Einar Goyo Ponte
Con motivo de la inminente reposición de La Bohème de
Giácomo Puccini, colgamos aquí dos pequeños ensayos publicados con anterioridad
en un diario de Caracas, y en una revista ya desaparecida, en 1990 y 1993,
respectivamente.
He
escrito alguna vez que la Tosca de
Puccini es algo así como ver hoy un thriller
de Spielberg o John Woo. La Bohème, compuesta
cuatro años antes de aquella, también acepta su equivalente en los media actuales. Es así como la Love Story de finales del Siglo XIX. Y
es que Puccini es uno de los indiscutibles forjadores de nuestra sensibilidad.
El cine, así como el arte gramofónico, estuvo, en sus orígenes, muy pegado a la
ópera, que era una especie de barómetro de los gustos del público. De esta
manera, Puccini logró traducir, pero también transmitir un sentir, una manera
de vivir el amor, propio del fin de
siècle y hacerlo afín a la locura de “vivre” de los años veinte o la “belle
époque”.
Esta
disertación sobre La Bohème viene
casi adherida a una grabación de esta obra. La más extraordinaria de todas, por
ser la única que comprende este sentido emocional, casi nostálgico. Es aquella
dirigida por Herbert Von Karajan en 1973 con las voces de Mirella Freni y Luciano
Pavarotti en los roles principales. El crítico Rodolfo Celletti, a quien
aludiré otras veces, insólitamente raptado por este registro, cree encontrar
alusiones proustianas en él. Y no es extraño: Bohème viene de ese mismo mundo perdido, de ese mismo paraje de la
juventud, de la misma atmósfera aquejada de spleen, de un romanticismo virulento en esplendoroso ocaso. Los
bohemios de Puccini, ni los de Mürger, el autor en quien se basó el compositor
para su obra, son, ni de lejos, semejantes a aquellos de la estirpe de
Verlaine, Rimbaud o Mallarmé, Dégas, Van Gogh, Satie, Nietzsche o el mismo
Puccini. El propio Mürger sería un olvidado fabulista de no ser por la ópera (u
óperas pues no es justo borrar la Bohème de
Leoncavallo) que arrojó luz sobre sus Scènes
de la vie de Bohème. Lo que salva a estos outsiders, para definirlos modernamente, lo que verdaderamente los
justifica es lo que les ocurre en el corazón. Su forma casi suicida de
enfrentarse a la vida, la pasión con la cual se entregan a ella. Por tanto, es
injusto dejar en la sombra a los personajes Colline y Schaunard, el filósofo y
el músico respectivamente. Este último es quien salva al cuarteto de bohemios
de morir de inanición en el Acto I, al llegar provisto de viandas y vino, pero,
no obstante lo aleatorio de su condición decide que todos deben ir a celebrar
la navidad a lo grande en el “Momus”, en donde dispendiará hasta el último
centavo. No importa, la vida fulgente bien vale la pena. Colline venderá
infructuosamente su “vecchia zimarra” por la lejana esperanza de prolongar la
débil luz de la vida de Mimí. Sin ellos, la atmósfera precaria, azarosa de la
bohemia, de la vida desligada de la tutela social, sería imperceptible en el
dominio apasionado del avatar amoroso de los protagonistas. Rodolfo y Mimí no
son Des Grieux y Manon, en buena parte gracias a sus compañeros. Ellos son el
contrapunto realista, en la tradición de Zolá, así como también lo son Marcello
y Musetta, quienes viven un idilio más terreno, menos ilusorio y acaso más
perdurable, por ello, que el del poeta y la florista. Marcello es una especie
de alter ego o hermano mayor de Rodolfo. El ve la pasión de su compañero con la
desconfianza de quien conoce el carácter mudable femenino, y lo enfrenta a la
realidad, pero también propicia en él la llama devoradora en la cual
abandonarse como él no podrá ya hacerlo, Musetta es la alegría de vivir, el
desenfado. Es injusto y falto de imaginación representarla como una simple
coqueta. Ella es, sobre todo en ese Acto II, su apoteosis, la imagen de lo que
Mimí quisiera ser y su mal en ciernes no la deja, por eso admira el amor
evidente de ella por el pintor.
Pero
La Bohème es esa historia de amor
perfecta porque en ella el amor dura más que la vida. Perfecta por infeliz, por
trasnochada y lunarmente romántica. Rodolfo y Mimí son esa historia inmortal.
Son los mismos extraviados, melancólicos y soñadores amantes de las óperas
belcantstas: Edgardo y Lucía, Elvino y Adina, Tristán e Isolda, pero ahora en
traje de calle, en una buhardilla cuyo tragaluz deja entrar la luz de la luna,
preocupados por subsistir al día siguiente cumpliendo su trabajo en el
periódico que mal le paga a él, y enferma, por la humedad de su cuartucho, donde
confecciona flores de papel, ella. Rodolfo podría describirse con estas
palabras de Celletti, al comentar la prestación de Pavarotti en la grabación
citada antes: “apenas emite la primera nota, entra al oído la voz de Rodolfo,
así, como siempre la he imaginado: fresca, melodiosa, vibrante, afectuosa,
luminosa, la voz de la juventud, en una palabra.” No en balde Pavarotti tenía
ese rol como su favorito, por lo romántico y temperamental. Mimí es,
simplemente, el amor, un rayo de luna que se le aparece fortuitamente a
Rodolfo. Sensible, ingenua, capaz de deslumbrarse con los vanos poemas del
joven. Pero efímera, tanto que se consume cuanto más se inflama de amor por él.
Su encuentro es la pasión. Pero una pasión cercana, de visos cotidianos.
Rodolfo y Mimí se enamoran como nos enamoraríamos nosotros: la vela apagada a
propósito por él, ardoroso; la conversación donde cada uno habla de sí mismo,
emocionadamente. Luego la conjunción de sus deseos sencillos, tímidos aún, pero
ya encendidos en ese impagable dúo de “O soave fanciulla”. Luego, la
conversación, el obsequio, la “cuffietta rosa”, la presentación a los amigos
“perché son io il poeta, essa la poesía”, los celos repentinos y desechables en
mitad del tráfago festivo, la visión de la pareja similar de Marcello y
Musetta. Después la preocupación de Mimí por lo que ella cree obsesión de celos
en Rodolfo y que luego se revela sacrificio, porque a su lado pierde su lozanía
entre tanta miseria. No menos conmovedora y familiar es la casi infantil riña y
reconciliación en el “addio, dolce svegliare”. Y ¿qué decir del final, en esa
evocación de los temas de su idilio en el Acto I y la muerte imperceptible de
Mimí?
La Bohème es
esa historia de amor que nos gusta escuchar, porque nos habla de una pasión
casi en el medio de la calle, con seres similares a nosotros, acaso con todo en
contra, pero que no olvidaron lo que nosotros frecuentemente obviamos: que el
amor, esa pasión, es más importante que la vida.
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