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Foto Clarisse Lavaure |
Einar Goyo Ponte
Una marca de añoranza y desarraigo habita en la gestación de la ópera Bolívar, de Darius Milhaud, desde el origen mismo del texto. Jules Supervielle -de quien cuentan sentía una fascinación por el personaje (no una pasión, pues los descuidos y carencias de su invención no concuerdan con el concepto), la cual no llegó nunca sin embargo a estimularle una verdadera inquietud por investigarlo, como se demostrará en breve-, era francés, nacido en Uruguay. En su mestizaje habría querido, presumiblemente, recuperar raíces al tratar dramáticamente al personaje del Libertador, sobre todo en una época marcada por los nacionalismos musicales en América.
Una vena similar podría percibirse en Milhaud: agregado cultural de su país en Brasil durante un par de años, dejó que su música se llenara de los choros y sambas de ese país. Alejado de él, y en estadía en EEUU, mientras concluye la Segunda Guerra Mundial, durante la cual París padecía la bota nazi, podríamos imaginar a un compositor atraído por el Bolívar de Supervielle, que le permitiría reconectarse con Suramérica, y de manera indirecta con su propio país, sometido y privado de libertad. De todas estas añoranzas habría surgido la empresa de producir la ópera Bolívar.
Infortunadamente las obras maestras requieren mucho más que añoranza para llegar a serlo. Y esto creo es la sensación que nos deja la reposición (más bien estreno, al menos de su original en francés, en Venezuela) de esta obra, estrenada hace ya más de 60 años. Y es que el tiempo nunca pasa en vano: Algunas cosas envejecen mejor que otras, algunas hasta tienen la suerte de encontrar en el futuro al público y la recepción feliz que les fuera negada en su momento. No es, me temo, el caso de la ópera de Milhaud.
Ni a ello contribuyó la deficiente puesta en escena de Diana y Atahualpa Lichy, con un producto que parecía haber sido la tentativa de distintas ideas, ninguna de ellas conseguida ni consumada, entre otras cosas por un presupuesto a todas luces insuficiente para aproximarse a sus anhelos.
El cortocircuito, sin embargo, es primordial: está en el difícil libreto de Madeleine Milhaud, basado en el texto teatral de Supervielle, ambos episódicos e incoherentes, y en los cuales sus autores ambicionaron dar una semblanza del héroe venezolano, sin demasiada continuidad ni curva dramática. En un momento vemos a Bolívar amando y perdiendo a María Teresa, en el próximo liberando esclavos y enfrentándose a los comisarios reales españoles, al siguiente intenta dar la célebre arenga del terremoto de 1812, enseguida conoce a Manuela Sáenz en Caracas en 1813, recién llegado de la Campaña Admirable; en nuevo acto la deja sola a merced de Boves. En el próximo lo vemos ya atravesando el paso de Los Andes, con Manuela a su lado, lo cual desemboca en la fundación de Bolivia y en la oferta de una corona americana. Luego atentan contra él, luego Manuela desaparece misteriosamente y Bolívar muere íngrimo, consolado por el espectro de su esposa.
No nos detendremos ahora en todo lo que falta de la vida de Bolívar y que hubiera podido ser perfectamente “operizable”, al tiempo de poder construir un personaje más acorde con su referente histórico. La Ópera, en tanto género, casi nunca cumple con estatutos de historicidad. Pero sí vale destacar ciertos elementos que conspiran contra lo dramático, elemento indispensable en una obra lírica.
Bolívar en su hacienda de San Mateo tiene dos esclavos negros que van a acompañarlo durante casi toda la ópera, Nicanor y Precipitación -esta última, posible residuo de la Negra Hipolita o Matea-. La inclusión de Nicanor es más extraña. Además de lo improbable de su compañía a través de los 22 años que duró la aventura bolivariana. Este personaje viene a usurpar, en la escena del atentado, el lugar que hubiera podido ocupar más honrosa y dramáticamente, el Mariscal Sucre, en tanto amigo fiel del Libertador, o el histórico legionario inglés Fergusson, realmente muerto en el avatar. Sin embargo, la idea del amigo constante de Bolívar se acercaría más a Sucre, que a este difícil Nicanor, incluido un poco neocolonialmente, como elemento de riguroso color local para una obra latinoamericana, de cuño nuevomundista y pintoresco, muy fresco en 1950 y aún no abolido en 2012.
El otro gigantesco desatino del libreto es el destino de Manuela Sáenz. De nuevo, no me preocupa aquí su aparición anacrónica en 1812, sino su arco dramático, el cual se disuelve inmerecidamente después de ser la pareja dramática y vocal de Bolívar, de padecer el también incongruente avatar de la tortura a manos de Boves (episodio absolutamente inconexo en la ópera, que aquí sólo adquiere validación artística por el certeramente agresivo trabajo de la coreografía de Luz Urdaneta), y de alcanzar con el héroe las escasas cumbres que el drama permite. Manuela desaparece inexplicablemente y en la escena final vuelve un fantasma a consolar y redimir a Bolívar en su lecho de muerte, y un héroe ingrato y desmemoriado vuelve a amar a su María Teresa incorpórea y añorar su juventud, como si lo vivido con Manuela nunca hubiese ocurrido o fuese un sueño (¡hay que ver las implicaciones ideológicas que esta descabellada idea de Supervielle y Milhaud plantea!).
Sobre este puñado de incoherencias, montar una puesta en escena plausible es tarea harto ardua, y lamentablemente Diana y Atahualpa Lichy no salen airosos del reto.
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Foto Clarisse Lavaure |
Amparados en una escenografía absolutamente a medio hacer, firmada por Edwin Erminy, cuyos únicos puntos altos son la casa de hacienda del primer cuadro, y la impresión de plenitud de espacios que dan los recursos superpuestos y la iluminación de Ernesto Pinto en los primeros minutos del Acto III, mientras que el resto aparece como producto devastado del terremoto de 1812 (el miserable mobiliario, la vacuidad de los espacios entre objetos, las escaleras metálicas, los desnudos andamios), los Lichy intentan salvar la estructura episódica con diapositivas y grabados de época, de variable efecto, pero sin conseguir llenar la vastedad del escenario de la Sala Ríos Reyna. El momento más logrado de su propuesta escénica está en el cuadro del Paso de los Andes, donde la belleza de las imágenes (mas no de su proyección, muy opaca) debida a Diego Rísquez y a Lichy mismo, se funde con la música, en ese momento, infrecuentemente eufónica, y sugiere una atmósfera de viaje trascendente, la cual es saboteada desgraciadamente por los inevitables metales y andamiajes que no dejan de molestarnos en el ojo toda la ópera. La estética del Teatro Pobre, cara a un Grotowski o a un Buenaventura, difícilmente se adapta a la historia de un héroe como Bolívar.
Como si fuera poca la carga de trabajar con un libreto de las deficiencias de éste, se suma ahora la discutible calidad de la música de Darius Milhaud, muy, pero que muy distante de muchas de sus canciones, de sus ballets o de sus piezas para piano. Aquí en Bolívar, hay un desequilibrio y una carencia de proporciones difícilmente salvables. Dramáticamente inscrita en la estética de la Grand Opéra (longitud, grandes frescos corales, fragmentos sinfónicos, ballets) adolece, sin embargo, del aliento épico de ese estilo que habían llevado a su cumbre Meyerbeer, Halévy, Massenet y Saint-Sáens. Lo que los críticos han llamado la técnica de las superposiciones tonales hace que Bolívar, no siendo atonal, carezca de elementos fácilmente memorables como leitmotiv, temas recurrentes, tonalidades significantes, reconocibles, por lo cual se agota en la parte canora en larguísimas declamaciones o peroratas sin verdadero estro lírico, y en el plano orquestal, en una indefinición estilística que la hace anodina. Para colmo, la versión presentada en el TTC este fin de semana pasado, cortó la suite de ballet del Acto I, cercenando los momentos más costumbristas y de efectos más inmediatos para el gran público. Alfredo Rugeles hizo un tremendo esfuerzo en dar cohesión sonora a algo que en esencia no lo tiene, y conjugó transparencia tímbrica con sostén a los cantantes, a quienes aportó siempre la mayor seguridad, al frente de la incombustible Sinfónica Simón Bolívar.
La vocalidad es otro de los puntos débiles de esta ópera por el palmario desequilibrio dramático-vocal. Bolívar es el rol titular, pero es un papel musicalmente muy ingrato, que prácticamente no tiene un solo momento lírico expansivo, de genuina emoción ni lucimiento, aunque canta y demora en escena por muchísimo tiempo, pero sobre un canto declamado, plano y distante. En contraposición está el rol de Manuela, concebido para una soprano ligero-coloratura, que cada vez que abre la boca eclipsa a todos quienes la acompañan en escena, tal es la brillantez, la emocionalidad de la escritura y los efectos teatrales que plagan su partitura. Ello es particularmente evidente en la primera escena del Acto III, la de Bolívar rey, en la cual el héroe rechaza la corona que le ofrecen en una larga y difícil peroración sin vuelo musical que termina con un vals que canta Manuela vocalizando notas y que arranca aplausos del público, mientras la escena bolivariana se sumerge de inmediato en el olvido. En los dúos siempre es de ella la parte del león.
Los personajes secundarios, numerosos en una obra episódica y tumultuosa como ésta, no tienen sin embargo demasiado lucimiento a lo largo de las casi tres horas extensas de música que la ópera dura. Ni Boves, ni Nicanor, ni Precipitación tienen ningún momento verdaderamente memorable. Sólo María Teresa que canta al inicio y al final tiene, como Manuela, cierta recompensa canora en sus intervenciones, mientras el pobre Bolívar trata de montarse al privilegiado carro que ellas conducen.
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Foto Clarisse Lavaure |
Ante este panorama sólo destacaron el profesionalismo, la solvencia musical y la calidad sonora del barítono Pierre-Yves Pruvot, quien resiste estoicamente el árido pasaje del papel protagonista con su voz plena, oscura, que nos recordó al joven José Van Dam; la soprano criolla Mariana Ortiz, quien no desaprovecha para nada sus abundantes y sustanciosos momentos vocales: su plegaria, sus dúos con Bolívar, sus arias, su himno a la libertad, el vals, etc., impacta favorablemente al público, como un oasis musical ante tanta elucubración acústica. Más irregular la veterana Margot Pares-Reyna como María Teresa, y muy notable la resonancia del instrumento de Katiuska Rodríguez como Precipitación. En los linderos de lo olvidable, el resto de los cantantes.
Acerca del Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño y del Polifónico Rafael Suárez, lamento descubrir que no son estas las aguas por las que sus navíos se deslizan más cómodamente.
Aunque creo que nadie, salvo los anclados en sus amadas nostalgias, en este mundo posmoderno, poscolonial, hiper-idiosincrático, pueda ya digerir este Bolívar excesivamente europeo y envejecido con implacable rapidez.