jueves, 17 de octubre de 2013

Buscando a Wagner en Rio

Einar Goyo Ponte


Nadie puede decir que conoce una ciudad sin haberla caminado. El arte de atravesar plazas, doblar esquinas, medir avenidas hace que la sorpresa habite en un espacio intermedio entre el cansancio y la perseverancia de la búsqueda. Un buen plano de la ciudad, colaboradoras estaciones de Metro y un básico sentido de la orientación pueden ayudar bastante. Lo que si no viene en ninguna guía es el albur de lo inesperado, la coincidencia feliz, la ocasión excepcional que puede aguardarte a la salida de la estación, al voltear la esquina o al confundir las coordenadas del mapa sobre la superficie real de la urbe que estás explorando.

Veníamos de bordear, bajo un día nublado, las playas de Botafogo y Flamengo en la hospitalaria ciudad de Rio de Janeiro, con Pan de Azúcar acompañándonos a la vera derecha durante toda la caminata, con la extrañeza que nos causaba a un par de caraqueños - habituados más bien a lo contrario-, ver ambas riberas casi desiertas, mientras los fluminenses trotaban, caminaban, rodaban bicicletas, un sábado en la mañana. Nosotros admirados de la blancura de la arena no atinábamos a comprender. La pereza del sol entre las nubes no parecía justificar el desdén.

Torcimos pues hacia las calles urbanas, arribamos a Catete, a través de un fresco parque, y allí tomamos el metro hasta la estación Cinelandia, de la cual salimos para toparnos de frente con el majestuoso Teatro Municipal de Río, suerte de Palais Garnier tropical y en miniatura. Al examinar su cartelera, constatamos que, a diferencia nuestra y de los teatros europeos, se encuentra en plena actividad, con espectáculos de hasta tres por día. De hecho cuando llegamos faltaba poco más de hora y media para que comenzara un concierto en homenaje a los 200 años de Richard Wagner.

2013: año de doble bicentenario. 400 años entre los dos, Verdi y Wagner, quizás los más grandes compositores de ópera de la historia. Desde el año anterior haciendo planes para celebrarlo con honores. Pero la devaluación de nuestra moneda derrumbó mis mejores ínfulas. Caracas hace ya tiempo que no es buena plaza para soñar con cumpleaños a la altura de sus genios. Así que, desengañado ya de peregrinajes a Bayreuth, La Scala, Parma, Salzburgo, Barcelona o Munich, Río era un destino de relajación, brisa marina, olvido de rutinas y preocupaciones. Y allí estaba un concierto con los Wesendonck Lieder, el Liebestod de Tristán e Isolda, y un puñado de grandes fragmentos sinfónicos wagnerianos, a las 4 pm. Yo, en mangas de camisa y zapatos de caminata, y ma cherie, mucho más lista para anclar rodeada de caipirinhas en un chiringuito de los que separan las amosaicadas aceras de Copacabana de la arena de la playa, que de los mármoles polícromos del Teatro Municipal, nos quedamos mirando fijamente la cartelera. Pero, ella viendo mi rostro de perro sediento frente a una paila de agua, cubierta por una verja, me propuso con amorosa magnanimidad:

-Buscamos donde comprarme una falda y venimos a ver el concierto.

No es cierto aquello de que cuando uno decide algo el universo entero conspira para que lo logremos, o al menos no francamente. Por más que la oleada de amor hacia ma cherie provocada por su abnegada resolución me impulsara a derrotar dragones y demás monstruos que allí se atravesaran, nada fue suficiente para el desconsuelo que nos provocaba que mientras en toda la semana el mercado colorido y bullicioso de Saara y sus alrededores latiera con energía inagotable, el sábado tras el almuerzo se cerraba sobre sí mismo, en una inercia inundada de jabón desinfectante, agua y santamarías implacables, peores aún que el reloj en su desbocada marcha.

Por fin, en una piadosa esquina hallamos una tienda abierta, la única en al menos dos kilómetros a la redonda, y allí, ella escogió un sencillo y grácil vestido verde, con el escaso margen de una hora para regresar a comprar las entradas e intentar comernos algo para mitigar la necesidad de almuerzo que nuestros sudorosos cuerpos clamaban.

Con las manos y la boca aún pringosas de la grasa y mostaza de la hamburguesa que pudimos roer, subimos a la galería donde reposaban nuestras butacas, casi desafiantes de la gravedad, de lo alto que estábamos. Apenas nos sentamos bajaron las luces y empezó el concierto.

Tristemente aquí casi acaba la parte memorable de nuestra aventura. Flanqueada por la Orquesta Sinfónica de Petrobras, la empresa petrolera del Estado, que dirigía su titular Isaac Karabtchevsky, invitado en varias ocasiones de nuestra Sinfónica Simón Bolívar, la soprano alemana Gun-Brit Barkmin, abordaba el ciclo completo de los Wesendonck Lieder, compuestos por Wagner mientras escribía Tristan e Isolda, inspirado por los poemas de la esposa de su protector de turno, y en cuya relación proyectó el compositor el conflicto amoroso de su ópera. Por eso, las canciones Wesendonck están atravesadas de los temas y la atmósfera de la obra maestra dramática wagneriana, pero su orquestación y duración no son para nada los mismos que hacen del rol de Isolda uno de los retos más despiadados para las sopranos de su estilo.

Las cinco canciones (“El ángel”, “No os mováis”, “En el invernáculo”, “Tormentos” y “Sueños”) fueron interpretadas por la Barkmin con penetrante convicción y acentos cálidos, así como con buen equilibrio entre la expresión lírica y la dramática. Karabtchevsky dirigió a su orquesta apoyando siempre la voz e insertando los colores orquestales en los espacios donde ésta abandonaba el protagonismo y requería la referencia poética, aspirada por Wagner.

Pero enseguida se nos ofreció la otra cara de la moneda. A continuación llegaba el Liebestod de Tristan und Isolde. Al menos, en este momento, que imagino incipiente, de la carrera de la Barkmin, ésta no posee ni el metal ni el color necesarios para este avasallante rol, que justo en este fragmento –el final de la ópera- debe soportar la oleada indetenible de la orquesta, en los pasajes que evocan la pasión amorosa de los adúlteros, ya liberada de las prohibiciones y trabas que la minaron en vida de ambos y se abre hacia la unión espiritual, en la cual la voz se disuelve en la cadencia cromática, pero sólo después de haber dejado la impronta humana en el crescendo orquestal, casi inhumano. Gun-Brit Barkmin sólo rozó la periferia de este paisaje sonoro, y sus mejores intenciones se redujeron a un eco irremisiblemente perdido en la marea sonora, para nada exagerada de Karabtchevsky, quien siguió fiel a su canon de equilibrio, que además facilita la excelente acústica del Municipal de Río.

Lo demás sí pertenece más al terreno de lo inexplicable: luego del intermedio, la Orquesta de Petrobras volvía con la antología sinfónica de las óperas del compositor: Obertura de Rienzi, Preludio del Acto III de Lohengrin, Preludio de Parsifal, la famosa “Cabalgata de las Valquirias”, y la Obertura de Tannhäuser. Difícil pensar en una oferta más atractiva y generosa para un wagneriano. Pero Karabtchevsky escogió una sintaxis de discutible eficacia. Sus tiempos fueron haciéndose cada vez más lentos, como presos de una irreprimible cautela. Y ello no habría sido grave ni desatinado en sí mismo: Klemperer o Konwitschnny no eran precisamente fanáticos de la velocidad, sin embargo sabían cómo variar los pulsos e imprimir energía allí donde se requería inapelable y dramáticamente. Karabtchevsky parecía ignorar a propósito las diferencias entre andante y vivace. Así Rienzi perdió la majestad de su tema heroico y se hizo banal (más cerca de un Von Suppe que de Wagner) en sus allegros. La misma laxitud desatornilló el brioso preludio de Lohengrin, que terminó en una vulgaridad extrema al escoger la más ramplona de sus codas “de concierto” para finalizarla. El preludio de Parsifal hubiese estado más cerca de lo efectivo si no nos hubiese cansado el sopor ya repetitivo desde las piezas anteriores, cuando aquí hubiese servido de vital contraste a la agilidad esperada en los fragmentos precedentes. Y el fragmento de Die Walküre, así como el de Tannhäuser, nos revelaron algo que no era consecuencia sino causa de la timidez metronómica del director, y ello fue la deficiencia ejecutoria de la orquesta misma: la discordia de pulsos entre las secciones de instrumentos acercó al fragmento sobrenatural de las guerreras aladas a una disonancia stravinskiana, con perdón del genio ruso. Como si las hijas de Wotan llegaran borrachas y en lamentable desorden a su reunión en el Valhalla, y lo que aconteció al final de la obertura Tannhäuser, cuando el coral de los metales con el tema de los penitentes navega sobre la figuración de semicorcheas en ostinato, en materia de afinación y amalgama tímbrica, no fue digno de una Sinfónica de 60 años, como lo es la de Petrobras.

Acaso no era el trópico el lugar ideal para un bicentenario wagneriano.

Pero el vestido verde de ma cherie servirá para recordarme cuánto me quiere y cuánto espero yo corresponderle y no esta pequeña decepción musical, perdida en unas deliciosas vacaciones en Río.