domingo, 2 de marzo de 2025

Esperando el Oscar: Wicked, el mal reescrito

 


Einar Goyo Ponte


Los teóricos de la posmodernidad solían argüir que habíamos llegado al fin de la historia y con ello al agotamiento de los grandes relatos, que todo se había convertido en una suerte de metadiscurso, donde importaba menos lo que se contaba que la forma de contarlo, y que la intertextualidad, la conciencia de que toda la escritura provenía de textos previos, que se repetían o variaban infinitamente, hacían de la originalidad un valor en declive.

Lo del fin de la historia siempre me ha parecido una exageración, pues el apocalipsis ha sido vaticinado y decepcionado tantas veces en el transcurso de las eras, pero en todo lo demás me parece que tienen mucha razón, aunque varios genios se les adelantaran mucho antes de que la teoría posmoderna se le ocurriera a alguien: Cervantes y Don Quijote ya igualan la anécdota al mecanismo de la narración como un poco después hará James Joyce en el Ulises, y lo de la infinita reverberación de los textos, así como lo de los tópicos y temas universales limitados es núcleo del pensamiento literario de Jorge Luis Borges y la teoría de la angustia de las influencias la propuso Harold Bloom, bastante antes de estos teóricos finiseculares.

En el cine, desde hace ya tiempo se prefiere renunciar a contar historias nuevas que a versionar mitos y a esos “grandes relatos”, sólo que recientemente ha creído encontrar una nueva veta invirtiendo las ecuaciones del relato. Por ejemplo, en lugar de contar la historia nuclear o arquetípica del héroe, ha decidido desmentir a Campbell y contar la historia a partir o desde la óptica del antagonista y el antihéroe. Así hemos visto a la Bella Durmiente deconstruida por Maléfica o Blanca Nieves por la Madrastra. El problema con esta táctica es que han terminado por borrar la razón de ser del villano: al héroe. Sin él, sin su función de Némesis se reduce a un desquiciado, un sociópata, un unabomber, un Hitler o un Putin, que ni siquiera tienen el involuntario don que les descubriera genialmente Goethe en la voz de su Mephistophéles: un espíritu que termina haciendo el bien por querer siempre hacer el mal.

Villanos sin héroe o héroes villanos

Es la conclusión a la que llegamos ante desatinos tan extraviados como el deplorable díptico de Todd Philips sobre The Joker, el archienemigo de Batman, o las aburridas secuelas de The Suicide Squad. ¿A quién le interesa la historia del Guasón sin la sombra de Batman, que lo justifica? ¿Qué sentido tiene la exaltación del mal e incluso su anhelada justificación? Yo creo que de esos descaminados libretos surge el germen de esta perversa operación de mercadeo que intenta reescribir la historia de la Guerra de Ucrania y convertir al invasor sin escrúpulos en el mártir de esta guerra, y al habitante de la desventaja suprema, en el villano.

Una nueva intentona torpe y descabellada ha llegado hasta la Alfombra Roja, colándose en las nominaciones de la temporada de premios: es Wicked, la versión en formato de superproducción de un, al parecer exitosísimo musical de Broadway, que desmonta la arquetípica historia del Mago de Oz, desde la hipotética recuperación del personaje de la Malvada Bruja del Oeste. Lo cual podría estar muy bien pues la vida nos enseña que predominan más las zonas grises que los blancos y negros, siempre y cuando el cambio de punto de vista no pervierta ni deforme la historia. Es lo que hace Philips con The Joker y lo que hicieron Winnie Holzmann y Stephen Schwartz con su Wicked, quienes no contentos con convertir a la Wicked Witch en la heroína de la historia, borraron a Dorothy, al hombre de hojalata, al león cobarde y al espantapájaros, verdaderos símbolos de transformación y real médula de este cuento.

Sin embargo, el resto de la humanidad está en franco desacuerdo conmigo dado el éxito permanente que el musical ha tenido en Broadway durante más de veinte años, y que ha hecho que se haya llevado al cine en una lujosa producción llena de estrellas, efectos especiales, un diseño de producción alucinante y la dirección virtuosa de John M. Chu.


Y es que a pesar del sinsentido neurálgico del musical, del cual el film de Chu sólo nos está dando la primera parte, la más ingeniosa y articulada, pues la segunda es verdaderamente enrevesada, absurda e infiel a su fábula original, Wicked tiene innegables ganchos que explican su éxito y el furor que ha despertado en la legión de jóvenes millenials quienes, con toda razón se ven representados en su derrochadora magia, aunque ésta haga demasiados guiños al boom hechicero detonado por el fenómeno Harry Potter, y del que este musical descaradamente se aprovecha.

Wicked aborda el tema de la diferencia en un mundo donde se prefiere la igualación y la reproducción masiva de los modelos, el dolor del excluido, del marginal en un entorno que no acepta la otredad. Elphaba es ese otro verde, en un mundo de rubios y guapos, enfrentándose a la popular Galinda, incapaz de ver más allá de su egocentrismo y su belleza, y que sin embargo descubre en su compañera de cuarto, una suerte de complemento suyo. No lo saben aún, pero son el héroe y la némesis de esta historia, aunque no entendamos bien (y dudo que lo entendamos alguna vez dado el desvío de la historia original que la segunda parte perpetra) quién será quién.

La dimensión fantabulosa

Wicked trata también el tema del poder amparado en la discriminación, la persecución y la alienación (iba a decir deportación, pero no quiero confundir más a mis lectores abriendo vasos comunicantes con el mundo real y actual), desde el desprecio en la propia casa pasando por el de los condiscípulos para terminar en el del autócrata, el Mago de Oz, quien del inofensivo impostor que apalancado por sus instrumentos mecánicos ha logrado regir en un mundo de prodigios y a quien una niña de zapatillas de rubí acaba por redimir como a sus compañeros, fantaseados por Frank Baum, se convierte aquí en un dictador con ideas goebbelianas.

Este atractivo cóctel es efectivamente intoxicante, pero en los dos sentidos que el adjetivo encierra: el uso del color que rinde continuo homenaje al resplandeciente trabajo, aún imborrable del clásico de Victor Fleming de 1939, que incluso mantiene el estilo de los créditos, es casi lujurioso, el diseño de producción es de una suntuosidad y unas dimensiones extraterrestres. Es verdad que hoy, con la IA y la pantalla verde se pueden hacer asombros, pero el detallismo, la simetría cromática y la vastedad arquitectónica provienen de un talento humano, el de Nathan Crowley, ayudado por la fotografía fantástica de Alice Brooks, quien en los últimos minutos del film consigue verdaderas maravillas.

Contribuyen a esta sensación multitudinaria que tiene la película la dirección de Chu en los números musicales, la gran mayoría de ellos continentes de una coreografía tumultuosa, que debió ser muy difícil organizar, filmar y sobre todo editar, crédito de Myron Kerstein, pero con el baile comienza para mí, la línea descendente, tanto del musical como del film: las coreografías vastas se parecen demasiado entre sí, por lo que a la tercera, que acontece más o menos antes de la primera hora de proyección, ya bostezamos de cansancio, sólo en vigilia por el constante taconeo y sonido de las palmas que todos los bailes casi invariablemente contienen junto con las contorsiones y acrobacias a las cuales la repetición igualmente les pasa factura. Quizás a la audiencia juvenil le cautive este recurso, pero a mí me agota ( y no posmodernamente) su dispendiosa reiteración.


Desafiando la gravedad

¿Y la música, autoría de John Powell y Stephen Schwartz? Tiene unos cuantos agujeros: todos los números son larguísimos, llenos de ornamentaciones vocales muy parecidas las unas a las otras, las melodías además de no ser particularmente originales no mantienen, gracias a la desmesurada longitud, la calidad musical ni memorable que es tan inherente al género del musical. La gran excepción es, por supuesto, la popularísima Defying Gravity, que Cynthia Erivo y el soporte de Ariana Grande, interpretan muy bien, llevando a cimas épicas en la puesta visual, pero aparte de ella no puedo recordar ningún número que se le equipare. The Wizard and me, también de Elphaba, se diluye en su longitud, y la Erivo no está en ella en su mejor forma. Con respecto a las canciones de su contrafigura, la insoportablemente perfecta Glinda de Ariana Grande, ninguna compite con la estelar de Elphaba, pero también puede ser que la visceral antipatía que me genera el personaje me impida disfrutar de sus canciones, más entrevesadas de taconeos y palmas que las de su contrincante.


En el plano actoral casi me ocurre lo contrario: la Grande logra transmitir la incapacidad de empatía de su personaje tan perfectamente, que terminamos hipnotizados esperando la próxima morisqueta, rictus o coquetería que hará para afirmar su actuación. Es un fenómeno de química actoral excepcional. En cambio, con la Erivo, a pesar de lo meticulosa, profunda y gradualmente trabajada que es su interpretación, me es muy arduo conectar -y confieso que es un movimiento irracional de mi instinto. Y es que a la actriz, que no es particularmente agraciada, el grueso maquillaje del enorme equipo de este rubro, la hace bastante desagradable en la pantalla. No le ocurre a otras Elphabas que he visto, empezando por su creadora Idina Menzel, a todas las pintan de verde, pero no son agobiantes como termina siendo la Erivo, cosa que en esta primera parte -tal vez en la segunda, cuando los acontecimientos se complican-, donde ella es la adolescente, que busca su espacio, su justificación y donde debe competir con la deslumbrante Glinda, me parece una falla antes que un acierto.

Habrá pues que esperar a la segunda parte a ver si estas debilidades se compensan o se desintegran como la Malvada Bruja del Oeste cuando Dorothy le arroja el balde de agua. Wicked ahora mismo se beneficia de su falta de humedad.


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