martes, 25 de diciembre de 2007

NAVIDAD




Einar Goyo Ponte


Amo de la Navidad su llave mágica para abrirnos sin mayor esfuerzo los corazones, esa manera suya invisible, intangible, imprecisa de hacernos sentir de inmediato que podemos ser mejores, amo su aroma de promesa siempre intacta y puntual, amo incluso su melancolía, ese trasunto con el mundo antiguo que concebía en estos días el hiemalis, el sentimiento del invierno, de la temporal suspensión del sol, la lejanía de la primavera y el calor. Creo que en el corazón de todas estas fiestas habita incólume esa atávica tristeza, que no es voluntaria ni buscada. Vive con nosotros, y por ello amo y admiro ese espíritu cristiano que quiso colocar en el corazón de ese resabio de nuestra naturaleza o paganismo, como querráis llamarlo, la luz inmensa del Nacimiento del Salvador, del nacimiento de un niño que renueva, recicla y nos hace recomenzar cada año con el brillo de sus ojos. Amo el vínculo familiar al que nos convoca la fecha, amo su atmósfera, ese alivio del trópico que en nuestra latitud venezolana se nos regala, amo las luces, los adornos con los cuales las ciudades se visten, amo el olor a pintura fresca con la cual muchos decidimos rebarnizar nuestras casas, amo la tradición del pesebre, porque nos conecta con nuestros abuelos europeos, desde ese Nápoles donde un día me perdí en medio de la estrecha calle cundida de pesebres, nacimientos y belenes, hasta la Andalucía que nos la transmitió, sin olvidar al humilde San Francisco inventándolo por uno de esos recónditos caminos por los que erraba, envuelto, en gracia de Dios. Amo a Dickens y su Christmas Carol, a Hoffmann y su Cascanueces, los cuentos rusos y el Retablillo de Navidad, de Aquiles Nazoa.
Y por supuesto amo su mesa, sus olores, sus sabores, tan marcados de dulce y ancestro, y su música, la culta, desde los cantos gregorianos que exaltan su Puer natus est o su Hodie scietis, las cantatas u oratorios de Bach, el portentoso Mesías, de Haendel, el Cascanueces, de Tchaikovsky, hasta la popular, tan entrañable, tan doméstica y culinaria: con villancicos, carols y canciones europeas y nuestros aguinaldos y gaitas. Amo la fiesta que ellas propician y la ternura que certeramente nos depositan en medio del pecho.
Y amo el aire limpio y el rotundo silencio de paz que pareciera anillar al mundo todas las mañanas del 25 de diciembre, momento en el que escribo esto y decido compartirlos con todos mis lectores blogófilos. Para todos, y todos sus seres más queridos mi mensaje y abrazo de Feliz Navidad.




Handel - Messiah - Hallelujah

Desde que tenía más o menos quince o dieciseis años, cuando un viejo amigo, Alejandro Guerra, me llevó a ver una interpretación de El Mesías de Haendel, en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, con la entonces incipiente Orquesta Nacional Juvenil, esta obra y este fragmento en particular, tiene un especial significado navideño. Lo dejo oir en mi casa o donde la Navidad me embosque, a las doce de la noche de cada 25 de diciembre. Por eso la comparto con ustedes, en esta briosa versión que incluso nos invita a cantarla. Feliz Navidad!

lunes, 24 de diciembre de 2007

BARROCO TRISTE



Einar Goyo Ponte


Para lo que seguramente sería el último concierto que escucharíamos este año, asistimos a la confortable sala de Ciudad Banesco en Bello Monte, a las Escenas de ópera del barroco, que nos tenía preparadas la agrupación Música Reservata, que dirige la Profesora Sandrah Silvio, en celebración de sus 15 años de trayectoria.


Pero infaustamente, su aniversario coincidió con la muerte del tenor Julio Timaure, miembro, entre otras notas de su currículo, del coro de la agrupación, y quien tenía, para esta oportunidad, a su cargo, la selección del Orfeo, de Claudio Monteverdi, obra que cumple, en este 2007, 400 años. La tristeza pareció afectar la prestación del grupo, el cual, a pesar de cumplir profesionalmente con su compromiso musical, se distanció sensiblemente del ideal de su objetivo.


Escogieron un repertorio de media docena de óperas del momento histórico en el que nació precisamente el género, en la Florencia de inicios del 1600, cuando los músicos, artistas e intelectuales más notables de la ciudad formaron una suerte de club llamado la Camerata Florentina, patrocinados por el Conde Giovanni Bardi, con el proposito de reconstruir lo que debió ser el arte venerable de la tragedia griega, la cual, según sus lecturas, debía haber sido representada con música. Así, basados en la monodia, o sea, el canto llano, claro, discernido, ideal para que el oyente entendiera la poesía del texto, sin la complejidad de los ornamentos vocales o instrumentales, llevaron a escena, con música de Jacopo Peri y versos de Ottavio Rinuccini, Dafne y Euridice, sendas opere in musica, de donde el género tomaría el nombre con el cual se haría, al cabo de pocos años, universal. La primera se ha perdido, de la segunda se conserva buena parte, pero con serias dificultades para ejecutarse y representarse, por lo que su selección hubiera marcado un significativo hito en nuestro país, si la prestación hubiese sido más feliz.
Y es que Peri, Giulio Caccini, co-autor de esa primera Euridice, y el mismo Monteverdi, quien ya en 1607 daría el primer impulso al nuevo estilo con su Orfeo, lleno de elementos que ya no abandonarían a la ópera hasta hoy, eran además grandes cultivadores del Madrigal, cantantes, maestros del arte vocal, polifonistas, por lo cual, al crear el género, lo hicieron, y allí está el tratado musical de Caccini para probarlo, sobre la idea de un canto sensual, mórbido, lleno de expresividad, efectos, belleza de emisión, donde timbre, color, línea, son su columna vertebral. Casi la antípoda de lo escuchado el domingo 16, ejecutado sobre voces de ínfima amplitud, traslucidas, con dificultad para dejarse oir en el escueto acompañamiento de cinco músicos, que fue el que Silvio dispuso para la velada, con notas agudas descoloridas y fibrosas. En el lado masculino la situación era de completo desahucio, por el femenino, Zaira Castro, no obstante, a años luz de su calidad acostumbrada, y esporádicos momentos de Claudia Galavis, náufraga, a despecho de sus buenas intenciones, en el célebre Lamento di Arianna, de Monteverdi, arañaron la suficiencia. Los fragmentos más logrados por el conjunto fueron los de La liberazione di Ruggiero, de Francesca Caccini, donde se aproximaron a cierta voluptuosidad canora y a la reproducción de atmósferas fascinantes, como las que el libreto, basado en el Orlando furioso, de Ariosto, exige.


Quizás si su directora hubiese compartido podio y escena, la prestación habría ganado en vitalidad, sabida cuenta del bello instrumento de la Silvio.
Error de cálculo.

lunes, 17 de diciembre de 2007

EL MITO ACTUALIZADO (Daphne, de R. Strauss, en Amsterdam)






Edgar Villanueva. Amsterdam (Holanda).- Fotos: Monika Rittershaus
La capital holandesa no suele ser un destino muy cálido -meteorológicamente hablando- por esta época del año. Aun así, la cantidad de turistas que abarrotan las húmedas y ventosas calles, los canales y puentes más allá del Dam (la emblemática plaza central de Amsterdam) o el ineludible Barrio Rojo es más que respetable. La oferta cultural de la ciudad es muy amplia, y junto al Rijksmuseum, la casa-refugio de Anna Frank o la casa Rembrandt hay un lugar que concentra cada vez más la atención de los melómanos europeos: Es el Het Muziektheater, sede de la Opera de los Paises Bajos, de propuestas rompedoras e interesantísimas tanto en programación, repertorio y producciones. Los momentos dulces que disfruta la ópera en Amsterdam se patentan en la última producción de la casa: Daphne, del compositor alemán Richard Strauss(1864-1949), 'tragedia bucólica en un acto' con libreto de Josef Gregor, estrenada en Dresden el 15 de octubre de 1938. En una época en la que la Alemania nazi dejaba su cruel huella en el mundo, resulta algo extraño que Strauss -el más grande compositor teutón después de Wagner- se dedicara a un tema que hunde sus raíces en la fuente inagotable de la mitología griega. Daphne es una tímida adolescente más interesada en su amor por los árboles que en el sexo masculino. Ecologista primigenia, es un carácter que no tiene nada que ver con la naturaleza salvaje de criaturas como Salomé o Elektra, heroínas por excelencia del repertorio straussiano.

Nazismo y leyenda

El controversial director escénico Peter Konwitschny atendió al detalle curioso de la génesis de la ópera, y lo comenta en la escena final -transformación de la protagonista en árbol- con imágenes del ascenso del III Reich. La mutación de Daphne en laurel se metaforiza así con la de Alemania en imperio del terror. Hasta ese punto, el desarrollo de la narración escénica transcurre por otros derroteros: el humor (con coristas vestidos de ovejas que fornican, defecan y balan), el sexo en todas sus manifestaciones: homosexual, lésbica, orgiástica y la confrontación entre el amor dionisíaco (el personaje de Leukippos) y apolíneo (el dios Apolo).El director Ingo Metzmacher estuvo al frente de la Orquesta Filarmónica de Holanda, que prodigó sonidos densos, aunque transparentes, muy en sintonía con el carácter 'pastoril' del drama. El acompañamiento en esta obra no tiene el peso ni los decibeles que en óperas anteriores de Strauss, pero la urdimbre instrumental es compleja y de deliciosa audición. En el mismo nivel de solvencia se mantuvo el coro de voces masculinas del teatro. El rol protagonista estuvo a cargo de la soprano de origen colombiano Juanita Lascarro, artista que ha desarrollado una gran carrera en teatros alemanes. Su voz no es extraordinaria ni por volumen ni por extensión, pero es tímbricamente uniforme y de exquisita musicalidad. Es de agradecer que además sea una actriz absolutamente creíble.


Como Leukippos, el pretendiente terrenal de Daphne, el tenor alemán Rainer Trost derrochó energía y un temperamento elocuente y atlético, sin embargo, desde el plano estrictamente vocal, se vio superado por el brillante Apolo del tenor estadounidense Scott MacAllister.La mezzosoprano Birgit Remmert abordó la parte de la diosa Gaia con más intenciones que recursos, pues la parte requiere de una auténtica contralto. Su elegante presencia escénica -que recuerda vagamente a la desaparecida Tatiana Troyanos- no pudo disimular las carencias del instrumento en la octava grave, donde el personaje canta sus más significativas frases.Honesto, y en un punto rutinario, el bajo noruego Frode Olsen -habitual de la compañía- en el rol de Peneios.Si tanto la escenografía como el vestuario de Johannes Leiacker pueden calificarse de 'correctos', el diseño de iluminación, también a su cargo, roza la genialidad por la elocuencia, expresividad y capacidad de creación de atmósferas. La producción, originalmente estrenada en la Opera de Essen (Alemania) en 1999, fue replanteada conceptualmente para su reestreno en De Nederlandse Opera por el polémico Konwitschny, bien conocido en Europa por sus irreverentes producciones del Lohengrin wagneriano para la Opera de Hamburgo y el Don Carlos de Verdi para la Staatsoper de Viena.

domingo, 16 de diciembre de 2007

TRES NOVELES VIOLINISTAS



Einar Goyo Ponte


En tres jornadas que abarcaron fin y comienzo de estas dos últimas semanas, se llevó a cabo el Festival de Jóvenes Violinistas, en la Sala José Felix Ribas, promovido por el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles y la Academia Latinoamericana de Violín, surgida de la administración del mismo sistema, y dirigida por el insigne maestro José Francisco del Castillo. Asistimos a la velada final, del lunes 10, y nos llevamos una extraordinaria sorpresa.
Y es que no nos estamos dando cuenta, pero presenciamos lo que podría llamarse la “Invasión de los chamos”, en el ambiente musical venezolano. Así como hace unas pocas semanas destacábamos la prestación del pianista adolescente Kenny Barrios, ahora atestiguamos a tres chiquillos que no rebasan los quince años, enfrentándose, uno tras de otro, a cada uno de tres de los más difíciles conciertos de la literatura para violín.
Los tres son alumnos del Maestro del Castillo, quien, ante lo contemplado esa noche, tiene sobrados motivos para sentirse satisfecho y orgulloso. Uno de ellos ha estado también bajo la tutela de Uto Ughi, otros dos bajo la de Accardo; uno ha estudiado en el exterior; todos han experimentado la batuta de Abbado, Rattle o Dudamel.
Sergio Carleo nos ofreció una segura, de tempi moderados, pero de nítido sonido y acertada expresión lírica, versión del Concierto para violín y orquesta, Op. 64, de Felix Mendelssohn, favorito del repertorio por su brillantez, melodías y virtuosismo técnico. Una asombrosa seguridad de parte del jovencito ribeteó sus mejores pasajes
Lo sucedió Angélica Olivo batiéndose encarnizadamente con el exigentísimo y de vigor prácticamente viril, Concierto Op. 47, de Jan Sibelius. Por supuesto que ante tamaña obra, hubo momentos oscilantes de tensión, caidas leves de fuerza y brío, sobre todo en el Allegro moderato inicial, el más extenuante de los tres, pero la coherencia con la que desarrolló el Adagio di molto, y la bravura sostenida, ya crecida e inapelable, en el punzante finale, mostraron no sólo a una ejecutante dueña de su técnica, sino a una personalidad artística de grandes dimensiones.
Cerró la velada Kenneth Jones, quizás el menos certero de los tres. Sin embargo, se decantó por el Concierto en re mayor, Op. 35, de Piotr Ilyich Tchaikovsky, acaso el más popular del trío de la noche. También con pulso lento y menos firme en su afinación, supo sortear con brillante pulcritud los enzarzados pasajes de los que el concierto está minado. Peculiarmente notable la solvencia de la enorme cadenza del Allegro inicial.
En los tres conciertos fue columna invaluable la dirección absolutamente cómplice de Diego Matheus, ajustándose incondicionalmente a sus pulsos y respiraciones, pero sin dejar de dar solidez tímbrica y sensualidad colorística a su orquesta.
En realidad ver a estos muchachos resolver con tal destreza conciertos de tal envergadura, a esta temprana edad, permite soñar cosas extraordinarias y asombrosas para su futuro y el de la música en Venezuela.

domingo, 9 de diciembre de 2007

EXPERIENCIA PAGANINIANA



Einar Goyo Ponte


Salvatore Accardo ha construido su carrera y la ha distinguido de las de sus más insignes colegas virtuosos del violín, por haberse dedicado a cultivar el repertorio italiano de su instrumento, el cual tiene una larga y nada desdeñable escuela: Gabrieli, Vivaldi, Tartini, Paganini, de quien logró convertirse en una referencia durante los años 70 y 80. La de hace ya casi dos semanas no es su primera visita al país. Hace pocos años lo escuchamos en la Sala Ríos Reyna (más apropiada para su trayectoria y para el numeroso público que se merecía verlo, que la pequeña Sala José Felix Ribas, pero ya hemos renunciado a entender a la Gerencia de nuestro primer escenario) abordando a Brahms. Esta vez, entregado a su repertorio más afín, fue particularmente especial.
Además esta vez también subió al podio. Desde allí dirigió a su orquesta anfitriona, la Sinfónica Simón Bolívar, en una extraordinariamente bien construida obertura de la ópera L’italiana in Algeri, de Rossini, de perlada sonoridad y el perfecto equilibrio de sus particulares crescendi.

Seguidamente empuñó su violín Stradivarius, de meridiano sonido, mientras dirigía a su orquesta en uno de los mejores conciertos del legendario virtuoso italiano Niccoló Paganini, uno de los emblemas del artista romántico durante el siglo XIX, modelo de esa imagen del virtuoso como poseido de fuerzas sobrenaturales, que lo convertían en héroe misterioso y solitario, pero también ícono preludiador, junto con Liszt y Chopin, del ídolo musical del siglo XX mediático, más cercano a Elvis Presley que a un Claudio Arrau o un Plácido Domingo. De los seis conciertos que escribiera, este No. 4, que por muchos años se diera por perdido, dado el celo con el cual su autor lo guardó, como muestra de su cariño por París, a quien se lo dedicó y donde lo estrenó, se encontró y se rehizó, pues se hallaba disgregado, hace apenas 53 años, cuando el gran Arthur Grumiaux lo reestrenara. Y es uno de los más geniales del compositor. Por su riqueza melódica, por su instrumentación, menos parca y mimética que en otros de su serie, y por el cúmulo de tics virtuosos y trampas casi insalvables que tiende a lo largo de su partitura. Accardo demostró ser un dueño absoluto del estilo y la técnica paganinianos. Ejecutado en un tempo mucho más relajado y pausado de lo que lo hizo en 1975, con la Filarmónica de Londres, dirigida por el canadiense Charles Dutoit, mantuvo sin embargo su pureza interpretativa, la diafanidad casi pedagógica de la resolución de sus dificultades: las combinaciones de ligados y staccati (las notas o sonidos destacados), los pizzicati, los picados, las frases en dobles cuerdas, la transparencia del toque sul ponticello (sobre el puente que atraviesan las cuerdas en el centro del instrumento), y la limpidez del registro sobreagudo, al que Paganini se eleva sin aviso, haciendo grandes saltos de octava. La de Accardo es la experiencia paganiniana más fidedigna que los melómanos caraqueños hemos disfrutado nunca.

Como testimonio de esa maestría quedan los 20 minutos de ovación dispensada, sólo cortada por tres bises geniales: un inesperado y tocante Oblivion de Astor Piazzola, un fragmento de una partita de Bach y el proteico Capriccio No.24, de Paganini, cada uno más acabado y lujoso que el anterior.

Concluyó su presentación con una melódica, superdiscernida, tímbricamente nítida y suntuosamente mórbida Sinfonía No.4, de Felix Mendelssohn, llamada “Italiana”, a la que develó aún más la impronta del Bach admirado por Mendelssohn - gracias a lo cual rescató sus pasiones y misas en pleno siglo XIX, tras casi dos centurias de silencio- en la serena fuga que sostiene el apacible andante del segundo movimiento.
Fue una velada de excelente y tradicional escuela musical italiana: el apogeo del melodismo y la sensualidad sonora.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

TRATADO DE LO INVISIBLE VII


UN 5 DE DICIEMBRE, HACE 216 AÑOS, WOLFGANG AMADEUS MOZART DIO SU ULTIMO PASO HACIA LA ETERNIDAD.


"El encuentro con Mozart rebasa la estética: es humanamente decisivo, filosóficamente decisivo, espiritualmente decisivo. Mozart es una ética."


André Comte-Sponville: Impromptus.

jueves, 29 de noviembre de 2007

UN FESTIVAL DE VEINTE AÑOS

El afiche imagen de esta edición, debido a Leonel Durán

Einar Goyo Ponte

Ya tiene veinte años esta maravillosa idea. Más bien era extraño que a nadie se le hubiese ocurrido antes. Escuchar música de cámara en el paisaje de la Colonia Tovar. ¿Cuán descabellado podía ser? Allí en ese aire de montaña, en la frecuente neblina que rodea los chalets y las cabañas de estilo tan centroeuropeo, en el verdor, en medio de la flora tan similar a aquella que uno asimila al medio ambiente de Schubert, Brahms o Beethoven. Lo más parecido a una campiña austriaca o alemana que pudiéramos encontrar por estas latitudes, sirviendo de marco a la música de estos compositores. Mis mejores memorias de audiciones (en algunos casos las primeras, en otros las únicas) del Trío en la mayor, de Tchaikovsky, del Septimino, de Beethoven, del lied El pastor en la roca, de Schubert, de los Zwei Gesänge, de Brahms, las tengo de las recopiladas en el Festival de Música de Cámara de la Colonia Tovar, lo cual exalta su impronta y la del alma de este evento, Marcos Salazar, y su fiel equipo de amigos.


Ahora estamos aquí soplando la velita de la torta número 20, y contemplamos todos los afiches acumulados, los nombres de todos los artistas reunidos, y nos es imposible no emocionarnos ante el saldo ofrecido. Ahora, llegamos a esta edición, de nuevo, cordialmente invitados y mejor atendidos y nos preparamos para atestiguar lo que esta edición nos reserva.

Una colega nuestra abre el Festival, pues Ana María Hernández, además de periodista cultural, es músico, y se ha dado en los últimos años a cultivar el estimulante repertorio de la música antigua. Así ofrece el recital Juana Francisca, la trovadoresa, donde ella se convierte en una dama de los siglos XVI o XVII, tañedora de la vihuela o, como en esta ocasión, de la guitarrilla clásica, así llamada por su reducida dimensión y la dulzura de sus cuerdas. Sobre ella, con más meticulosidad que destreza, Hernández nos devuelve un repertorio de tiempos casi irreales, cuyo sonido anima y reproduce salones de baile, vestimentas, gestos, actitudes, quizás perdidas para siempre. Danzas hispánicas como las pavanas, canarios (tocó una evocadora de nuestra “Pájarapinta”), españoletas, y selecciones de las compilaciones de Adrian Le Roy, Gregoire Brayssing, con especial foco en la famosa romanesca del “Guárdame las vacas”, de Alonso de Mudarra, de donde, como lo pusiera de manifiesto hace años El cuarteto, proviene nuestro Polo oriental. El público escucha en concentrado y casi encantado silencio las piezas, acepta el sencillo juego de anacronismos y fantasías que ella propone y aplaude alborozado, sintiéndose descubridor de una íntimidad secreta, repentinamente. Nada desdeñable logro para un músico, éste alcanzado por Ana María Hernández.


Enseguida la secundó un ensamble de excelentes músicos procedentes de Austria, hilvanando un infrecuente recital compuesto por sonatas de diferente distribución instrumental. En la primera, el violoncellista Attila Székely, de origen rumano y el pianista vienés Gerhard Geretschlager, bisagra clave del ensamble en todo el concierto, ofrecieron la Sonata para cello y piano, Op. 38, de Johannes Brahms, tocada con pasión y profundo acoplamiento. Fueron notables los ecos y bajos del cello mientras el piano cantaba sus melismas protagónicos, pero más aún la repartición equitativa de la dicción de los hermosos temas que cohesionan la obra.
Continuaron con Geretschlager ahora acompañando al joven violinista de origen oriental Yuuki Wong, en una inusualmente febril versión de la Sonata para violín y piano No. 3 en sol menor, de Claude Debussy, de abstractos aires hispánicos y gitanos. El mórbido sonido de Wong y el solido apoyo armónico del pianista construyeron un momento delicioso de lo que quizás era la obra más demandante del oyente que el programa contenía.
Casi sin descanso, Geretschlager la emprendió con la poderosa Sonata No. 2 en si bemol, de Sergei Rachmaninoff, de pianismo avasallante y grandes exigencias del ejecutante. Con poderosa sonoridad y valentía, el pianista sorteó triunfalmente la obra, aunque el melos del último movimiento, tan cercano al final del Concierto No. 3, se le desdibujara un poco en el brío.




Cerró la velada con la Sonata para clarinete y piano, Op. 184, de Francis Poulenc, obra que estrenaran en 1963, póstumamente, nada menos que Leonard Bernstein y Benny Goodman. Geretschlager acompañó con seguridad al clarinetista vienés Reinhard Wieser, quien desplegó todo su lirismo en la hermosa Romanza central y fue diestramente juguetón en el Très animé final.

Wieser y Geretschlager en la Sonata de Poulenc


El Festival continuó la mañana del sábado con la flauta de Luis Julio Toro, en un recital que tuvo como núcleo a Francisco de Miranda, apoyado en el trabajo realizado por él, junto a Edgardo Mondolfi y Karina Zavarce hace unos años. En ameno estilo nos leyó fragmentos del diario del prócer, nos mostró los instrumentos que como el diestro flautista que fue, pudo haber tocado o conocido, y hasta la música que ejecutaría. A su alrededor, obras para flauta más contemporáneas, piezas de Telemann, Bach, valses de Lauro, y obras de otros venezolanos, como Adina Izarra, Raimundo Pineda y Agelvis Sánchez, interpretadas con su magisterio y audacia habituales que asombran al público.

Luis Julio Toro

A las 4 pm., conocimos al Cuarteto Quo Vadis, de México, aunque formado por profesores europeos que trabajan en la Sinfónica de Yucatán. Ofrecieron lo que fue, quizás, el programa más difícil del Festival: un cuarteto de Joseph Haydn, del cual lograron un delicado adagio; un cuarteto de cuerdas de Henry Górecki, compositor polaco contemporáneo, cuya exitosa 3ª sinfonía, conoce ya varias grabaciones. La obra, siempre en el estilo insistente, cuasi obsesivo del autor, tiene momentos enérgicos y dramáticos, basada en una canción folklórica que le da título a la obra, “Ya es el atardecer”); y un cuarteto cíclico de Astor Piazzola, Tango Ballet, siempre con la seducción rítmica y magnética del ritmo argentino, que el Quo Vadis, manejó muy bien.

Cuarteto Quo Vadis




Un almuerzo navideño aderezado por el clima frío de la Colonia Tovar sirvió de interludio entre este concierto y el final de esa noche, cuando el ensamble austríaco se dividía en dos tríos para ofrecernos el Op. 99, de Franz Schubert, con Wong, Székely y Geretschlager como protagonistas, y donde violín y cello lograron un extraordinario acoplamiento produciendo frases melódicas de gran hondura, mientras que Herr Geretschlager se les quedó un poco a la zaga, sin embargo en el adagio volvieron a encontrarse para dar una lectura intensa, y culminaron con el Op. 114, de Johannes Brahms, obra infrecuente, donde el clarinete de Reinhard Wieser sustituyó al violín de Wong. La profundidad del cello de Székely hizo perfectas migas con clarinete y piano, ahora en fraseos apasionados, hasta el allegro final donde la sonoridad aumenta gradualmente y da la impresión de una sinfonía. Los solistas lograron esa contundencia acústica.

Tres jóvenes cantantes de la Compañía de Opera “Primo Casale” atentaron, con su impericia y excesiva juventud, contra el efecto dejado por los austríacos, pero en la cena, se nos recompensó un tanto, con la presentación del grupo Ellos. Son tres jóvenes tenores, emuladores del estilo del fenómeno lírico-pop de Il divo. Bellas y poderosas voces, aún un poco broncas y poco pulidas musicalmente, pero atractivas y capaces.


Una copiosa lluvia signó la mañana del domingo y bordó una atmósfera propicia para el concierto de cierre del Festival: el guitarrista venezolano Arnoldo Moreno y su hija Patricia, ambos formados en Austria, se decantaron por un repertorio jazz-pop, con algunas intervenciones de repertorio venezolano en esos estilos. Así interpretaron obras de Jobim, Powell, Kirkland, Wonder, Aldemaro Romero, Mc Comb, Evans, Sting, Karas y Otilio Galíndez, en un mood suave, sugerente, de altísima musicalidad.


Unos bocadillos, en reiterado testimonio de la adictiva gastronomía de la Colonia y del Festival, sirvieron de estribo y nos despedimos de una de las mejores ediciones de este ya entrañable Festival de Música, en estas particulares montañas venezolanas.




Patricia y Arnaldo Moreno

lunes, 26 de noviembre de 2007

GERSHWIN, A LOS 17



Einar Goyo Ponte


¿Qué hace un chamo normalmente a los 17 años? Tienen novias, son expertos en todos los tipos de Videojuegos, tienen un modelo de celular más avanzado que el de sus padres, terminan su bachillerato, coleccionan rock o reggaeton en su iPod y chatean por interminables horas en su computadora, mientras taconean con los tenis de última firma, que se ponen una y otra vez.
Pero este domingo 18 comocimos a un chamo de 17 que seguramente hará mucho de esas cosas habituales, pero además toca la Rhapsody in Blue, de George Gershwin, con la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas, en el Aula Magna. Es el joven pianista, oriundo de La Guaira, Kenny Salazar. Con él y la dirección de Rodolfo Saglimbeni, titular de la OSMC, cerró ésta su Serie Venezuela Internacional.
En cierto sentido la Rhapsody, de Gershwin, con su formato jazzístico, exigente de un pianismo extrovertido, popular en su declamación, pero de profundo dominio de la técnica del teclado, parecería una adecuada pieza para causar notable impresión en una audiencia, a esa edad aún adolescente. Y Salazar la tocó con toda la pasión y ánimo lúdico que le son propios. No irreprochablemente, por supuesto. A mi ni siquiera me gusta lo que Gabriela Montero hace con esta obra. A Kenny se le empastelaron sonidos cruciales muy temprano en la partitura. Aún le falta potencia en las octavaciones con las cuales debe retar la sonoridad de la orquesta (por cierto, hubiese sido más acertado la versión original para Jazz band, que la de full orquesta, escogida y dirigida por Saglimbeni, con una destreza ya expertísima), pero es audaz y valiente en su toque intrincado, en las digitaciones cruzadas que la pieza requiere en pasajes cumbres, y denotó personalidad en sus solos. Tras la hazaña (para su juventud lo es sin duda) se lanzó con un rag de Scott Joplin, para demostrar que la escogencia gershwiniana no era azarosa sino producto de un estilo cultivado, aunque raro en nuestros pianistas.
En la segunda parte del concierto el maestro Saglimbeni condujo una meticulosa y exuberante versión del poema sinfónico Don Juan, de Richard Strauss, narrador de una interpretación germánica y romántica del mito del burlador español, a la que el compositor da un enigmático final cercano al silencio. El director logró que sus metales no se desviaran ni una sola vez en la desafiante escritura que les propone Strauss, sobre todo a las trompas, y trabajó de manera soberbia al arpa, en una nutrida orquestación. Cerraron con Sensemaya, del mexicano Silvestre Revueltas, suerte de Consagración de la primavera en miniatura y en forma de ancestros americanos, de nuestra literatura sinfónica del siglo XX. Contrapunto y concitación rítmica fueron impecables. Sin embargo, en ambas piezas, Saglimbeni no pudo sortear la labor de un espía en sus propias filas: Francisco Rivero, el principal de los timpani, quien con su toque anémico arrebató prestancia y efecto a no pocos momentos de climax en ambas obras. El reforzamiento de la percusión en Revueltas tamizó un poco el sabotaje, pero no totalmente. Eran piezas donde extrañamente podía haber alcanzado un importante lucimiento.
Inexplicable.


Para ilustrar, les ofrecemos una versión de intérprete desconocido de la Rhapsody in blue, de Gershwin, en el control a continuación. Sólo se debe hacer click para oirla.

domingo, 18 de noviembre de 2007

RUGELES, 25 AÑOS


Durante todo este año, el maestro Alfredo Rugeles ha estado activo celebrando sus bodas de plata como músico y director. Ha dirigido dentro y fuera del país, donde se le han hecho reconocimientos y honores por sus 25 años de carrera. También este blog le ha dedicado sus espacios a tan feliz cumpleaños. Reseñamos ahora uno de sus conciertos venezolanos más recientes, el que dirigiera con la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas, en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela.

En él, este domingo 11, pudo estrenar dos obras compuestas especialmente para él: Enigmas rugelianos, del mexicano Manuel de Elías, de certera atmósfera, lograda por el sonido continuo del arpa y una mínima percusión que crea una base musical que soporta efectos acústicos, como de una ciudad bajo la lluvia. Los temas son planteados y desarrollados por las maderas y los metales mientras las cuerdas colaboran con la atmósfera acústica. Del minimalismo inicial se llega a un reforzamiento de la sonoridad sinfónica para un final casi bombástico. La otra obra fue Invención, del venezolano Federico Ruiz, obra de alto contrapunto, con huellas de formas criollas entreveradas, no obstante, en dramáticas e intrincadas derivaciones que nos recordaron a Bach, por supuesto, y al Beethoven de la Grosse fuge. Su dirección contribuyó a hacer más diáfana esta primera audición.
Entre ambas Francisco Flores se decantó por el Concierto para trompeta, de Henri Tomasi, de agradable escucha pero no muy abundante invención, salvo el intento de diálogo que ofrece en toda la obra entre el sonido franco y el de la sordina del instrumento. El diablo suelto, acompañado por Jorge Glen, al cuatro, como bis, hizo olvidar los devaneos de Tomasi, de inmediato.
Para concluir, Rugeles ofreció una casi perfecta ejecución de las dos suites de la música incidental de Peer Gynt, drama fabulesco-folklórico de Henrik Ibsen, cuya composición magistral, llena de subyugantes melodías en bandeja de una brillante orquestación, es de su paisano Edvard Grieg. Venía como anillo al dedo para el estilo analítico y de exuberancia sonora del director venezolano, quien usando un pulso exacto para las melodías nos hipnotizó con la hermosa Canción de Solveig final, dispuesta en sensible perfil diverso en cada estrofa.
¡Felices Bodas de Plata con la música, maestro!

jueves, 15 de noviembre de 2007

METTERS, AL FINAL



Einar Goyo Ponte


En el desarrollo de su Serie Venezuela Internacional, la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas, nos ofreció este domingo 4 de noviembre el primero y único de sus conciertos con batuta invitada desde el extranjero. Quienes hayan tenido la paciencia o casualidad de seguir mis crónicas, en este blog y otros diarios o revistas, desde hace ya casi 20 años, sabrán que soy un entusiasta franco e irreprimible del intercambio y permanente contacto de nuestro ambiente musical local con el universo internacional. Después de todo la experiencia, el repertorio, la tradición de enseñanza, difusión, transmisión y hasta reproducción y sistemática profesionalización del mundo musical proviene de la metrópoli. De no otra cosa que el contacto con ese bullente orbe internacional ha surgido la figura de Gustavo Dudamel, apadrinado nada menos que por Claudio Abbado y Simon Rattle, hoy compartiendo el podio con la Orquesta Simón Bolívar y la Filarmónica de Los Angeles, y en ese circuito del mundo ha logrado Abreu insertar a su hechura orquestal.
El aprendizaje y el diálogo nunca están de más. Por eso nos resulta siempre interesante ver como otros protagonistas se relacionan con nuestras sólitas instituciones. Fue el caso del director inglés Colin Metters, de importante carrera en su país, comerciándose con nuestra orquesta caraqueña y sus solistas.
Comenzó con la obertura de la ópera La flauta mágica, de Mozart. Esta pieza, que al contrario de la encantadora, a ratos casi irreal música de la ópera, se reduce a un insistente tema fugado que pareciera pertenecer al desagradable Monostatos de la historia, flanqueados por tres acordes atribuidos al simbolismo masónico, es más bien gris y aburrida. No hay batuta capaz de hacerme sentir atracción por ella.
No mejoró el ánimo la selección siguiente: el Doble concierto para violín y cello, en la menor, Op. 102, de Johannes Brahms. En crónicas anteriores he dado mi parecer sobre esta obra, quizás una de las menos logradas del alemán, por lo poco gratificante y excesivamente contenida que resulta para ambos solistas, dado el temor, frecuente, por demás, en el compositor, de desequilibrar la partitura. Así terminó dando la verdadera brillantez a la orquesta, que sonó muy noble en la mayor parte de la obra, salvo flagrantes desafinaciones en varios pasajes. Metters no pudo redimir tampoco a sus solistas, el precario Williams Naranjo y el en demasía cauteloso Germán Marcano, quienes en su dificultad por sonar solventes y libres en la ejecución dieron una lectura sosa, lenta, casi escolar y accidentada, que incluyó el arco del violín escapándose de la mano del solista. La atmósfera suave y plácida del andante central les permitió el único momento recordable de la velada.
Liberado de la obligación de proteger a sus solistas, Metters lució mucho más a sus anchas guiando a la orquesta sola en el espectacular Cuadros de una exposición, de Modest Mussorgsky, la cual casi siempre deja en claro dos cosas: la genialidad inmensa de su autor, que eternizó las impresiones de unas pinturas que ya nadie recuerda, en sus recreaciones sonoras plenas de imaginación, y el genio de Maurice Ravel, en la traslación a timbres orquestales de esta impresionante obra pianística. Metters fue consciente de esto y logró enorme variedad plástica en Gnomus e Il vecchio castello ( con ayuda invalorable del saxofonista), jugó sabiamente con crescendos y diminuendos en Bydlo, condujo brillantemente el solo de trompeta de Eduardo Manzanilla en Goldenberg y Schmuyle, recreó una atmósfera expectante y ascendente de la sombra a la luz en Catacumbas, y aportó detalles personales de ritmo a la impresionante Gran puerta de Kiev, que cierra la obra, aunque un desbalance con la percusión, esencial en este momento, debilitó un poco la contundencia y sonoridad del final.
Pero al fin pudo certificar Metters, la firmeza de su oficio.

lunes, 5 de noviembre de 2007

SAUDADE A AMBOS LADOS DEL ATLANTICO

Einar Goyo Ponte

En una ocasión excepcional, tuvimos el privilegio de atestiguar la presencia en Caracas, un día tras otro (27 y 28 de octubre de 2007), de las dos más grandes divas actuales de la música portuguesa, hoy por hoy dos de las más grandes artistas vivientes del escenario internacional: Teresa Salgueiro, la voz del extraordinario grupo Madredeus, hoy en sabático, y Dulce Pontes, renovadora del fado portugués. Fue una experiencia singular, que trataremos de relatar a continuación.
Teresa Salgueiro, acompañada del extraordinario Septeto de Joao Cristal, quiso rendir tributo, a través del repertorio de su último disco Voce e eu, lleno de canciones de Tom Jobim, Ary Barroso, Vinicius de Moraes, Chico Buarque, Dorival Caymmi y otros grandes, a la música de Brasil que marcó la segunda mitad del siglo XX. Pero su voz lustrosa, suavísima, sedosa, de escasísimo vibrato, que surte efectos hipnóticos y fascinantes envuelta en la música de Madredeus, suena de inusitada pureza e insólita musicalidad, no podía ser menos, dado su privilegiado instrumento, pero absolutamente extraña a la sensualidad, a la síncopa fluida, a la sinuosidad de esta música, cuyo ritmo es contagioso pero no invasivo, como sí se siente en los marcados acentos de la cantante y en la excesiva presencia de la percusión. Un aire estático, aséptico colma sus versiones de venenosas canciones de amor como “Triste”, “P´ra machucar meu coracao” o “Insensatez”, a las cuales, después de media hora de audición, no llega el hechizo de su voz, dando entrada a un creciente aburrimiento que se amaina un poco en su delicada “Valsinha”, la “Samba do Orfeo”, “Voce e eu” y “A banda”, o sea las selecciones movidas. De las canciones bellas me quedo con su “Risque”, que igual adolece de flexibilidad pero está muy bien expresado. Comparada con intérpretes de este repertorio como Elis Regina, Gal Costa, Joao Gilberto o los mismos Ella Fitzgerald o Sinatra, no es con él precisamente como la Salgueiro alcanzará la inmortalidad.

Otra dimensión fue la ofrecida por Dulce Pontes al día siguiente. Era su primera visita a Venezuela y una gran expectativa se sentía en la sala. La Pontes es una de esas artistas que no pueden ser apreciadas a cabalidad desde el registro de un disco. Su voz es incomparablemente más grande en volumen, gama y matices. De hecho es uno de los instrumentos más increíbles y sorprendentes que haya escuchado nunca en un teatro. Cuando uno cree que ya no hay más allá ella nos asaetea con una nota más aguda aún, más larga, más intensa. Comenzó acompañándose ella misma, sola al piano, haciéndolo además de una manera espectacular, y ya en la tercera de sus canciones, la versión de “La llorona” mexicana de Chavela Vargas, más desgarrada y lacerante que nunca, se había apoderado completamente del publico. Enseguida cedió a su repertorio más popular, aquel donde ella ha logrado repotenciar el hermoso, quejoso y profundo fado portugués con otras manifestaciones europeas hermanas de él, como las cantigas gallegas medievales, las soleás del cante jondo, cuyos quiebres y vocalizaciones extremas la Pontes intercala constantemente y la música celta, con cuya representante más exquisita, Loreena Mc Kennitt, en espectáculo, arreglos, concepto e intensidad, tiene la Pontes muchísimo en común. Es un viaje incesante a través del tiempo, siempre a ras del cante popular, en los bordes de lo folklórico y lo culto, como una juglar moderna, dueña de todos los recursos (baile, canto, poesía) para embrujar a su público, quien llegado el momento de sus esperados momentos antológicos (“Os indios do meia praia”, “Cancao del mar”, “Lágrimas” y “Ondeia”) prácticamente deliraba bailando, coreando, cantando sus melodías.
Enormes formas de la saudade y de la poesía profunda del pueblo portugués.
Escucha a Teresa Salguiero cantando su versión de "Insensatez" de Tom Jobim y asiente o disiente conmigo sobre su interpretación, y luego recuerda ese momento cumbre del concierto en el Aula Magna cuando Dulce Pontes nos regaló su "Cancao do mar", haciendo click en los posts siguientes



sábado, 3 de noviembre de 2007

CARTA ABIERTA A JOAN MANUEL SERRAT



Estimado Joan Manuel:
Un servidor, Harry Almela Sánchez, vecino de Maracay, Aragua, hijo de Blanca y de José, de profesión imprecisa, natural de Caracas, hoy viernes 12 de octubre de 2007, con la fuerza que aún me queda y para rato, a pesar de los embates de la lista Tascón y de los muchos amigos de los que me he distanciado, atentamente te expone dos puntos.
Tomando en cuenta lo que ya debes saber por vía de los diarios, en relación con lo que está pasando en esta Venezuela donde las manzanas sí huelen pero a Dinamarca, quisiera recordarte tus días remotos de Els setze jutges, de tu encierro voluntario en Monserrat en protesta por el derecho a la vida; de lo mucho que te costó renovar tu pasaporte en su momento, así como los incidentes que viviste cuando tu viaje a Chile en medio del terror de la dictadura militar. Quisiera recordarte (aunque de pronto esté de más) lo que ha costado política, social y culturalmente a España y a la Catalunya de las cuatro barras, el duro infierno que se inicia el 18 de julio de 1936 y culmina por la gracia de Dios el 20 de noviembre de 1975, manu militari de por medio. Como sabes, todavía lo andan gritando siempre que pueden y lo andan pintando por las paredes. Quisiera también anunciarte que la Tierra ya cayó en manos de unos locos con carné; que eso acá ha dejado de ser letra de canción para convertirse en tragicómica telenovela cotidiana desde hace ya demasiados años. Que en medio de la lucha asimétrica entre vaqueros del norte y del sur que también existe, resulta bochornoso verles fanfarronear a ver quién es el que la tiene más grande, y nosotros en el medio de semejante reyerta callejera. Que los que acá mandan se gastan más de lo que tienen en coleccionar espías, listas negras, camionetas Hummer y arsenales, mientras bajito cuérdica firman papélicos y lavan sus mánicos como Piláticos. Que todos los fines de semana cuentan los muérticos de los encuéntricos con la delincuencia, como si fueran los propios frivólicos y bataclánicos.
Así que si piensas venir junto a tu primo Joaquinito a cantar ambos a esta lejana tierra mía, de cambalache y siglo XXI, problemático y febril, medítalo bien. Si vienes, no te está permitido opinar acerca de nada (ni a favor ni en contra de la actual situación política del país) para mantener contentos a ambos bandos de tus seguidores. Tendrás que estar atento a las voces de la calle y no a las del diccionario oficial. Deberás también pasar por alto el acto de censura contra Alejandro Sanz, cuya música no escucho sino en las camioneticas de vez en cuando, pero cuyos derechos respaldo sin condiciones. Como bien lo sabe Joaquín, el caballo de Atila no sabe trotar sin hollar azulejos silvestres. Que no permita la Virgen que tengas el poder de pasar estas cosas por alto, independientemente que el concierto de Sanz se realice o no.
Todo esto es una gracia que espera merecer del recto proceder tuyo y de Joaquín, quienes (entiendo) no suelen llamarse a engaño por un puñado de dólares. Tú decidirás lo que esté mejor, y lo acepto. Bastante mayorcitos somos todos para suponer otra cosa.
Tengo bastante claro que está en manos de los venezolanos tomar las medidas pertinentes y llamar al orden a nuestros chapuceros de ambos bandos que lo dejan todo perdido, en nombre del personal. Que debemos hacerlo urgentemente para que no sean necesarios más héroes ni más milagros para adecentar el local.
Ya para terminar, quiero comunicarte (por si no lo sabes) que nuestro común amigo y mejor músico Henry Martínez decidió hace meses irse definitivamente del país, por esto y muchas deficiencias más, que en un anexo se especifican.

Tu fan de siempre,
Harry Almela

* Escritor venezolano. Autor de libros de poesía, narrativa y ensayos. Cantigas, Patria forajida, Instrucciones para armar el mecano, Ventana de emergencia, entre otros.

lunes, 29 de octubre de 2007

Opera en Europa





Einar Goyo Ponte


Fotografías: Einar Goyo Ponte

Marianela Rivas

Antonio Bofill

Ruth Walz

La vida ha sido generosa conmigo este año. Me ha permitido viajar dos veces a Francia en el lapso de dos meses y conocer con cierta profundidad y extensión ese país de tanta prosapia e impronta en la historia y la cultura. En el mes de agosto tuve oportunidad de conocer el sureste de esa nación. La región de Provenza, con sus campos de lavanda, sus viñedos en todos los recodos del camino, su vida serena y sencilla, sus montes exuberantes y su cultura de la tierra, paciente y confiada. Allí se tiene la impresión de que el tiempo se diluye, transcurriendo en ondas plácidas que desintegran todo ímpetu de afán y zozobra. Y eso en el privilegio soleado del verano, que te prolonga la luz del sol hasta más allá de las 9 pm hace muy fácil entender el ritmo de vida de esas gentes, tan diametralmente opuesto al de metrópolis caóticas como nuestra Caracas.

Además de esas pequeñas poblaciones vinícolas, con recuerdo especial y entrañable para Seguret, Vaison la Romaine, Rasteau y la arcádica Beaume de Venise, productora de un vino dulce de prestigio universal, visitamos Avignon, ciudad con la historia incrustada en su corazón, con el inmenso y casi laberíntico Palais des Papes, donde se condensa un capítulo importante de la historia cristiana, y su puente roto, protagonista de canciones cultas y populares, como la conocida “Sur le pont d’Avignon”; Orange, también de tiempo suspendido, pero ya no tanto sobre monumentos medievales sino alrededor de un anfiteatro de la época romana, es decir del primer siglo de nuestra era, y en el cual se lleva a cabo, al inicio del verano, el famoso festival de las Choregies d’Orange.

Antigüedad y una vida contemporánea todavía tamizada por ese relente conviven en esta pequeña ciudad. De allí dimos un salto brusco a las costas de Marsella, donde el animal urbano que guía nuestros pasos volvió a sentirse a sus anchas, pues esta ciudad costera, plena de sol y de poderosos tonos de azul, tiene más de una similitud con nuestra capital venezolana: el bullicioso tráfico automotor, las grandes avenidas, la babélica multirracialidad, lo inesperado de sus recovecos, los penetrantes olores que se van mezclando desde las dársenas del puerto con los restaurantes de comida mediterránea, el perfumado pastis, los jabones de Marsella y sus inagotables restaurantes de fast food árabe, que ellos han reducido al familiar nombre de kebabs.


La región permite infinidad de contrastes, y le abrimos la puerta a uno cuando tomamos el autobús a la muy señorial Aix-en-Provence, con su elegante Cours Mirabeau, avenida del casco histórico donde al lado de los edificios que allí se enclavan desde el siglo XVI en adelante, conviven terrazas de restaurants, tiendas y refinados buhoneros que ofrecen mercancías de raros objetos, como joyas, pedrería, perfumes, objetos de piel, alfarería, artesanía y hasta un estudio fotográfico instantáneo donde usted puede transformarse en segundos, gracias a un prodigioso baúl de teatro en un personaje romántico, féerico o del mundo aristocrático. También en Aix se lleva a cabo un prestigiosísimo festival musical, el Festival d’art lyrique al que asisten los más importantes músicos, cantantes y directores, para actuar en el Palacio del Arzobispado, en el corazón histórico y renacentista de la ciudad, donde quedamos atrapados una mañana en mitad del más sensual y envolvente mercado que haya visto jamás. Desde allí puede iniciarse el circuito que la cultura y el turismo franceses han organizado para conocer desde una óptica más doméstica y viajera a la vez, los pasos, los trazos de la vida de artistas y escritores como Cézanne, Van Gogh y Zola.

Como hicimos nosotros al continuar hacia Arles, serena ciudadela, también flanqueada por viejos edificios romanos, claustros medievales, iglesias antiguas y plazas y parques más dieciochescos, que conviven en templada armonía, en medio de un culto taurino de remotas resonancias. La infiltración de los colores vangoghianos en el paisaje de la ciudad es uno de los atractivos más seductores de estos espacios. De allí a la un poco menos agraciada Nimes, de más fuertes huellas romanas, y a la universitaria y jovial Montpellier, a la cual la luz del verano le delata los maquillajes despintados de sus antiguos edificios, sin embargo vistosos y seductores. La cercanía del mar y la presencia estudiantil le otorga un aire de provisionalidad y desenfado bien particulares a esta ciudad.





Del sol y la transparencia de la luz de ese sur que dio vida a la poesía trovadoresca y al color de los cuadros que iniciaron el impresionismo, subimos a un París de extraño verano gris, bajas temperaturas y lloviznas frecuentes, lo que no impidió para nada el encanto subyugante de esta ciudad rica de historia, de memoria casi fresca, de sabiduría libresca y callejera, de poesía rubricada, espontánea y cotidiana. París es la ciudad fascinante por excelencia. Quizás el modelo de ciudad que la cultura occidental ha intentado equilibrar desde su accidentada historia y la imaginación de sus utopías. Allí la historia se recrea o se aglomera en el pasaje de sus avenidas. Podemos atravesar desde un medioevo pío y temeroso de Dios en el radio de unas cuantas cuadras marcadas por una abadía cluniacense que reposa a la sombra de la propia universidad de La Sorbona y la conmovedora Catedral de Notre Dame, quizás la más novelesca y albergadora de historias de las iglesias de la cristiandad. El Renacimiento y el Siglo de las luces hacen las más largas avenidas con el Louvre, los Jardines de las Tullerías, el Parque de Luxemburgo y el vecino y majestuoso Palacio de Versalles, con sus magnos jardines, parterres, canales, veredas, estanques y fuentes y juegos de agua. De este lujo parte la línea que nos entronca con la historia más contemporánea, la plaza y el teatro de La Bastille, la Conciergerie, de donde partían los condenados a la guillotina, las avenidas románticas donde nacieron Victor Hugo, Stendhal, Musset, Nerval, Baudelaire, Balzac, Rodin; los cementerios donde ellos y otros ilustres reposan, el Arco de Triunfo que celebra antiguas glorias, el Montmartre de pintores y bohemios -hoy de fiestas, espectáculos sensuales, comercios sexuales-, hasta las más modernas, propias de la Belle Epoque y la modernidad: el Trocadero, la Tour Eiffel, Montparnasse y el fascinante Musée d’Orsay, que condensa la historia del movimiento pictórico que cambió el rostro del arte, para siempre. Todo eso y mucho más: gastronomía, libros, música, vinos, en muchas y diversas formas de disfrutarlos o acceder a ellos, se encuentra en París.

No obstante, para un melómano, agosto no es la mejor época para recorrer Francia. Sus grandes festivales en Avignon, Aix en Provence u Orange, acaban de terminar. Su estela aún se respiraba en las calles que atravesábamos. En Aix, la Valkiria de su primera tetralogía wagneriana con Filarmónica de Berlín y Simon Rattle incluidos; en Orange, las tiendas exhibían aún los afiches del Trovador verdiano recién protagonizado por Roberto Alagna y el Presidente Sarkozy en el público, y en Avignon las paredes daban ecos del mambo inmortal de Cachao y su banda. Allí, en el medieval Palacio de los Papas, seguían las noches musicales con clásicos y jazz todo el verano.
Por los pueblitos de la Provenza vagaban Les soirées lyriques, con intérpretes de ópera en noches de fin de semana, en el Chateau Saint Estève se elevaba el Festival Liszt en Provence. Mientras en Nimes, Marsella y Montpellier venían tras de nosotros Norah Jones y su blues, y la nórdica e impredecible Bjork. La última llegaría a París para los tres días del Rock en el Sena.
Los teatros de ópera parisinos dormían su receso hasta octubre. Palais Garnier y la Bastille aprovechaban para hacer remodelaciones (que buena falta les hacen), pero en el Parc Floral en el Bois de Boulogne se ejecutan los conciertos del Classique au vert, con música clásica al aire libre sábados y domingos e intérpretes y autores como Vivaldi, Swingle Singers, Jean Claude Malgoire, Saint-Säens, Beethoven y Nino Rota. Mientras las iglesias del centro histórico se convierten en modestos auditorios (de gran prosapia y belleza, claro) albergando músicos y voces lejanos de los circuitos del marketing musical pero eficaces en brindar al turista veladas de aceptable calidad con Las cuatro estaciones, de Vivaldi; el Stabat mater, de Pergolesi; el Réquiem, de Mozart; antologías de música sacra, audiciones de órgano (en Notre-Dame, St. Germain des Pres o Sacre Coeur) y hasta homenajes a María Callas. En Saint-Severin, a pocos metros de Notre-Dame, escuchamos al Jubilate Chamber Choir, coral inglesa, dirigida por Ian Higginson, y acompañada al órgano por Richard Lea, en un programa que comprendía obras de Tomás Luis de Victoria, Henry Purcell, Mozart, Fauré, Elgar, Rachmaninoff, Maurice Duruflé, y otros compositores contemporáneos, cantados con la proverbial concertación armónica de las corales europeas.
En la televisión francesa descubrimos a Monsieur Jean Francois Zygel, quien produce uno de los mejores programas que haya visto nunca: La lecon de musique, donde en poco más de una hora de transmisión, el pianista y docente, a través de un programa monográfico (ví los dedicados al piano y a la danza), con invitados traídos de otras áreas artísticas, como escritores, pintores o actores, hace un amenísimo recorrido por los desarrollos históricos de sus temas, por las obras y compositores más destacados de sus respectivos géneros y hace inesperadas asociaciones entre ellas, la literatura, el teatro y otras artes. Lo transmite Radio France 2 los viernes en la noche.

A cumplir compromisos universitarios retorné a Francia a inicios de octubre, pero ahora sí quise aprovechar las recién reiniciadas temporadas musicales de las capitales europeas. Y así, después de tener que renunciar a un Bajazet, de Antonio Vivaldi, ópera rescatada de las lagunas del tiempo por Fabio Biondi y su Europa Galante, en el teatro Malibrán de Venecia, por imposibilidad de conciliar calendarios, decidimos asistir a soplar las velitas de la torta del décimo cumpleaños de la reapertura del Teatro Real de Madrid, después de una atribulada historia de reparaciones e indecisiones administrativas que en algún momento hicieron pensar de forma pesimista a los madrileños. Por fortuna, hoy la historia es muy otra. Ha sido una década en la cual la capital española se ha puesto a la altura de sus pares europeas. Numerosos montajes de trascendencia internacional se han producido allí, y el trabajo de formación a su público ha dado sus frutos. Hay programas que atienden a los niños y los ponen en contacto tempranamente con el arte lírico y la música académica, los hay de docencia y difusión, con empleo de técnicas audiovisuales, ciclos de cine y proyecciones de ópera, los programas de mano incluyen textos para el neófito y los jóvenes, ilustrados a todo color y propuestas atractivas, lo cual ha redundado en que las presentaciones del Real son casi siempre rebasadas por encima del 90 % de su aforo. Sólo por hablar de esta temporada recién inaugurada se ofrece el rescate de una ópera del español Vicente Martín y Soler, Il burbero di buon cuore (noviembre), con los mejores cantantes españoles del momento, una nueva producción del Tancredi, de Rossini (diciembre), con Daniela Barcellona alternando en el protagonista, Patricia Ciofi y Mariola Cantarero como Amenaide; un Tristán e Isolda, desde el Teatro San Carlos de Nápoles (enero 2008), con la Isolda de Waltraud Meier; una nueva producción de La Gioconda, de Ponchielli, con Violeta Urmana en el rol titular (febrero); Plácido Domingo en el Tamerlano, de Haendel, con puesta en escena del polémico Graham Vick (marzo); Claudio Abbado dirigiendo una nueva producción de Fidelio, de Beethoven (abril); el especialista barroco William Christie en otra nueva producción del Orfeo de Claudio Monteverdi (mayo). Obras de Britten, Kràsa y Rossini (el hermoso Barbero de Sevilla de Emilio Sagi) conforman el Proyecto Pedagógico y Programa joven del Teatro. Y en el ámbito de los recitales la sala madrileña acogerá entre noviembre 2007 y junio del próximo año a la destellante soprano francesa Natalie Dessay junto al barítono compatriota Laurent Naouri, a la soprano Inva Mula, al gran tenor marsellés Roberto Alagna y a la sensacional Cecilia Bartoli, quien abre estos fuegos el viernes 2 de noviembre.

Con la presencia de Su majestad la Reina Doña Sofía asistimos al Concierto Aniversario el 11 de octubre. En feliz coincidencia se celebraba también el 110 aniversario del prestigioso Orfeón Donostiarra, una de las mejores agrupaciones corales del mundo. Llevaba la batuta el director musical del Teatro, Maestro Jesús López Cobos, hoy por hoy, el más importante conductor de España. El programa se decantaba por lo religioso, al ofrecer dos (Stabat Mater y Te Deum) de las Quattro pezzi sacri, de Giuseppe Verdi, extrañísimas obras de un hombre ya en el invierno de su vida, después de su última ópera, confeso agnóstico, llenas de profundidad espiritual, no exenta de dramatismo, como pudo sentirse en la evocación de su Otello, en el Stabat Mater; y la gran obra sinfónico-vocal-coral del mismo título, de Gioacchino Rossini, que a éste le encargara un prelado español, y que el compositor no concluyera sino un tal Tadolini. La obra se estrenaría al fin el Viernes Santo de 1833 en la capilla de San Felipe El Real, de Madrid.
López Cobos sacó de sus coros lo mejor de sí en las páginas verdianas, e intentó hacerlo igual de su Orquesta Sinfónica de Madrid (la titular del Teatro Real), al reproducir las onomatopeyas de las cuerdas infernales y los sonidos del Paraíso, en el Stabat Mater, pero en el final del Te Deum, tras lograr un espectacular crescendo dramático, coronado por las frases solistas de la soprano y los pianissimi súbitos que requirió del coro en comprometido tesitura aguda, no pudo evitar que el morendo de los violines se le moviera de afinación.
En el Stabat Mater rossiniano contó con un sólido cuarteto vocal: la soprano Carmela Remigio, de canto elegante y mórbido, que sin embargo dio sus mejores frutos en las armonías logradas con la mezzosoprano Silvia Tro, de lujoso instrumento, en los dúos y pasajes concertantes, como por ejemplo en el brillante cuarteto del Sancta mater, uno de los momentos antológicos de la velada; el tenor Antonio Siragusa, de valiente estilismo, quien coronó con solvencia el terrible sobreagudo del Cujus animan, y el bajo Marco Vinco, de aterciopelada voz, pero que se resintió de brillo al final de su exigente aria Pro peccatis, con coro incluido. Los mejores momentos los consiguió López Cobos de los pasajes a capella del coro, el Eja mater, fons amoris y el Quando corpus morietur, por los matices cercanos a lo increíble que sacó del justamente célebre Orfeón Donostiarra. Lástima que en el trepidante final las cuerdas de la orquesta volvieran a acusar signos de debilidad y se perdiera la consistencia de la concertación hasta entonces dominada por su batuta.


Al día siguiente, fuimos a presenciar una de las óperas más difíciles del repertorio: Boris Godunov, de Modest Mussorgsky, drama sobre el poder, la culpa y la insondable alma rusa, basada en la obra de Alexandre Pushkin. Más ardua aún en la versión original del compositor, sin los destellos orquestales de la versión “arreglada” por Rimsky-Korsakov, ni el sensual acto polaco, rayo de luz entre las espesas tinieblas del canto de los bajos que dominan la partitura. Pero nos mantuvo en tensión la extraordinaria actuación del bajo americano Samuel Ramey, recordado en Caracas por un imponente concierto en 1991, como el zar que no puede con su conciencia. La belleza de su timbre, su canto elegante unido a una actuación de alta calidad, sin aspavientos ni patetismos, sino más bien íntima, de hondura psicológica lograda además dentro de la propia y difícil línea de canto. A su lado destacaron el bajo ruso Anatoli Kotscherga, como el monje Pimen, el intrigante Shuiski , el falso Dmitri y el iuródivi o inocente de los tenores Stephan Rügamer, Vsevolod Grivnov y Dmitri Voropaev. La puesta en escena de Klaus Michael Grüber y Eduardo Arroyo apuesta por la modernidad de la obra trasladando al irredento pueblo ruso a una imaginería que nos recuerda más a los refugiados de guerras balcánicas o inmigrantes desesperados, y a pesar de lo minimalista de la escenografía, incluye una serie de símbolos más o menos inmediatos que mezclan religión, poder y algunas otras cosas enigmáticas, pero su mayor fuerza es el trabajo con las masas corales). Musicalmente apreciamos otro estupendo trabajo de López Cobos en el podio con colores y dramatismos absolutamente acordes con la atmósfera de la ópera.

El sábado 13 nos fuimos a Barcelona para llegar apenas a ver Andrea Chénier, en el Teatre del Liceu, espectacular título de Umberto Giordano, con el estupendo libreto de Luigi Illica, sobre la manera como la Revolución Francesa, olvidada de su génesis, se devoró moralmente a sí misma, y empezó ciegamente a perseguir, a declarar traidores a la patria y antirrevolucionarios a sus propios padres e hijos, y a pasarlos a la guillotina. El iluminador programa de mano del teatro nos recuerda que el poeta Chénier fue decapitado tres meses después de Danton, apenas tres días antes que Robespierre, quien enviara al patíbulo a éste, y a menos de un año antes de que su propio verdugo, Fouquier-Tinville, corriera la misma suerte. Por ello, la puesta en escena de Philippe Arlaud se erige sobre la estrategia del instrumento del Dr. Guillotin: su sonido metálico que cierra cada acto, el telón cortado en forma transversal y que se cierra evocando la forma de la cuchilla, y entre el acto I y II unas obsesivas (y excesivas) proyecciones del fatídico aparato reproduciéndose interminablemente. No hay, sin embargo, ningún trabajo especial con los personajes principales, quienes más allá de sus destacadas intervenciones vocales no poseen más signos particulares, y aquí no lo ayuda el esquemático vestuario de Andrea Uhmann. Chénier asume su tópico de poeta, con su librito o cuaderno en la mano, la escena del intento de estupro de Gerard contra Magdalena está tratada con un poquito más de crudeza y la heroína comienza su espectacular “La mamma morta” tirada en el suelo, pero de resto es la forma convencional de un Andrea Chénier. Salvo en el ataque final de los menesterosos a los nobles en la mansión de los Coigny y en la escena final de la ópera, de la que ya hablaremos, con calculados pero eficaces efectos escénicos.

Andrea Chénier necesita un reparto gigantesco (son 16 personajes, sin contar los figurantes) comandado por tres voces de titánicas dimensiones, sobre todo por el brillo de las orquestas modernas. Sólo obtuvimos dos: la soprano Daniela Dessi, dueña absoluta del llamado estilo verista, posado sobre un canto central, de frases de inaudito arranque e intensidad y líneas suspendidas sobre las tesituras más arduas, cantó además desgarradoramente “La mamma morta”, aria de difícil supervivencia, tanto para intérprete como para oyente, tal es su intensidad, y aunque su registro agudo no está en las mejores condiciones, se enfrentó con valentía al acerado acto final; el otro cantante fue su esposo, Fabio Armiliato, Radamés de Aida y Don José en Carmen, en el TTC-1992, su línea de color de canto es un tanto dispareja, pero sus arrestos tenoriles y notas climax fueron impresionantes por lo generosos y timbrados. El dúo final, coronado por el hermoso efecto de Philippe Arlaud, quien llena repentinamente el escenario de cadáveres, a los cuales se unen de inmediato la pareja de amantes condenados, que se desploman sobre aquellos, mientras de inmediato vienen tres niños, reunidos de distintas escenas previas del montaje, portando el tricolor francés en medio de una luz cegadora desde el fondo del escenario, se convierte en una de las cosas más emocionantes que he visto en un teatro de ópera. Por desgracia el Gerard de voz velada y bronca del barítono Anthony Michaels-Moore, de escasos matices no llegó nunca a estas alturas. Viórica Cortez, diva mezzosopranil adorada en la Caracas de mediados de los 70, encarnó a la Condesa de Coigny y a la vieja Madelón con nobleza y autoridad. La dirección de Pinchas Steinberg dio un piso sonoro y armónico ideal para el despliegue de las voces, en las cuales Giordano confió la emotividad de su obra. Siempre aliado de los cantantes, modificó matices y dinámicas constantemente para su lucimiento.

Al salir de la función pudimos contemplar la hermosa exposición L’encis de la dona (El encanto de la mujer) constituida por cuadros alusivos a la música, al teatro, a la ópera, pero siempre con el objeto obsesivo de la pintura de Ramón Casas, el artista catalán honrado en la muestra: la figura femenina en los gloriosos años de La Belle époque. Son lienzos muy sensuales, maravillosamente conservados que las representan en poses provocativas, domésticas y elegantes. Cada cuadro viene adherido a un epígrafe tomado de diversas óperas desde Verdi o Gounod hasta Britten y Henze, que ilustran magníficamente el origen de los cuadros y su colgado en la Saló dels Miralls del Liceu.
Un plácido domingo en Barcelona preludió un viaje en tren nocturno hasta París, revolucionada por la semana final de la Copa del Mundo de Rugby. Mi destino final era la ciudad de Poitiers, hacia el suroeste del país, cerca de Burdeos, pero la noche del 15 de octubre tenía una vieja cita acordada en la Ciudad Luz con Mademoiselle Violetta Valéry, mejor conocida como Marie Alphonse Duplessis o Margarita Gautier, es decir, La Dama de las Camelias, que traducida al lenguaje operístico por Verdi es La traviata.

Pero uno puede perder compostura y cortesía masculina si la cita es en el Palais Garnier, el teatro nuclear de la Opera Nacional de París. Qué joya de edificio. Su fachada portentosa, aún en octubre sin terminar de restaurar, pero con sus columnas, ventanales y cúpulas deslumbrantes, el alucinante mármol de sus escaleras, mostradores, paredes en sus pórticos, pasillos y foyeres, los frescos del techo, las espectaculares arañas de luz, las estatuas doradas, los relojes antiguos, las vasijas de lujosa porcelana, los balcones que te dan privilegiada vista de la Avenue de l’Opera con el propio Louvre al fondo, y ya en la sala, fascinado por los oros y carmesíes de los terciopelos y la elegancia de los palcos, tardas un poco en subir la mirada y maravillarte con el techo pintado por Marc Chagall, alrededor de la portentosa lámpara de araña que ilumina la sala. Arrobado aún sentí los sones del entrañable preludio de Traviata, que me trae memorias igualmente intensas, pues esta fue la primera ópera que viera alguna vez en Europa, en la Arena de Verona, hacía ya seis años.

Lo que vi fue una de las puestas en escena teatrales (y no exclusivamente de ópera) más inquietantes y desoladoras que he visto. Pensada hasta el mínimo detalle, cargada de referencias y simbolismos a nuestra contemporaneidad y cultura, esta Traviata de Christoph Marthaler es una reflexión sobre la figura arquetipal de la diva, la mujer ídolo, pero en el descarnado marco de la mujer objeto, de la perdida de intimidad, de la comercialización de su imagen y de su casi invariable destino trágico, con contundentes alusiones a divas tan disímiles, no obstante emparentadas por su desenlace fatal y su dolorosa soledad, como Marilyn Monroe, María Callas (culpable primera de esta visión moderna del personaje de Violetta), Edith Piaf, Bette Davis, Joan Crawford, Gloria Swanson y Diana de Gales.
Los decorados despiadados de Anna Viebrock nos ubican en un espacio que es a la vez los bastidores de un teatro como su pabellón de guardarropa. Allí tiene lugar la fiesta que Violetta da esa noche y donde conocerá a Alfredo. Sin embargo, Violetta es tan sorprendida como nosotros de la llegada de sus invitados. Desaliñadamente vestida de negro, luce una crespa cabellera roja cortada casi varonilmente, que enseguida remite a la apariencia de Edith Piaf, y su porte es innegablemente el de alguien enfermo. La corte de admiradores representa una fiesta del jet set mediático actual, pero hay algo minado, infeccioso en su demorar. Caminan lentos y sus rostros inexpresivos cantan la música de los coros con ostentoso fastidio. Me recordaron a aquellas masas corales de La clase muerta, de Tadeusz Kantor, denunciadoras de esas células parásitas ya moribundas de la sociedad moderna. No menos opresivos y feroces son los “amigos” de Violetta: el agresivo y hastiado Gastone, la ridícula y negada a envejecer a fuerza de silicón y botox Flora y el enorme, de iconicidad refleja de Aristóteles Onassis, Barone Douphol. Un torpe encargado de la ropa, propenso a la bebida y una cortesana debutante pero ya sumergida en el sopor de la droga agregan un humor ácido, pero nada concesivo ni relajador a la representación. La torpeza y cierta frialdad signan el encuentro entre Alfredo y Violetta. No hay pasión ni calor en el “Libiamo” ni en “Un di felice”. El es demasiado inexperto y ella harto curtida en avatares sexuales para ceder a la ilusión amorosa. Cuando Violetta se queda sola en aquel trasero de teatro y canta su “ah, fors’é lui”, hay momentos en que la iluminación se hace cenital sobre ella y tenemos una epifanía fantasmagórica de la Piaf en mitad de su “Padam, Padam” o “La foule”, quizás, sobre la patética música verdiana. Mientras en el lejano escenario, al fondo, Alfredo canta desde una dimensión irreal su “Ah, quel’amor ch’é palpito”.
El segundo acto es la misma escena, con una silla de extensión; el escenario, un poco más cercano, sirve de taller de planchado a la Annina, extraña simbiosis entre Greta Garbo anciana y la repugnante Elsa Maxwell, enemiga-enamorada de la Callas, y al chico del Vestier ahora frustrado mecánico de una podadora, que no logra arreglar en todo el acto. Un aire proveniente de filmes como All about Eve, con Bette Davis, Intermezzo, con Joan Crawford o Sunset Boulevard, con Gloria Swanson, densos tratados sobre la fama y el estrellato, invade el imaginario. Violetta en pantalones cortos recibe la ominosa visita de Germont y vuelve a su condición de enferma, martirizada por unos tacones altísimos que se calza. La sequedad de un mundo donde los sentimientos no importan sigue gobernando la atmósfera de la ópera. El segundo cuadro del Acto III exaspera hasta el delirio los signos del primero. Los bailes de toreadores y gitanos son impúdicos, depravados, pero inoculados de un hastío mortal fruto de la reiteración. Tics espasmódicos, la cortesana debutante del Acto I viene a ofrecerse lastimosamente desnuda bajo un sobretodo de piel, mientras que otra seduce a un noble. Ambos copulan en mitad de la fiesta, pero en el concertante final, después de que Alfredo ha arrojado los billetes e insultado a Violetta, se asquean de si mismos, se separan patéticamente, se conduelen mutuamente y los espectadores comprendemos que son dobles, desdichados y no redimidos por la música, de la pareja protagonista.
En el acto final el escenario está al fin en el centro. Sobre él está el lecho de moribunda de Violetta. Bajo él, el foso al que Violetta se moverá y donde terminará muriendo, está cuajado de ramos de flores dejados allí por sus cultores y fans en la misma disposición en que lo hicieron frente al Palacio de Buckingham hace diez años y lo siguen haciendo en Pont de l’Alma, en París, con Lady Di. La traviata moribunda pateará las flores en último e inútil amago de rebeldía contra su inminente destino de soledad y muerte. Todos los personajes que asisten en este acto permanecen encaramados en la tarima mientras ella muere sola, entre sus flores, abajo, en ese foso.

Lástima que todo este espectáculo lacerante no estuviera sostenido por un reparto vocal más coherente con la contundencia escénica (por desgracia los castings de los teatros y los registas a veces prefieren este expediente, por no arriesgar prestigios del star system). Christine Schäfer, la Violetta de nuestra función, no tiene ni tendrá jamás la voz y el metal verdiano para abordar este difícil papel, ligero en su inicio, dramático en su desarrollo. Su canto no exento de belleza, pero debil, inestable, conviene a las intenciones de Marthaler pero no a los requerimientos de la partitura. Sin embargo Schäfer diseña un estremecedor “Addio del passato”. Su Alfredo, el tenor Stefano Secco posee una hermosa voz y ardor impetuoso, pero aún falto de madurez vocal y escénica. El gran dolor de la velada fue la lastimosa prestación de la sombra de José Van Dam, como Germont padre, sin legato, a voz en grito y despojado de la soberbia elegancia que caracterizó su canto desde los años 70. Notables escénicamente Michèle Lagrange (Annina), Ales Briscein (Gastone), Michael Druiett (Douphol) y Helene Schneidermann (Flora). Estupendo, por las exigencias vocales y dramáticas que la puesta demanda de ellos, el Coro de la Opera nacional de París, así como la suntuosa orquesta dirigida por Daniel Oren, en una apasionada, analítica y hasta poética lectura (memorable el pathos del preludio del Acto III) de la partitura verdiana.
Así concluyó este privilegiado periplo por tres capitales europeas de la ópera. Remotos placeres que sin embargo nos convencen de la buena salud que ese tan cacareado cadáver del teatro lírico aún ostenta por todo el planeta.

lunes, 22 de octubre de 2007

EL PAIS ALDEMARO



Einar Goyo Ponte

Comienzo esta crónica declarándome inhabilitado para escribirla objetivamente. ¿Cómo reseñar este concierto-homenaje al Maestro Aldemaro Romero rigurosamente si desde su primera nota se me prendió un nudo en la garganta, que en la segunda parte devino incesante anegado de las pupilas? Demasiada concitación de emociones. La más intensa fue la de experimentar la repentina sensación de desahucio, dada la reciente partida de Aldemaro, de esta música tantas veces celebrada en este mismo Teatro Teresa Carreño, en tantas salas y espacios de nuestro país, y en otras latitudes, ahora sola. La figura del hombre, a veces sentado al lado en el mismo auditorio, encaramado al podio, o al piano, ya no estaba con su presencia familiar, pero de inmediato apareció su aún más intensa contrapartida: en la conexión invisible del sonido, entre ejecutantes y público, en el crescendo emotivo que iba contagiándose de asiento en asiento, adquirimos gozosa conciencia de que su música ya pertenecía a la inmortalidad porque en la melodía de la Fuga con pajarillo o De repente, todos anclábamos en un país sonoro y luminoso inalienable. Esa nueva reverberancia hace al Maestro Romero más presente, más sorprendente, más entrañable, más compañero definitivo de nuestra vida. Para los venezolanos nacidos entre los años 50 del siglo XX y los primeros noventa ya será muy difícil volver a escuchar De conde a principal o Toma lo que te ofrecí sin una lágrima atorada entre el ojo y el corazón. Una apabullante mezcla de orgullo y emoción me invadió cuando mi hijo Rodrigo, de 13 años, tarareaba y reconocía las melodías de Aldemaro.
Casi resulta ocioso referir otra cosa, repetir ese inventario de términos y adjetivos que habitualmente dispongo para ayudar a comprender a mis lectores el fenómeno de lo intangible, que en esencia es el acto musical (de allí el nombre de esta columna). Es secundario, por ejemplo, relatar la exactitud y la proverbial riqueza tímbrica que el Maestro Alfredo Rugeles exprimió de su Sinfónica Simón Bolívar en la Tocata bachiana y gran pajarillo aldemaroso inicial, de la elevación del merengue a estadios clásicos que propiciaron con Leonardo Dean en El bajonazo, para fagote y orquesta, a pesar del cierto desvío de su cadencia; del impulso melódico de la Suite Onda Nueva, gran antología popular del Maestro, con un irreprochable solo de piano en “El negro José”. Prefiero referir lo que ocurría soterradamente. Escuchaba a María Teresa Chacín, primero mínima de voz, después inmensa, a partir de la increíble corona de "Así eres tú", en el resto del concierto, y como en una ceremonia proustiana me ví de nuevo enamorado de mi novia a los 17 años, a quien le celaba aquel disco suyo con Aldemaro grabado en Londres, y con el cual me enamoraba; mi primo regresó de Italia en el “Sueño de una niña grande”, que pronto se aprenderá mi hija Victoria; volví a habitar mi cuarto de adolescente guarecido por los arreglos vocales de Alí Agüero en el disco de Los cuñaos; ví de nuevo "De conde a principal" en la pantalla de RCTV como spot de los Cuentos de Rómulo Gallegos, y en "El catire", con su trepidante ritmo, al propio Aldemaro que nos decía: “es la mejor de mis canciones”. ¿Cómo despedirnos de algo tan amarrado al propio calendario de nuestras vidas?
He ahí la materia de su música inextinguible.

Les proponemos dos audiciones que complementen este texto. Primero "Dama Antañona", vals de Francisco de Paula Aguirre, proveniente de aquel disco pionero Dinner in Caracas, y que constituye una muestra invalorable de su genio como arreglista, y luego su "Carretera" en versión Onda Nueva, con el mismo al teclado de un singular clavecín, cuyo sonido por unos años, allá por los 70, lo obsesionó.