jueves, 10 de febrero de 2011

DIARIO CHOPINIANO VII: "Viajo por espacios extraños"

Einar Goyo Ponte

“Estoy en Palma, entre las palmeras, los cedros, los cactos, los olivos, los naranjos, los limoneros, los áloes, las higueras, los granados, en una palabra todos los árboles que poseen los invernaderos del Jardin des Plantes. El cielo es turquesa; el mar lapislázuli; las montañas, esmeralda; el aire es como el cielo. Sol, todo el día. Todo el mundo va vestido como en verano, pues hace calor. De noche se escuchan cantos y el sonido de guitarras durante horas enteras. Hay enormes balcones, de donde cuelgan los pámpanos.”


Quien escribe estas entusiastas líneas es Fryderyk Chopin, en una carta a Julian Fontana del 15 de noviembre de 1838. Hasta allí, a Palma de Mallorca ha ido en compañía de George Sand y sus hijos. Lo decidieron en el otoño de 1838. La promesa de lo benigno del clima, los testimonios de los amigos que le pintan la ciudad costera como el paraje que Chopin necesita para curarse, al respirar aire puro y vivir bajo la temperatura soleada y fresca convencen a los viajeros. Salieron de París el 20 de octubre. Han pasado por Perpignan; en Port-Vendres se embarcaron a Barcelona, donde permanecieron una semana, alojados en una pésima posada. De allí llegaron en vapor a Palma de Mallorca a inicios de noviembre. Ante la falta de hoteles tuvieron que hospedarse en la casa de un tonelero, cuyo trabajo de ruido ensordecedor los abrumaba. Sin embargo, el ánimo de Chopin le ha hecho escribir la carta de marras, la cual concluye así: “¡Ah, qué vida, estoy más vivo, me encuentro cerca de lo más bello que existe en el mundo!” Por desgracia, las cosas cambiarán en breve.

Se mudan a Son Vent, cerca de la capital, a una casa modesta, de limitado confort, el cual en invierno se reduce aún más, y éste está ya a la vuelta de la esquina. En diciembre comienzan dos meses de lluvia continua. La humedad abre sus fauces en la casa para la delicada salud de Chopin, quien empieza a toser. El piano prometido no ha llegado, por lo cual no puede probar ni rectificar sus composiciones, así que escribe, corrige, reescribe de manera casi desesperada.

Vuelven a mudarse a una montaña en las afueras de Palma. Alquilan una cartuja y suben en un coche tirado por una mula hasta su nueva casa en Valldemosa. Un pianito de lamentable sonido auxilia a Chopin en esta nueva estancia.

El invierno arrecia: tormentas, brumas, días sombríos. El buscado sol que los llevó hasta Mallorca casi ha desaparecido. Los pocos días en que aparece semejan una burla para el espíritu ya penetrado de angustiosos presagios de Chopin. Además pasa solo la mayoría de sus días, pues Sand y sus hijos pasean todo el día, sin importar el tiempo que haga. Fryderyk se atreve a acompañarlos una vez y regresa casi muerto. Vuelven a asaltarlo los fantasmas mortuorios de sus primeros tiempos fuera de Polonia. Como uno más de sus espectros pasa las noches frente al piano “pálido, con los ojos huraños y los cabellos como erizados en la cabeza”, según escribe Sand en su autobiografía. Pero, el propio Chopin nos da una imagen más cabal: “Viajo por espacios extraños”, escribe en medio de sus delirios. Y esos espacios extraños son los que percibe Sand, escritora, artista también, al ver su penuria en aquel paraje lejano enfrentándose a su música: “Nos tocaba cosas que acababa de componer, o mejor dicho, las ideas terribles o desgarradoras que acababan de apoderarse de él, como contra su voluntad, en una hora de soledad, de tristeza o de terror. Así compuso las más hermosas de esas breves páginas que llamaba modestamente preludios. Son obras maestras. varios de ellos traen al pensamiento visiones de monjes fallecidos y hacen escuchar los cantos fúnebres que lo asediaban. Otros son melancólicos y suaves: se le ocurrían en las horas de sol y salud, con el ruido de la risa de los niños bajo la ventana, el sonido lejano de las guitarras, el canto de las aves bajo el follaje húmedo…Otros son de una tristeza lúgubre y al mismo tiempo que embelesan el oído, desgarran el corazón.” Escucharemos cuatro de esos preludios trabajados o compuestos en estas húmedas y angustiosas horas de Marsella. Son el 4, el 15, el 20 y el 24, último de la serie. Los interpreta el gran Claudio Arrau.



A mediados de febrero de 1839, Chopin baja casi moribundo de Valldemosa. La travesía de retorno es penosa, con hemorragia incluida. Se hospedan en Marsella. Allí reciben la triste noticia del suicidio del tenor Adolphe Nourrit, una de las leyendas del bel canto romántico, insigne intérprete rossiniano y amigo de Fryderyk. En su honor, pues el tenor es marsellés y allí lo llevan a enterrar, Chopin saca fuerzas y toca en su funeral.

Luego vuelven a París.
Dos selecciones más salidas de la aventura mallorquina. El Vals Op. 34, No. 2, y el Nocturno Op. 37, No. 1. Están interpretadas por Dinu Lipatti y Arthur Rubinstein, respectivamente. Dos muestras más de esa música de los "espacios extraños".



lunes, 7 de febrero de 2011

ONEGUIN, EL DESPRECIO A LA FELICIDAD POSIBLE

Foto Tato Baeza
Edgar Villanueva (desde Valencia, España)

Hay algo en la música de Tchaikovsky de irresistible y seductor que va muy por encima del conservadurismo de sus composiciones. Es como una urgencia de expresión, un arrebato sincero y desnudo en un punto angustioso, comunicado mediante fórmulas muy clásicas. Ello se evidencia la mayoría de sus obras, desde las sinfonías y ballets a sus conciertos y óperas.


A Eugene Oneguin, basada en la obra homónima de Alexander Pushkin y estrenada en Moscú en 1879, el compositor evitó etiquetarla como "ópera", optando por la genérica definición de "escenas líricas". Justificaba el eufemismo argumentando que su obra hacia un uso bastante libre de la elipsis teatral. Sin embargo, Oneguin es una de las creaciones más perfectas de Tchaikovsky, por el profundo retrato de los personajes y la concisión de las situaciones dramáticas planteadas.


Oneguin es una historia de desencuentros, de lo que pudo ser, un adelanto romántico a los antivalores que rigen la sociedad actual de consumo. ¿No tienen acaso apabullante actualidad el desprecio a la sinceridad, el elogio a la arrogancia/ignorancia y la ridiculización de los sentimientos?


Foto Tato Baeza
La producción de la Opera Nacional de Varsovia presentada en el Palau de las Arts Reina Sofía de Valencia fue firmada por Mariuz Trelinski. Colaboran Boris Kudlika en la escenografía, Joanna Klims en el diseño de vestuario y Emil Wesolowski como coreógrafo. El director polaco traduce el torrente emocional de la música en imágenes cargadas de intenso simbolismo. Evita toda concesión a la literalidad, aun a riesgo de caer en uno que otro lugar común, como los sucesivos desmayos de la protagonista y la reaparición de Lensky tras su muerte, en las evocaciones del personaje titular. El equilibrio entre las escenas de conjunto y la fuerza dramática de las individuales (escena de la carta de Tatyana, de una abrumante belleza)contribuyó a la fluidez y el dinamismo en el relato escénico.


Un aliado vital desde el foso fue el director de orquesta israelí Omer Meir Wellber, encargado musical de la casa, que condujo con precisión e intenso sentido dramático a los cantantes, a despecho de alguna puntual mezquindad de rubato, solventado por los sonidos suntuosos, típicamente tchaikovskianos, que supo extraer de la Orquesta de la Comunitat Valenciana.


El conjunto de solistas destacó por su juventud, lo que hizo mas creíble la historia. Pero en lo que respecta a la caracterización de los personajes desde lo estrictamente vocal, las carencias jugaron en contra de las prestaciones individuales, con la excepción del bajo Günther Groissbök, que interpretó al Principe Gremin con toda propiedad de medios.


Protagonista absoluta de la ópera, la Tatyana de la soprano Irina Mataeva convence a medias gracias a un timbre hermoso, evidentemente eslavo. Corta de fiato, tuvo que administrar sus limitados medios en las escenas más comprometidas. En su gran momento del primer acto acusó un evidente cansancio, que hizo atropellado el fraseo en los muchos momentos declamativos de la escena de la carta.





Foto Tato Baeza
 Del Oneguin de Artur Rucinski cabe destacar la frescura vocal y sólo eso. No es un intérprete refinado, ni matizador. Canta, en lugar de interpretar: en su Oneguin no hay progresión dramática. Es el mismo hombre el que rechaza sin elegancia la declaración amorosa de Tatyana, y el que implora amor hacia el final de la ópera.


Episódica, a tono con el lado más superficial de su parte, la Olga de Lena Bekina. Y algo más entusiasmante, a pesar de la inconclusión tímbrica de su voz, el Lenski del tenor Dmitri Korchak, que evidenció mejores intenciones que medios en la interpretación más conseguida de todo el elenco.




Muy bien diferenciadas las mezzos Helene Schneiderman como Larina y Margarita Nekrasova como Filipievna. Poco sutil el Trinquet de Emilio Sánchez, cumplidores Simón Lim y Aldo Heo en sus partes de Zaretzki y el Capitán. Poco idiomático el coro de la Comunitat Valenciana, y muy bien la labor de los figurantes/bailarines. ¡Por fin, en una ópera, la coreografía complementa con toda propiedad a la acción dramática!