miércoles, 28 de julio de 2010

CARMEN DE LUJO

Einar Goyo Ponte


En menos de un año, y después de diez de ausencia, la ópera Carmen, de Georges Bizet, ha vuelto a nuestras tablas, y de nuevo en el formato de concierto. En 2009 bajo la batuta experimental de Gustavo Dudamel entrenándose con un plantel de cantantes jóvenes para un montaje que tendrá lugar en la Scala de Milán en octubre de este año, y en julio de 2010, en signo de début, con la mezzosoprano Magdalena Kozená, especialista en el repertorio antiguo, barroco y mozartiano, y a quien atestiguáramos hace un par de años bajo la dirección del propio Dudamel, en los Gurrelieder, de Arnold Schönberg, haciendo sus primeros pininos en el rol de la gitana seductora, y a su marido, el insigne director Sir Simon Rattle, quien también se aventura por primera vez con esta apasionada ópera francesa. Para tal privilegio escogieron nuestra ciudad, nuestro Teatro Teresa Carreño y a nuestra Orquesta de la Juventud Venezolana Simón Bolívar.

El resultado fue, aun sin decorados ni vestuarios, la mejor producción de Carmen vista en nuestra ciudad en los últimos 30 años, por lo menos. Y la causa principal estriba en la inspirada, analítica y prismática dirección de Sir Rattle, quien desde el mismísimo Preludio nos hizo entender que estábamos en presencia de una ocasión singular: la inacabable paleta de matices, intensidades, acentos, desarrollos y enunciaciones de melodías, temas y efectos ya constituía por sí sola un deleite excepcional que nos hacía difícil en varias ocasiones concentrarnos en los cantantes, tal era el festín sonoro que resaltaba de la prestación orquestal. Y no se trataba en absoluto de que el director hiciese prevalecer a ésta por encima de los cantantes. Por el contrario, el balance y acoplamiento entre voces e instrumentos fue también inaudito (lo cual fue notorio también en la dimensión racionalmente reducida que Rattle dispuso para sus huestes con respecto a sus protagonistas vocales), pero los hallazgos y destellos que produjo de infinitos pasajes eran de una calidad altísima y de una elegancia y expresividad emocionantes. Se pueden recordar unos pocos, por razones de espacio: el coro inicial de soldados, con gradaciones de intensidad insólitas, los efectos voluptuosos del coro de las cigarreras en voces y orquesta, el delicado acompañamiento a las célebres Habanera y Seguidilla, cantadas por Carmen, el exquisito dúo entre Don José y Micaela (y aún no paso del Acto I), el colorido sensual de la Chanson bohémienne, que abre el Acto II, la divertida concertación del Quinteto de Carmen, Frasquita, Mercedes, Dancairo y Remendado (donde brilló nuestro tenor Idwer Alvárez), el conmovedor subrayado de las frases de los cellos y las maderas en el aria de la flor de Don José, la misma sensibilidad en el del aria de Micaela en el Acto III, y todo, todo, el Acto final, convertido en una pirotecnia orquestal y coral, de festividad y morbidez excepcionales, preludiando la tensa tragedia con la que concluye la ópera, y dirigida por Rattle con un pulso consciente de las cimas vocales y dramáticas de esa crucial escena final. Una lujosísima primera lectura de la ópera.

A pesar de estos refinamientos no pude dejar de percibir cierta estentoreidad y canto exageradamente abierto en la prestación del Coro Sinfónico Juvenil de Venezuela, y mucho mejores que el año pasado, los Niños Cantores de Venezuela.

Magdalena Kozena es una mezzosoprano, tal y como se entiende esa cuerda vocal hoy en día, prácticamente extintas las Cossotto, Bumbry, Barbieri o Horne de hasta hace unos 20 años. Esto es, un timbre asopranado, con centros parejos y sonoros (sin mayores alardes), registro grave solvente, pero nada más, pues una elegancia cortesana impide aquellos excesos voluptuosos de las cantantes citadas, y donde se cimentaba su calibre de cantante operística. Y el apartado más problemático: el registro agudo limitadísimo. Con estas características, sin embargo, y aferrándose a su majestad estilística, a la irreprochabilidad de fraseos y dicción francesa, y a una inagotable fantasía de matices a un tiempo señoriales y eróticos, perfiló la Carmen más completa y mejor cantada que se haya visto jamás en el escenario del TTC. Sólo al final, en el duelo con Don José, buscando fiereza en la expresión, sólo consiguió dar sonidos vulgares y francamente desagradables. Pero ya estaba a punto de morir, por eso la indultamos vocalmente.

El estadounidense Bryan Hymel era el brigadier navarro que se convierte en su Némesis. Su timbre y estilo de vocalidad nos recordaba al gran Jon Vickers, señero en este papel. Ya mencionamos el alto nivel del dúo con Micaela, y fue intenso en su aria de la flor, con impecable solución de su la agudo final, pero su galardón indiscutible lo ganó en el lacerante dúo final, con una incisividad pasional, de auténtica página roja y extenuantes cimas canoras.

La gran revelación vocal de la noche fue, para nosotros, la Micaela de la soprano Measha Brueggergosman, que si bien es de formato compacto, es poseedora de un canto expansivo, sensual, de intensos fraseos y mórbida musicalidad. Todas sus apariciones fueron excepcionales. Por primera vez, una Micaela me hace estar de su parte en esta ópera. Efectivo, elegante y rotundo fue el Escamillo de Kostas Smoriginas, con un timbre muy similar al joven Cayito Aponte. Lástima que en la edición de la partitura escogida por Rattle se corta el dúo con Don José del Acto III, hubiera sido una interesante batalla de toledanos instrumentos. Menos destacables los secundarios Frasquita, Mercedes, Zúñiga y Dancairo de Barbara Kind, Marika Zakova, Young-Wook Kim y Holger Marks, muy por debajo del venezolano Álvarez, a quien ya mencionamos.

Una Carmen tan de lujo que parecía más bien que venía del Palacio de Versalles en lugar de una tabacalería de Sevilla.

sábado, 24 de julio de 2010

UN ROSSINI POLITICAMENTE CORRECTO Y ESPLENDIDAMENTE CANTADO

Edgar Villanueva. Paris (Francia).





Políticamente correcta, con pretendidos visos de modernidad, no del todo conseguidos, ha sido esta nueva producción de La Donna del Lago de Gioacchino Rossini, a cargo del director catalán Lluis Pasqual para la parisina Opéra Garnier, vista a finales de junio de este 2010. El título, que curiosamente nunca se había presentado en ese escenario, convocó a un cast de esos que hacen colgar rápidamente en taquilla el cartel de sold out : Juan Diego Florez, Joyce di Donato y Daniella Barcellona, secundados por Colin Lee y Simón Orfila, entre otros.



Pasqual intenta relatar la historia desde el socorrido recurso del teatro dentro del teatro. Con el támdem Frigerio/Squarciapino crea un espacio de estilo neoclásico donde el coro, suntuosamente vestido al uso del tardío siglo XIX, presencia las acciones de los solistas, ataviados a la usanza medieval. Abucheada sonoramente la noche del estreno, la propuesta del director escénico a lo que contribuye es a hacer más confusa la historia central: la del amor de tres hombres hacia una mujer. Su mérito, no obstante, estriba en haber permitido que el canto fuese el protagonista absoluto del espectáculo.



El libreto de La Donna del Lago fue escrito por Andrea Leone Tottola, inspirado en el poema épico The lady of the Lake de Sir Walter Scott. Una vez puesta en música por Rossini, fue estrenada en Napoles en 1819 por la prima donna Isabella Colbrán. La acción se situa en Escocia, en 1530, en el marco de la rebelión de los Highlanders de Stirling contra el Rey Jacobo V. Douglas de Anjou, antiguo preceptor del Rey, ha sido desterrado de la corte y se refugia en las montañas junto a su hija Elena. Aquí, Douglas se ha ganado la protección de Rodrigo, el jefe de los rebeldes a quien en gratitud ha ofrecido la mano de Elena, pero la muchacha se ha enamorado del joven guerrero Malcolm Graeme. Desesperada, Elena pasa las horas junto a la ribera del Lago Katrine, ganándose así el apodo de “La mujer del lago”.



Musicalidad ejemplar



Como Elena, Joyce di Donato lució una voz oscura, de registro excepcional y soberbio dominio técnico. Su instrumento, rico en armónicos, le permitió colorear el drama con matices justos, desde la acariciante oscuridad de ”O matutini albori” hasta un exultante y luminoso “Tanti affetti”, prodigio de la coloratura ligada, con puntuales notas staccatti y alardes como las endiabladas volate: ascensos y descensos cromáticos en un solo aliento. La suya es una voz que empasta idealmente con la de Florez (calificaría, sin que el adjetivo implique exageración, de histórico el duetto ”Quali accenti” del primer acto, por la ejemplar musicalidad de ambos intérpretes).



Desde hace tiempo no existen dudas acerca de quién es el mejor tenor belcantista de esta generación. Como en otros roles rossinianos, Juan Diego Florez auna a su técnica imbatible y frescura tímbrica un conocimiento estilístico envidiable. Mención aparte para su interpretación de la difícilísima aria “O fiamma soave”, algo ingrata por su ubicación al principio del segundo acto, que parece resuelta con una facilidad pasmosa. Muy por debajo del artista estuvo la dirección escénica de su rol (El rey Giacomo V), bastante unidireccional y predecible, y más que discutible la “huida” del personaje justo antes del jubiloso rondó final a cargo de la protagonista.



El Malcom de Daniela Barcellona (de instrumento tan distinto al de Di Donato, tambien mezzosoprano) fue de una elegancia, color y morbidez ejemplares. Regaló un “Mura felici” de válida introspección, con unos dibujos musicales de gran fantasía (las roulades de la sección rápida) y prolongado aliento en los finales. La voz ha perdido, es cierto, algo del terciopelo de hace una década, pero no así el esmalte y ni la uniforme intensidad en todos los registros. A ello hay que añadir la elegancia con la que suele abordar los personajes in travesti.



Como Rodrigo, el tenor Colin Lee, habitual del Covent Garden londinense y del sello discográfico Opera Rara exhibió un canto de atlética contundencia, rotundidad y energía en las numerosas páginas di forza que su personaje posee, además de los escalofriantes agudos, alcanzados con rotundidad y precisión. El retrato psicológico de su personaje lo brindó con absoluta solvencia en el aria “Ma dov’è colei che accende” y en la escena “crudel sospetto, che m’agiti nel petto” que adelanta el finale primo.



Tampoco quedó a la zaga el Douglas de Simon Orfila, bajo cantante afianzado en el repertorio belcantista, de instrumento dúctil y color casi baritonal. Muy aplaudido en su aria “Sul labbro tuo stranieri”. Destacable asimismo la intervención de Diana Axentii como Albina, responsable de las frases “e vinto il nemico, oppresso l’audace” cantadas sobre una melodía de apabullante belleza que lleva al cierre del primer acto.



Al protagonismo excesivo del ballet habría que contrastar el rendimiento irregular del coro, sobre todo en la cuerda tenoril, que sonaba en exceso estridente y poco idiomática. La orquesta dirigida por Roberto Abbado fue un acompañante solvente, si bien no deslumbrante. Su principal aporte estuvo en permitir el lucimiento de los solistas, aportando eventuales novedades tímbricas en los finales de los dos actos que integran esta obra tremendamente seductora y misteriosa.

Fotografías: Agathe Poupenay (Opera National de Paris)
Edgar Villanueva.






martes, 13 de julio de 2010

DIARIO CHOPINIANO IV: Berlín y Viena

Einar Goyo Ponte


Aunque el enfermizo de la familia fue siempre Fryderyk, el año de 1827, en el mes de abril fallece su hermana Emilia, aparentemente del mismo mal que terminará consumiendo al compositor. Apenas tenía catorce años, tres menos que él. Imaginamos los temores y presagios que esa muerte habría traído a la familia, que ya conocía de la debilidad del hijo mayor, y a él, sensible, y con el morbo de la enfermedad acompañándolo a diario.


En estos últimos años de su adolescencia, Fryderyk estrecha su amistad con Tytus Woyciechowski, a quien conoció en el liceo de Varsovia. Sobre este afecto los biógrafos han escrito mucho por la ambigüedad de los documentos que se han encontrado entre ellos, en los cuales Fryderyk escribe ardorosamente sobre besos en su boca, pero por esa misma época se prenda de Kontancja Gladowska, estudiante de canto y alumna suya también, de quien le escribe a su amigo. Pero la historia no encuentra realización en las pieles sino en las partituras. A Tytus dedicará sus Variaciones sobre La ci darem la mano, del Don Juan, de Mozart, para piano y orquesta; de Kontancja, el propio Chopin nos revela que ella le inspiró el adagio de su Concierto en fa menor, y un vals, pero… ella jamás se enterará pues él no se lo comunica. Escuchemos ese "Larghetto", que es como Chopin lo tituló al final del Concierto en fa menor, el cual hoy nosotros conocemos como el No. 2. Lo toca el francés Samson Francois, con la Orquesta de la Opera de Montecarlo, dirigida por Louis Fremont, en una grabación de 1967.


Tras la muerte de Emilia, una buhardilla del Palacio Krasinski, en Varsovia, se convierte en el cuarto y estudio del joven compositor. Allí nacen las Polonaises Op. 71, el Rondó a la Mazur, y otras piezas que no verán la luz hasta después de su muerte. Esta última obra está dedicada a Alexandrine de Moriolles, otra discípula suya, esta vez del piano, con quien tampoco tendrá la oportunidad de intimar mucho pues en 1828 viaja a Berlín, a acompañar a un profesor amigo de su padre, lo cual le da la oportunidad de conocer la capital alemana sino a Alejandro de Humboldt, a Carl Friedrich Zelter, famoso compositor de la época, hoy casi olvidado, y a Gasparo Spontini y Felix Mendelssohn, pero su timidez le impide acercárseles. Prefiere irse a escuchar ópera y visitar fábricas de piano. No hay que olvidar que Mendelssohn es apenas un año mayor que él. El viaje, sin embargo, estimula su musa pues compone el Trío Op. 8, para piano, violín y cello, el Rondó “a la Krakowiak”, concluye las Polonaises Op. 71, la Sonata en do menor, Op.4, y comienza a escribir los Etudes Op. 10. Escucharemos el final del Trío, con esa energía juvenil, que ya conociéramos de sus obras previas.


A fines de ese mismo año, Niccoló Paganini ofrece diez conciertos en el Teatro Nacional de Varsovia. Chopin no se pierde ni uno. Queda impresionado por los logros potenciales que la música puede alcanzar cuando un virtuoso de la estatura de Paganini la tiene entre sus manos.

Al terminar el año escolar, el padre de Chopin pide una ayuda económica para que Fryderyk viaje al extranjero a formarse más idóneamente, pero la Comisión del Gobierno y de la Policía niega la solicitud. Pero su padre ha reunido un poco de dinero e impulsa la partida de Fryderyk a Viena, a donde llega a fines de julio. Allí, después de mucho cavilar, ofrece dos conciertos, donde toca sus obras e improvisa sobre temas de ópera. Tiene éxito con reservas. Desde ese mismo gran inicio los críticos notan lo que será un signo en las prestaciones chopinianas: una sonoridad demasiado débil o delicada para salas grandes de concierto. Sin embargo, la prensa señala que Chopin tiene toques de genio. De Viena pasa a Praga, de allí a Teplitz , donde da un concierto en casa de una princesa de Bohemia, y luego un mes entero en Dresde para algunos toques privados.

Luego regresa a su casa en Varsovia.
Finalizamos la sección musical de este capítulo del Diario Chopiniano con dos muestras del impacto que Paganini dejó en el joven polaco: el Estudio Op. 10, No. 1, que recuerda algunos Caprichos del violinista italiano. (Lo interpreta la nitidez de Murray Perahia), y una huella quizás de Viena, quizás del perfume de Kontancja o Alexandrine, el Vals en mi bemol mayor,Op. 18, uno de sus primeros, en la grabación histórica de Dinu Lipatti en 1950.



lunes, 5 de julio de 2010

80 AÑOS DE HISTORIA SINFONICA EN VENEZUELA

Einar Goyo Ponte

Hubo un tiempo en Caracas en el que no había más que una Orquesta Sinfónica. A los jóvenes que hoy siguen a sus amigos y compañeros de clase y cuadra en las Orquestas Juveniles debe serles difícil de comprender. Para ellos, buscar un solaz en domingo, es abrir un periódico y ver los cuatro o cinco conciertos que, en distintas latitudes de la ciudad, pueden estar ofreciendo varias de nuestras orquestas. Pero, por ejemplo, en 1975, era muy distinto. Los domingos en la mañana había una cita ineludible con la Sinfónica Venezuela en el Aula Magna de la UCV, para escuchar el concierto de esa semana. Es aproximadamente la fecha en la que comencé a aficionarme a la llamada música culta. Así les ocurriría a mis antepasados de 1965 o los de una o dos décadas atrás. Esa misma orquesta dominical desaparecía cuando había temporada de ópera pues era la misma que debía acompañar a los Plácidos Domingos, Lucianos Pavarottis o Montserrates Caballé que venían a cantar al Municipal y al Aula Magna. En esa circunstancia, que hoy podría parecernos de país subdesarrollado, radica la magna historia de los 80 años de la Orquesta Sinfónica de Venezuela.

De la quimera fabricada casi de la nada por Vicente Emilio Sojo en plena dictadura gomecista, en 1930, año centenario de la muerte del Libertador, con la colaboración de Ascanio Negretti, Simón Alvarez, Luis Calcaño y Vicente Martucci, la naciente orquesta fue venciendo la coyuntura histórica y ya hacia finales de esa década comienza a escribir su historia con letras mayúsculas al acompañar a solistas de renombre legendario como el arpista español Nicanor Zabaleta, su compatriota guitarrista Andrés Segovia y el pianista europeo Arthur Rubinstein. Gracias a la Segunda Guerra Mundial, la OSV pudo acoger durante esos años aciagos –los primeros, sin embargo, de nuestra vida republicana- a otros lujos como Jascha Heifetz, Henryk Szeryng y Yehudi Menuhin. Más tarde, también voces de ópera como Lily Pons y batutas como André Kostelanetz.

Esta misma orquesta, deja de ser adolescente en 1948, atreviéndose con una ópera wagneriana, acompañando a dos mitos del género: Kirsten Flagstad y Max Lorenz, en velada que inmortalizó Alejo Carpentier en la prensa y en su libro Ese músico que llevo dentro. Al año siguiente repite la hazaña con el estreno de un título que la Camerata de Caracas nos devuelve casi todos los diciembres: El mesías, de Haendel. También acompaña a Claudio Arrau y a Pablo Casals.

En la década del 50, con nueva dictadura instalada, la orquesta obtiene una vigorosa adultez al agitar de las batutas de historias como Otto Klemperer, Antal Dorati, Sergiu Celibidache y Eugene Ormandy. Época innegablemente de oro que rubrica la visita de directores-compositores como Igor Stravinsky, responsable de un alto porcentaje de la modernidad musical del Siglo XX, o como Heitor Villa-Lobos, Carlos Chávez, Pierre Boulez y Francis Poulenc. Es la orquesta que acompaña en sus incipientes carreras a Fedora Alemán, Morella Muñoz, Alirio Díaz y Rosario Marciano. La misma que estrena, dirigida por su autor, la Cantata Criolla, de Antonio Estévez, y en la que se forman como batutas Inocente Carreño, Angel Sauce, Pedro Ríos Reyna y Gonzalo Castellanos.

En la década de los 70 se montan en su podio Charles Dutoit y Eduardo Mata. Y es la primera orquesta venezolana que acompaña a Yo Yo-Ma, a Itzhak Perlman, Mstislav Rostropovich y la única que tocó con la argentina Martha Argerich. En historia más reciente yo escuché en esos conciertos dominicales del Aula Magna, acompañados por la OSV a Narciso Yepes, Philippe Entremont y a Aaron Rosand, entre muchos otros. También por esos años avala la carrera de Judith Jaimes y de Abraham Abreu.

Es la orquesta que hace posible el estreno de Turandot, de Puccini, en 1930; de Porgy and Bess, de Gershwin, en los 50’s; de la Doña Bárbara, de Caroline Lloyd en los 60’s ; la recuperación de la Virginia, de José Angel Montero, de la mano de Primo Casale, en 1969, y otros estrenos como la Margariteña, de Carreño, Rey David, de Arthur Honegger o Carmina Burana, de Carl Orff.

Y acompañó una o varias veces a cantantes de inalterable fama como Cesare Valletti, Gianna D’Angelo, Montserrat Caballé, Magda Olivero, Ghena Dimitrova, Plácido Domingo, Luciano Pavarotti, Renata Scotto, Piero Cappuccilli, Fiorenza Cossotto y muchos, muchos más.

Durante muchos, muchos años música sinfónica en Venezuela significaba Orquesta Sinfónica Venezuela. Sin esa chispa, sin esa aventura pionera de Sojo y los maestros de Santa Capilla que vieron en la agrupación la posibilidad de una cultura musical perdurable y vernácula, no hubieran sido posibles o hubiesen tardado más los florecimientos actuales de que se beneficia la música del Siglo XXI venezolano, y hasta el prodigioso Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles que da la vuelta al mundo, le debe no poco a esta decana de los sonidos criollos.

En la celebración de sus 80 años volvieron a la música rusa, a la cual han estado ligados de varias maneras a través de su historia, uno de cuyos últimos capítulos fue la exitosa gira que por el lejano país europeo realizaran hace tres años. Fruto de esa ocasión fue la invitación a las dos figuras que ornamentaron el cumpleaños: el pianista Rudenko Vadim, y el director Evgeny Bushkov.

El primero ejecutó una de las más extraordinarias versiones del Concierto para piano y orquesta No. 1, de Piotr Ilyich Tchaikovsky, que hayamos escuchado. Vadim es dueño de un sonido exuberante, pleno, de nítida y neta digitación, gracias a lo cual rivaliza sin temor con las sonoridades orquestales. Pero junto a la potencia, convoca ingeniosas sutilezas y celos de matices, algunos de ellos muy personales, como los derrochados en la Cadenza del primer movimiento y en toda la delicadeza del Andantino semplice. En el Allegro con fuoco final me dio el placer de escuchar todas las notas de la coda en avasallante conjugación con la suntuosa orquesta, de la cual sacó el Maestro Bushkov infrecuentes síncopas y ritardandi, que tenían un acendrado bouquet ruso y que a nuestros oídos representan renovación de lo tantas veces escuchado con el mismo formato.

Antes de este placer, la Orquesta interpretó Fiesta, de su concertino Alfonso López, obra para cuerdas de brillante eclecticismo, que arranca con acordes prestados de la Serenata para cuerdas, de Tchaikovsky para aludir luego a diversos ritmos “festivos” latinos, entre los cuales reconocimos en esta primera audición, el tango “Por una cabeza”, de Gardel-Le Pera , y los familiares melismas de los montunos del son cubano.

El concierto concluyó con otra selección rusa: el problemático Dmitri Shostakovich.

Tal como me ocurre con Anton Bruckner, y mis lectores recordarán los juicios que mi criterio le dispensa, Shostakovich me resulta cada vez más enigmático en su aparición en los repertorios de las orquestas venezolanas: no lo entiendo cuando lo incluye el internacional miembro del jet set, Gustavo Dudamel, ni tampoco en esta Sinfónica de Venezuela de ochenta años. Más allá de sus exploraciones técnicas o estilísticas en el campo sinfónico, no más interesantes, sin embargo, que las de Mahler o Wagner o Scriabin –si de modernidad hablamos-, signa a Shostakovich una angustiosa contradicción, que sin embargo define muy bien al intelectual, al artista comprometido con una Revolución política de izquierda: ¿cómo conciliar sus ideales y sueños de justicia, igualdad y humanidad con un aparato que mientras declara su comunión con ellos adopta la represión, la abolición de las libertades y la concentración del poder como procedimientos sistematizados? En resolver ese dilema, escapar o resignarse a la staliniana dictadura del proletariado y cantar la epopeya de la Revolución Rusa, transcurrió la obra de Shostakovich. ¿Hay una confesión de sentimientos similares en los casos venezolanos, dadas las circunstancias políticas de nuestro país?

En la Sinfonía No. 10, la selección escogida en la velada aniversaria, el compositor quiso ajustar cuentas con Papá Stalin, meses apenas después de su muerte, y así lo representa en el frenético y brutal Allegro, pero esa misma energía y potencia la escuchamos en el final, cuando la obra desarrolla el tema que representa al mismo Shostakovich, en una faramalla arrasadora, que parece expresivamente igual a la que describía al tirano. Algunos críticos afirman que la sinfonía es un desesperado alegato contra la represión de la individualidad en un ambiente opresivo. La equivalencia entre dos movimientos de aparente signo opuesto no me persuade de ello. Creo que Shostakovich no encontró soluciones y lo que oímos es, por el contrario, la suma de sus confusiones.

Aparte de eso la ejecución de la OSV fue impecable, sobre todo en el desempeño de los solistas de maderas y vientos en los exigentes pasajes líricos y entrevesados que el autor dispuso para ellos. Bushkov logró una encomiable concertación.

Espero que estos 80 años de tan loable historia apunten a mejores porvenires.