Einar Goyo Ponte
En el desarrollo de su Serie Venezuela Internacional, la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas, nos ofreció este domingo 4 de noviembre el primero y único de sus conciertos con batuta invitada desde el extranjero. Quienes hayan tenido la paciencia o casualidad de seguir mis crónicas, en este blog y otros diarios o revistas, desde hace ya casi 20 años, sabrán que soy un entusiasta franco e irreprimible del intercambio y permanente contacto de nuestro ambiente musical local con el universo internacional. Después de todo la experiencia, el repertorio, la tradición de enseñanza, difusión, transmisión y hasta reproducción y sistemática profesionalización del mundo musical proviene de la metrópoli. De no otra cosa que el contacto con ese bullente orbe internacional ha surgido la figura de Gustavo Dudamel, apadrinado nada menos que por Claudio Abbado y Simon Rattle, hoy compartiendo el podio con la Orquesta Simón Bolívar y la Filarmónica de Los Angeles, y en ese circuito del mundo ha logrado Abreu insertar a su hechura orquestal.
El aprendizaje y el diálogo nunca están de más. Por eso nos resulta siempre interesante ver como otros protagonistas se relacionan con nuestras sólitas instituciones. Fue el caso del director inglés Colin Metters, de importante carrera en su país, comerciándose con nuestra orquesta caraqueña y sus solistas.
Comenzó con la obertura de la ópera La flauta mágica, de Mozart. Esta pieza, que al contrario de la encantadora, a ratos casi irreal música de la ópera, se reduce a un insistente tema fugado que pareciera pertenecer al desagradable Monostatos de la historia, flanqueados por tres acordes atribuidos al simbolismo masónico, es más bien gris y aburrida. No hay batuta capaz de hacerme sentir atracción por ella.
No mejoró el ánimo la selección siguiente: el Doble concierto para violín y cello, en la menor, Op. 102, de Johannes Brahms. En crónicas anteriores he dado mi parecer sobre esta obra, quizás una de las menos logradas del alemán, por lo poco gratificante y excesivamente contenida que resulta para ambos solistas, dado el temor, frecuente, por demás, en el compositor, de desequilibrar la partitura. Así terminó dando la verdadera brillantez a la orquesta, que sonó muy noble en la mayor parte de la obra, salvo flagrantes desafinaciones en varios pasajes. Metters no pudo redimir tampoco a sus solistas, el precario Williams Naranjo y el en demasía cauteloso Germán Marcano, quienes en su dificultad por sonar solventes y libres en la ejecución dieron una lectura sosa, lenta, casi escolar y accidentada, que incluyó el arco del violín escapándose de la mano del solista. La atmósfera suave y plácida del andante central les permitió el único momento recordable de la velada.
Liberado de la obligación de proteger a sus solistas, Metters lució mucho más a sus anchas guiando a la orquesta sola en el espectacular Cuadros de una exposición, de Modest Mussorgsky, la cual casi siempre deja en claro dos cosas: la genialidad inmensa de su autor, que eternizó las impresiones de unas pinturas que ya nadie recuerda, en sus recreaciones sonoras plenas de imaginación, y el genio de Maurice Ravel, en la traslación a timbres orquestales de esta impresionante obra pianística. Metters fue consciente de esto y logró enorme variedad plástica en Gnomus e Il vecchio castello ( con ayuda invalorable del saxofonista), jugó sabiamente con crescendos y diminuendos en Bydlo, condujo brillantemente el solo de trompeta de Eduardo Manzanilla en Goldenberg y Schmuyle, recreó una atmósfera expectante y ascendente de la sombra a la luz en Catacumbas, y aportó detalles personales de ritmo a la impresionante Gran puerta de Kiev, que cierra la obra, aunque un desbalance con la percusión, esencial en este momento, debilitó un poco la contundencia y sonoridad del final.
Pero al fin pudo certificar Metters, la firmeza de su oficio.
El aprendizaje y el diálogo nunca están de más. Por eso nos resulta siempre interesante ver como otros protagonistas se relacionan con nuestras sólitas instituciones. Fue el caso del director inglés Colin Metters, de importante carrera en su país, comerciándose con nuestra orquesta caraqueña y sus solistas.
Comenzó con la obertura de la ópera La flauta mágica, de Mozart. Esta pieza, que al contrario de la encantadora, a ratos casi irreal música de la ópera, se reduce a un insistente tema fugado que pareciera pertenecer al desagradable Monostatos de la historia, flanqueados por tres acordes atribuidos al simbolismo masónico, es más bien gris y aburrida. No hay batuta capaz de hacerme sentir atracción por ella.
No mejoró el ánimo la selección siguiente: el Doble concierto para violín y cello, en la menor, Op. 102, de Johannes Brahms. En crónicas anteriores he dado mi parecer sobre esta obra, quizás una de las menos logradas del alemán, por lo poco gratificante y excesivamente contenida que resulta para ambos solistas, dado el temor, frecuente, por demás, en el compositor, de desequilibrar la partitura. Así terminó dando la verdadera brillantez a la orquesta, que sonó muy noble en la mayor parte de la obra, salvo flagrantes desafinaciones en varios pasajes. Metters no pudo redimir tampoco a sus solistas, el precario Williams Naranjo y el en demasía cauteloso Germán Marcano, quienes en su dificultad por sonar solventes y libres en la ejecución dieron una lectura sosa, lenta, casi escolar y accidentada, que incluyó el arco del violín escapándose de la mano del solista. La atmósfera suave y plácida del andante central les permitió el único momento recordable de la velada.
Liberado de la obligación de proteger a sus solistas, Metters lució mucho más a sus anchas guiando a la orquesta sola en el espectacular Cuadros de una exposición, de Modest Mussorgsky, la cual casi siempre deja en claro dos cosas: la genialidad inmensa de su autor, que eternizó las impresiones de unas pinturas que ya nadie recuerda, en sus recreaciones sonoras plenas de imaginación, y el genio de Maurice Ravel, en la traslación a timbres orquestales de esta impresionante obra pianística. Metters fue consciente de esto y logró enorme variedad plástica en Gnomus e Il vecchio castello ( con ayuda invalorable del saxofonista), jugó sabiamente con crescendos y diminuendos en Bydlo, condujo brillantemente el solo de trompeta de Eduardo Manzanilla en Goldenberg y Schmuyle, recreó una atmósfera expectante y ascendente de la sombra a la luz en Catacumbas, y aportó detalles personales de ritmo a la impresionante Gran puerta de Kiev, que cierra la obra, aunque un desbalance con la percusión, esencial en este momento, debilitó un poco la contundencia y sonoridad del final.
Pero al fin pudo certificar Metters, la firmeza de su oficio.
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