jueves, 29 de marzo de 2012

UN VIEJO Y FALLIDO BOLIVAR

Foto Clarisse Lavaure
Einar Goyo Ponte

Una marca de añoranza y desarraigo habita en la gestación de la ópera Bolívar, de Darius Milhaud, desde el origen mismo del texto. Jules Supervielle -de quien cuentan sentía una fascinación por el personaje (no una pasión, pues los descuidos y carencias de su invención no concuerdan con el concepto), la cual no llegó nunca sin embargo a estimularle una verdadera inquietud por investigarlo, como se demostrará en breve-, era francés, nacido en Uruguay. En su mestizaje habría querido, presumiblemente, recuperar raíces al tratar dramáticamente al personaje del Libertador, sobre todo en una época marcada por los nacionalismos musicales en América.

Una vena similar podría percibirse en Milhaud: agregado cultural de su país en Brasil durante un par de años, dejó que su música se llenara de los choros y sambas de ese país. Alejado de él, y en estadía en EEUU, mientras concluye la Segunda Guerra Mundial, durante la cual París padecía la bota nazi, podríamos imaginar a un compositor atraído por el Bolívar de Supervielle, que le permitiría reconectarse con Suramérica, y de manera indirecta con su propio país, sometido y privado de libertad. De todas estas añoranzas habría surgido la empresa de producir la ópera Bolívar.

Infortunadamente las obras maestras requieren mucho más que añoranza para llegar a serlo. Y esto creo es la sensación que nos deja la reposición (más bien estreno, al menos de su original en francés, en Venezuela) de esta obra, estrenada hace ya más de 60 años. Y es que el tiempo nunca pasa en vano: Algunas cosas envejecen mejor que otras, algunas hasta tienen la suerte de encontrar en el futuro al público y la recepción feliz que les fuera negada en su momento. No es, me temo, el caso de la ópera de Milhaud.

Ni a ello contribuyó la deficiente puesta en escena de Diana y Atahualpa Lichy, con un producto que parecía haber sido la tentativa de distintas ideas, ninguna de ellas conseguida ni consumada, entre otras cosas por un presupuesto a todas luces insuficiente para aproximarse a sus anhelos.

El cortocircuito, sin embargo, es primordial: está en el difícil libreto de Madeleine Milhaud, basado en el texto teatral de Supervielle, ambos episódicos e incoherentes, y en los cuales sus autores ambicionaron dar una semblanza del héroe venezolano, sin demasiada continuidad ni curva dramática. En un momento vemos a Bolívar amando y perdiendo a María Teresa, en el próximo liberando esclavos y enfrentándose a los comisarios reales españoles, al siguiente intenta dar la célebre arenga del terremoto de 1812, enseguida conoce a Manuela Sáenz en Caracas en 1813, recién llegado de la Campaña Admirable; en nuevo acto la deja sola a merced de Boves. En el próximo lo vemos ya atravesando el paso de Los Andes, con Manuela a su lado, lo cual desemboca en la fundación de Bolivia y en la oferta de una corona americana. Luego atentan contra él, luego Manuela desaparece misteriosamente y Bolívar muere íngrimo, consolado por el espectro de su esposa.

No nos detendremos ahora en todo lo que falta de la vida de Bolívar y que hubiera podido ser perfectamente “operizable”, al tiempo de poder construir un personaje más acorde con su referente histórico. La Ópera, en tanto género, casi nunca cumple con estatutos de historicidad. Pero sí vale destacar ciertos elementos que conspiran contra lo dramático, elemento indispensable en una obra lírica.

Bolívar en su hacienda de San Mateo tiene dos esclavos negros que van a acompañarlo durante casi toda la ópera, Nicanor y Precipitación -esta última, posible residuo de la Negra Hipolita o Matea-. La inclusión de Nicanor es más extraña. Además de lo improbable de su compañía a través de los 22 años que duró la aventura bolivariana. Este personaje viene a usurpar, en la escena del atentado, el lugar que hubiera podido ocupar más honrosa y dramáticamente, el Mariscal Sucre, en tanto amigo fiel del Libertador, o el histórico legionario inglés Fergusson, realmente muerto en el avatar. Sin embargo, la idea del amigo constante de Bolívar se acercaría más a Sucre, que a este difícil Nicanor, incluido un poco neocolonialmente, como elemento de riguroso color local para una obra latinoamericana, de cuño nuevomundista y pintoresco, muy fresco en 1950 y aún no abolido en 2012.

El otro gigantesco desatino del libreto es el destino de Manuela Sáenz. De nuevo, no me preocupa aquí su aparición anacrónica en 1812, sino su arco dramático, el cual se disuelve inmerecidamente después de ser la pareja dramática y vocal de Bolívar, de padecer el también incongruente avatar de la tortura a manos de Boves (episodio absolutamente inconexo en la ópera, que aquí sólo adquiere validación artística por el certeramente agresivo trabajo de la coreografía de Luz Urdaneta), y de alcanzar con el héroe las escasas cumbres que el drama permite. Manuela desaparece inexplicablemente y en la escena final vuelve un fantasma a consolar y redimir a Bolívar en su lecho de muerte, y un héroe ingrato y desmemoriado vuelve a amar a su María Teresa incorpórea y añorar su juventud, como si lo vivido con Manuela nunca hubiese ocurrido o fuese un sueño (¡hay que ver las implicaciones ideológicas que esta descabellada idea de Supervielle y Milhaud plantea!).

Sobre este puñado de incoherencias, montar una puesta en escena plausible es tarea harto ardua, y lamentablemente Diana y Atahualpa Lichy no salen airosos del reto.

Foto Clarisse Lavaure
Amparados en una escenografía absolutamente a medio hacer, firmada por Edwin Erminy, cuyos únicos puntos altos son la casa de hacienda del primer cuadro, y la impresión de plenitud de espacios que dan los recursos superpuestos y la iluminación de Ernesto Pinto en los primeros minutos del Acto III, mientras que el resto aparece como producto devastado del terremoto de 1812 (el miserable mobiliario, la vacuidad de los espacios entre objetos, las escaleras metálicas, los desnudos andamios), los Lichy intentan salvar la estructura episódica con diapositivas y grabados de época, de variable efecto, pero sin conseguir llenar la vastedad del escenario de la Sala Ríos Reyna. El momento más logrado de su propuesta escénica está en el cuadro del Paso de los Andes, donde la belleza de las imágenes (mas no de su proyección, muy opaca) debida a Diego Rísquez y a Lichy mismo, se funde con la música, en ese momento, infrecuentemente eufónica, y sugiere una atmósfera de viaje trascendente, la cual es saboteada desgraciadamente por los inevitables metales y andamiajes que no dejan de molestarnos en el ojo toda la ópera. La estética del Teatro Pobre, cara a un Grotowski o a un Buenaventura, difícilmente se adapta a la historia de un héroe como Bolívar.

Como si fuera poca la carga de trabajar con un libreto de las deficiencias de éste, se suma ahora la discutible calidad de la música de Darius Milhaud, muy, pero que muy distante de muchas de sus canciones, de sus ballets o de sus piezas para piano. Aquí en Bolívar, hay un desequilibrio y una carencia de proporciones difícilmente salvables. Dramáticamente inscrita en la estética de la Grand Opéra (longitud, grandes frescos corales, fragmentos sinfónicos, ballets) adolece, sin embargo, del aliento épico de ese estilo que habían llevado a su cumbre Meyerbeer, Halévy, Massenet y Saint-Sáens. Lo que los críticos han llamado la técnica de las superposiciones tonales hace que Bolívar, no siendo atonal, carezca de elementos fácilmente memorables como leitmotiv, temas recurrentes, tonalidades significantes, reconocibles, por lo cual se agota en la parte canora en larguísimas declamaciones o peroratas sin verdadero estro lírico, y en el plano orquestal, en una indefinición estilística que la hace anodina. Para colmo, la versión presentada en el TTC este fin de semana pasado, cortó la suite de ballet del Acto I, cercenando los momentos más costumbristas y de efectos más inmediatos para el gran público. Alfredo Rugeles hizo un tremendo esfuerzo en dar cohesión sonora a algo que en esencia no lo tiene, y conjugó transparencia tímbrica con sostén a los cantantes, a quienes aportó siempre la mayor seguridad, al frente de la incombustible Sinfónica Simón Bolívar.

La vocalidad es otro de los puntos débiles de esta ópera por el palmario desequilibrio dramático-vocal. Bolívar es el rol titular, pero es un papel musicalmente muy ingrato, que prácticamente no tiene un solo momento lírico expansivo, de genuina emoción ni lucimiento, aunque canta y demora en escena por muchísimo tiempo, pero sobre un canto declamado, plano y distante. En contraposición está el rol de Manuela, concebido para una soprano ligero-coloratura, que cada vez que abre la boca eclipsa a todos quienes la acompañan en escena, tal es la brillantez, la emocionalidad de la escritura y los efectos teatrales que plagan su partitura. Ello es particularmente evidente en la primera escena del Acto III, la de Bolívar rey, en la cual el héroe rechaza la corona que le ofrecen en una larga y difícil peroración sin vuelo musical que termina con un vals que canta Manuela vocalizando notas y que arranca aplausos del público, mientras la escena bolivariana se sumerge de inmediato en el olvido. En los dúos siempre es de ella la parte del león.

Los personajes secundarios, numerosos en una obra episódica y tumultuosa como ésta, no tienen sin embargo demasiado lucimiento a lo largo de las casi tres horas extensas de música que la ópera dura. Ni Boves, ni Nicanor, ni Precipitación tienen ningún momento verdaderamente memorable. Sólo María Teresa que canta al inicio y al final tiene, como Manuela, cierta recompensa canora en sus intervenciones, mientras el pobre Bolívar trata de montarse al privilegiado carro que ellas conducen.

Foto Clarisse Lavaure
Ante este panorama sólo destacaron el profesionalismo, la solvencia musical y la calidad sonora del barítono Pierre-Yves Pruvot, quien resiste estoicamente el árido pasaje del papel protagonista con su voz plena, oscura, que nos recordó al joven José Van Dam; la soprano criolla Mariana Ortiz, quien no desaprovecha para nada sus abundantes y sustanciosos momentos vocales: su plegaria, sus dúos con Bolívar, sus arias, su himno a la libertad, el vals, etc., impacta favorablemente al público, como un oasis musical ante tanta elucubración acústica. Más irregular la veterana Margot Pares-Reyna como María Teresa, y muy notable la resonancia del instrumento de Katiuska Rodríguez como Precipitación. En los linderos de lo olvidable, el resto de los cantantes.

Acerca del Coro de Opera del Teatro Teresa Carreño y del Polifónico Rafael Suárez, lamento descubrir que no son estas las aguas por las que sus navíos se deslizan más cómodamente.

Aunque creo que nadie, salvo los anclados en sus amadas nostalgias, en este mundo posmoderno, poscolonial, hiper-idiosincrático, pueda ya digerir este Bolívar excesivamente europeo y envejecido con implacable rapidez.

lunes, 19 de marzo de 2012

CICLO MAHLER-DUDAMEL (Y II): DE LA TERGIVERSACIÓN A LA APOTEOSIS

Einar Goyo Ponte

En la pasada entrega sobre el ciclo histórico que protagonizó el director Gustavo Dudamel en Venezuela al interpretar la integral de las Sinfonías de Gustav Mahler, comenté, en sus preámbulos, que el título con el cual se estaba identificando la empresa musical, “Con Dudamel por la paz”, tenía contenidos, por lo menos discutibles. Creo que este es un buen momento para explicar por qué.



Sólo manejando el estereotipo de la música entendida como armonía se puede aceptar sin chistar el que relacionemos un ciclo de sinfonías mahlerianas con una búsqueda de paz. Personalmente pienso que ni con Beethoven (a pesar de su Oda a la alegría), ni con Brahms, ni con Tchaikovsky puede establecerse una asociación tal. Hay en el interior de su música demasiada inquietud, demasiada angustia creadora, demasiado conflicto inherente, incluso demasiada irreverencia para sintonizar gratuitamente la expresión de esos universos sonoros con la paz.


En Mahler esto se redobla: desde su primera sinfonía al compositor lo desvelan los temas de la resistencia a la muerte, de la implacable búsqueda de trascendencia de la breve y vulnerable vida humana. La “Resurrección” de su Segunda sinfonía no es una beatífica vuelta tras la asunción de la muerte, sino el resultado del combate contra ella. Menos cruenta, pero aún sin resignación y con mucho dolor, es la de la Tercera. En la Cuarta sí es posible sentir una tregua mediante la inserción del elemento infantil, pero es momentánea ante los terribles combates que se entablan en la Quinta y la Sexta, entre la individualidad, lo subjetivo y el entorno del mundo, adversario formidable que incluso lo derrota en la última de ellas. En la Séptima hay una cruel invectiva contra el gusto del público y el sentido académico de la tradición, en un acerbo ajuste de cuentas con sus antiguos patrones: los jerarcas de la Opera de Viena, de donde había sido despedido un par de años antes. La Octava, no sólo por su multitudinariedad, sino por la crispada potencia de sus exigencias vocales y corales, y el tema del mito de Fausto, el sabio que vende su alma al diablo para obtener el conocimiento de todo hasta que es salvado por el “eterno femenino”, se resiste a asociarse a la idea de la paz. Fausto no es precisamente un mito “pacífico”, y no sólo por la presencia de Mefistófeles. Y en la Novena, la conciencia de la muerte propicia aún búsquedas inquietas, sardónicas miradas, rebeldías feroces y derrotadas de antemano, y aceptaciones resignadas de extinción o disolución. Pero resignación no es paz. ¿O sí?


Tornemos al hecho meramente musical. En la continuación del ciclo mahleriano, Dudamel ejecutó la última presentación sólo con la Sinfónica Simón Bolívar y las primeras con la orquesta de la que también es titular en Estados Unidos, la Filarmónica de Los Ángeles.


Con la primera repitió galas en lo que es una de sus mejores lecturas del compositor austríaco, la de la Séptima Sinfonía, a la que dotando de una sensualidad sonora flamboyante, cantabilísima y brillante, llega a tergiversarla casi totalmente. Es difícil percibir en la interpretación de Dudamel la deconstrucción irónica e implacable de las tradiciones musicales, los anuncios heráldicos de la atonalidad, el sentido paródico y la saña sobre el tema de Los maestros cantores, de Wagner, en el último movimiento, piedra lanzada con inteligente filo a los jerarcas de la Opera de Viena. Y es difícil porque en Dudamel todo suena festivo, lírico, irresistiblemente mórbido.


En el debut de la Filarmónica de Los Ángeles, interpretó la Novena Sinfonía, resignado canto de extinción del compositor, que es otra de las grandes lecturas dudamelianas del ciclo. En el afán por apegarse al estricto lenguaje musical, el director venezolano consigue momentos inauditos como la presentación del tema principal del primer movimiento, el juego con las disonancias en el Ländler del segundo movimiento, el ímpetu frenético del tercer movimiento, franca parodia del final de su propia 1ª. Sinfonía (uno de los detalles que se perdieron al programar el ciclo sin seguir la secuencia de las sinfonías: era imposible para el público captar estas interrelaciones de sus obras, que tanta cohesión dan a la hora de entender la autobiografía que Mahler escribe con sus obras musicales), y el pulso agónico, exasperante que imprime a los compases finales del último Adagio, exigiendo del público una concentración y silencio inusuales.


Tras el receso de un domingo electoralmente histórico, el lunes se retomó el ciclo con una de las sinfonías más diáfanas e ingenuas del ciclo: la Cuarta. Era el segundo concierto con la LA Phil, como gustan abreviarse el nombre, y ya comenzábamos a acostumbrarnos al contraste de sus calvas, canas, anteojos de aumento y figuras maduras y entradas en carnes con los ágiles, rozagantes, entre informales y glamorosos chicos de nuestra Sinfónica Simón Bolívar.


En la 4ª. Sinfonía volvió Dudamel a preferir la lectura hedonista y acústica. Sus tiempos son briosos y su sonoridad impecablemente sensual, lo cual le rindió frutos en los movimientos centrales de la obra. En el final hubo de asentarse en sus maderas meditativas para disimular las carencias de la soprano Klara Ek, tremolante y con problemas de entonación.


Cuando, en la pasada crónica de este ciclo, mencioné lo de que no era necesario que Dudamel explicará conceptualmente su visión de las sinfonías de Mahler, no contaba con una enigmática elección que el director haría en la ejecución de la Sexta Sinfonía, llamada “La trágica”. A pesar de que el programa lo redactaba de manera contraria, que es como en la totalidad de las versiones que conocemos de esta obra se acostumbra a ejecutar, Dudamel cambió arbitrariamente el orden de los movimientos 2º. y 3º. Es sabido que ese era el orden del esquema original del compositor, pero él mismo lo cambió posteriormente, y así ha sido respetado en las ediciones de la Sociedad Internacional Gustav Mahler. ¿Quiso ser fiel Dudamel a la versión original? Entonces, por qué no lo fue también con el tercer golpe de martillo, igualmente suprimido por el autor en la edición definitiva, y que Dudamel no prescribió?


El resultado fue un lustrado tímbrico de alta calidad, un extraño descuido en la tensión y el lirismo del Andante moderato, con el "tema de Alma", un esmero en los detalles prevanguardistas del Scherzo, y una atmósfera de derrota reconocida, incluso desde los primeros compases del Finale, lo cual resta a la obra de su impacto definitivo y de su tragicidad, pues al cambiar el orden de los movimientos, el aliento de Alma que parece darle fuerza para afrontar la terrible batalla del último movimiento, desaparece y entramos en una visión más pesimista de la narración urdida por Mahler.


Restaban en el ciclo dos sinfonías y el único fragmento concluido por el autor de la Décima. Aquí insistimos en la inconveniencia de obviar la secuencialidad del ciclo para la comprensión cabal del contenido de esta música difícil, y que por primera vez teníamos opción de escuchar como bloque. No fue posible percibir la evolución de los temas provenientes de sus ciclos de canciones, mucho menos notar la transformación y la resignificación que a las mismas su autor les da convirtiéndolas en nervios de sus grandes sinfonías. Era difícil captar la interrelación de temas de una a otra sinfonía (por ejemplo la cohesión armónica que hay entre las primeras cinco, el surgimiento de los temas de Alma en las 6, 7 y 8, ni la intrínseca línea que liga la Novena con la Décima), y lo peor: perdíamos la posibilidad de leer la casi biografía estética de Mahler en la aventura compositiva de sus sinfonías.


Por ello, uno de los conciertos más débiles resultó el penúltimo, con la Sinfonía “Titán” (la Primera) y el Adagio de la Décima. Primero, por mantener la lectura ligera y casi desinteresada que Dudamel repite desde su grabación en 2010, con la LA Phil, llena de sonoridad colorista, pero sin mucho más. Semejante superficialidad erigió la construcción morosa y pesante del último Adagio de la 10ª.


A pesar de la desigual prestación de los cantantes, del tremendismo de los centuplicados coros (justicia es reconocer que esta tradición de muchedumbre musical la inauguró el propio Mahler) y de la ausencia de secuencialización, la lectura Dudameliana de la Octava Sinfonía, llamada “de los mil” fue una de las mejores del ciclo, y mereció su lugar de cierre apoteósico.


Una de las razones, creo, fue el retorno a la escena de la Sinfónica Simón Bolívar, ahora en fusión con su homóloga de Los Ángeles, pues la potencia sonora, la fuerza galvánica y el timbre lujoso que Dudamel consigue con la OSSB aún no es logro con su Orquesta norteamericana, donde lógicamente faltan los años de experiencia vívidos en conjunción, y donde es evidente (y así lució en más de un instante de los conciertos caraqueños) que los maestros de la LA Phil y Dudamel todavía están conociéndose mutuamente.


Poderosa y vibrante fue la Parte I, el Veni Creator Spiritus, pero el segmento final, basado en el epílogo del Fausto, de Goethe, fue una línea ascendente, del claroscuro genésico hasta la apoteosis. Lástima que las voces presentaran tan acusados desniveles: frente a la rotundidad de Brian Mulligan, Alexander Vinogradov; la densidad del decir de Julianna Di Giacomo y Anna Larsson, se oponían la suficiencia de Charlotte Hellekant y Kiera Duffy y la franca virulencia de Manuela Uhl y Burkhard Fritz. Y ello es consecuencia de que Dudamel no trabaje la vocalidad con la meticulosidad, celo y entusiasmo con los que bruñe la sonoridad orquestal. El arco de climax logrado por sus sinfónicas y sus coros (Coro Sinfónico Juvenil Simón Bolívar, Niños Cantores de Venezuela, Schola Cantorum de Caracas y Schola Juvenil de Venezuela), con el agregado emocional que le da la banda de metales fuera de escena fue de absoluta exultación.


Con resonancia internacional y la marca de una experiencia que puede rendir inimaginables frutos, aplaudimos el logro de este Ciclo Mahler, generado por las dos grandes orquestas venezolana y estadounidense, y la rutilante batuta de Gustavo Dudamel.

lunes, 5 de marzo de 2012

IL SEGRETO DI SUSANNA: LA OPERA SINESTESICA

Einar Goyo Ponte

Cuando escuchamos Il segreto di Susanna, es inevitable pensar en la sinestesia, esa combinación de dos imágenes sensoriales distintas. “Los perfumes frescos como carnes de niños, dulces como los oboes”, que escribiera Baudelaire, son un bello ejemplo. Este recurso es el explotado por Ermanno Wolf-Ferrari, su compositor, para, a través de la sensorialidad, suscitar nuestra emoción.

Emoción de humor, en la más depurada tradición cómica italiana, desde los intermezzi cómicos del XVII y XVIII (Pergolesi, Scarlatti, Cimarosa) hasta las casi épicas locuras hedonistas de Rossini. Porque de no otra cosa trata esta ópera sino de placer y voluptuosidad. Las del amor sensual e idílico de una pareja con apenas un mes de casados, de pronto asaltada por un nuevo goce extramarital: el del cigarrillo. Como buen hedonista, Gil tiene una excelente vista para captar los colores de los atavíos de su esposa y un finísimo olfato que lo hace detectar el olor del tabaco en su casa. Otelo requirió más para inflamarse de celos por Desdémona. Susanna toca divertida y con gusto el piano, y con ese sonido Gil evoca su amor por ella, por su elegancia. Más tarde, en mitad del dúo de los consortes, un nuevo olor, doméstico esta vez, compartido, placentero aviva el idilio, los recuerdos del noviazgo de la pareja: es el del chocolate cuyo humear tiene una representación musical semejante a la del cigarro que sentiremos posteriormente. Pero Gil lo percibe antes, enredado en la ropa de su mujer, y el Paraíso que ambos cantaban, se deshace en ira y confusión, como los cristales y los muebles de esta casa.

¿Y la sinestesia? Proviene de la música, de la unión de estas sensaciones tangibles, bebibles, fumables, convertidas en audibles. El humo y el placer de fumar están representados por una vagorosa música de las cuerdas, solos aéreos de flauta y rasgueos del arpa, que exaltan lo hedonista, como lo hacían Mozart, Rossini y Donizetti. Pero hay una sinestesia más profunda, más emocional: la evocación, que en Wolf-Ferrari sirve además como instrumento de la parodia y del homenaje a ese pasado operístico que lo enmarca: Rossini y su estilo onomatopéyico asoman en el primer monólogo de Gil, pero también el Fígaro y el Don Giovanni mozartianos en el estilo recitativo. Hay un gran salto en el melodismo apasionado del dúo amoroso, que se desprende del verismo y nos recuerda a la pareja Silvio-Nedda de Payasos. La ira que se desata al final de esta escena evoca los grandes dúos di sdegno de Verdi: Rigoletto y Otello planean por el escenario, y la salida ofendida de Susanna está flanqueada por una cita directa del final del primer movimiento de la Quinta Sinfonía, de Beethoven.

La escena “Vía cosí non mi lasciate”, en la que la esposa trata de reconciliarse, es una variación armónica del dúo “Io vengo a domandar” del Don Carlos verdiano, donde el protagonista viene a despedirse y a obtener una muestra de cariño de su amor imposible, la Reina. En el segundo estallido de cólera neurótica de Gil, buscando al inexistente amante de su mujer, oímos figuraciones de fusas inequívocamente tchaikovskianas, y el tema del placer de fumar, previo a esta escena que luego dominará el aria y el final, se anuncia sobre una alusión al “Sogno di Doretta”, de la sensual La rondine pucciniana, para subrayar “l’ebbrezza”, y la voluptuosidad del pasaje.

Son sólo algunos detalles de esta deliciosa miniatura operística que hoy se repone en Caracas, en la producción de Orlando Arocha para Cantarte Producciones y Trasnocho Cultural, a 103 años de su primera representación en Munich. Una media docena de grabaciones fonográficas, su permanencia en los teatros y lo agradecida vocal e histriónicamente que resulta para los cantantes, justifican el éxito de esta obra, que más que una ópera es una franca invitación al placer.