante de la Escuela de Letras de la UCV.
Para ilustrar el texto les colgamos aquí, cortesía de dos suscriptores de You Tube dos hermosas versiones del Lamento de Dido. Una en audio, de la norteamericana Susan Graham, dirigida por Emmanuelle Haïm, con ornamentos barrocos, y una excelente versión clásica, en un video histórico de Dame Janet Baker.
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