sábado, 11 de diciembre de 2010

DIARIO CHOPINIANO VI: Preludios a George Sand


Chopin pintado por María Wodzinska

Einar Goyo Ponte

Chopin se convierte prontamente en el pianista de la élite parisina, con especial atracción del lado de los aristócratas polacos exiliados. Así, se mudará al barrio de Bergére, y menos de un año después a la Chaussée-d’Antin. Cultiva la amistad de Franz Liszt y Héctor Berlioz. Aunque en el juicio a sus obras, Chopin no los trate con la misma deferencia, pero allí prevalece, no una ingratitud o egoísmo, sino la casi inflexible base clásica de Frideric.

Mientras, frecuenta con asiduidad los salones de sus compatriotas, con lo cual la conexión con su lejana patria se afirma. Quiere hacerles recordar constantemente de donde vienen, que no se distancien de sus raíces y de los infortunados que no pueden salir de allí, como ellos. Así se crea la leyenda del patriota polaco que reúne fondos para los oprimidos de su país, la cual no tiene más base que estos trabajos sentimentales del pianista. El mismo, que no volverá jamás a su tierra, que se niega a dar conciertos en los cuales podría acopiar dinero para la causa de la libertad de su país, siente que es esto, en la complejidad de su naturaleza, la mayor contribución que puede hacer. Y en cierto sentido, es así. Los salones parisinos, en sus manos, y luego las salas de conciertos, no sólo de la Ciudad Luz, sino de Europa, a través de Liszt y otros virtuosos, como Kalkbrenner o Clara Wieck, pronto Señora Schumann, se llenarán muy pronto de Mazurkas y Polonesas. Polonia se hace universal a través de Chopin. Las primeras ediciones de varias de estas colecciones datan de 1832. La sombra fugaz y equívoca de Delfina Potocka, noble polaca, separada de su marido, viviendo sola en París, y que sin duda atrae a Chopin, pero sin que sea posible abultar la historia, también atraviesa la escena de esta época. En la escucha de la melancólica Mazurka Op. 17, No. 4, que les propongo puede percibirse este debate íntimo chopiniano. Interpreta Vladimir Ashkenazy.


En 1833 viaja a Alemania con Ferdinand Hiller. En Aix-la-Chapelle se encuentran con Mendelssohn, quien los lleva a Düsseldorf, donde él dirige una orquesta, luego los acompaña hasta Colonia. Chopin vuelve a París donde inicia una breve temporada de conciertos al lado de Berlioz, Nourrit, Liszt y otras celebridades parisinas. Con Vincenzo Bellini, cuyas óperas hicieron tanta mella en el melodismo chopiniano, y cuya relación han analizado varios musicólogos, toma baños medicinales en Enghien, en 1835, poco tiempo antes de la muerte del gran operista. En abril de ese año, participa en un concierto, al lado de Liszt, los cantantes Cornelia Falcon y Adolphe Nourrit y otros varios, a beneficio de los refugiados polacos. Parece que en su actuación no puso demasiado entusiasmo, a juzgar por los comentarios de público y crítica conocidos.

Balneario de Carlsbad
En 1836 concierta con sus padres un encuentro en el balneario de Carlsbad, en la hoy República Checa. Después de cinco años sin verse, el 16 de agosto se abrazan, pasean, comen juntos, brindan y Chopin recupera su buen humor y afabilidad. Incluso compone, presa de la alegría de encontrarse de nuevo como en el seno de su hogar. Poco menos de un mes después, los Chopin vuelven a Varsovia. Fryderyk, a París, pero en el camino hace una parada en Dresde para visitar a unos amigos polacos, los Wodzinski, cuya hija María es objeto de una especial consideración por parte del músico. Se inicia así otro de los misteriosos y extraños idilios chopinianos. Cuando uno busca los fundamentos de esas relaciones amorosas en documentos y cartas no encuentra más que ilusiones de un lado (el de él), emociones, declaraciones, pero escasas o ninguna respuesta del lado de la amada. Similar avatar sucede con María Wodzinska, aunque esta vez Chopin va más lejos: le hace una propuesta de matrimonio, que la familia declina, y la chica, con una carta poco más que cordial le escribe por última vez en 1837. De este torbellino de sentimientos, cuyo epicentro es un Fryderyk que aún no cumple treinta años, surge un generoso puñado de sus mejores obras. De la reminiscencia de su patria, en el reencuentro con su familia, surgen mazurkas y polonesas. Aquí colgamos la Polonesa Op. 26 No. 1, que expresan como siempre esa dualidad nostálgica y enérgica tan propia de Chopin, en versión de Maurizio Pollini; y del encuentro, pasión y decepción con María Wodzinska, es posible que hayan surgido páginas tan soñadoras como el Nocturno Op. 27, No. 2, que escucharemos en las manos de Arthur Rubinstein, y la enorme Balada No. 1, con su leitmotiv obsesivo y melancólico. También la interpreta Rubinstein.



Mientras Schumann, a quien ha visitado en septiembre de 1835, vuelve a colmarlo de elogios por sus obras editadas que le envía a su esposa Clara. Toca con Liszt en un concierto en la sala Erard, en París, en 1836. La relación con Liszt promueve visitas frecuentes a la casa de este último. Allí conocerá a una mujer pequeña, que se viste y se hace llamar como un hombre, fuma, habla copiosamente y ostenta una altisonante fama de escritora y librepensadora: su nombre es Aurore Dudevant, pero el mundo la conoce como George Sand, quien en estos primeros roces se expresa de Chopin con cierta sorna: “¡Es una ostra espolvoreada de azúcar!”, escribirá de él. El, por su parte, tampoco la considera muy simpática ni particularmente femenina. Pero, semanas después la veríamos ansiosa por llamar la atención del músico, vistiéndose con los colores de la bandera de Polonia, y pronto invitándolo a su casa de Nohant, en la campiña de la periferia parisina. Chopin declina la invitación, lo cual la impulsa a continuar el asedio.

George Sand
El pianista se va a Londres, aceptando la petición de Camille Pleyel de ir a probar nuevos pianos fabricados por Broadwood. Muy pronto vuelve a París, desagradado por el clima, el cual ha contaminado su ánimo de nuevo. Sin embargo, accede a dar varios conciertos a beneficio de sus compatriotas. Su fama se acrecienta. Toca también en privado para su viejo ídolo: Niccoló Paganini, quien disfruta extremadamente.

Pero la Sand insiste, acicateada por la frialdad de Chopin. Se vale de sus atractivos amigos, entre ellos el pintor Eugene Delacroix, para seducirlo, y así, en el verano de 1838, ella y Chopin ya son amantes, que pasan la mayor parte del tiempo juntos, en sus respectivas casas en París.
Cerramos estos preludios vitales de Chopin a la irrupción de George Sand en su universo, con dos piezas. Primero el Scherzo No. 2, que podría estar imbuido de la atmósfera gris y aversiva que sintió en Londres, recién rechazado por la Wodzinska, pero también de inconscientes presentimientos acerca de lo que vendría con esta mujer que viste de hombre y que se le aparece en cada reunión a la que asiste. Y luego el último Nocturno del Opus 32, también compuesto en esta circunstancia, de aires más amables, como los que el fin de la soledad en el regazo y cariño dominante y absorbente de la Sand pudo haber suscitado en el alma de Chopin. Ambos fragmentos son interpretados por Arthur Rubinstein. 



domingo, 17 de octubre de 2010

MUSICA RUSA, DE ADENTRO Y DE AFUERA

Einar Goyo Ponte

En esta segunda parte de la temporada musical de 2010, la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas prosigue la celebración de su trigésimo aniversario. Y fiel a la tradición que la ha caracterizado desde su origen, la de servir de vehículo didáctico de cultura, presentando programas temáticos, ofrece ahora el ciclo Rusia Espectacular. El primero de estos conciertos se llevó a cabo en este cabalístico 10 del 10 del 2010.
Precedido de una trayectoria casi de niño prodigio, varios premios internacionales y el aval de la Secretaría del Concurso Internacional de Piano de Santander, el programa tenía como solista al pianista chino Jue Wang, en la brillante Rapsodia sobre un tema de Paganini, Op. 43, de Sergei Rachmaninoff, producto de las espaciadas últimas obras del compositor, en la época en que ya vivía exiliado de su Rusia natal, de la cual emigró en 1917, el mismo año de la Revolución. El tema escogido es el del Capriccio No. 24, de Paganini, el último de la serie, y el cual ya había sido objeto de variaciones a cargo de Liszt y Schumann, pero ninguna con la genialidad de Rachmaninoff, quien al virtuosismo del teclado, que provenía de su propio estilo de ejecución, unió la originalidad y la riqueza de la orquestación.

Wang comenzó de manera un tanto vacilante hasta la Variación XII, perdiéndose en el tejido orquestal y con inexactas digitaciones. A partir de allí tomó el pulso de la obra certeramente y se destacó en la famosa Variación XVIII, tema de películas incluso. El último cuarto de la obra fue el más sólido de su prestación, aunque sus octavaciones no estuvieran a la altura de los grandes intérpretes de esta obra. Rodolfo Saglimbeni, por su parte, extrajo poderosas dosis de variados colores de esta partitura orquestada magistralmente.

Y mantuvo su inspirada vena hasta la segunda parte del programa con su firme e involucrada exploración de la 5ª. Sinfonía, de Dmitri Shostakovich. La ambigüedad de la creación de Shostakovich aún no mina mi admiración por esta obra, aunque sí el entusiasmo por la misma. Hay mucho Mahler tamizado y manipulado a los cánones discutibles del músico ruso, pero lo más difícil es la historia que le sirve de background y a la que ella pretende dar respuesta. Después del fallido estreno de Lady Macbeth de Mtsensk, ópera que le ganó la desaprobación de Papá Stalin, el músico cayó en desgracia y en crisis creativa, a la cual esta Quinta intenta responder. Pero ¿es un alegato a favor de la libertad del artista o un manifiesto de retorno a los patrones artísticos del Realismo Socialista que Stalin fomentaba? Dependiendo de esta respuesta, los momentos angustiosos, tensos, de enfrentamiento de temas y tonalidades, e incluso los pasajes irónicos hasta el poderoso adagio pueden variar de significación. Saglimbeni dirigió sacándole el jugo a los pasajes conflictivos, trabajó las texturas que forman maderas, cuerdas en agudísimo registro y el latido agónico y vigoroso, a la vez, de la percusión, confeccionando una dicción sobre los modos tonales menores, que hizo que la obra, en lugar de tender a la conclusión triunfante, derivara hacia una interrogante que lanza su duda hacia el público.

Muy interesante y a la vez profunda lectura, de esta compleja obra. Aire fresco que nos esperanza acerca de que no hay predominio absoluto de una sola lectura incondicional de Shostakovich, músico emblema y víctima, a la vez, de la Revolución Rusa.

Cuelgo para ustedes la Rapsodia rachmaninoffiana, a partir de la variación 17, con Andrei Gavrilov al piano, acompañado de la Orquesta Filarmonia, dirigida por Riccardo Muti.




miércoles, 22 de septiembre de 2010

LUCIANO PAVAROTTI: Memorabilia I

Einar Goyo Ponte

Van ya tres años desde que nos abandonó la rotunda figura de Luciano Pavarotti, mas no el resplandeciente sonido de su voz. Y no se trata únicamente de la preservación de ella en los registros fonográficos, sino de la memoria que suscita, la nostalgia de ese color y ese brillo, y el descubrimiento en justa retrospectiva de la grandeza de su calidad y talento interpretativo. Aquí no deseamos recontar su trayectoria ni describir su figura, sino contribuir a mitigar la falta que nos hace cada vez que pensamos en determinado rol, en esta o aquella aria o canción, cuando recordamos el matiz, la inflexión o el acento nuevos y arrobadores que en sus múltiples interpretaciones nos brindaba. En cada año, en la fecha de su ingreso en la eternidad, o en alguna otra página del calendario que nos proponga su memoria, colgaremos aquí un extracto de sus grandes momentos discográficos. El tránsito de esta recuperación de su timbre y su canto se hará siguiendo una suerte de órden cronológico, que nos muestre el devenir de su arte y la evolución de su instrumento.
En este Post, ofrecemos dos de esos momentos.

MASCAGNI: L'AMICO FRITZ. El calor de la juventud.

Esta grabación de 1968 aparece hoy como un documento de la voz temprana de Luciano Pavarotti. Apenas 7 años antes había debutado en su Reggio Emilia natal. Redonda, sensual, jovial, llena de chispa y vehemencia, de una espontaneidad brillante, su voz es lo más parecido a un milagro. En este fragmento, el aria del último acto del personaje titular, escuchamos un timbre acariciante, una emisión hecha como de seda y de pronto, la eclosión estelar de su brillo, de su potencia, en una sensualísima prestación de ese "Amore, o bella luce del core", nunca mejor representada que en este fragmento de Pavarotti, despertando al amor de la Suzel de su amiga del alma, Mirella Freni. Completa la gloria el dominio cabal del estilo de este Mascagni romántico y doméstico, distinto del trágico mediterráneo de Cavalleria, por parte del insigne maestro Gianandrea Gavazzeni. Fue hasta finales de los ochenta, la única grabación de Luciano en el sello EMI.

DONIZETTI: LA FILLE DU REGIMENT. El rey del do de pecho.

La grabación completa de esta ópera, aparecida meses antes de la anterior no sólo marca el inicio de la feliz trayectoria de Pavarotti con el sello DECCA, sino el trampolín a la fama mundial del tenor que había ya asombrado a los públicos de la Scala, del Covent Garden y del MET de Nueva York, con la frescura, la insolencia y la incandescencia de sus notas pico en la famosa aria de los nueve dos, del Acto I. En poder de tenores ligeros, al estilo Schipa o Valletti, de timbres delicados, el Tonio de esta ópera, simplón noble, como el Nemorino de L'elisir d'amore, en la garganta de Pavarotti, cobraba una definición y una incisividad inéditas, y, con el perdón del genial Juan Diego Flórez, aún insuperadas. Se iniciaba también la fecunda colaboración con La Stupenda, Joan Sutherland y el director experto en bel canto, Richard Bonynge, que confeccionarían el estilo romántico del canto de Pavarotti. Pero, en la versión que hemos escogido para el disfrute, hemos dejado prevalecer el asombro por encima de la rigurosidad discográfica. Así que la grabación que testimonia cómo era el Tonio de Pavarotti  no es de la grabación de estudio del 67, sino de una función en vivo desde el Metropolitan, en 1972. ¿Quiére usted entender cómo se originó el fenómeno Pavarotti? Escuche esto.    

viernes, 3 de septiembre de 2010

DIARIO CHOPINIANO V: Spleen y París

Einar Goyo Ponte


Varsovia
Los breves viajes de los meses anteriores despiertan en el joven Chopin de veinte años el impulso por abandonar el terruño natal, donde comprende que su vida artística no podrá fructificar. Ha visto el mundo y ya no volverá a pensar provincianamente. Sus padres hacen de todo para ayudarlo a satisfacer su necesidad de cruzar fronteras y adquirir el oxígeno para su carrera y la interrelación con los que sospechaban sus pares. Al fin, con un dinero no exorbitante pero sí adecuado para iniciar el periplo, Frederic es alentado a completar sus fondos con un concierto en Varsovia, en octubre de 1830. En él presenta el Concierto en mi menor, para piano y orquesta, el que hoy conocemos como el No. 1, en el cual ha trabajado desde el verano de ese mismo año, y de cuyo adagio tiene una especial opinión: “se trata de una romanza serena y melancólica. Tiene que dar la impresión de una dulce mirada vuelta hacia un lugar que evoca mil recuerdos encantadores.” Como se ve, en su propia música, ya Chopin se ha ido de su tierra y privilegia la nostalgia. La crítica del concierto termina de convencerlo de que debe irse pues el criterio con el cual se evalúan sus obras es muy pobre, y predomina la adulación. Aquí les dejamos escuchar esta “Romanza”, como terminó siendo editado el adagio del Concierto en mi menor, en versión de Samson Francois, acompañado por la Orquesta de la Opera de Monte Carlo, dirigida por Louis Frémaux.


Si esto no bastara, los disturbios políticos vienen a acicatear el ánimo de huida. Los hay por toda Europa. En su país, se suceden los arrestos, entre los cuales se cuentan algunos de sus amigos. Polonia es ocupada militarmente por los rusos y se la obliga a atacar a Francia, pero la agitación no cesa. El viaje de Chopin se retrasa varias veces a causa de la atmósfera turbulenta. Por fin parte el día de los difuntos de 1830. Ya no regresará jamás.

Viena
Su amigo Tytus corre a acompañarlo unos días en Kalisz, de allí pasan a Breslau donde va a la ópera, su pasión, y da un concierto improvisado ante aficionados. Luego sigue a Dresde, y de allí a Viena. Se encuentra en ella cuando se suscita la insurrección en Varsovia, el 29 de noviembre. El resultado es sangriento y contrario a la causa de los patriotas polacos. Fryderyk se entera y como veremos en ocasiones próximas, no emite, ni documenta ninguna reacción inmediata. Muchos estudiosos y legos han juzgado extraño y difícil de comprender este comportamiento de Chopin, el cual también se opera en el terreno sentimental. Y es que, Fryderyk, en nuestra opinión, está contaminado, casi desde su nacimiento por lo que poco tiempo después Charles Baudelaire bautizará como el Spleen, prácticamente el último resabio de la sentimentalidad romántica. Del choque de la exaltación libertaria y omnipotente del yo de los inicios del siglo XIX con la realidad política y social, con la decepción napoleónica, se pasa a una melancolía y a una suerte de autismo individual, que exilia a sus “enfermos” en sus propias buhardillas o espacios de creación y a alimentar la idea de que sus congéneres no son capaces de entenderlos, de que están solos en el mundo, y que son escasos sus iguales. Así demoran con un cansancio del vivir o con un irreductible desdén a las formas e imposiciones del mundo: exteriorizan una indiferencia por su entorno, pero, para decirlo en cotidiano, llevan “por dentro la procesión”. De tal manera que sólo dan como válida y sincera expresión la de su arte, el único lenguaje en el que sienten que su alma puede expresarse, sin garantía de que los demás logren entenderlo. Es lo que sentía Beethoven, agudizado por su sordera, y es lo que captará en poderosa imagen Charles Baudelaire en su poema El albatros. Los silencios, la melancolía, la reticencia a dar conciertos y a apreciar el arte de sus contemporáneos y coetáneos se explicaría en Chopin por exacerbados síntomas de Spleen. A los pocos días de conocer las noticias del levantamiento, comienza a componer el Scherzo en si menor, Op. 20, No. 1.

Después de ocho meses de privaciones, esperas infructuosas y usuras, Fryderyk decide abandonar Viena. Va a Munich y a Stuttgart. Cuando llega a esta última ciudad se entera de la derrota de la sublevación polaca. Entonces el cuadro lo agobia. Sólo, empobrecido, sin saber de la suerte de sus seres queridos, de su familia, de sus amigos, de Kontancja, por la que pregunta a terceros, se deprime terriblemente. Tiene sueños pesarosos y sombríos y así los refleja en su diario de viajes. En ese estado, concluye el Scherzo Op. 20, No.1 y escribe los Preludios No. 2 y 24, así como el célebre último Estudio del Op. 10, llamado posteriormente, por sus editores, “Revolucionario”, y que dirá mejor que cualquier declaración patriótica, su sentir acerca de la angustiosa situación de su país. Es el verano de 1831. Ofrecemos aquí tres de estos dramáticos momentos: el Scherzo No. 1, en la impagable versión de Artur Rubinstein; el Estudio No. 12, Op.10, en la muy ecuánime lectura de Murray Perahia, y el poderoso Preludio No. 24, en la interpretación idem de Claudio Arrau. Todo el llanto y la furia contenidos o autosilenciados por Chopin erigen en las tres piezas una música inapelable, contundente, contrastante y magistral en el equilibrio y solidez de las formas, las cuales estaba él prácticamente inaugurando, a sus veintiún años.




París
Un poco más de un mes después Chopin llega a París, y así, con el ánimo casi de un colegial escribe:

“He llegado a París sin demasiados esfuerzos, pero con grandes gastos. (…) Me alegra ver lo que he encontrado en esta ciudad: los primeros músicos y la primera ópera del mundo. No tengo duda de que me quedaré más tiempo del que pensaba… Aquí uno encuentra, todo al mismo tiempo, el mayor lujo y la peor suciedad, la mayor virtud y el vicio más grande. (…) Uno desaparece en este paraíso, y eso es muy cómodo: nadie se interroga acerca del tipo de vida que uno lleva: se puede salir en pleno invierno vestido de harapos y frecuentar la más alta sociedad. (…) Vivo en el 27 del bulevar Poissoniére, en el quinto piso. ¡No podrías creer lo bonita que es mi vivienda! Tengo un cuartito con un encantador mobiliario de caoba y un balcón que da a los bulevares desde el cual descubro París, desde Montmartre hasta el Panteón.”

Los documentos y testimonios de viajeros, paseantes y habitantes del París de entonces refrendan casi al dedillo la meridiana visión de Chopin de la capital francesa, en la que apenas menos de un año atrás tuvo lugar la sonada “batalla de Ernani” cuando los detractores de Victor Hugo y sus acólitos se enfrentaron en pleno teatro en el estreno de la obra de ese nombre del famoso escritor. Con respecto a la línea donde expresa que se quedará más tiempo del que pensaba, París será la ciudad donde vivirá a partir de este momento hasta el fin de los dieciocho años que le quedan de vida.

Kalkbrenner
Pronto conoce al pianista Friedrich Kalkbrenner, presentado por el operista Ferdinand Paër. Se le considera el primer pianista de Europa, pero los polacos entendidos, amigos de Chopin, entre ellos su maestro Elsner, lo ven como un estafador, inferior a su alumno. Sin embargo, con su auspicio, Fryderyk da un concierto en febrero de 1832, nada menos que en la Sala Pleyel, con Franz Liszt y Felix Mendelssohn entre el público. Así París conoce a Chopin. El, mientras, sacia su pasión de operófilo asistiendo cada vez que puede al Palais Garnier y a la Opéra Comique, pero no serán muchas pues su situación económica es muy estrecha. Apenas vive de las lecciones de piano que ha conseguido dictar. Por sus composiciones, las cuales logra editar, recibe muy poco, pero una de ellas, las Variaciones sobre La ci darem la mano, llegan a manos de Robert Schumann, en Alemania, quien escribe un elogioso artículo en la prestigiosa revista Allgemeine Musikalische Zeitung, que Fryderyk acoge sin entusiasmo. La situación en París se agrava pues hay un brote de cólera en la ciudad. Por fortuna, Chopin logra dar un concierto para el noble James de Rothschild, gracias a su compatriota el príncipe Radziwill, lo cual provoca que la aristocracia se deslumbre por el pianista, pongan a sus familiares a tomar lecciones con él y el propio Rothschild lo acoge bajo su protección. París, por estos años, ve salir de sus imprentas los pentagramas de sus Mazurkas, op. 6 y 7; los Nocturnos Op. 9, y los Etudes 3, 4 y 5, del Op. 10.
De ellos les colgamos aquí un ejemplo de cada uno: la Mazurka Op. 6, No.1, en la lectura plena de añoranza de Vladimir Ashkenazy; el primer nocturno del Op. 9, en la poética versión de Rubinstein, y el Estudio Op. 10, No. 3, que algunos llaman, de forma un poco cursi, "Tristeza". Por fortuna, Perahia se eleva más allá del lugar común.





miércoles, 4 de agosto de 2010

OTRA VEZ TRAVIATA

Einar Goyo Ponte

La actual administración artística del Teatro Teresa Carreño, la cual cumple ya aproximadamente diez años en esa responsabilidad, sólo ha estrenado una producción de opereta, dos de zarzuelas y una de ópera, más una reedición de otra ópera nacional, ya estrenada en la Gerencia de la era “pre-rrevolucionaria”. Como se ve es un saldo bastante pobre: para el año 1993, diez años después de inaugurado el teatro ya éste contaba con veinte estrenos de igual cantidad de títulos operísticos, entre los cuales figuraban algunos de los más difíciles del repertorio, y dos estrenos mundiales de sendas óperas compuestas por venezolanos. Y entre los registas de estos títulos figuraban nombres históricos del teatro nacional: Cabrujas, Chalbaud, Costante, Mancera, Berrizbeitia, Arocha, Escalona, entre otros.

En la concepción de esta “regencia” revolucionaria del teatro lírico nacional, producir equivale a repetir infinitamente los títulos de mediano o notorio éxito. Así, llevan el palmarés Los martirios de Colón, de Federico Ruiz, repuesto casi anualmente, y esta Traviata, producida por cuarta vez en tres años. También repiten cantantes y directores de escena, independientemente del éxito cosechado. Aquella premisa socialista de la igualdad y la oportunidad para todos no parece aplicarse en las esferas directivas del principal teatro del país.

En este marco político-cultural resulta aún más irritante contemplar los resultados de esta nueva reposición de La traviata, de Giuseppe Verdi, con la misma escenografía de Francisco Caraballo, vistosa, bien acabada y funcional, aunque de detalles superfluos y faltos de significación, como la reproducción de cuadros famosos como el Sardanápalo, de Delacroix, los cuales no se explica uno qué hacen en casa de Violetta o de Flora Bervoix; el mismo vestuario de desequilibrados colores y rutinarios efectos, de Marcelino Hernández; la esquemática iluminación de José Castillo, y la misma inerte, abúlica e insensible dirección escénica de Fucho Pereda, con los mismos saldos fatales de hace tres años: estatismo de los protagonistas, pavoroso aburrimiento, extinción casi absoluta de la pasión y emoción que deberían venir impresas en el boleto cuando uno asiste a una representación de una ópera tan entrañable e icónica como Traviata.

Dicho esto, pasemos al registro vocal.

Violetta fue, una vez más, la intérprete oficial del TTC del rol: Mariana Ortiz, quien ha cobrado muchísima seguridad en la prestación del rol. Musicalmente es harto solvente, pues enfrenta airosamente el acerado final del Acto I, sigue sin cansancio el arduo –vocal y emocionalmente- dúo con Germont del Acto II, se escucha agradablemente en el concertante que cierra este acto y mantiene sanidad vocal (más bien demasiada) en el acto final. Su problema es de expresividad y de credibilidad. Ella y casi todos los demás intérpretes no se creen una palabra de lo que están cantando. De otro modo es inexplicable todo lo que no ocurre nunca en este montaje de Traviata. No hay lascivia ni coquetería mínima en todo el Acto I, donde Violetta despliega sus artes, su charm de cortesana –la más reputada de París-; cometen todos (desde el regista hasta el último figurante) el frecuente error de representar esa fiesta como una reunión elegante, donde se cena, se conversa, se baila, como cualquier sarao familiar, y una soirée en casa de una cortesana era muy otra cosa. En el “Un di felice” con Alfredo no nos enteramos jamás si ella se está enamorando, si duda o si le son absolutamente indiferentes sus requiebros (que es, sin embargo, lo que más se acerca a expresar): por ello es inerte e intrascendente toda su escena “E strano… hasta el volcánico “Sempre libera”, donde uno añora el quitarse los zapatos de Callas, el quiebre de la copa de Moffo, el encaramarse en el sofá de Netrebko, algo que revele que allí está tomando la decisión que cambiará radicalmente su vida. No. Ortiz canta bonito, pone caritas y ojitos, se ríe un poquitín… y nada más.

Los movimientos acartonados y muchas veces sin sentido de los dos personajes en el dúo Violetta-Germont cancelan toda comprensión del sacrificio de ella, y de la acomodaticia y decente crueldad del padre. En la fiesta de Flora ella y los demás actúan según una mecanicidad desalmada, infiel a la pasión que reverbera por toda la música de esta ópera. Pero no se detiene allí la desinterpretación de la Ortiz: en el último acto, donde está ya muriéndose, ella canta y se mueve con más energía que en todos los dos actos anteriores juntos.

No son mejores, ya lo hemos señalado, sus partners. Alfredo fue el tenor español Israel Lozano, destacado en diciembre en la zarzuela Luisa Fernanda, con el montaje del Teatro Real, pero aquí extraviado en los fraseos, musical e idiomáticamente, con fallas insistentes de entonación, y torpemente rutinario en escena. Contrario a lo que modernamente se resuelve en los montajes de la ópera, contempló impávido toda la romanza y cabaletta de Germont padre en el Acto II. De resto pataletas y lloriqueos en las escenas subsiguientes, con el agravante de que se desapareció vocalmente en el concertante del Acto II.

El Germont de Gaspar Colón es de apreciable sonoridad y excelentes intenciones vocales. Cantó una muy estimable “Di Provenza il mar”, pero está tan desorientado en escena como sus compañeros. Deambula sin propósito por la escena, inicia gestos que no concluye y sufre de la fobia a acercarse emotivamente a otro personaje que padecen todos en el montaje.

Cómplices de los mismos logros y defectos de los protagonistas son los comprimarios de Mairín Rodríguez (Flora), Mónica Daniele (Annina), Idwer Álvarez (Gastone), Eddy Mago (Douphol), Camilo Serrano (Grenvil), y Blas, Jesús y Carlos Hernández (Marqués, Giuseppe, Sirviente).

En el marasmo de los cantantes me entretuve con la juventud, sensualidad y bellas piernas del Ballet Teresa Carreño, y el digno hacer de Cristina Amaral y Sam Chester.

Dirigía, como vedette de las funciones, el maestro Gustavo Dudamel. Pero, este director, genial y diestro en las coloraciones sinfónicas de las grandes obras orquestales y concertistas, desaparece casi hasta lo trivial en la ópera. Ya lo he escuchado en tres títulos diversos (dos de ellos de los más brillantes del repertorio) y la impresión es la misma: una aséptica impersonalidad, una chatura en la expresión y poca complicidad con las voces, a quienes esta vez les impuso unos tiempos pesados, y una sonoridad desmedida tanto para sus instrumentos como para el estilo musical verdiano. Sólo sobrepasó la suficiencia el sensible Preludio del último acto. Lo demás, una rutina indigna de su fama. Creo que más en estas razones que en algún desvío propio, se encuentra la explicación para la descuadernada y poco templada interpretación del Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño, de quienes me consta que conocen esta ópera al dedillo.

En el Teatro Teresa Carreño, La traviata sigue idem.



miércoles, 28 de julio de 2010

CARMEN DE LUJO

Einar Goyo Ponte


En menos de un año, y después de diez de ausencia, la ópera Carmen, de Georges Bizet, ha vuelto a nuestras tablas, y de nuevo en el formato de concierto. En 2009 bajo la batuta experimental de Gustavo Dudamel entrenándose con un plantel de cantantes jóvenes para un montaje que tendrá lugar en la Scala de Milán en octubre de este año, y en julio de 2010, en signo de début, con la mezzosoprano Magdalena Kozená, especialista en el repertorio antiguo, barroco y mozartiano, y a quien atestiguáramos hace un par de años bajo la dirección del propio Dudamel, en los Gurrelieder, de Arnold Schönberg, haciendo sus primeros pininos en el rol de la gitana seductora, y a su marido, el insigne director Sir Simon Rattle, quien también se aventura por primera vez con esta apasionada ópera francesa. Para tal privilegio escogieron nuestra ciudad, nuestro Teatro Teresa Carreño y a nuestra Orquesta de la Juventud Venezolana Simón Bolívar.

El resultado fue, aun sin decorados ni vestuarios, la mejor producción de Carmen vista en nuestra ciudad en los últimos 30 años, por lo menos. Y la causa principal estriba en la inspirada, analítica y prismática dirección de Sir Rattle, quien desde el mismísimo Preludio nos hizo entender que estábamos en presencia de una ocasión singular: la inacabable paleta de matices, intensidades, acentos, desarrollos y enunciaciones de melodías, temas y efectos ya constituía por sí sola un deleite excepcional que nos hacía difícil en varias ocasiones concentrarnos en los cantantes, tal era el festín sonoro que resaltaba de la prestación orquestal. Y no se trataba en absoluto de que el director hiciese prevalecer a ésta por encima de los cantantes. Por el contrario, el balance y acoplamiento entre voces e instrumentos fue también inaudito (lo cual fue notorio también en la dimensión racionalmente reducida que Rattle dispuso para sus huestes con respecto a sus protagonistas vocales), pero los hallazgos y destellos que produjo de infinitos pasajes eran de una calidad altísima y de una elegancia y expresividad emocionantes. Se pueden recordar unos pocos, por razones de espacio: el coro inicial de soldados, con gradaciones de intensidad insólitas, los efectos voluptuosos del coro de las cigarreras en voces y orquesta, el delicado acompañamiento a las célebres Habanera y Seguidilla, cantadas por Carmen, el exquisito dúo entre Don José y Micaela (y aún no paso del Acto I), el colorido sensual de la Chanson bohémienne, que abre el Acto II, la divertida concertación del Quinteto de Carmen, Frasquita, Mercedes, Dancairo y Remendado (donde brilló nuestro tenor Idwer Alvárez), el conmovedor subrayado de las frases de los cellos y las maderas en el aria de la flor de Don José, la misma sensibilidad en el del aria de Micaela en el Acto III, y todo, todo, el Acto final, convertido en una pirotecnia orquestal y coral, de festividad y morbidez excepcionales, preludiando la tensa tragedia con la que concluye la ópera, y dirigida por Rattle con un pulso consciente de las cimas vocales y dramáticas de esa crucial escena final. Una lujosísima primera lectura de la ópera.

A pesar de estos refinamientos no pude dejar de percibir cierta estentoreidad y canto exageradamente abierto en la prestación del Coro Sinfónico Juvenil de Venezuela, y mucho mejores que el año pasado, los Niños Cantores de Venezuela.

Magdalena Kozena es una mezzosoprano, tal y como se entiende esa cuerda vocal hoy en día, prácticamente extintas las Cossotto, Bumbry, Barbieri o Horne de hasta hace unos 20 años. Esto es, un timbre asopranado, con centros parejos y sonoros (sin mayores alardes), registro grave solvente, pero nada más, pues una elegancia cortesana impide aquellos excesos voluptuosos de las cantantes citadas, y donde se cimentaba su calibre de cantante operística. Y el apartado más problemático: el registro agudo limitadísimo. Con estas características, sin embargo, y aferrándose a su majestad estilística, a la irreprochabilidad de fraseos y dicción francesa, y a una inagotable fantasía de matices a un tiempo señoriales y eróticos, perfiló la Carmen más completa y mejor cantada que se haya visto jamás en el escenario del TTC. Sólo al final, en el duelo con Don José, buscando fiereza en la expresión, sólo consiguió dar sonidos vulgares y francamente desagradables. Pero ya estaba a punto de morir, por eso la indultamos vocalmente.

El estadounidense Bryan Hymel era el brigadier navarro que se convierte en su Némesis. Su timbre y estilo de vocalidad nos recordaba al gran Jon Vickers, señero en este papel. Ya mencionamos el alto nivel del dúo con Micaela, y fue intenso en su aria de la flor, con impecable solución de su la agudo final, pero su galardón indiscutible lo ganó en el lacerante dúo final, con una incisividad pasional, de auténtica página roja y extenuantes cimas canoras.

La gran revelación vocal de la noche fue, para nosotros, la Micaela de la soprano Measha Brueggergosman, que si bien es de formato compacto, es poseedora de un canto expansivo, sensual, de intensos fraseos y mórbida musicalidad. Todas sus apariciones fueron excepcionales. Por primera vez, una Micaela me hace estar de su parte en esta ópera. Efectivo, elegante y rotundo fue el Escamillo de Kostas Smoriginas, con un timbre muy similar al joven Cayito Aponte. Lástima que en la edición de la partitura escogida por Rattle se corta el dúo con Don José del Acto III, hubiera sido una interesante batalla de toledanos instrumentos. Menos destacables los secundarios Frasquita, Mercedes, Zúñiga y Dancairo de Barbara Kind, Marika Zakova, Young-Wook Kim y Holger Marks, muy por debajo del venezolano Álvarez, a quien ya mencionamos.

Una Carmen tan de lujo que parecía más bien que venía del Palacio de Versalles en lugar de una tabacalería de Sevilla.

sábado, 24 de julio de 2010

UN ROSSINI POLITICAMENTE CORRECTO Y ESPLENDIDAMENTE CANTADO

Edgar Villanueva. Paris (Francia).





Políticamente correcta, con pretendidos visos de modernidad, no del todo conseguidos, ha sido esta nueva producción de La Donna del Lago de Gioacchino Rossini, a cargo del director catalán Lluis Pasqual para la parisina Opéra Garnier, vista a finales de junio de este 2010. El título, que curiosamente nunca se había presentado en ese escenario, convocó a un cast de esos que hacen colgar rápidamente en taquilla el cartel de sold out : Juan Diego Florez, Joyce di Donato y Daniella Barcellona, secundados por Colin Lee y Simón Orfila, entre otros.



Pasqual intenta relatar la historia desde el socorrido recurso del teatro dentro del teatro. Con el támdem Frigerio/Squarciapino crea un espacio de estilo neoclásico donde el coro, suntuosamente vestido al uso del tardío siglo XIX, presencia las acciones de los solistas, ataviados a la usanza medieval. Abucheada sonoramente la noche del estreno, la propuesta del director escénico a lo que contribuye es a hacer más confusa la historia central: la del amor de tres hombres hacia una mujer. Su mérito, no obstante, estriba en haber permitido que el canto fuese el protagonista absoluto del espectáculo.



El libreto de La Donna del Lago fue escrito por Andrea Leone Tottola, inspirado en el poema épico The lady of the Lake de Sir Walter Scott. Una vez puesta en música por Rossini, fue estrenada en Napoles en 1819 por la prima donna Isabella Colbrán. La acción se situa en Escocia, en 1530, en el marco de la rebelión de los Highlanders de Stirling contra el Rey Jacobo V. Douglas de Anjou, antiguo preceptor del Rey, ha sido desterrado de la corte y se refugia en las montañas junto a su hija Elena. Aquí, Douglas se ha ganado la protección de Rodrigo, el jefe de los rebeldes a quien en gratitud ha ofrecido la mano de Elena, pero la muchacha se ha enamorado del joven guerrero Malcolm Graeme. Desesperada, Elena pasa las horas junto a la ribera del Lago Katrine, ganándose así el apodo de “La mujer del lago”.



Musicalidad ejemplar



Como Elena, Joyce di Donato lució una voz oscura, de registro excepcional y soberbio dominio técnico. Su instrumento, rico en armónicos, le permitió colorear el drama con matices justos, desde la acariciante oscuridad de ”O matutini albori” hasta un exultante y luminoso “Tanti affetti”, prodigio de la coloratura ligada, con puntuales notas staccatti y alardes como las endiabladas volate: ascensos y descensos cromáticos en un solo aliento. La suya es una voz que empasta idealmente con la de Florez (calificaría, sin que el adjetivo implique exageración, de histórico el duetto ”Quali accenti” del primer acto, por la ejemplar musicalidad de ambos intérpretes).



Desde hace tiempo no existen dudas acerca de quién es el mejor tenor belcantista de esta generación. Como en otros roles rossinianos, Juan Diego Florez auna a su técnica imbatible y frescura tímbrica un conocimiento estilístico envidiable. Mención aparte para su interpretación de la difícilísima aria “O fiamma soave”, algo ingrata por su ubicación al principio del segundo acto, que parece resuelta con una facilidad pasmosa. Muy por debajo del artista estuvo la dirección escénica de su rol (El rey Giacomo V), bastante unidireccional y predecible, y más que discutible la “huida” del personaje justo antes del jubiloso rondó final a cargo de la protagonista.



El Malcom de Daniela Barcellona (de instrumento tan distinto al de Di Donato, tambien mezzosoprano) fue de una elegancia, color y morbidez ejemplares. Regaló un “Mura felici” de válida introspección, con unos dibujos musicales de gran fantasía (las roulades de la sección rápida) y prolongado aliento en los finales. La voz ha perdido, es cierto, algo del terciopelo de hace una década, pero no así el esmalte y ni la uniforme intensidad en todos los registros. A ello hay que añadir la elegancia con la que suele abordar los personajes in travesti.



Como Rodrigo, el tenor Colin Lee, habitual del Covent Garden londinense y del sello discográfico Opera Rara exhibió un canto de atlética contundencia, rotundidad y energía en las numerosas páginas di forza que su personaje posee, además de los escalofriantes agudos, alcanzados con rotundidad y precisión. El retrato psicológico de su personaje lo brindó con absoluta solvencia en el aria “Ma dov’è colei che accende” y en la escena “crudel sospetto, che m’agiti nel petto” que adelanta el finale primo.



Tampoco quedó a la zaga el Douglas de Simon Orfila, bajo cantante afianzado en el repertorio belcantista, de instrumento dúctil y color casi baritonal. Muy aplaudido en su aria “Sul labbro tuo stranieri”. Destacable asimismo la intervención de Diana Axentii como Albina, responsable de las frases “e vinto il nemico, oppresso l’audace” cantadas sobre una melodía de apabullante belleza que lleva al cierre del primer acto.



Al protagonismo excesivo del ballet habría que contrastar el rendimiento irregular del coro, sobre todo en la cuerda tenoril, que sonaba en exceso estridente y poco idiomática. La orquesta dirigida por Roberto Abbado fue un acompañante solvente, si bien no deslumbrante. Su principal aporte estuvo en permitir el lucimiento de los solistas, aportando eventuales novedades tímbricas en los finales de los dos actos que integran esta obra tremendamente seductora y misteriosa.

Fotografías: Agathe Poupenay (Opera National de Paris)
Edgar Villanueva.






martes, 13 de julio de 2010

DIARIO CHOPINIANO IV: Berlín y Viena

Einar Goyo Ponte


Aunque el enfermizo de la familia fue siempre Fryderyk, el año de 1827, en el mes de abril fallece su hermana Emilia, aparentemente del mismo mal que terminará consumiendo al compositor. Apenas tenía catorce años, tres menos que él. Imaginamos los temores y presagios que esa muerte habría traído a la familia, que ya conocía de la debilidad del hijo mayor, y a él, sensible, y con el morbo de la enfermedad acompañándolo a diario.


En estos últimos años de su adolescencia, Fryderyk estrecha su amistad con Tytus Woyciechowski, a quien conoció en el liceo de Varsovia. Sobre este afecto los biógrafos han escrito mucho por la ambigüedad de los documentos que se han encontrado entre ellos, en los cuales Fryderyk escribe ardorosamente sobre besos en su boca, pero por esa misma época se prenda de Kontancja Gladowska, estudiante de canto y alumna suya también, de quien le escribe a su amigo. Pero la historia no encuentra realización en las pieles sino en las partituras. A Tytus dedicará sus Variaciones sobre La ci darem la mano, del Don Juan, de Mozart, para piano y orquesta; de Kontancja, el propio Chopin nos revela que ella le inspiró el adagio de su Concierto en fa menor, y un vals, pero… ella jamás se enterará pues él no se lo comunica. Escuchemos ese "Larghetto", que es como Chopin lo tituló al final del Concierto en fa menor, el cual hoy nosotros conocemos como el No. 2. Lo toca el francés Samson Francois, con la Orquesta de la Opera de Montecarlo, dirigida por Louis Fremont, en una grabación de 1967.


Tras la muerte de Emilia, una buhardilla del Palacio Krasinski, en Varsovia, se convierte en el cuarto y estudio del joven compositor. Allí nacen las Polonaises Op. 71, el Rondó a la Mazur, y otras piezas que no verán la luz hasta después de su muerte. Esta última obra está dedicada a Alexandrine de Moriolles, otra discípula suya, esta vez del piano, con quien tampoco tendrá la oportunidad de intimar mucho pues en 1828 viaja a Berlín, a acompañar a un profesor amigo de su padre, lo cual le da la oportunidad de conocer la capital alemana sino a Alejandro de Humboldt, a Carl Friedrich Zelter, famoso compositor de la época, hoy casi olvidado, y a Gasparo Spontini y Felix Mendelssohn, pero su timidez le impide acercárseles. Prefiere irse a escuchar ópera y visitar fábricas de piano. No hay que olvidar que Mendelssohn es apenas un año mayor que él. El viaje, sin embargo, estimula su musa pues compone el Trío Op. 8, para piano, violín y cello, el Rondó “a la Krakowiak”, concluye las Polonaises Op. 71, la Sonata en do menor, Op.4, y comienza a escribir los Etudes Op. 10. Escucharemos el final del Trío, con esa energía juvenil, que ya conociéramos de sus obras previas.


A fines de ese mismo año, Niccoló Paganini ofrece diez conciertos en el Teatro Nacional de Varsovia. Chopin no se pierde ni uno. Queda impresionado por los logros potenciales que la música puede alcanzar cuando un virtuoso de la estatura de Paganini la tiene entre sus manos.

Al terminar el año escolar, el padre de Chopin pide una ayuda económica para que Fryderyk viaje al extranjero a formarse más idóneamente, pero la Comisión del Gobierno y de la Policía niega la solicitud. Pero su padre ha reunido un poco de dinero e impulsa la partida de Fryderyk a Viena, a donde llega a fines de julio. Allí, después de mucho cavilar, ofrece dos conciertos, donde toca sus obras e improvisa sobre temas de ópera. Tiene éxito con reservas. Desde ese mismo gran inicio los críticos notan lo que será un signo en las prestaciones chopinianas: una sonoridad demasiado débil o delicada para salas grandes de concierto. Sin embargo, la prensa señala que Chopin tiene toques de genio. De Viena pasa a Praga, de allí a Teplitz , donde da un concierto en casa de una princesa de Bohemia, y luego un mes entero en Dresde para algunos toques privados.

Luego regresa a su casa en Varsovia.
Finalizamos la sección musical de este capítulo del Diario Chopiniano con dos muestras del impacto que Paganini dejó en el joven polaco: el Estudio Op. 10, No. 1, que recuerda algunos Caprichos del violinista italiano. (Lo interpreta la nitidez de Murray Perahia), y una huella quizás de Viena, quizás del perfume de Kontancja o Alexandrine, el Vals en mi bemol mayor,Op. 18, uno de sus primeros, en la grabación histórica de Dinu Lipatti en 1950.



lunes, 5 de julio de 2010

80 AÑOS DE HISTORIA SINFONICA EN VENEZUELA

Einar Goyo Ponte

Hubo un tiempo en Caracas en el que no había más que una Orquesta Sinfónica. A los jóvenes que hoy siguen a sus amigos y compañeros de clase y cuadra en las Orquestas Juveniles debe serles difícil de comprender. Para ellos, buscar un solaz en domingo, es abrir un periódico y ver los cuatro o cinco conciertos que, en distintas latitudes de la ciudad, pueden estar ofreciendo varias de nuestras orquestas. Pero, por ejemplo, en 1975, era muy distinto. Los domingos en la mañana había una cita ineludible con la Sinfónica Venezuela en el Aula Magna de la UCV, para escuchar el concierto de esa semana. Es aproximadamente la fecha en la que comencé a aficionarme a la llamada música culta. Así les ocurriría a mis antepasados de 1965 o los de una o dos décadas atrás. Esa misma orquesta dominical desaparecía cuando había temporada de ópera pues era la misma que debía acompañar a los Plácidos Domingos, Lucianos Pavarottis o Montserrates Caballé que venían a cantar al Municipal y al Aula Magna. En esa circunstancia, que hoy podría parecernos de país subdesarrollado, radica la magna historia de los 80 años de la Orquesta Sinfónica de Venezuela.

De la quimera fabricada casi de la nada por Vicente Emilio Sojo en plena dictadura gomecista, en 1930, año centenario de la muerte del Libertador, con la colaboración de Ascanio Negretti, Simón Alvarez, Luis Calcaño y Vicente Martucci, la naciente orquesta fue venciendo la coyuntura histórica y ya hacia finales de esa década comienza a escribir su historia con letras mayúsculas al acompañar a solistas de renombre legendario como el arpista español Nicanor Zabaleta, su compatriota guitarrista Andrés Segovia y el pianista europeo Arthur Rubinstein. Gracias a la Segunda Guerra Mundial, la OSV pudo acoger durante esos años aciagos –los primeros, sin embargo, de nuestra vida republicana- a otros lujos como Jascha Heifetz, Henryk Szeryng y Yehudi Menuhin. Más tarde, también voces de ópera como Lily Pons y batutas como André Kostelanetz.

Esta misma orquesta, deja de ser adolescente en 1948, atreviéndose con una ópera wagneriana, acompañando a dos mitos del género: Kirsten Flagstad y Max Lorenz, en velada que inmortalizó Alejo Carpentier en la prensa y en su libro Ese músico que llevo dentro. Al año siguiente repite la hazaña con el estreno de un título que la Camerata de Caracas nos devuelve casi todos los diciembres: El mesías, de Haendel. También acompaña a Claudio Arrau y a Pablo Casals.

En la década del 50, con nueva dictadura instalada, la orquesta obtiene una vigorosa adultez al agitar de las batutas de historias como Otto Klemperer, Antal Dorati, Sergiu Celibidache y Eugene Ormandy. Época innegablemente de oro que rubrica la visita de directores-compositores como Igor Stravinsky, responsable de un alto porcentaje de la modernidad musical del Siglo XX, o como Heitor Villa-Lobos, Carlos Chávez, Pierre Boulez y Francis Poulenc. Es la orquesta que acompaña en sus incipientes carreras a Fedora Alemán, Morella Muñoz, Alirio Díaz y Rosario Marciano. La misma que estrena, dirigida por su autor, la Cantata Criolla, de Antonio Estévez, y en la que se forman como batutas Inocente Carreño, Angel Sauce, Pedro Ríos Reyna y Gonzalo Castellanos.

En la década de los 70 se montan en su podio Charles Dutoit y Eduardo Mata. Y es la primera orquesta venezolana que acompaña a Yo Yo-Ma, a Itzhak Perlman, Mstislav Rostropovich y la única que tocó con la argentina Martha Argerich. En historia más reciente yo escuché en esos conciertos dominicales del Aula Magna, acompañados por la OSV a Narciso Yepes, Philippe Entremont y a Aaron Rosand, entre muchos otros. También por esos años avala la carrera de Judith Jaimes y de Abraham Abreu.

Es la orquesta que hace posible el estreno de Turandot, de Puccini, en 1930; de Porgy and Bess, de Gershwin, en los 50’s; de la Doña Bárbara, de Caroline Lloyd en los 60’s ; la recuperación de la Virginia, de José Angel Montero, de la mano de Primo Casale, en 1969, y otros estrenos como la Margariteña, de Carreño, Rey David, de Arthur Honegger o Carmina Burana, de Carl Orff.

Y acompañó una o varias veces a cantantes de inalterable fama como Cesare Valletti, Gianna D’Angelo, Montserrat Caballé, Magda Olivero, Ghena Dimitrova, Plácido Domingo, Luciano Pavarotti, Renata Scotto, Piero Cappuccilli, Fiorenza Cossotto y muchos, muchos más.

Durante muchos, muchos años música sinfónica en Venezuela significaba Orquesta Sinfónica Venezuela. Sin esa chispa, sin esa aventura pionera de Sojo y los maestros de Santa Capilla que vieron en la agrupación la posibilidad de una cultura musical perdurable y vernácula, no hubieran sido posibles o hubiesen tardado más los florecimientos actuales de que se beneficia la música del Siglo XXI venezolano, y hasta el prodigioso Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles que da la vuelta al mundo, le debe no poco a esta decana de los sonidos criollos.

En la celebración de sus 80 años volvieron a la música rusa, a la cual han estado ligados de varias maneras a través de su historia, uno de cuyos últimos capítulos fue la exitosa gira que por el lejano país europeo realizaran hace tres años. Fruto de esa ocasión fue la invitación a las dos figuras que ornamentaron el cumpleaños: el pianista Rudenko Vadim, y el director Evgeny Bushkov.

El primero ejecutó una de las más extraordinarias versiones del Concierto para piano y orquesta No. 1, de Piotr Ilyich Tchaikovsky, que hayamos escuchado. Vadim es dueño de un sonido exuberante, pleno, de nítida y neta digitación, gracias a lo cual rivaliza sin temor con las sonoridades orquestales. Pero junto a la potencia, convoca ingeniosas sutilezas y celos de matices, algunos de ellos muy personales, como los derrochados en la Cadenza del primer movimiento y en toda la delicadeza del Andantino semplice. En el Allegro con fuoco final me dio el placer de escuchar todas las notas de la coda en avasallante conjugación con la suntuosa orquesta, de la cual sacó el Maestro Bushkov infrecuentes síncopas y ritardandi, que tenían un acendrado bouquet ruso y que a nuestros oídos representan renovación de lo tantas veces escuchado con el mismo formato.

Antes de este placer, la Orquesta interpretó Fiesta, de su concertino Alfonso López, obra para cuerdas de brillante eclecticismo, que arranca con acordes prestados de la Serenata para cuerdas, de Tchaikovsky para aludir luego a diversos ritmos “festivos” latinos, entre los cuales reconocimos en esta primera audición, el tango “Por una cabeza”, de Gardel-Le Pera , y los familiares melismas de los montunos del son cubano.

El concierto concluyó con otra selección rusa: el problemático Dmitri Shostakovich.

Tal como me ocurre con Anton Bruckner, y mis lectores recordarán los juicios que mi criterio le dispensa, Shostakovich me resulta cada vez más enigmático en su aparición en los repertorios de las orquestas venezolanas: no lo entiendo cuando lo incluye el internacional miembro del jet set, Gustavo Dudamel, ni tampoco en esta Sinfónica de Venezuela de ochenta años. Más allá de sus exploraciones técnicas o estilísticas en el campo sinfónico, no más interesantes, sin embargo, que las de Mahler o Wagner o Scriabin –si de modernidad hablamos-, signa a Shostakovich una angustiosa contradicción, que sin embargo define muy bien al intelectual, al artista comprometido con una Revolución política de izquierda: ¿cómo conciliar sus ideales y sueños de justicia, igualdad y humanidad con un aparato que mientras declara su comunión con ellos adopta la represión, la abolición de las libertades y la concentración del poder como procedimientos sistematizados? En resolver ese dilema, escapar o resignarse a la staliniana dictadura del proletariado y cantar la epopeya de la Revolución Rusa, transcurrió la obra de Shostakovich. ¿Hay una confesión de sentimientos similares en los casos venezolanos, dadas las circunstancias políticas de nuestro país?

En la Sinfonía No. 10, la selección escogida en la velada aniversaria, el compositor quiso ajustar cuentas con Papá Stalin, meses apenas después de su muerte, y así lo representa en el frenético y brutal Allegro, pero esa misma energía y potencia la escuchamos en el final, cuando la obra desarrolla el tema que representa al mismo Shostakovich, en una faramalla arrasadora, que parece expresivamente igual a la que describía al tirano. Algunos críticos afirman que la sinfonía es un desesperado alegato contra la represión de la individualidad en un ambiente opresivo. La equivalencia entre dos movimientos de aparente signo opuesto no me persuade de ello. Creo que Shostakovich no encontró soluciones y lo que oímos es, por el contrario, la suma de sus confusiones.

Aparte de eso la ejecución de la OSV fue impecable, sobre todo en el desempeño de los solistas de maderas y vientos en los exigentes pasajes líricos y entrevesados que el autor dispuso para ellos. Bushkov logró una encomiable concertación.

Espero que estos 80 años de tan loable historia apunten a mejores porvenires.