Einar Goyo Ponte
No es frecuente por estos lares escuchar música académica ejecutada con instrumentos originales de la época en que fue compuesta. Como es sabido, desde hace ya casi cincuenta años, la filología, entendida como estudio y recuperación de los modos, técnicas, partituras lo más fieles y cercanas posibles al momento de gestación y estreno de las obras de los grandes compositores europeos, se ha apoderado de la dinámica musical. Un movimiento iniciado por Gustav Leonhardt o Nikolaus Harnoncourt, hoy está avalado por infinitud de directores y músicos, de todas las nacionalidades: Jacobs, Brüggen, Gardiner, Pinnock, Hogwood, Norrington, Biondi, Antonini, Savall, Garrido y hasta nuestra Isabel Palacios. Así se han descubierto obras que se creían perdidas o simplemente desconocidas, se han replanteado estilos de ejecuciones, se han depurado de tradiciones y expresiones anacrónicas, y se ha insertado un considerable aire fresco en la interpretación de títulos que ya se creían saturados, y paradójicamente, una inesperada modernidad a los clásicos, los cuales suenan efectivamente renovados y, en algunos casos, como si por primera vez los atestiguáramos.
En Venezuela hemos tenido la oportunidad de apreciar agrupaciones instrumentales “de época” o filológicas, como el Hesperion XXI, o Il giardino armonico, pero por primera vez presenciamos un conjunto de cámara de este estilo, el sábado 3 de mayo: el Concilium Musicum Wien, cinco músicos que tocan instrumentos construidos entre 1750 y 1760, es decir los utilizados por Mozart, Haydn y demás compositores del auge del clasicismo y el primer romanticismo.
A la predecible magistral concitación y acoplamiento musical, se unen en ellos el particular sonido arcaico, casi inédito de sus instrumentos, mucho más leñoso, áspero que el de las cuerdas modernas, y que tiene la virtud de hacer que sólo con su efecto acústico se nos traslade sensitiva e imaginariamente a esa Viena de calles acogedoras, elegantes y sencillas, de fachadas y formas tan románticas, clásicas y nostálgicas, a sus tabernas, cafés o chocolaterías, olorosas a strudel o al bouquet de un buen riesling. Nos parecía, en un momento de la singular velada, en específico en los galantes ländler de Schubert en sus Hommage aux belles viennoises, o en los de Josef Lanner, (en aquel tiempo rival de Johann Strauss, nada menos) que asistíamos a una estampa viva (como los retratos animados de las novelas de Harry Potter) no de la trayectoria artística de estos compositores o de los Mozart, Haydn o Albrechtsberger, también interpretados esa tarde, sino de su vida cotidiana, paseando, comiendo, comprando ropa o tabacos por las calles de esa ciudad hermosa.
Ya en el aspecto meramente musical, el concierto se destacó también por la vivacidad de sus allegros y finales en el Divertimento en fa mozartiano y la Partita en re para viola d’amore, de Johann G. Albrechtsberger, contemporáneo de Mozart y Haydn, y maestro de Beethoven; el arrobador adagio de la Casación (que es lo mismo que un divertimento) en do, de Haydn, con el violín en sordina y las demás cuerdas en sublime pizzicato, y la singular ejecución de la célebre Eine Kleine Nachtmusik, conocida en la deficiente traducción de Pequeña Serenata Nocturna, de Mozart, con un minuetto inédito, nunca antes escuchado y un andante delicadísimo.
Un concierto como para recordar que no importa cuantos conciertos o discos podamos escuchar o atesorar. La música siempre puede sorprendernos.
En Venezuela hemos tenido la oportunidad de apreciar agrupaciones instrumentales “de época” o filológicas, como el Hesperion XXI, o Il giardino armonico, pero por primera vez presenciamos un conjunto de cámara de este estilo, el sábado 3 de mayo: el Concilium Musicum Wien, cinco músicos que tocan instrumentos construidos entre 1750 y 1760, es decir los utilizados por Mozart, Haydn y demás compositores del auge del clasicismo y el primer romanticismo.
A la predecible magistral concitación y acoplamiento musical, se unen en ellos el particular sonido arcaico, casi inédito de sus instrumentos, mucho más leñoso, áspero que el de las cuerdas modernas, y que tiene la virtud de hacer que sólo con su efecto acústico se nos traslade sensitiva e imaginariamente a esa Viena de calles acogedoras, elegantes y sencillas, de fachadas y formas tan románticas, clásicas y nostálgicas, a sus tabernas, cafés o chocolaterías, olorosas a strudel o al bouquet de un buen riesling. Nos parecía, en un momento de la singular velada, en específico en los galantes ländler de Schubert en sus Hommage aux belles viennoises, o en los de Josef Lanner, (en aquel tiempo rival de Johann Strauss, nada menos) que asistíamos a una estampa viva (como los retratos animados de las novelas de Harry Potter) no de la trayectoria artística de estos compositores o de los Mozart, Haydn o Albrechtsberger, también interpretados esa tarde, sino de su vida cotidiana, paseando, comiendo, comprando ropa o tabacos por las calles de esa ciudad hermosa.
Ya en el aspecto meramente musical, el concierto se destacó también por la vivacidad de sus allegros y finales en el Divertimento en fa mozartiano y la Partita en re para viola d’amore, de Johann G. Albrechtsberger, contemporáneo de Mozart y Haydn, y maestro de Beethoven; el arrobador adagio de la Casación (que es lo mismo que un divertimento) en do, de Haydn, con el violín en sordina y las demás cuerdas en sublime pizzicato, y la singular ejecución de la célebre Eine Kleine Nachtmusik, conocida en la deficiente traducción de Pequeña Serenata Nocturna, de Mozart, con un minuetto inédito, nunca antes escuchado y un andante delicadísimo.
Un concierto como para recordar que no importa cuantos conciertos o discos podamos escuchar o atesorar. La música siempre puede sorprendernos.
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