Einar Goyo Ponte
Programa transmitido el 28/12/2014, por Radio Capital 710 AM, con selecciones comentadas del Oratorio o Trilogía Sacra L'enfance du Christ, del compositor francés Héctor Berlioz, con motivo de la segunda y última parte de la emisión especial de Navidad.
lunes, 29 de diciembre de 2014
sábado, 27 de diciembre de 2014
Tema con variaciones en el Blog: Navidad 2014-Berlioz: L'enfance du Christ
Einar Goyo Ponte
Programa transmitido el 21/12/2014, por Radio Capital 710 AM, con selecciones comentadas del Oratorio o Trilogía Sacra L'enfance du Christ, del compositor francés Héctor Berlioz, con motivo de la primera parte de la emisión especial de Navidad.
Programa transmitido el 21/12/2014, por Radio Capital 710 AM, con selecciones comentadas del Oratorio o Trilogía Sacra L'enfance du Christ, del compositor francés Héctor Berlioz, con motivo de la primera parte de la emisión especial de Navidad.
lunes, 15 de diciembre de 2014
TEMA CON VARIACIONES EN EL BLOG: Sibelius de Cámara
Einar Goyo Ponte
Programa transmitido el 14/12/2014 por Radio Capital 710 AM sobre la música de cámara del finlandés Jan Sibelius. Da notas acerca de su repertorio camerístico y contiene el Cuarteto de cuerdas en re menor, Op. 56, llamado "Voces Intimae", las Cuatro piezas para violín y piano, Op. 115 y la Novelette para violín y piano, Op. 102.
Programa transmitido el 14/12/2014 por Radio Capital 710 AM sobre la música de cámara del finlandés Jan Sibelius. Da notas acerca de su repertorio camerístico y contiene el Cuarteto de cuerdas en re menor, Op. 56, llamado "Voces Intimae", las Cuatro piezas para violín y piano, Op. 115 y la Novelette para violín y piano, Op. 102.
domingo, 23 de noviembre de 2014
TEMA CON VARIACIONES EN EL BLOG: Ciudades musicales II: Barcelona
Segundo episodio de la serie Ciudades musicales: Barcelona. Paseo imaginario-musical por la capital catalana, con alusión a sus edificios, a su historia, a sus grandes hombres y a sus compositores e intérpretes, desde la famosa "La Santa Espina" hasta las honduras pianísticas de Federico Mompou, pasando por el romántico Fernando Sor, la zarzuela de Amadeo Vives y los intérpretes líricos crecidos a la sombra del célebre teatro del Liceu, como Teresa Berganza, Montserrat Caballé y José Carreras.
Post gracias a Archive.org.
Post gracias a Archive.org.
martes, 9 de septiembre de 2014
Luciano Pavarotti: Memorabilia IV
Einar Goyo Ponte
Así llegamos al fin a su rol insignia. El que encierra la quintaesencia de su arte y de su canto: el Rodolfo de La Bohéme, de Giácomo Puccini. Pavarotti simplemente nació para cantarlo. Todo en él le es natural: su romanticismo febril, su humor de juventud, la ensoñación del poeta, el ardor de su pasión, lo volátil de sus celos, lo patético de su sacrificio, la soledad y la tristeza en la ausencia y muerte de Mimí. Todo es sencillo y auténtico. Y su canto tiene una sinceridad, y sobre todo una espontaneidad, que no encontraremos, a despecho de su múltiple magisterio, en ningún otro de sus roles, ni siquiera en el Nemorino del Elisir.
Todo ello se demuestra en la historia de su interpretación del rol. Escasas veces lo cantaba en sus recitales. Lo llevó a todos los teatros del mundo. En Estados Unidos deliraban por vérselo, en Nueva York, en Chicago, en San Francisco. En La Scala se dieron el tupe de pitárselo, durante el período en el que pienso que llegaba al ápice de su voz, a comienzos de los 80. Y firmó varias veladas históricas con grandes Mimís: con su entrañable Mirella Freni en Módena, en Milán, en Parma, en Nueva York; con Cotrubas en la Scala, con Scotto en Nueva York y en San Francisco. Una de las pocas excepciones en las cuales cantó el "Che gelida manina" en concierto fue en el Lincoln Center, en una de sus mejores veladas, al lado de Sutherland y Horne en 1981. Allí da una de sus mejores versiones, pero con Herbert Von Karajan, en 1972 realiza su grabación más perfecta hasta entonces, y una de las mejores de toda la historia fonográfica: la versión de la ópera completa con Freni, Panerai, Ghiaurov, y un equipo de ingenieros que hacen que la partitura de Puccini suene de manera irrepetible.
Sin embargo, para corroborar que su Rodolfo era en él pura naturaleza, colgamos aquí la grabación de su debut, en Reggio Emilia, Módena, en 1961. Giuseppe Di Stefano cancela actuación y Luciano lo sustituye para asombro de sus vecinos, pero también del veterano Francesco Molinari Pradelli. Meses después comenzó su carrera estelar y el contagio del mismo asombro al resto del mundo. Si en sus primeros pininos, sin tutelas magistrales, sin experiencia, cantaba el rol de esta manera arrebatadora, insolente, sensible, era lógico y también natural que su carrera se convirtiera en la leyenda que fue.
Aquí está, en 1961, "Che gelida manina". Así comenzó todo:
Nuestra memorabilia termina, por ahora con un fragmento muy especial. I Puritani (Los puritanos), de Vincenzo Bellini es una ópera que Pavarotti cantó relativamente poco. Formaba parte del repertorio frecuente de Joan Sutherland, y ella y Bonynge encontraron en el Luciano que se llevaron a Australia a comienzos de los 60, la voz que habían estado buscando por años para que acompañara a la Stupenda en los grandes títulos del bel canto romántico italiano: Lucía, Sonnambula, las reinas del anillo Tudor, Norma e I puritani, obra que reeditara en el siglo XX, la gran María Callas, hacía poco más de diez años atrás. El matrimonio Bonynge se especializó en este estilo operístico investigando en fuentes históricas, en crónicas de la época para reinstaurar la forma de canto más fiel al género. En la cuerda sopranil la Sutherland era imbatible, pero en el tenoril, que era algo así como la mitad de la columna vertebral del estilo, no había sido fácil encontrar a quien reprodujera a Nourrit, Rubini o Duprez, los nombres que habían estrenado los héroes de Il Pirata, Lucia e I puritani. Durante breve tiempo, Pavarotti fue la esperanza del retorno de ese repertorio y de esa forma perdida de cantar. Hubiera podido ser la voz que se convirtiera en el equivalente de Sutherland en recrear a los partenaires míticos de la Malibrán, la Grisi o la Viardot. Pero los planes de Pavarotti iban más en la línea de sus propios ídolos: Caruso, Gigli, Di Stéfano. La tradición itálica del canto lírico: las canciones napolitanas, el Verdi más dramático y heroico, Puccini y el verismo. Ya llegaremos a esa historia y a esas inflexiones: mientras, aprecien porque a algunos de los operófilos nos viene una incurable melancolía cuando volvemos a imaginar el destino de una voz como la de Pavarotti en las alas de estos roles delicuescentes, oscuros y tristes,en los que el romanticismo más lunar, nocturno y desahuciado encontraba melódica realización en las líneas bellinianas o donizettianas.
Lo que colgamos aquí es virtualmente irrepetible: las dos voces que cantan ya no nos acompañan en este mundo, pero sus timbres y calidades tampoco han reaparecido en otras gargantas, tampoco el empeño de recrear un arte pasado, casi irremisiblemente perdido, y lograrlo en la perfección de la tecnología, pero más importante aún, en la de una primacía vocal inédita y excepcional. Otra razón es que se trata de un fragmento que no se cantaba casi desde el siglo XIX, y que no se ha vuelto a cantar demasiadas veces después de que ellos lo intentaran. Acaso no lo volvamos a escuchar nunca más, por eso, como joya de este homenaje sonoro a Luciano Pavarotti, he aquí el dúo "Nel mirarti un solo istante...Vieni fra queste braccia", del último acto de I Puritani, en la grabación de estudio de la ópera completa del año 1973. Por supuesto, dirige Richard Bonynge a Pavarotti y a Sutherland.
Vorágines cotidianas me alejaron del rito de la memoria sonora el año pasado con la voz del entrañable tenor Luciano Pavarotti. Ahora, en 2014, uno de sus colegas y modelos, coterráneo además, el gran Carlo Bergonzi, dejó a los 90 años su velo terrenal, para acompañar a Luciano, quien se le había adelantado en el empíreo lírico de los inolvidables. En compensación al desvío del 2013, hoy colgaremos cuatro souvenirs musicales pavarottianos, que abarcarán cuatro de los roles imponderables de su carrera.
Junto con los dos personajes que durante mucho tiempo fueron las afortunadas cartas de presentación en los teatros donde debutaba (Nemorino y Rodolfo), los primeros años de la carrera pavarottiana y unos cuantos más, pues en los 90 aún cantaba con frecuencia la parte, estuvieron signados por el mordaz, ambiguo, encantador y exigente rol del Duque de Mantua, seductor antihéroe (en una ópera donde no hay héroes) creado por Giuseppe Verdi para su obra maestra de 1851: Rigoletto.
Era otra partitura para la que su voz era ideal: forjada en los calores del mediterráneo Duque de Pippo Di Stefano, Pavarotti pulía su prestación con un legato, una elegancia de emisión y un dejo irónico, que faltaban en su predecesor. Además la plenitud del instrumento relumbraba por todas las esquinas del personaje, desde su salida en el "Questa o quella" insolente, y en el duettino ensoñador con la Condesa Ceprano hasta el libidinoso (y potente) cuarteto del Acto final, sin olvidar su irreprochable "La donna é mobile".
Sin embargo, la uva con la cual debe catarse la solvencia del Duque reside en su aria del Acto II: "Ella mi fu rapita...Parmi veder le lagrime" (Me ahorro la cabaletta, que nunca me ha convencido ni musical ni dramáticamente). La de Luciano fue siempre límpida, calurosa, plena. Ofrecemos aquí una de sus mejores versiones, la filmada por Jean Pierre Ponnelle en 1982, con la Filarmónica de Viena, bajo la batuta de Ricardo Chailly.
Otro de sus personajes recurrentes de sus años de formación fue el Edgardo de la Lucia di Lammermoor, de Donizetti, que cantó por casi todo el planeta con Dame Joan Sutherland, y su esposo el director Richard Bonynge. Prefigurando lo que sería su etapa heroica, con Edgardo, Pavarotti comenzó a ascender de su cuerda plenamente lírica hacia roles más desafiantes, por color dramático y por el relieve que la voz requiere, incluso en su registro agudo. Edgardo es un papel que instituyó el tenor francés Gilbert Louis Duprez, una suerte de inventor del do de pecho, pues hasta entonces las notas agudas, más allá del sí natural se cantaban en falsete o falsettone (con voz de cabeza, pero basandolo un poco en el grosor tonal del pecho). Pues Duprez se atrevió a cantarlas a voz plena, lo cual causó sensación (aunque a Rossini nunca le gustó). Así nació el tenor heroico, que llevaría al verdiano, al Heldentenor wagneriano e cosi via.
Ese sentido heroico es el que intentó Pavarotti recrear en su interpretación, aunque en lo personal lo que más me atrae es la persistencia de un fraseo entre vehemente y melancólico, que es lo que resalta en la interpretación que les colgamos. No fue quizás el rol que dramáticamente más llegara a dominar, pero no se escucha muy a menudo este canto emocionante e inmediato en este repertorio. Hélo aquí en el recitativo y aria que abre el último acto de Lucia di Lammermoor, en una versión en vivo, dirigido por Giuseppe Patané, en 1969, tres años después de su debut en el papel.Así llegamos al fin a su rol insignia. El que encierra la quintaesencia de su arte y de su canto: el Rodolfo de La Bohéme, de Giácomo Puccini. Pavarotti simplemente nació para cantarlo. Todo en él le es natural: su romanticismo febril, su humor de juventud, la ensoñación del poeta, el ardor de su pasión, lo volátil de sus celos, lo patético de su sacrificio, la soledad y la tristeza en la ausencia y muerte de Mimí. Todo es sencillo y auténtico. Y su canto tiene una sinceridad, y sobre todo una espontaneidad, que no encontraremos, a despecho de su múltiple magisterio, en ningún otro de sus roles, ni siquiera en el Nemorino del Elisir.
Todo ello se demuestra en la historia de su interpretación del rol. Escasas veces lo cantaba en sus recitales. Lo llevó a todos los teatros del mundo. En Estados Unidos deliraban por vérselo, en Nueva York, en Chicago, en San Francisco. En La Scala se dieron el tupe de pitárselo, durante el período en el que pienso que llegaba al ápice de su voz, a comienzos de los 80. Y firmó varias veladas históricas con grandes Mimís: con su entrañable Mirella Freni en Módena, en Milán, en Parma, en Nueva York; con Cotrubas en la Scala, con Scotto en Nueva York y en San Francisco. Una de las pocas excepciones en las cuales cantó el "Che gelida manina" en concierto fue en el Lincoln Center, en una de sus mejores veladas, al lado de Sutherland y Horne en 1981. Allí da una de sus mejores versiones, pero con Herbert Von Karajan, en 1972 realiza su grabación más perfecta hasta entonces, y una de las mejores de toda la historia fonográfica: la versión de la ópera completa con Freni, Panerai, Ghiaurov, y un equipo de ingenieros que hacen que la partitura de Puccini suene de manera irrepetible.
Sin embargo, para corroborar que su Rodolfo era en él pura naturaleza, colgamos aquí la grabación de su debut, en Reggio Emilia, Módena, en 1961. Giuseppe Di Stefano cancela actuación y Luciano lo sustituye para asombro de sus vecinos, pero también del veterano Francesco Molinari Pradelli. Meses después comenzó su carrera estelar y el contagio del mismo asombro al resto del mundo. Si en sus primeros pininos, sin tutelas magistrales, sin experiencia, cantaba el rol de esta manera arrebatadora, insolente, sensible, era lógico y también natural que su carrera se convirtiera en la leyenda que fue.
Aquí está, en 1961, "Che gelida manina". Así comenzó todo:
Nuestra memorabilia termina, por ahora con un fragmento muy especial. I Puritani (Los puritanos), de Vincenzo Bellini es una ópera que Pavarotti cantó relativamente poco. Formaba parte del repertorio frecuente de Joan Sutherland, y ella y Bonynge encontraron en el Luciano que se llevaron a Australia a comienzos de los 60, la voz que habían estado buscando por años para que acompañara a la Stupenda en los grandes títulos del bel canto romántico italiano: Lucía, Sonnambula, las reinas del anillo Tudor, Norma e I puritani, obra que reeditara en el siglo XX, la gran María Callas, hacía poco más de diez años atrás. El matrimonio Bonynge se especializó en este estilo operístico investigando en fuentes históricas, en crónicas de la época para reinstaurar la forma de canto más fiel al género. En la cuerda sopranil la Sutherland era imbatible, pero en el tenoril, que era algo así como la mitad de la columna vertebral del estilo, no había sido fácil encontrar a quien reprodujera a Nourrit, Rubini o Duprez, los nombres que habían estrenado los héroes de Il Pirata, Lucia e I puritani. Durante breve tiempo, Pavarotti fue la esperanza del retorno de ese repertorio y de esa forma perdida de cantar. Hubiera podido ser la voz que se convirtiera en el equivalente de Sutherland en recrear a los partenaires míticos de la Malibrán, la Grisi o la Viardot. Pero los planes de Pavarotti iban más en la línea de sus propios ídolos: Caruso, Gigli, Di Stéfano. La tradición itálica del canto lírico: las canciones napolitanas, el Verdi más dramático y heroico, Puccini y el verismo. Ya llegaremos a esa historia y a esas inflexiones: mientras, aprecien porque a algunos de los operófilos nos viene una incurable melancolía cuando volvemos a imaginar el destino de una voz como la de Pavarotti en las alas de estos roles delicuescentes, oscuros y tristes,en los que el romanticismo más lunar, nocturno y desahuciado encontraba melódica realización en las líneas bellinianas o donizettianas.
Lo que colgamos aquí es virtualmente irrepetible: las dos voces que cantan ya no nos acompañan en este mundo, pero sus timbres y calidades tampoco han reaparecido en otras gargantas, tampoco el empeño de recrear un arte pasado, casi irremisiblemente perdido, y lograrlo en la perfección de la tecnología, pero más importante aún, en la de una primacía vocal inédita y excepcional. Otra razón es que se trata de un fragmento que no se cantaba casi desde el siglo XIX, y que no se ha vuelto a cantar demasiadas veces después de que ellos lo intentaran. Acaso no lo volvamos a escuchar nunca más, por eso, como joya de este homenaje sonoro a Luciano Pavarotti, he aquí el dúo "Nel mirarti un solo istante...Vieni fra queste braccia", del último acto de I Puritani, en la grabación de estudio de la ópera completa del año 1973. Por supuesto, dirige Richard Bonynge a Pavarotti y a Sutherland.
martes, 18 de febrero de 2014
Abreu, Dudamel y defensores en el juicio de la historia
Einar Goyo Ponte
Carolina Jaimes Branger intenta ayer, en El Universal, hacer algo absolutamente
inútil: defender a Gustavo Dudamel y a José Antonio Abreu, por razones que,
seguramente a ella le serán inaceptables, pero son inevitables. No porque yo lo
machaque aquí, sino porque la historia así lo refrenda.
Y es que el caso de estos dos egregios músicos e invalorables líderes no es
excepcional en las historias musicales ni políticas del mundo. Hay una
memorable película que lo registra: Mephisto,
de Istvan Szabó, actuada escalofriantemente por Klaus María Brandauer, como
el actor que vende su alma al diablo (al nazismo), para salvarse en la
pesadilla hitleriana y ascender políticamente en el moralmente minado mundo
artístico de la Alemania de la Segunda Guerra Mundial. La película puede ser
ficción, mientras que realidad fueron las historias de Herbert Von Karajan,
Elisabeth Schwarzkopf o Richard Strauss. En comportamiento similar al de las batutas
venezolanas de hoy, llovieron sobre ellos el repudio de sus colegas y del
público, las críticas y por supuesto los defensores, casi con los mismos
argumentos que la Sra. Jaimes Branger decanta vehementemente hoy: que si la
música está más allá del bien y el mal, que la obra de una vida que ellos
representan es más alta que las mezquindades del público, que cada quien es
libre de abrazar la postura política que se desée, etc. etc.
Es allí donde el inevitable (quizás no inmediato) juicio de la historia
hace su meridiana intervención: la carga negativa del nazismo en la lamentable
historia de distopías y pesadillas totalitarias del siglo XX es tal que aún
eriza las conciencias más lejanas. Y nadie niega la estatura e importancia artística
de Von Karajan y Strauss. Uno de ellos es casi legendario; el otro es uno de
los más significativos compositores europeos de la modernidad. Pero a ambos, 60
años después, los sigue persiguiendo la sombra nazi, aunque sólo sea con el
tibio adjetivo de “colaboracionista”, apelativo que se dio a aquellos artistas
que con su rutilante trabajo atenuaban las críticas hacia el régimen e
intentaban lavarle la cara. Amén de sus méritos, el estigma permanece.
No obstante, la defensa de Jaimes Branger se excede en muchos de sus
tópicos, pues repite argumentos de muchos otros “paladines” innecesarios. (Es
harto sospechoso que tengan que ser terceros los que aboguen por estos dos
músicos que parecen preferir exageradamente la música a las palabras).
Lo primero es la declaración de que se trata de “injusticias”. Veamos: es
injusto y una locura que se diga que Dudamel y las Orquestas de Abreu
estuvieran tocando “mientras se masacraba a los estudiantes”. Y en un exabrupto
afirma que los críticos los convierten en los culpables de las masacres. No me
constan esos “talibanismos”, pero ello no excusa de un exceso de ingenuidad (el
menos dañino de los cometidos por la Sra. Jaimes B.) a la defensora. A la hora
y punto en que las orquestas celebraban el Día de la Juventud en un acto
oficial, sí se verificaban ataques de la fuerza pública en muchas ciudades del
país. Como las cadenas tienen por primer objetivo distraer y ocultar la
protesta no agotada aún desde hace casi dos semanas, y en la cadena,
conscientemente además, actuaron Dudamel y Abreu. Ergo “colaboraron” con el
abuso del poder contra el ciudadano. Si el acto hubiese sido transmitido solo por
el otrora canal del estado, estaríamos hablando de una situación muy distinta.
Yo como televidente hubiera tenido la opción de ver otro canal para ver cómo
estaban las víctimas u oír a los líderes de oposición usando un espacio negado
de antemano para justificar o deslindarse de la sangre derramada apenas horas
antes. ¿Acaso Dudamel y Abreu anhelan audiencias obligadas para sus conciertos?
No lo creo porque no las necesitan. Esa misma aspiración de libertad es
legítima para el resto de los ciudadanos.
No me referiré al rosario de insensateces (propias o escuchadas o leídas
por CJB) sobre la renuncia de Abreu y la asunción, por casi innombrables, a
dirigir el Sistema, pero sí a la casi desgañitada petición de tolerancia
(llamando intolerantes a los críticos de los líderes) con que casi cierra su
alegato pues ello me permite cerrar la idea del párrafo anterior.
Abreu y Dudamel pueden ser muy chavistas y tener todo ese derecho que tan
clamorosamente CJB defiende. El problema estriba en que no terminan de
declararlo. Para muchos esto es lo más indignante: si lo manifestaran, los
venezolanos que los admiramos tendríamos a qué atenernos. CJB y sus demás defensores
arguirán que no entienden eso. Y ese es el problema. Ellos exigen tolerancia a
los críticos de los artistas, pero no son capaces de pedir el mínimo de respeto
recíproco de parte de éstos al público legítimamente molesto. ¿A qué me
refiero?
Para explicarlo recordaré los casos de los beisbolistas que recibieron
similar trato del público cuando revelaron sus simpatías por el difunto
Presidente Chávez. Gran alharaca se armó entonces por ese mismo derecho a
apoyar. Casi nadie recordó que hasta ese momento Ordoñez o Álvarez eran figuras
públicas seguidas por los aficionados al beisbol, los cuales son legión, no por
los fans chavistas, o los opositores o de los “Ni-ni”. El mismo derecho de los
peloteros a declarar simpatías las tienen ni más ni menos los miles que
sintieron la cachetada de la decepción. Pero estos deportistas han sido a la
larga muchísimo más honestos y frontales que Dudamel y Abreu. Ya no sólo es que
son amigos de Chávez (que en Paz descanse), sino que apoyan el proyecto
político de su partido e incluso compitieron en las últimas elecciones
celebradas en el país. Las simpatías o antipatías generadas en los venezolanos
se transformaron en votos. Resuelta la disputa.
No hay esa posibilidad en el estado actual de la “indefinición” de Dudamel
y Abreu. Ellos siguen erigidos en líderes, promotores, figuras indiscutibles
del más grande movimiento artístico desplegado en Venezuela. Y estimulan y
motivan a miles de niños y jóvenes a redimirse y superarse en un país que en
otras áreas niega a un actor, a un pintor, a un cantante, hasta más de la mitad de la posibilidad que
gana un chico cuando ingresa al sistema, para autorrealizarse.
Esa trascendencia les da una extraordinaria responsabilidad: promover que
las oportunidades y el goce sublime que generan sea mensaje efectivo para todos
los jóvenes de Venezuela, para los que compraron la utopía revolucionaria como
para aquellos que sufren su cotidiano desengaño. Ese mensaje se pervirtió la
semana pasada (no una, sino dos veces: o ¿es que Carolina Jaimes Branger no vio
a José Antonio Abreu aplaudiendo en la Plaza Diego Ibarra, mientras en la Autopista
Francisco Fajardo se cercaba con gases, ballenas y piquetes de guerra a los
muchachos que protestaban desde temprano en Altamira?), pero también en el
concierto de la toma de posesión de Maduro, en plena efervescencia de las
denuncias de fraude de la oposición, ante un país matemáticamente dividido, y
si vamos a hacer memoria, desde aquel 28 de mayo cuando Dudamel dirigió desde
la Sala Simón Bolívar el himno nacional que inauguraba las transmisiones de
TVES sobre la misma señal que hasta hacía segundos era la de RCTV, con la
pérdida de oportunidades y desarrollos que artistas y técnicos perdieron de un plumazo
después de casi 50 años, en el acto más antidemocrático cometido por ningún
gobierno electo por las mayorías en la historia del país.
Siempre he creído que sencillamente no hay nada que J. A. Abreu no pueda
hacer en este país. ¿Usted se imagina que en vez de lo que hasta hace pocos
días era indefinición (no creo que sus palmadas en la Diego Ibarra puedan
interpretarse como “indefinidas”) Abreu sin dejar de asistir al acto, hablara
responsablemente para todos los jóvenes, los rojos y los tricolores, los
violentos y las víctimas, los sobrevivientes, los incontenibles y los
fatalmente muertos y los intimara a todos, sin la discriminación oficial, a la
paz? ¿Podemos calcular el valor de un acto de ese calibre? ¿Somos capaces de
concebir lo que eso cambiaría?
Carolina Jaimes Branger y su cohorte de defensores preguntarán: ¿en qué
momento tuvieron Abreu o Dudamel esa oportunidad, en el corsé de expresión que
seguramente reinaría en esos actos oficiales? Respondo: en ese privilegiado
momento de silencio en el que el director de orquesta está solo con su orquesta.
Todos esperan que la música inicie y en su lugar vienen las palabras del genial
director internacional, dominador de las orquestas más célebres del planeta,
haciendo las reservas del caso en un acto político, y convocando y pidiendo
responsabilidad a las partes en conflicto, para reivindicar el intrínseco
sentido del día que honra al joven venezolano.
¿Escuchó usted eso el 12 o el 14 de febrero? Lamentablemente no. Pensarán
algunos: es que hay que salvar el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles
por sobre todo. En este momento, cuando hemos tenido que ver, en el Día de la
Juventud, morir, herir, apresar, incomunicar de sus familiares a decenas de
jóvenes, ser insultados con el oprobioso sin sentido de “fascistas”, y que
sobre su silencio obligado y sobre su sangre, oyéramos la más triste
presentación del “Sistema”, precediendo un grotesco desfile militar, exaltando
armas y la disciplina cuartelaría - el concepto más remoto de un joven que
pensarse pueda-, he perdido la convicción de que salvar al “Sistema” de
Abreu-Dudamel, por encima de todo, valga la pena. ¿Salvar al “Sistema” incluso
sobre los cadáveres de la juventud? ¿Tiene eso algún sentido? Sin libertad –la que
tuvieron Abreu y Dudamel para realizarse-, ¿puede existir el “Sistema”?
Responder a eso es el inicio del implacable juicio de la posteridad.
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