domingo, 18 de mayo de 2008

ESTRENO Y PAYASOS




Einar Goyo Ponte


30 años después, tras inexplicables asuntos de archivo y laberintos de biblioteca, la Universidad Simón Bolívar estrena una obra encargada al maestro Antonio Estévez, ideada en un bar del Quartier Latin de París, según la anécdota de Don Pedro Liendo, para quien fue pensada originalmente, sobre poemas de Nicolás Guillén, en los cuales se enfatiza la cultura, el dolor y el ritmo negro-americanos. Este rescate musical de Cinco poemas fue protagonizado por el bajo Iván García triunfador de escenarios europeos, la Sinfónica Simón Bolívar y la batuta de Alfredo Rugeles, para desentrañar una partitura, hoy un poco superada técnicamente, pero en su momento muy imbuída del vanguardismo de la segunda mitad del siglo XX, aunque con ese estilo esteviano que nos va conduciendo desde la aspereza moderna a la expresión popular. García estuvo estupendo en la musicalidad y expresión de tal obra, así como en la versión de la canción “Habladurías”, del propio Estévez, en un sabroso arreglo para orquesta de Alberto Vergara, también autor de la Fantasía para Morella, y que escucháramos en su homenaje en el Aula Magna hace ya tres años. Con una elegancia que no desdeña el gusto popular, la voz de nuestro bajo logra cautivar de inmediato al público y hacerlo su cómplice. No poco mérito reúne la dirección precisa y plena de ritmo de Rugeles. Quien luego, en el repertorio más cosmopolita – un poco fuera de lugar tras el programa venezolano-de Ravel y Gershwin, alcanzó altas cotas, a despecho de la poco ideal acústica del auditorio Emil Friedman.
Payasos sin Canio
Una semana después nos reencontramos con la ópera en la Sala Ribas del Teresa Carreño, en una producción del Teatro con la Sinfónica Municipal, de la célebre ópera I pagliacci (Payasos), de Ruggero Leoncavallo, punta de lanza del verismo italiano, estrenada en 1892, dos años después de la que hasta hace poco era su invariable compañera teatral, Cavallería rusticana, de Mascagni. La una inauguraba un estilo operístico con el cual el canto italiano pasaría del siglo XIX al XX, y la otra le daba, con el famoso prólogo que canta el barítono, una suerte de manifiesto. Pagliacci es una obra, en el más acendrado estilo mediterráneo, escrita para grandes voces y depurado canto. En esta versión, quizás la primera de elenco completamente venezolano, atestiguamos a Gaspar Colón Moleiro como el Tonio, con un prólogo muy bien cantado, con muy bien compuesta voz, pero de cierta mecanicidad expresiva. Luego fue justamente pérfido como el tortuoso comediante que empuja a los protagonistas a la tragedia. Betzabeth Talavera cantó lo que podría ser su mejor rol encarnado hasta la fecha, con su voz generosa y de hermosos acentos y frases: su ballatella y dúo con el excelente Silvio de Franklin de Lima (lleno de matices y de sinceridad) fueron de los mejores momentos de la velada. No así el Canio de Eduardo Calcaño, uno de cuyos últimos roles aquí escuchados fue el ingrato Monostatos de La flauta mágica. Así, que el salto era considerable, pero Canio es un rol que proclama que no basta con cantar correctamente todas las notas, sino hacerlo con un color particular, broncineo, capaz de expresar la fuerza, el drama, el desgarramiento del personaje, más un centro tonante y viril, dándole rotundidad a las notas, para hacer creíble su personaje. Y es que en la ópera el personaje se hace básicamente en la voz más que en el físico. Esta vez deseé que Nedda lograra escaparse con Silvio, tal era la distancia entre la morbidez de este rival con la del patético payaso. Jerónimo Ramos con un cumplidor Arlequín completó el elenco vocal.
El coro reafirmó su veteranía como conjunto dramático, y Rodolfo Saglimbeni, al frente de su OSMC, fue simplemente irreprochable. La puesta en escena, sin alardes, de José Rafael Pereda, fue eficazmente fluida y exacta, lo que en esta obra planteada en dos niveles dramáticos es de gran importancia.
Les colgamos aquí abajo una muestra de lo que describimos arriba sobre el rol de Canio. Se trata de Franco Corelli, en su interpretación de “Vesti la giubba”, de 1961

ESTAMPA DE VIENA


Einar Goyo Ponte


No es frecuente por estos lares escuchar música académica ejecutada con instrumentos originales de la época en que fue compuesta. Como es sabido, desde hace ya casi cincuenta años, la filología, entendida como estudio y recuperación de los modos, técnicas, partituras lo más fieles y cercanas posibles al momento de gestación y estreno de las obras de los grandes compositores europeos, se ha apoderado de la dinámica musical. Un movimiento iniciado por Gustav Leonhardt o Nikolaus Harnoncourt, hoy está avalado por infinitud de directores y músicos, de todas las nacionalidades: Jacobs, Brüggen, Gardiner, Pinnock, Hogwood, Norrington, Biondi, Antonini, Savall, Garrido y hasta nuestra Isabel Palacios. Así se han descubierto obras que se creían perdidas o simplemente desconocidas, se han replanteado estilos de ejecuciones, se han depurado de tradiciones y expresiones anacrónicas, y se ha insertado un considerable aire fresco en la interpretación de títulos que ya se creían saturados, y paradójicamente, una inesperada modernidad a los clásicos, los cuales suenan efectivamente renovados y, en algunos casos, como si por primera vez los atestiguáramos.
En Venezuela hemos tenido la oportunidad de apreciar agrupaciones instrumentales “de época” o filológicas, como el Hesperion XXI, o Il giardino armonico, pero por primera vez presenciamos un conjunto de cámara de este estilo, el sábado 3 de mayo: el Concilium Musicum Wien, cinco músicos que tocan instrumentos construidos entre 1750 y 1760, es decir los utilizados por Mozart, Haydn y demás compositores del auge del clasicismo y el primer romanticismo.
A la predecible magistral concitación y acoplamiento musical, se unen en ellos el particular sonido arcaico, casi inédito de sus instrumentos, mucho más leñoso, áspero que el de las cuerdas modernas, y que tiene la virtud de hacer que sólo con su efecto acústico se nos traslade sensitiva e imaginariamente a esa Viena de calles acogedoras, elegantes y sencillas, de fachadas y formas tan románticas, clásicas y nostálgicas, a sus tabernas, cafés o chocolaterías, olorosas a strudel o al bouquet de un buen riesling. Nos parecía, en un momento de la singular velada, en específico en los galantes ländler de Schubert en sus Hommage aux belles viennoises, o en los de Josef Lanner, (en aquel tiempo rival de Johann Strauss, nada menos) que asistíamos a una estampa viva (como los retratos animados de las novelas de Harry Potter) no de la trayectoria artística de estos compositores o de los Mozart, Haydn o Albrechtsberger, también interpretados esa tarde, sino de su vida cotidiana, paseando, comiendo, comprando ropa o tabacos por las calles de esa ciudad hermosa.
Ya en el aspecto meramente musical, el concierto se destacó también por la vivacidad de sus allegros y finales en el Divertimento en fa mozartiano y la Partita en re para viola d’amore, de Johann G. Albrechtsberger, contemporáneo de Mozart y Haydn, y maestro de Beethoven; el arrobador adagio de la Casación (que es lo mismo que un divertimento) en do, de Haydn, con el violín en sordina y las demás cuerdas en sublime pizzicato, y la singular ejecución de la célebre Eine Kleine Nachtmusik, conocida en la deficiente traducción de Pequeña Serenata Nocturna, de Mozart, con un minuetto inédito, nunca antes escuchado y un andante delicadísimo.
Un concierto como para recordar que no importa cuantos conciertos o discos podamos escuchar o atesorar. La música siempre puede sorprendernos.