miércoles, 28 de julio de 2010

CARMEN DE LUJO

Einar Goyo Ponte


En menos de un año, y después de diez de ausencia, la ópera Carmen, de Georges Bizet, ha vuelto a nuestras tablas, y de nuevo en el formato de concierto. En 2009 bajo la batuta experimental de Gustavo Dudamel entrenándose con un plantel de cantantes jóvenes para un montaje que tendrá lugar en la Scala de Milán en octubre de este año, y en julio de 2010, en signo de début, con la mezzosoprano Magdalena Kozená, especialista en el repertorio antiguo, barroco y mozartiano, y a quien atestiguáramos hace un par de años bajo la dirección del propio Dudamel, en los Gurrelieder, de Arnold Schönberg, haciendo sus primeros pininos en el rol de la gitana seductora, y a su marido, el insigne director Sir Simon Rattle, quien también se aventura por primera vez con esta apasionada ópera francesa. Para tal privilegio escogieron nuestra ciudad, nuestro Teatro Teresa Carreño y a nuestra Orquesta de la Juventud Venezolana Simón Bolívar.

El resultado fue, aun sin decorados ni vestuarios, la mejor producción de Carmen vista en nuestra ciudad en los últimos 30 años, por lo menos. Y la causa principal estriba en la inspirada, analítica y prismática dirección de Sir Rattle, quien desde el mismísimo Preludio nos hizo entender que estábamos en presencia de una ocasión singular: la inacabable paleta de matices, intensidades, acentos, desarrollos y enunciaciones de melodías, temas y efectos ya constituía por sí sola un deleite excepcional que nos hacía difícil en varias ocasiones concentrarnos en los cantantes, tal era el festín sonoro que resaltaba de la prestación orquestal. Y no se trataba en absoluto de que el director hiciese prevalecer a ésta por encima de los cantantes. Por el contrario, el balance y acoplamiento entre voces e instrumentos fue también inaudito (lo cual fue notorio también en la dimensión racionalmente reducida que Rattle dispuso para sus huestes con respecto a sus protagonistas vocales), pero los hallazgos y destellos que produjo de infinitos pasajes eran de una calidad altísima y de una elegancia y expresividad emocionantes. Se pueden recordar unos pocos, por razones de espacio: el coro inicial de soldados, con gradaciones de intensidad insólitas, los efectos voluptuosos del coro de las cigarreras en voces y orquesta, el delicado acompañamiento a las célebres Habanera y Seguidilla, cantadas por Carmen, el exquisito dúo entre Don José y Micaela (y aún no paso del Acto I), el colorido sensual de la Chanson bohémienne, que abre el Acto II, la divertida concertación del Quinteto de Carmen, Frasquita, Mercedes, Dancairo y Remendado (donde brilló nuestro tenor Idwer Alvárez), el conmovedor subrayado de las frases de los cellos y las maderas en el aria de la flor de Don José, la misma sensibilidad en el del aria de Micaela en el Acto III, y todo, todo, el Acto final, convertido en una pirotecnia orquestal y coral, de festividad y morbidez excepcionales, preludiando la tensa tragedia con la que concluye la ópera, y dirigida por Rattle con un pulso consciente de las cimas vocales y dramáticas de esa crucial escena final. Una lujosísima primera lectura de la ópera.

A pesar de estos refinamientos no pude dejar de percibir cierta estentoreidad y canto exageradamente abierto en la prestación del Coro Sinfónico Juvenil de Venezuela, y mucho mejores que el año pasado, los Niños Cantores de Venezuela.

Magdalena Kozena es una mezzosoprano, tal y como se entiende esa cuerda vocal hoy en día, prácticamente extintas las Cossotto, Bumbry, Barbieri o Horne de hasta hace unos 20 años. Esto es, un timbre asopranado, con centros parejos y sonoros (sin mayores alardes), registro grave solvente, pero nada más, pues una elegancia cortesana impide aquellos excesos voluptuosos de las cantantes citadas, y donde se cimentaba su calibre de cantante operística. Y el apartado más problemático: el registro agudo limitadísimo. Con estas características, sin embargo, y aferrándose a su majestad estilística, a la irreprochabilidad de fraseos y dicción francesa, y a una inagotable fantasía de matices a un tiempo señoriales y eróticos, perfiló la Carmen más completa y mejor cantada que se haya visto jamás en el escenario del TTC. Sólo al final, en el duelo con Don José, buscando fiereza en la expresión, sólo consiguió dar sonidos vulgares y francamente desagradables. Pero ya estaba a punto de morir, por eso la indultamos vocalmente.

El estadounidense Bryan Hymel era el brigadier navarro que se convierte en su Némesis. Su timbre y estilo de vocalidad nos recordaba al gran Jon Vickers, señero en este papel. Ya mencionamos el alto nivel del dúo con Micaela, y fue intenso en su aria de la flor, con impecable solución de su la agudo final, pero su galardón indiscutible lo ganó en el lacerante dúo final, con una incisividad pasional, de auténtica página roja y extenuantes cimas canoras.

La gran revelación vocal de la noche fue, para nosotros, la Micaela de la soprano Measha Brueggergosman, que si bien es de formato compacto, es poseedora de un canto expansivo, sensual, de intensos fraseos y mórbida musicalidad. Todas sus apariciones fueron excepcionales. Por primera vez, una Micaela me hace estar de su parte en esta ópera. Efectivo, elegante y rotundo fue el Escamillo de Kostas Smoriginas, con un timbre muy similar al joven Cayito Aponte. Lástima que en la edición de la partitura escogida por Rattle se corta el dúo con Don José del Acto III, hubiera sido una interesante batalla de toledanos instrumentos. Menos destacables los secundarios Frasquita, Mercedes, Zúñiga y Dancairo de Barbara Kind, Marika Zakova, Young-Wook Kim y Holger Marks, muy por debajo del venezolano Álvarez, a quien ya mencionamos.

Una Carmen tan de lujo que parecía más bien que venía del Palacio de Versalles en lugar de una tabacalería de Sevilla.

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