Carolina Jaimes Branger intenta ayer, en El Universal, hacer algo absolutamente
inútil: defender a Gustavo Dudamel y a José Antonio Abreu, por razones que,
seguramente a ella le serán inaceptables, pero son inevitables. No porque yo lo
machaque aquí, sino porque la historia así lo refrenda.
Y es que el caso de estos dos egregios músicos e invalorables líderes no es
excepcional en las historias musicales ni políticas del mundo. Hay una
memorable película que lo registra: Mephisto,
de Istvan Szabó, actuada escalofriantemente por Klaus María Brandauer, como
el actor que vende su alma al diablo (al nazismo), para salvarse en la
pesadilla hitleriana y ascender políticamente en el moralmente minado mundo
artístico de la Alemania de la Segunda Guerra Mundial. La película puede ser
ficción, mientras que realidad fueron las historias de Herbert Von Karajan,
Elisabeth Schwarzkopf o Richard Strauss. En comportamiento similar al de las batutas
venezolanas de hoy, llovieron sobre ellos el repudio de sus colegas y del
público, las críticas y por supuesto los defensores, casi con los mismos
argumentos que la Sra. Jaimes Branger decanta vehementemente hoy: que si la
música está más allá del bien y el mal, que la obra de una vida que ellos
representan es más alta que las mezquindades del público, que cada quien es
libre de abrazar la postura política que se desée, etc. etc.
Es allí donde el inevitable (quizás no inmediato) juicio de la historia
hace su meridiana intervención: la carga negativa del nazismo en la lamentable
historia de distopías y pesadillas totalitarias del siglo XX es tal que aún
eriza las conciencias más lejanas. Y nadie niega la estatura e importancia artística
de Von Karajan y Strauss. Uno de ellos es casi legendario; el otro es uno de
los más significativos compositores europeos de la modernidad. Pero a ambos, 60
años después, los sigue persiguiendo la sombra nazi, aunque sólo sea con el
tibio adjetivo de “colaboracionista”, apelativo que se dio a aquellos artistas
que con su rutilante trabajo atenuaban las críticas hacia el régimen e
intentaban lavarle la cara. Amén de sus méritos, el estigma permanece.
No obstante, la defensa de Jaimes Branger se excede en muchos de sus
tópicos, pues repite argumentos de muchos otros “paladines” innecesarios. (Es
harto sospechoso que tengan que ser terceros los que aboguen por estos dos
músicos que parecen preferir exageradamente la música a las palabras).
Lo primero es la declaración de que se trata de “injusticias”. Veamos: es
injusto y una locura que se diga que Dudamel y las Orquestas de Abreu
estuvieran tocando “mientras se masacraba a los estudiantes”. Y en un exabrupto
afirma que los críticos los convierten en los culpables de las masacres. No me
constan esos “talibanismos”, pero ello no excusa de un exceso de ingenuidad (el
menos dañino de los cometidos por la Sra. Jaimes B.) a la defensora. A la hora
y punto en que las orquestas celebraban el Día de la Juventud en un acto
oficial, sí se verificaban ataques de la fuerza pública en muchas ciudades del
país. Como las cadenas tienen por primer objetivo distraer y ocultar la
protesta no agotada aún desde hace casi dos semanas, y en la cadena,
conscientemente además, actuaron Dudamel y Abreu. Ergo “colaboraron” con el
abuso del poder contra el ciudadano. Si el acto hubiese sido transmitido solo por
el otrora canal del estado, estaríamos hablando de una situación muy distinta.
Yo como televidente hubiera tenido la opción de ver otro canal para ver cómo
estaban las víctimas u oír a los líderes de oposición usando un espacio negado
de antemano para justificar o deslindarse de la sangre derramada apenas horas
antes. ¿Acaso Dudamel y Abreu anhelan audiencias obligadas para sus conciertos?
No lo creo porque no las necesitan. Esa misma aspiración de libertad es
legítima para el resto de los ciudadanos.
No me referiré al rosario de insensateces (propias o escuchadas o leídas
por CJB) sobre la renuncia de Abreu y la asunción, por casi innombrables, a
dirigir el Sistema, pero sí a la casi desgañitada petición de tolerancia
(llamando intolerantes a los críticos de los líderes) con que casi cierra su
alegato pues ello me permite cerrar la idea del párrafo anterior.
Abreu y Dudamel pueden ser muy chavistas y tener todo ese derecho que tan
clamorosamente CJB defiende. El problema estriba en que no terminan de
declararlo. Para muchos esto es lo más indignante: si lo manifestaran, los
venezolanos que los admiramos tendríamos a qué atenernos. CJB y sus demás defensores
arguirán que no entienden eso. Y ese es el problema. Ellos exigen tolerancia a
los críticos de los artistas, pero no son capaces de pedir el mínimo de respeto
recíproco de parte de éstos al público legítimamente molesto. ¿A qué me
refiero?
Para explicarlo recordaré los casos de los beisbolistas que recibieron
similar trato del público cuando revelaron sus simpatías por el difunto
Presidente Chávez. Gran alharaca se armó entonces por ese mismo derecho a
apoyar. Casi nadie recordó que hasta ese momento Ordoñez o Álvarez eran figuras
públicas seguidas por los aficionados al beisbol, los cuales son legión, no por
los fans chavistas, o los opositores o de los “Ni-ni”. El mismo derecho de los
peloteros a declarar simpatías las tienen ni más ni menos los miles que
sintieron la cachetada de la decepción. Pero estos deportistas han sido a la
larga muchísimo más honestos y frontales que Dudamel y Abreu. Ya no sólo es que
son amigos de Chávez (que en Paz descanse), sino que apoyan el proyecto
político de su partido e incluso compitieron en las últimas elecciones
celebradas en el país. Las simpatías o antipatías generadas en los venezolanos
se transformaron en votos. Resuelta la disputa.
No hay esa posibilidad en el estado actual de la “indefinición” de Dudamel
y Abreu. Ellos siguen erigidos en líderes, promotores, figuras indiscutibles
del más grande movimiento artístico desplegado en Venezuela. Y estimulan y
motivan a miles de niños y jóvenes a redimirse y superarse en un país que en
otras áreas niega a un actor, a un pintor, a un cantante, hasta más de la mitad de la posibilidad que
gana un chico cuando ingresa al sistema, para autorrealizarse.
Esa trascendencia les da una extraordinaria responsabilidad: promover que
las oportunidades y el goce sublime que generan sea mensaje efectivo para todos
los jóvenes de Venezuela, para los que compraron la utopía revolucionaria como
para aquellos que sufren su cotidiano desengaño. Ese mensaje se pervirtió la
semana pasada (no una, sino dos veces: o ¿es que Carolina Jaimes Branger no vio
a José Antonio Abreu aplaudiendo en la Plaza Diego Ibarra, mientras en la Autopista
Francisco Fajardo se cercaba con gases, ballenas y piquetes de guerra a los
muchachos que protestaban desde temprano en Altamira?), pero también en el
concierto de la toma de posesión de Maduro, en plena efervescencia de las
denuncias de fraude de la oposición, ante un país matemáticamente dividido, y
si vamos a hacer memoria, desde aquel 28 de mayo cuando Dudamel dirigió desde
la Sala Simón Bolívar el himno nacional que inauguraba las transmisiones de
TVES sobre la misma señal que hasta hacía segundos era la de RCTV, con la
pérdida de oportunidades y desarrollos que artistas y técnicos perdieron de un plumazo
después de casi 50 años, en el acto más antidemocrático cometido por ningún
gobierno electo por las mayorías en la historia del país.
Siempre he creído que sencillamente no hay nada que J. A. Abreu no pueda
hacer en este país. ¿Usted se imagina que en vez de lo que hasta hace pocos
días era indefinición (no creo que sus palmadas en la Diego Ibarra puedan
interpretarse como “indefinidas”) Abreu sin dejar de asistir al acto, hablara
responsablemente para todos los jóvenes, los rojos y los tricolores, los
violentos y las víctimas, los sobrevivientes, los incontenibles y los
fatalmente muertos y los intimara a todos, sin la discriminación oficial, a la
paz? ¿Podemos calcular el valor de un acto de ese calibre? ¿Somos capaces de
concebir lo que eso cambiaría?
Carolina Jaimes Branger y su cohorte de defensores preguntarán: ¿en qué
momento tuvieron Abreu o Dudamel esa oportunidad, en el corsé de expresión que
seguramente reinaría en esos actos oficiales? Respondo: en ese privilegiado
momento de silencio en el que el director de orquesta está solo con su orquesta.
Todos esperan que la música inicie y en su lugar vienen las palabras del genial
director internacional, dominador de las orquestas más célebres del planeta,
haciendo las reservas del caso en un acto político, y convocando y pidiendo
responsabilidad a las partes en conflicto, para reivindicar el intrínseco
sentido del día que honra al joven venezolano.
¿Escuchó usted eso el 12 o el 14 de febrero? Lamentablemente no. Pensarán
algunos: es que hay que salvar el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles
por sobre todo. En este momento, cuando hemos tenido que ver, en el Día de la
Juventud, morir, herir, apresar, incomunicar de sus familiares a decenas de
jóvenes, ser insultados con el oprobioso sin sentido de “fascistas”, y que
sobre su silencio obligado y sobre su sangre, oyéramos la más triste
presentación del “Sistema”, precediendo un grotesco desfile militar, exaltando
armas y la disciplina cuartelaría - el concepto más remoto de un joven que
pensarse pueda-, he perdido la convicción de que salvar al “Sistema” de
Abreu-Dudamel, por encima de todo, valga la pena. ¿Salvar al “Sistema” incluso
sobre los cadáveres de la juventud? ¿Tiene eso algún sentido? Sin libertad –la que
tuvieron Abreu y Dudamel para realizarse-, ¿puede existir el “Sistema”?
Responder a eso es el inicio del implacable juicio de la posteridad.