domingo, 20 de mayo de 2012

Tosca: riesgos y revelaciones

Einar Goyo Ponte

Tosca es un riesgo. No sólo por las dificultades musicales, vocales, escénicas y dramáticas que plantea para su representación cabal, sino también por su tema. La ópera ha dado en convertirse en esta referencia de lo incesante; con el cine comparte rol de vitrina reeditora de mitos, de complejos psíquicos, morales, sociales. O sea humanos. Y Tosca posee en alto grado estos elementos de insospechada recurrencia.Uno podría creer que el melodrama de Victorien Sardou, lleno de las argucias del género folletinesco e historicista del que era maestro su autor, así como los avatares que narra, acontecidos en el remoto pasado de la Europa napoleónica, al inicio del siglo XIX, no encontrarían apenas puntos de contacto con nuestra modernidad post-liberal. Sin embargo, es lo contrario: artistas de ideas contrarias al sistema, individuos que luchan por preservar un mínimo de privacidad en un contexto que los vigila, los registra, sospecha de ellos, los controla, desde la ultrainvasiva presencia del poder. Y el poder en su estado más policial y terrible: la persecución de las ideas, el terror contra sus habitantes, usando artimañas, manipulando, entrometiéndose hasta en sus espacios más domésticos e íntimos. Presos políticos, familiares desesperados, arrestos, torturas, muertes, fusilamientos, chantajes emocionales y sexuales. Toda la panoplia del abuso del poderoso contra el particular indefenso. Eso es Tosca. ¿Resulta familiar? ¿Se entiende ahora por qué representarla puede ser riesgoso?


En un momento social como el que vive Venezuela, Tosca puede encontrar aristas demasiado sensibles, incluso a ambos lados de la ecuación política. Verla pues, presentada en el primer teatro del país, escenario político oficial, además, repotencia todos estos riesgos enumerados.


Julio Bouley abordó con suma inteligencia esta cuerda floja del reto de poner en escena este título pucciniano. Lo exploró a profundidad, hizo una purga de elementos históricos, realistas, evidentes (algo similar hizo Wieland Wagner con las óperas de su abuelo, cuando asumió la dirección artística de Bayreuth, para deslastrarlas de los nexos con el nazismo), y se asentó en el terreno simbólico, exprimió el recurso de la anacronía, rayando la inconsciencia, y planteó una lectura casi apolítica (hasta donde esto es posible en Tosca), basada en el aspecto más cotidiano de la dialéctica del poder y nosotros: la información. Lo que sabemos y lo que no. Lo que queremos saber y lo que no podemos o no debemos saber. Lo que otros desean saber de nosotros y lo que debemos ocultar, para un mínimo de privacidad. Y allí reside el punto inevitable: el combate entre el poder y nuestra vida privada. Bouley convierte a Tosca, la protagonista, la actriz, la cantante, en la figura donde este conflicto hace eclosión. Regularmente suele verse a Tosca, como el enfrentamiento feroz entre dos enormidades: ella, celosa, explosiva, pasionaria; y Scarpia, sádico, siniestro, poderoso, amoral; en medio de quienes queda atrapado Mario Cavaradossi, sacrificado como víctima (no inocente, por supuesto, pero sí del combate de las dos desmesuras). En la lectura de Bouley, la víctima es Tosca, incapaz de disimular ni sus celos, ni su pasión, ni su amor, ni su angustia, ni sus reacciones, sin medir quién es su público ni cuán conveniente es ocultar o revelar. Por ello su vestuario espectacular (gran logro de Edgar Gil), ora pasarela de modelo de revista, ora diva suntuosa, por ello los focos, las vías rojo sangre por las que entra, sale y ejecuta sus acciones definitivas en el Acto II. El foco está siempre sobre ella. No puede ocultarse y ello termina obnubilándola, tanto que no puede ver el engaño que mata a Mario en el último acto. Ella, la gran actriz, no puede percatarse de que todo es una macabra representación.


De nuevo, apoyado en el trabajo de Edgar Gil con la escenografía, la puesta juega con el elemento anacrónico e intemporal, con estructuras más bien abstractas o simbólicas. Con sugerentes juegos de espacio, el Acto I ofrece un atractivo dispositivo electrónico que sustituye el lienzo de la Attavanti que Cavaradossi pinta. Aquí es una pantalla que nos muestra un rostro a lo Marilyn Monroe, otra diva, sacrificada por lo que se sabía y lo que se ignora de ella, que luego deriva a la imagen de unos ojos, al estilo Big Brother, de la novela 1984, de Orwell (Es lástima que esta imagen no se vea con la misma calidad desde todos los ángulos de la Ríos Reyna, como pude comprobar). Esta iglesia se transforma en bóveda carcelaria, y de nuevo en Iglesia, en el climax del Te Deum, que cierra el Acto.


El segundo acto se aleja bastante del original, que ocurre en el Palazzo Farnese. Aquí estamos en un espacio oscuro, hipermoderno, pero opresivo, intimidante como el lugar de tortura en el que se convierte durante la acción. Al tiempo que evoca la imagen de un macabro show, por su estructura compuesta de octaedros metálicos -un poco demasiado neutros pero efectivos-, en el que se representará la tortura de Mario, el comercio sexual de Scarpia y su muerte final. El último acto incurre en un error frecuente en los montajes de Tosca: su descuido. Como si la cima de la intriga ya se hubiese colmado en el acto anterior, al parecer, los derroches líricos de Mario (su inefable “E lucevan le stelle”) y de Tosca (sus dúos finales con Mario) no les inspiraran, ni el crucial desenlace con la muerte de ambos protagonistas mereciera la misma carga escénica o estética de lo anterior. Así, allí solo vemos una poco comprensible estructura piramidal, peligrosa para los tacones de la diva, unas altas escaleras, una suma oscuridad y mucho brinco de los esbirros, pero nada que esté a la altura de la efectividad lograda en los actos anteriores. Los patineteros del “amanecer romano” son inútilmente incoherentes. Buen trabajo, a lo largo de los tres actos, de la iluminación de Ricardo Nortier. Del vestuario de Edgar Gil, La Roche, Nigro y Flores ya hemos señalado su logro con Tosca, también lo es destacado con Scarpia, pero la indefinición debilita a Cavaradossi, los esbirros están logrados a medias (buen diseño, pero en los cuerpos delgados de los figurantes, pierden la intimidación buscada). Tampoco consiguen coherencia los indecisos trajes del coro en el Acto I.


En el plano vocal tuvimos sorpresas: acertado el salero con el cual Francisco Dugarte diseña su Sacristán, así como el servil Spoletta que sostiene Idwer Álvarez. Del trío protagónico el más débil resultó el Cavaradossi de Robert Girón quien, poseedor de un bello timbre y una buena impronta vocal, parece desconcentrarse a menudo, por lo que su prestación resulta irregular: algunas notas topes buenas, otras más inestables, algunos matices interesantes, otros pasajes donde pareciera no tener idea del texto que canta, como en su “E lucevan le stelle”, con bellas regulaciones al comienzo, pero sin pathos alguno al final.


A su lado Sara Catarine compone una Floria Tosca que viene de menos a más. Las frases mórbidas, de mujer enamorada del Acto I le quedan lejanas en su instrumento metálico y un poco trinante. Pero en el Acto II, tan exigente y frenético, su profesionalismo tomó el mando y con una dosificación impresionante, se mantuvo acerada, torturada, expuesta todo el tiempo y cuando llegó al “Vissi d’arte”, reunió todos sus recursos y dio una lectura sensible, de atinadísima gradación y conmovedores efectos. En ese tope se mantuvo en su tercer acto, a pesar de la puesta en escena en contra.


El Scarpia de Gaspar Colón Moleiro no es sólo el mejor papel que le he visto cantar en teatro, sino que termina siendo el mejor Scarpia venezolano de la historia de esta ópera en nuestro país. No se trata de vocalidad, sino de encarnación. El color, los acentos, las diferentes aristas que le encuentra al personaje: la brutalidad, el cinismo, la hipocresía, la crueldad, el morbo, la elegancia, con esa voz potente siempre, ora pérfida, ora aristocrática. Tampoco fue sólo el Te Deum, agraciado momento para una carrera de barítono, sino todo un Acto II en el que consigue mantener el foco casi fijo en él.


La partitura orquestal de Tosca es un derroche de efectos teatrales, de sonidos voluptuosos, de melodías que completan la no poca sensualidad del canto y de impulsos tremendos de vértigo y de hedonismo, como si en la música se revelase una atracción maligna a la pasión, al sufrimiento y al morbo de los personajes. La dirección de Carlos Riazuelo, al frente de una Orquesta Sinfónica de Venezuela en el colmo de su experiencia, fue sensiblemente consciente de ello, al servir una de las mejores direcciones de teatro musical que el Teresa Carreño haya albergado. Todos los momentos esperados por los viciosos de Tosca estaban allí: la fuerza del Te Deum, la morbidez orquestal en los dúos de Mario y Tosca; la opresión angustiosa del Acto II, con sus amenazantes crescendos, la hipnótica música que precede la muerte de Scarpia; la música naturalista del inicio del Acto III, la preparación del “E lucevan le stelle”, la narración de Tosca, la explosión del final, todo estaba allí cargado de un brillo, una precisión y una contundencia a ratos increíble, a ratos inclemente con los cantantes, a ratos cofre de lujo para las voces, y además nos descubrió muchos otros acordes, rincones, sorpresas sonoras que llevaron la función a un nivel excepcional. También operó su maestría sobre el Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño, quien está soberbio en el creciente Te Deum y en la disonante cantata del Acto II.


Interesante Tosca, que, por fortuna, terminó revelando más de lo que escondió.



martes, 1 de mayo de 2012

NO MAS PAN Y CIRCO: ...¡MUSICA Y CIRCO!

Einar Goyo Ponte

(Fotografías de Luisa Himiob)

Con una expectativa que rayaba en el misterio, llegó el Cirque de la Symphonie, espectáculo multidisciplinario, combinatorio, de manera muy hábil, de la poderosa música sinfónica -con el agregado de su presencia y ejecución en vivo por una orquesta completa, en la misma distribución con la que se interpreta el repertorio estándar de las grandes salas del mundo, con autores básicamente románticos-, y las suertes del circo, en lo relativo a las acrobacias, actos de fuerza, equilibrio, destreza y gracia, más una economía de recursos y producción que lo hacen particularmente maleable y transportable por el orbe entero, donde una orquesta y un teatro se encuentren disponibles.

Un espectáculo como el descrito podría suscitar suspicacias, habituados como estamos al fasto y a la costosa superproducción como garantías de calidad (aunque no siempre protejan contra la decepción). Y efectivamente, al analizarlo desapasionadamente encontramos abundantes concesiones: un plantel de ocho artistas, una elemental iluminación, una parrilla en lo alto, cuerdas, sedas, una o dos poleas, nula escenografía, un espacio en la programación regular de una orquesta. Sin embargo, el resultado final, y este es el gran mérito de Piazza-Oscher Producciones, gracias a quienes pudimos presenciarlos, es el del goce de un espectáculo efectivo y singular, como en la escena musical hace ya tiempo que no se veía por estos lares.

Quizás en una desmedida abundancia de fragmentos orquestales, para lucimiento de nuestra Sinfónica de Venezuela, dirigida con pulso firme y expresivo por el Maestro Alfredo Rugeles, pues no se explica uno tanto descanso de tan pocos artistas y a riesgo de vulnerar el ritmo del espectáculo, escuchamos sin otro aliciente escénico y en una amplificación sonora, de muy buena intención, pero aún distante del sonido profundo y suntuoso de la orquesta en acústico, ocho largos minutos de la Obertura Carnaval, de Anton Dvorak que preludian el lento primer número circense, luego, como antesala del último número, otro intermedio; dos más apenas comenzado el Acto II, y luego de la mitad. Son protagonismos de la orquesta, es cierto, pero no es ella el centro del espectáculo y menos con ese sonido artificial.

Así que nos concentraremos en los números que dan nombre al espectáculo del Circo de la Sinfonía. La primera artista en subirse al escenario de la Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño fue la acróbata Christine Van Loo, quien hizo bonitas pero no demasiado impactantes piruetas sobre la tersa música del Poco Allegretto de la 3ª. Sinfonía, de Brahms.

La siguieron, en un casi bizarro número, los bailarines-contorsionistas Sagiv Ben Binyamín y Aloysia Gavre, esta última la bailarina de aspecto más masculino que haya visto, pero ello es debido al trabajo de sus músculos, en una disciplina como esta y como la que desarrollará en el número que cierra este primer acto. La Gavre viene del Cirque du Soleil y Ben Binyamín es israelí. Ambos bailan un extraño tango de contorsionismo extremo sobre dos fragmentos de estirpe andaluza, tomados del Capricho español, de Nikolai Rimski-Korsakov.

Con el marco de la brillante música de la ópera Carmen, de Georges Bizet, el mimo malabarista Vladimir Tsarkov y el artista de técnicas aéreas Alexander Streltsov, hacen sus números realmente asombrosos con aros y cubos rodantes, que giran en el espacio y dominan el amplio escenario de la Ríos Reyna.

No puede terminar de manera más excitante esta primera parte del Cirque de la Symphonie, con el arte de Aloysia Gavre, ahora haciendo piruetas, tensiones, colgando, girando, danzando desde el aro áéreo suspendido sobre el escenario y ella sujeta a él con recursos mínimos mientras logra componer figuras bellísimas. Los últimos minutos sobre el crescendo y la coda de la Danza bacanal, de la ópera Sansón y Dalila, de Camille Saint-Saëns, son realmente extraordinarios.

La segunda parte del espectáculo cubre números cómicos con el mimo Vladimir Tsarkov, que involucran al maestro Rugeles, para diversión de la audiencia. Sirven de antesala a un poderoso acto, a cargo de Sagiv Ben Binyamin, quien en las sedas colgantes vuela literalmente por sobre el escenario de la Ríos Reyna atravesando la música de la Cabalgata de las Valquirias de Richard Wagner; a un pasmoso acto de contorsionismo dancístico, a cargo de Elena Tsarkova con el Vals de La bella durmiente, de Tchaikovsky, quien también acompaña a Alexander Streltsov y a Christine Van Loo, con música del Lago de los cisnes, en extraordinaria coreografía aérea con las sedas.

Este acto, de una calidad , magisterio y sincronía tales que hubiese sido un cierre digno, da paso, sin embargo, a un nuevo asombro. Sobre el aún provocador arreglo para orquesta sinfónica que Leopold Stokowski hiciera de la Tocata y fuga en re menor, de Juan Sebastián Bach, y que Rugeles dirige con precisión y potencia al frente de la Sinfónica de Venezuela, entran a escena dos gigantes: Jarek y Darek (Jaroslaw Marciniak y Dariusz Wronski), quienes desafían la resistencia humana, la gravedad, el equilibrio, los músculos, la simetría en un acto que parece de fuerza, pero en realidad es de concentración, destreza y…fuerza. La impactante música lleva la increíble contemplación de aquellos dos colosos tensándose, pendiendo y sostenido uno encima del otro casi sobre nada, a una dimensión hipnótica y surrealista.

Sencillo, minimalista y limpio, con una honestidad que hoy es excepcional, es el emocionante Cirque de la Symphonie.