martes, 18 de febrero de 2014

Abreu, Dudamel y defensores en el juicio de la historia

Einar Goyo Ponte


Carolina Jaimes Branger intenta ayer, en El Universal, hacer algo absolutamente inútil: defender a Gustavo Dudamel y a José Antonio Abreu, por razones que, seguramente a ella le serán inaceptables, pero son inevitables. No porque yo lo machaque aquí, sino porque la historia así lo refrenda.

Y es que el caso de estos dos egregios músicos e invalorables líderes no es excepcional en las historias musicales ni políticas del mundo. Hay una memorable película que lo registra: Mephisto, de Istvan Szabó, actuada escalofriantemente por Klaus María Brandauer, como el actor que vende su alma al diablo (al nazismo), para salvarse en la pesadilla hitleriana y ascender políticamente en el moralmente minado mundo artístico de la Alemania de la Segunda Guerra Mundial. La película puede ser ficción, mientras que realidad fueron las historias de Herbert Von Karajan, Elisabeth Schwarzkopf o Richard Strauss. En comportamiento similar al de las batutas venezolanas de hoy, llovieron sobre ellos el repudio de sus colegas y del público, las críticas y por supuesto los defensores, casi con los mismos argumentos que la Sra. Jaimes Branger decanta vehementemente hoy: que si la música está más allá del bien y el mal, que la obra de una vida que ellos representan es más alta que las mezquindades del público, que cada quien es libre de abrazar la postura política que se desée, etc. etc.

Es allí donde el inevitable (quizás no inmediato) juicio de la historia hace su meridiana intervención: la carga negativa del nazismo en la lamentable historia de distopías y pesadillas totalitarias del siglo XX es tal que aún eriza las conciencias más lejanas. Y nadie niega la estatura e importancia artística de Von Karajan y Strauss. Uno de ellos es casi legendario; el otro es uno de los más significativos compositores europeos de la modernidad. Pero a ambos, 60 años después, los sigue persiguiendo la sombra nazi, aunque sólo sea con el tibio adjetivo de “colaboracionista”, apelativo que se dio a aquellos artistas que con su rutilante trabajo atenuaban las críticas hacia el régimen e intentaban lavarle la cara. Amén de sus méritos, el estigma permanece.

No obstante, la defensa de Jaimes Branger se excede en muchos de sus tópicos, pues repite argumentos de muchos otros “paladines” innecesarios. (Es harto sospechoso que tengan que ser terceros los que aboguen por estos dos músicos que parecen preferir exageradamente la música a las palabras).

Lo primero es la declaración de que se trata de “injusticias”. Veamos: es injusto y una locura que se diga que Dudamel y las Orquestas de Abreu estuvieran tocando “mientras se masacraba a los estudiantes”. Y en un exabrupto afirma que los críticos los convierten en los culpables de las masacres. No me constan esos “talibanismos”, pero ello no excusa de un exceso de ingenuidad (el menos dañino de los cometidos por la Sra. Jaimes B.) a la defensora. A la hora y punto en que las orquestas celebraban el Día de la Juventud en un acto oficial, sí se verificaban ataques de la fuerza pública en muchas ciudades del país. Como las cadenas tienen por primer objetivo distraer y ocultar la protesta no agotada aún desde hace casi dos semanas, y en la cadena, conscientemente además, actuaron Dudamel y Abreu. Ergo “colaboraron” con el abuso del poder contra el ciudadano. Si el acto hubiese sido transmitido solo por el otrora canal del estado, estaríamos hablando de una situación muy distinta. Yo como televidente hubiera tenido la opción de ver otro canal para ver cómo estaban las víctimas u oír a los líderes de oposición usando un espacio negado de antemano para justificar o deslindarse de la sangre derramada apenas horas antes. ¿Acaso Dudamel y Abreu anhelan audiencias obligadas para sus conciertos? No lo creo porque no las necesitan. Esa misma aspiración de libertad es legítima para el resto de los ciudadanos.

No me referiré al rosario de insensateces (propias o escuchadas o leídas por CJB) sobre la renuncia de Abreu y la asunción, por casi innombrables, a dirigir el Sistema, pero sí a la casi desgañitada petición de tolerancia (llamando intolerantes a los críticos de los líderes) con que casi cierra su alegato pues ello me permite cerrar la idea del párrafo anterior.

Abreu y Dudamel pueden ser muy chavistas y tener todo ese derecho que tan clamorosamente CJB defiende. El problema estriba en que no terminan de declararlo. Para muchos esto es lo más indignante: si lo manifestaran, los venezolanos que los admiramos tendríamos a qué atenernos. CJB y sus demás defensores arguirán que no entienden eso. Y ese es el problema. Ellos exigen tolerancia a los críticos de los artistas, pero no son capaces de pedir el mínimo de respeto recíproco de parte de éstos al público legítimamente molesto. ¿A qué me refiero?

Para explicarlo recordaré los casos de los beisbolistas que recibieron similar trato del público cuando revelaron sus simpatías por el difunto Presidente Chávez. Gran alharaca se armó entonces por ese mismo derecho a apoyar. Casi nadie recordó que hasta ese momento Ordoñez o Álvarez eran figuras públicas seguidas por los aficionados al beisbol, los cuales son legión, no por los fans chavistas, o los opositores o de los “Ni-ni”. El mismo derecho de los peloteros a declarar simpatías las tienen ni más ni menos los miles que sintieron la cachetada de la decepción. Pero estos deportistas han sido a la larga muchísimo más honestos y frontales que Dudamel y Abreu. Ya no sólo es que son amigos de Chávez (que en Paz descanse), sino que apoyan el proyecto político de su partido e incluso compitieron en las últimas elecciones celebradas en el país. Las simpatías o antipatías generadas en los venezolanos se transformaron en votos. Resuelta la disputa.

No hay esa posibilidad en el estado actual de la “indefinición” de Dudamel y Abreu. Ellos siguen erigidos en líderes, promotores, figuras indiscutibles del más grande movimiento artístico desplegado en Venezuela. Y estimulan y motivan a miles de niños y jóvenes a redimirse y superarse en un país que en otras áreas niega a un actor, a un pintor, a un cantante,  hasta más de la mitad de la posibilidad que gana un chico cuando ingresa al sistema, para autorrealizarse.

Esa trascendencia les da una extraordinaria responsabilidad: promover que las oportunidades y el goce sublime que generan sea mensaje efectivo para todos los jóvenes de Venezuela, para los que compraron la utopía revolucionaria como para aquellos que sufren su cotidiano desengaño. Ese mensaje se pervirtió la semana pasada (no una, sino dos veces: o ¿es que Carolina Jaimes Branger no vio a José Antonio Abreu aplaudiendo en la Plaza Diego Ibarra, mientras en la Autopista Francisco Fajardo se cercaba con gases, ballenas y piquetes de guerra a los muchachos que protestaban desde temprano en Altamira?), pero también en el concierto de la toma de posesión de Maduro, en plena efervescencia de las denuncias de fraude de la oposición, ante un país matemáticamente dividido, y si vamos a hacer memoria, desde aquel 28 de mayo cuando Dudamel dirigió desde la Sala Simón Bolívar el himno nacional que inauguraba las transmisiones de TVES sobre la misma señal que hasta hacía segundos era la de RCTV, con la pérdida de oportunidades y desarrollos que artistas y técnicos perdieron de un plumazo después de casi 50 años, en el acto más antidemocrático cometido por ningún gobierno electo por las mayorías en la historia del país.

Siempre he creído que sencillamente no hay nada que J. A. Abreu no pueda hacer en este país. ¿Usted se imagina que en vez de lo que hasta hace pocos días era indefinición (no creo que sus palmadas en la Diego Ibarra puedan interpretarse como “indefinidas”) Abreu sin dejar de asistir al acto, hablara responsablemente para todos los jóvenes, los rojos y los tricolores, los violentos y las víctimas, los sobrevivientes, los incontenibles y los fatalmente muertos y los intimara a todos, sin la discriminación oficial, a la paz? ¿Podemos calcular el valor de un acto de ese calibre? ¿Somos capaces de concebir lo que eso cambiaría?

Carolina Jaimes Branger y su cohorte de defensores preguntarán: ¿en qué momento tuvieron Abreu o Dudamel esa oportunidad, en el corsé de expresión que seguramente reinaría en esos actos oficiales? Respondo: en ese privilegiado momento de silencio en el que el director de orquesta está solo con su orquesta. Todos esperan que la música inicie y en su lugar vienen las palabras del genial director internacional, dominador de las orquestas más célebres del planeta, haciendo las reservas del caso en un acto político, y convocando y pidiendo responsabilidad a las partes en conflicto, para reivindicar el intrínseco sentido del día que honra al joven venezolano.

¿Escuchó usted eso el 12 o el 14 de febrero? Lamentablemente no. Pensarán algunos: es que hay que salvar el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles por sobre todo. En este momento, cuando hemos tenido que ver, en el Día de la Juventud, morir, herir, apresar, incomunicar de sus familiares a decenas de jóvenes, ser insultados con el oprobioso sin sentido de “fascistas”, y que sobre su silencio obligado y sobre su sangre, oyéramos la más triste presentación del “Sistema”, precediendo un grotesco desfile militar, exaltando armas y la disciplina cuartelaría - el concepto más remoto de un joven que pensarse pueda-, he perdido la convicción de que salvar al “Sistema” de Abreu-Dudamel, por encima de todo, valga la pena. ¿Salvar al “Sistema” incluso sobre los cadáveres de la juventud? ¿Tiene eso algún sentido? Sin libertad –la que tuvieron Abreu y Dudamel para realizarse-, ¿puede existir el “Sistema”?

Responder a eso es el inicio del implacable juicio de la posteridad.