miércoles, 24 de octubre de 2012

Ópera Bohemia



Einar Goyo Ponte


Vestida de blue jean y franela, con sus tenis y estampa de quien termina de hacer sus compras finales en el mercado callejero, al borde de la mañana de un domingo, la señora, en la mitad de sus cuarenta, voceaba en plena calle adyacente a la caraqueñísima esquina de Guanábano:

- ¡No, chama, es que me está invitando pa’ “La bohemia”!

(Aquí imagino un considerable desconcierto, posiblemente no mejor expresado por un espeso silencio al otro lado de la conversación entablada a través del celular)

- ¡“La bohemia”, chica!, insistía la señora, ya enfrascada con el impotente silencio de su interlocutora, hasta que por fin descubre la llave de la comunicación. –¡La ópera, vale! ¡Ahí, en el Municipal!

Las bolsas de mis compras me arrastraron, ciertamente contra mi voluntad, lejos del desenlace de la conversación citadina, la cual certificaré ante notarios, si hace falta. Espero que la señora haya aceptado la invitación de su amigo o amiga, y no se haya dejado sonsacar por la insidiosa alternativa de su sorprendida llamada telefónica. Pero lo importante es la dimensión cotidiana que adquirió el fenómeno socio-cultural de las funciones de La Bohème, de Puccini, a veinte bolívares, en el Teatro Municipal, producida por la Orquesta Sinfónica Municipal y la incipiente Compañía de Ópera Maestro Primo Casale: la conversión en alternativa popular de un espectáculo hasta ayer considerado como elitesco.

Así nuestros espectadores caraqueños, envueltos en sus modestas ropas, escapados en el intermedio al perrocalientero de la esquina (pues en el Teatro no funciona una cantina), hacen su cola para entrar a las diversas localidades del centenario coliseo capitalino, escuchan la tertulia didáctica y previa que Sadao Muraki y Rodolfo Saglimbeni dispensan sobre la ópera y presencian un espectáculo que… ¡se parece bastante a ellos! Pues con muy modestos recursos, más propios de unos bohemios como los cantados por Puccini en su melodrama, que del tradicional fasto con el que se asocia al montaje de ópera, Alexandra Pérez y Diego Puentes confeccionan una estrictamente eficaz puesta en escena de este sensible título pucciniano, de inmediato impacto en el público: con escenografías y vestuarios prestados de la vieja producción del Teatro Teresa Carreño, y con cantantes que hacen sus primeros pininos, al lado de nuestros veteranos de cien guerras, y el experimentado Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño, transcurren en ese clima modesto, sin pretensiones ni ostentaciones, los cuatro actos de La Bohème.

Sin mayores fisuras que la atmósfera casi escolar de algunas soluciones escénicas, sobre todo en el multitudinario Acto II, la puesta de Pérez y Puentes se apoya sobre todo en el buen hacer de sus protagonistas, quienes en general, conocen el oficio y se meten en la piel de sus personajes para narrar esta historia de amor, penuria, hambre, frío y supervivencia.

Con la misma bohemia modestia el plantel vocal abordó la obra. En la función a la que asistimos, el sábado 13/10, el filósofo y el músico Schaunard y Colline fueron cantados, con más eficacia que magisterio, por Alvaro Carrillo y Roberto Leal. El primero se ganó un merecido y prolongado aplauso por su prestación en la “Vecchia zimarra” del Acto IV.

La pareja alternativa de la historia, la de Marcello (William Alvarado) y Musetta (Giovanna Sportelli), insistieron en el tono de “Bohème de andar por casa”, que marcó la producción, sobre todo porque ambos fueron en declive a lo largo de la función. La última despegó con bríos en su impactante aparición en el Acto II, para terminar disimulando con su sólida presencia escénica el velo que le redujo el timbre de la voz a partir del Acto III.

El Rodolfo de Robert Girón, al menos ese sábado, estuvo haciendo constante pero timorato acopio de recursos, como quien en pobreza teme que se le agoten demasiado pronto, así su encarnación fue en general apocada y no convencida de sí misma. por fortuna su fresco timbre asoma siempre la juventud y gallardía del personaje, y puede uno imaginar una asunción más sólida en el futuro.

Quienes si no participaron de la atmósfera bohemia de la función y se declararon en más aristocrático y derrochador despliegue de arte fueron la genial doble encarnación, como Benoit y Alcindoro de Cayito Aponte, capaz de sacarnos una sonrisa apenas se asoma a escena, y luego infligirnos carcajadas enteras en los dos actos en los que domina; y la estupenda Mimí de Mariana Ortiz, sin duda la cantante más refinada y hábil de la escena lírica venezolana del momento. Desde su “Sí, mi chiamano Mimí” hasta su muerte en el Acto IV, su prestación fue un mosaico de delicadezas, canto expansivo, matices múltiples y acentos conmoventes. Cantó pues con la suntuosidad de recursos que uno espera ver en una función de ópera.

Ya subrayamos la experiencia siempre efectiva del Coro del Teatro Teresa Carreño, quien junto al buen hacer de los Niños Cantores del Núcleo Los Teques de la Fundación Musical Simón Bolívar, dirigidos por Jesús González y Samia Ibrahim, respectivamente, destellaron en el comprometido Acto II. Siempre, soportados por la batuta experta también, pero además sensiblemente conocedora del título (lo demostró su precisión dramática y la capacidad de sobreponerse a aislados dislates individuales de su Sinfónica Municipal) del maestro Rodolfo Saglimbeni.

Una Bohème como la vida caraqueña.

martes, 9 de octubre de 2012

La Bohème o el discurso amoroso



Einar Goyo Ponte


Con motivo de la inminente reposición de La Bohème de Giácomo Puccini, colgamos aquí dos pequeños ensayos publicados con anterioridad en un diario de Caracas, y en una revista ya desaparecida, en 1990 y 1993, respectivamente.


He escrito alguna vez que la Tosca de Puccini es algo así como ver hoy un thriller de Spielberg o John Woo. La Bohème, compuesta cuatro años antes de aquella, también acepta su equivalente en los media actuales. Es así como la Love Story de finales del Siglo XIX. Y es que Puccini es uno de los indiscutibles forjadores de nuestra sensibilidad. El cine, así como el arte gramofónico, estuvo, en sus orígenes, muy pegado a la ópera, que era una especie de barómetro de los gustos del público. De esta manera, Puccini logró traducir, pero también transmitir un sentir, una manera de vivir el amor, propio del fin de siècle y hacerlo afín a la locura de “vivre” de los años veinte o la “belle époque”.

Esta disertación sobre La Bohème viene casi adherida a una grabación de esta obra. La más extraordinaria de todas, por ser la única que comprende este sentido emocional, casi nostálgico. Es aquella dirigida por Herbert Von Karajan en 1973 con las voces de Mirella Freni y Luciano Pavarotti en los roles principales. El crítico Rodolfo Celletti, a quien aludiré otras veces, insólitamente raptado por este registro, cree encontrar alusiones proustianas en él. Y no es extraño: Bohème viene de ese mismo mundo perdido, de ese mismo paraje de la juventud, de la misma atmósfera aquejada de spleen, de un romanticismo virulento en esplendoroso ocaso. Los bohemios de Puccini, ni los de Mürger, el autor en quien se basó el compositor para su obra, son, ni de lejos, semejantes a aquellos de la estirpe de Verlaine, Rimbaud o Mallarmé, Dégas, Van Gogh, Satie, Nietzsche o el mismo Puccini. El propio Mürger sería un olvidado fabulista de no ser por la ópera (u óperas pues no es justo borrar la Bohème de Leoncavallo) que arrojó luz sobre sus Scènes de la vie de Bohème. Lo que salva a estos outsiders, para definirlos modernamente, lo que verdaderamente los justifica es lo que les ocurre en el corazón. Su forma casi suicida de enfrentarse a la vida, la pasión con la cual se entregan a ella. Por tanto, es injusto dejar en la sombra a los personajes Colline y Schaunard, el filósofo y el músico respectivamente. Este último es quien salva al cuarteto de bohemios de morir de inanición en el Acto I, al llegar provisto de viandas y vino, pero, no obstante lo aleatorio de su condición decide que todos deben ir a celebrar la navidad a lo grande en el “Momus”, en donde dispendiará hasta el último centavo. No importa, la vida fulgente bien vale la pena. Colline venderá infructuosamente su “vecchia zimarra” por la lejana esperanza de prolongar la débil luz de la vida de Mimí. Sin ellos, la atmósfera precaria, azarosa de la bohemia, de la vida desligada de la tutela social, sería imperceptible en el dominio apasionado del avatar amoroso de los protagonistas. Rodolfo y Mimí no son Des Grieux y Manon, en buena parte gracias a sus compañeros. Ellos son el contrapunto realista, en la tradición de Zolá, así como también lo son Marcello y Musetta, quienes viven un idilio más terreno, menos ilusorio y acaso más perdurable, por ello, que el del poeta y la florista. Marcello es una especie de alter ego o hermano mayor de Rodolfo. El ve la pasión de su compañero con la desconfianza de quien conoce el carácter mudable femenino, y lo enfrenta a la realidad, pero también propicia en él la llama devoradora en la cual abandonarse como él no podrá ya hacerlo, Musetta es la alegría de vivir, el desenfado. Es injusto y falto de imaginación representarla como una simple coqueta. Ella es, sobre todo en ese Acto II, su apoteosis, la imagen de lo que Mimí quisiera ser y su mal en ciernes no la deja, por eso admira el amor evidente de ella por el pintor.

Pero La Bohème es esa historia de amor perfecta porque en ella el amor dura más que la vida. Perfecta por infeliz, por trasnochada y lunarmente romántica. Rodolfo y Mimí son esa historia inmortal. Son los mismos extraviados, melancólicos y soñadores amantes de las óperas belcantstas: Edgardo y Lucía, Elvino y Adina, Tristán e Isolda, pero ahora en traje de calle, en una buhardilla cuyo tragaluz deja entrar la luz de la luna, preocupados por subsistir al día siguiente cumpliendo su trabajo en el periódico que mal le paga a él, y enferma, por la humedad de su cuartucho, donde confecciona flores de papel, ella. Rodolfo podría describirse con estas palabras de Celletti, al comentar la prestación de Pavarotti en la grabación citada antes: “apenas emite la primera nota, entra al oído la voz de Rodolfo, así, como siempre la he imaginado: fresca, melodiosa, vibrante, afectuosa, luminosa, la voz de la juventud, en una palabra.” No en balde Pavarotti tenía ese rol como su favorito, por lo romántico y temperamental. Mimí es, simplemente, el amor, un rayo de luna que se le aparece fortuitamente a Rodolfo. Sensible, ingenua, capaz de deslumbrarse con los vanos poemas del joven. Pero efímera, tanto que se consume cuanto más se inflama de amor por él. Su encuentro es la pasión. Pero una pasión cercana, de visos cotidianos. Rodolfo y Mimí se enamoran como nos enamoraríamos nosotros: la vela apagada a propósito por él, ardoroso; la conversación donde cada uno habla de sí mismo, emocionadamente. Luego la conjunción de sus deseos sencillos, tímidos aún, pero ya encendidos en ese impagable dúo de “O soave fanciulla”. Luego, la conversación, el obsequio, la “cuffietta rosa”, la presentación a los amigos “perché son io il poeta, essa la poesía”, los celos repentinos y desechables en mitad del tráfago festivo, la visión de la pareja similar de Marcello y Musetta. Después la preocupación de Mimí por lo que ella cree obsesión de celos en Rodolfo y que luego se revela sacrificio, porque a su lado pierde su lozanía entre tanta miseria. No menos conmovedora y familiar es la casi infantil riña y reconciliación en el “addio, dolce svegliare”. Y ¿qué decir del final, en esa evocación de los temas de su idilio en el Acto I y la muerte imperceptible de Mimí?

La Bohème es esa historia de amor que nos gusta escuchar, porque nos habla de una pasión casi en el medio de la calle, con seres similares a nosotros, acaso con todo en contra, pero que no olvidaron lo que nosotros frecuentemente obviamos: que el amor, esa pasión, es más importante que la vida.

La Bohème: la poética de lo pequeño


Einar Goyo Ponte


El propio Puccini se definió como el músico “delle piccole cose”, las cosas pequeñas, sencillas. Los estudiosos de su música ven en esa característica su diferencia con respecto a la epicidad verdiana o al afán trascendente de Wagner, y es acaso por ello que lo incluyen frecuentemente entre los autores veristas; por esa búsqueda y exaltación del detalle, por un lado, y por el énfasis en el aspecto doméstico de sus situaciones y personajes.

Acaso no haya otra ópera donde más esencial y exaltado sea este carácter de lo doméstico, el detalle y lo pequeño que en La Bohème, su cuarta obra y su entrada en la madurez. El primer acto transcurre precisamente en la buhardilla donde habitan los cuatro bohemios. Dos de ellos, el pintor Marcello y el poeta Rodolfo están allí, pero no realizan nada grandioso ni muestran actitudes heroicas: están muertos de frío y no tienen leña para calentarse, además de eso tratan de trabajar; Marcello en su cuadro y Rodolfo en un drama. Ello nos permite deducir otro elemento importante: los héroes de esta ópera son personas mediocres, casi marginales de ese París que los enamora y los agobia. Los cuatro bohemios son un pintor de bodega, un poeta más de vida que de letra, un músico oportunista y un incoherente filósofo. Musetta es una coqueta que vive de sus amantes y Mimí es una hacedora de flores artificiales. Una muestra de su vida ardua pero cotidiana es el cuadro de la primera mitad del Acto I. Dos pequeños objetos propician el idilio de los protagonistas que se inicia en la segunda parte: una vela y una llave. El aria de Rodolfo comienza por la mención de la manita fría de Mimí. Dos palabras tan sólo bastarán para que él le cuente quién es, y ello aderezado con sencillas metáforas, es el texto de “Che gélida manina”. Mimí hace lo propio hablando de su pequeña historia, de su sencillez, de su cuartito, de sus florecillas. Enamorados, entonan el breve dúo de amor que prosigue en el tono leve, medio pícaro, medio cándido que caracteriza un amor cotidiano.

El detalle es el protagonista del Acto II en el Quartier Latin: vendedores de naranjas, muñecos, castañas, turrones, panecillos, dulces, flores, juguetes, libros. Rodolfo le compra a Mimí su símbolo imperecedero: la cuffietta. La escena está llena de niños. En una conversación, Marcello revela su actitud cínica ante el amor provocada por Musetta, quien hace su entrada y se describe en su “Quando m’en vo”, en el mismo tono sencillo del Acto I. Sobre esta célula melódica del aria, Puccini construye todo el climax de la escena: el reencuentro de Musetta y Marcello, la burla a Alcindoro, la celosa advertencia de Rodolfo a Mimí y el revuelo general, en un triunfal tutti.

El acto III se abre con barrenderos, lecheras, aduaneros, campesinos y clientes de la humilde taberna a la que Mimí va a buscar a Marcello. Los celos domésticos son el motivo del climax de la intervención cantable de ella. Igual de doméstica y leve es la respuesta del pintor. En la escena siguiente el énfasis está en la “terribil tosse”: Rodolfo describe los síntomas de la enfermedad de Mimí, describe lo inhóspito de su casa, su dolor y su sacrificio. Justamente este tema de la “tos” es el que exaltado empujará al poeta a reencontrrar a Mimí, quien de nuevo con sencillez, se despide de él nombrándole las cosas domésticas que debe recoger. El amor humanamente cotidiano revive en el recuerdo de esas cosas y el dúo, reiteración del tema del “Addio senza rancor” es el final de una riña entre amantes y su dulce reconciliación mientras, por contraste, comienza la pugna entre Musetta y Marcello, al otro lado de la música.

El Acto IV, que tiene lugar meses después, encuentra de nuevo a Rodolfo y a Marcello solos. Para informarnos de lo que ha ocurrido en sus vidas, cada uno apela por su cuenta a los objetos de sus amadas ausentes. Sigue un nuevo cuadro humorístico que revela la cotidianidad de los bohemios y que sirve de efectivo contraste al final trágico que se inicia con la entrada de Musetta y Mimí, ya moribunda. A partir de este momento, todo en la música será reminiscencia: los recuerdos de las pequeñas cosas que los hicieron felices un tiempo, el bello detalle del “error” de la metáfora con la cual Rodolfo describe la hermosura de Mimí, la vela, la llave, la mano fría, la cuffietta, el manguito que le calienta las manos. Cabe incluso aquí el detalle de una inusual aria pucciniana para bajo, cuando Colline se desprende de su viejo abrigo.

Mimí muere en silencio y hacia allá tiende la música luego de los sollozos de Rodolfo. La tragedia tamizada por el tono doméstico. Y no obstante el despojo de grandiosidad, difícilmente hay una escena más triste que la muerte de Mimí. Lo pequeño es lo grande en La Bohème, de Puccini.