Einar Goyo Ponte
Comienzo esta crónica declarándome inhabilitado para escribirla objetivamente. ¿Cómo reseñar este concierto-homenaje al Maestro Aldemaro Romero rigurosamente si desde su primera nota se me prendió un nudo en la garganta, que en la segunda parte devino incesante anegado de las pupilas? Demasiada concitación de emociones. La más intensa fue la de experimentar la repentina sensación de desahucio, dada la reciente partida de Aldemaro, de esta música tantas veces celebrada en este mismo Teatro Teresa Carreño, en tantas salas y espacios de nuestro país, y en otras latitudes, ahora sola. La figura del hombre, a veces sentado al lado en el mismo auditorio, encaramado al podio, o al piano, ya no estaba con su presencia familiar, pero de inmediato apareció su aún más intensa contrapartida: en la conexión invisible del sonido, entre ejecutantes y público, en el crescendo emotivo que iba contagiándose de asiento en asiento, adquirimos gozosa conciencia de que su música ya pertenecía a la inmortalidad porque en la melodía de la Fuga con pajarillo o De repente, todos anclábamos en un país sonoro y luminoso inalienable. Esa nueva reverberancia hace al Maestro Romero más presente, más sorprendente, más entrañable, más compañero definitivo de nuestra vida. Para los venezolanos nacidos entre los años 50 del siglo XX y los primeros noventa ya será muy difícil volver a escuchar De conde a principal o Toma lo que te ofrecí sin una lágrima atorada entre el ojo y el corazón. Una apabullante mezcla de orgullo y emoción me invadió cuando mi hijo Rodrigo, de 13 años, tarareaba y reconocía las melodías de Aldemaro.
Casi resulta ocioso referir otra cosa, repetir ese inventario de términos y adjetivos que habitualmente dispongo para ayudar a comprender a mis lectores el fenómeno de lo intangible, que en esencia es el acto musical (de allí el nombre de esta columna). Es secundario, por ejemplo, relatar la exactitud y la proverbial riqueza tímbrica que el Maestro Alfredo Rugeles exprimió de su Sinfónica Simón Bolívar en la Tocata bachiana y gran pajarillo aldemaroso inicial, de la elevación del merengue a estadios clásicos que propiciaron con Leonardo Dean en El bajonazo, para fagote y orquesta, a pesar del cierto desvío de su cadencia; del impulso melódico de la Suite Onda Nueva, gran antología popular del Maestro, con un irreprochable solo de piano en “El negro José”. Prefiero referir lo que ocurría soterradamente. Escuchaba a María Teresa Chacín, primero mínima de voz, después inmensa, a partir de la increíble corona de "Así eres tú", en el resto del concierto, y como en una ceremonia proustiana me ví de nuevo enamorado de mi novia a los 17 años, a quien le celaba aquel disco suyo con Aldemaro grabado en Londres, y con el cual me enamoraba; mi primo regresó de Italia en el “Sueño de una niña grande”, que pronto se aprenderá mi hija Victoria; volví a habitar mi cuarto de adolescente guarecido por los arreglos vocales de Alí Agüero en el disco de Los cuñaos; ví de nuevo "De conde a principal" en la pantalla de RCTV como spot de los Cuentos de Rómulo Gallegos, y en "El catire", con su trepidante ritmo, al propio Aldemaro que nos decía: “es la mejor de mis canciones”. ¿Cómo despedirnos de algo tan amarrado al propio calendario de nuestras vidas?
He ahí la materia de su música inextinguible.
Les proponemos dos audiciones que complementen este texto. Primero "Dama Antañona", vals de Francisco de Paula Aguirre, proveniente de aquel disco pionero Dinner in Caracas, y que constituye una muestra invalorable de su genio como arreglista, y luego su "Carretera" en versión Onda Nueva, con el mismo al teclado de un singular clavecín, cuyo sonido por unos años, allá por los 70, lo obsesionó.
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