lunes, 25 de enero de 2021

Dante 2021: Inferno I-Selva oscura

 


Einar Goyo Ponte


El primer canto de la Comedia, suerte de prólogo de la obra magna que apenas está comenzando, es el correspondiente a la descripción de la Selva Oscura, cuyo nombre no sólo referiría al paraje aterrador que recorre el poeta, sino al intrincado simbolismo de que está construido. Sobre éste es que intentaremos explorar sus senderos, desde un punto de vista, si no nuevo, pocas veces elegido como lazarillo para desentrañar sus intrincados enigmas.

La selva oscura comienza en la mitad de la vida. Es allí donde Dante se extravía. Es fácil encontrar sintonía con ese verso inicial, pues "la mitad de la vida" suele ser ese momento en el que miramos hacia atrás y aún nos preguntamos; ese momento de pausa y de inquietud cuando pensamos si lo que viene seguirá siendo como hasta ahora o si tendremos el valor de cambiar, de torcer el rumbo, de empezar a hacer las cosas de manera radicalmente distinta a cómo las hemos hecho hasta ahora.

Al parecer, a Dante esta resolución le era particularmente difícil, a pesar de que la vida no había sido avara en señales. El poeta que comienza a escribir la Comedia ya suma seis años desterrado, vagando por la Toscana para recobrar la paz de su ciudad y poder retornar a su casa. Y la acción de escribir el libro es más la forma que tiene de buscar cómo cambiar que el cambio en sí. Dante es un hombre de convicciones profundas, entrañables y muy arraigadas. Lo imaginamos más obstinado que perseverante, apasionado en sus afectos, sus vinculaciones con el mundo y en sus aversiones. No cambia fácilmente alguien así. Suele requerir de aluviones de experiencias y de esfuerzos extremos. El “mezzo del cammin” de su vida está marcado por ese esfuerzo, que en él es fundamentalmente de imaginación. Para transformarse, Dante necesita imaginar un viaje, pero no uno como el que lleva a cabo desde hace ya seis años, y que terminará derivando hasta su muerte. No. Uno que traspase las fronteras de las regiones de su Toscana natal e incluso del mundo conocido. Dante necesita hacer el viaje del cual pocos han vuelto. Dante necesita replicar el viaje de Orfeo, el de Eneas, y -él no los conoce bien o no los conoce en absoluto-, el de Gilgamesh y el de Ulises, entre tantos otros.

El viaje órfico es la columna vertebral de su Comedia. Su anábasis es su cambio o su desesperada necesidad de cambiar. Dante explorará, a través de lo que va imaginando, su interior, su inconsciente, sus recuerdos, sus experiencias, imantado por la figura de Beatriz, su Eurídice niña, su donna angelicata particular, esa mujer que tan maravillosamente, según él, encarnaba el número nueve, el del 3 multiplicado por sí mismo, el número de la Santísima Trinidad, el de la figura del triángulo, el de la reverberación de las tres dimensiones, el número del infinito, el número, a partir del cual, los números no hacen sino repetirse. Eso, aderezado por todos los avatares que sus biógrafos han presumido/encontrado, forman la mitad del camino de su vida.


El agua del inconsciente

Dante confiesa que no sabe cómo llegó a la selva oscura pues sintió que el sueño lo vencía, marca inequívoca del viaje inconsciente. Y el primer signo constante de todo el poema aparece en este mismo momento inicial (Verso 17): la luz. El tema de ir en pos de ella, de aprehenderla y de vivir en ella serán nucleares en la Comedia. Y a partir de aquí comienzan a desfilar los signos que se han terminado por aceptar de una manera tradicional, e incluso hay algunos que no han merecido mayor atención de los exégetas dantescos.

Dante señala que está saliendo del agua, de un lago, por más señas, y ese elemento acuático suele minimizarse o desaparecer en el análisis de este canto. Ese elemento líquido o húmedo podría remitir al nacimiento, a la salida de lo subacuático a la tierra, a la luz. De hecho, Dante dice de su paso “che non lasció giá mai persona viva”. (que nadie vivo lo cruzó)

Es pues una vuelta de la muerte, o un renacimiento. La oscuridad cobra así una calidad tangible: moja, la atravesamos y la sobrevivimos. Dice Gaston Bachelard de ello: “La noche es sustancia, entonces, como lo es el agua. La sustancia nocturna se va a mezclar íntimamente con la sustancia líquida.” (El agua y los sueños, FCE, 1988, pag. 88).

Esta es la trayectoria básica del poema: el tránsito de la espesa, líquida, casi gelatinosa tiniebla hacia la luz. Aquí, representado por primera vez en la Comedia, como el trasvase de una orilla a otra.

Ha llegado a un desierto (V.29), el cual camina con paso incierto. Y entonces aparece la primera de las bestias simbólicas, que han agotado el seso de los exégetas. Durante el tránsito de estos primeros 700 años de vida del poema dantesco, y su estudio, sin embargo, los lectores parecen haberse conformado con lo que las ediciones y los traductores a través de las épocas han canonizado. Lo cual en el caso de Dante, preocupantemente, lo ha simplificado.

El símbolo es, por definición, polisémico: rehúye el canal unívoco, apunta a la complejidad. La buena intención de los exégetas y traductores de Dante ha terminado unificando los sentidos de sus símbolos y alegorías, pero los estudios semióticos, y la aplicación de los códigos antropológicos y psicoanalíticos podría arrojar nueva luz sobre la oscuridad retórica dantesca.

Aparecen en el camino de Dante, sucesivamente, un leopardo, un león y una loba, preludiando la providencial aparición de Virgilio, quien de inmediato hará de guía de nuestro poeta.


La tríada animal

Los exégetas han convenido en explicar que, sustancial y sucintamente, estos tres animales representan respectivamente a la lujuria, la violencia o soberbia y la incontinencia o la codicia. Resulta muy interesante en tanto proyecciones de su debate interno, de la asunción de su conciencia, que Dante visualice a estas tres fieras como representaciones de sus propias falencias, más o menos confirmadas por lo que sabemos de su biografía. La primera sería proyección de su introspección como hombre casado con una mujer que no era la musa ni el imán de sus pulsiones más trascendentales (pronto veremos las implicaciones de esto), la segunda podría percibirse como proyección de sus fallas como político y detentador del poder mientras fue miembro del Consiglio dei centi, y dado el presumible carácter iracundo que tenía, de sus excesos, así como de la debilidad de su carne para guardarse casto para Beatriz o de la lucha contra las tentaciones que el poder puso ante sí.

Pero los catálogos y los estudios sobre las figuras simbólicas de estos animales nos revela cosas interesantes y sorprendentes.

Por ejemplo, Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos (1992) encuentra una sincronía entre los simbolismos del leopardo y del león, apartando el sentido solar del segundo. Así el leopardo sería símbolo de la bravura y la ferocidad marcial, y contendría los atributos agresivos y potentes del león. Estar al acecho es también uno de sus componentes. Al atributo solar de la piel del león sobrepondría las manchas que representarían un eclipse o una sombra de aquel.

El simbolismo del león es más franco: se asocia con el oro, y desde allí a la tierra. Es pues, un símbolo solar y terrestre, y desde este último ámbito se convierte en la antípoda del águila en el cielo. Aquella reina en las alturas, éste lo hace en la tierra. Es claramente, un símbolo de poder, pero también de dignidad real, de luz y de victoria, y desde allí representa, también, la virilidad exaltada. Cirlot nos recuerda que Jung lo identifica “como indicio de pasiones latentes y puede aparecer como signo del peligro de ser devorado por el inconsciente” (Pag. 271).

Queda el simbolismo del lobo, la última fiera que se le aparece y que será paradójicamente la que aclare a las demás. Su significado crucial proviene de la mitología nórdica, donde encarna al animal que es liberado en el fin del mundo, en el Ragnärok, y que devora al sol, para volver a sumir al mundo en el caos, de donde el lobo mismo, Fenrir, proviene. Recordamos que en la novela La historia interminable, de Michael Ende (otro viaje profundo, introspectivo) también un lobo es el heraldo de la Nada, que sobreviene en el progresivo olvido de la magia o de la fuerza de la figura de la luz, portadora del Auryn, la Emperatriz Infantil. El lobo es pues, el caos, la fuerza más oscura de las que se le aparecen a Dante en este prefacio del viaje.


Veamos lo que el propio Dante dice de cada animal. El leopardo aparece apenas iniciado el camino, es decir, apenas hollado el terreno del inconsciente, aún húmedo por el paso acuático que acaba de atravesar. El leopardo es liviano (“una lonza leggera e presta molto”) y rápido, “de piel manchada todo recubierto” (Trad. Ángel Crespo), y parado frente a él, le corta el paso. Lo detiene, pero no refiere intento de agresión ninguna contra Dante. Enseguida aparece la luz: despunta la mañana, y el sol empieza a elevarse con las estrellas. Percíbase la similitud: la luz mayor, el oro del sol ascendiendo por entre el firmamento aún tachonado de estrellas. Es exactamente la imagen que se ha asomado en la piel del leopardo recubierta de manchas, pero a la inversa, en declaración temprana de lo que será otra recurrente dialéctica dantesca: la oposición de lo que ocurre en el cielo y en la tierra por inversa correspondencia, por lo que algunos exégetas llaman el contrapaso.

Dante se entusiasma a la vista del sol y siente esperanza, pero vuelve a temer ante la vista de la nueva fiera, el león que hacia él sí se dirige, a diferencia del leopardo, con la cabeza erguida y hambrientos ojos (hambre rabiosa, dice el original toscano), y en esta visión, no como una sucesión, sino acompañando a la primera, al león, aparece la loba, también hambrienta, o sea, con ganas de devorar, como el Fenrir nórdico, y en el miedo que ésta le provoca y duplica, después del león, Dante nos revela que pierde la esperanza de la altura. Es decir, de la luz.


En esa misma sincronía que hemos creído ver la síntesis del león y la loba debemos ver la presencia primigenia del leopardo. No forman una sucesión, tres entidades diferentes del acoso, ni del mal o el horror. Son una tríada (número también primordial dantesco) continente de un solo significado.

El inconsciente ambiguo, el territorio aún salpicado de las sombras del sueño se deja oír en el inicio del caminar del poeta y el leopardo es el símbolo emblema de esa ambigüedad, al tiempo que es el indicador, no del frenar el andar, sino de continuarlo en la vía correcta, la del sol, del cual, por Dante detenerse, a causa del Leopardo, puede contemplar la salida junto con la aparición del león, su figura terrestre, que viene acompañada, en el mismo estadio, del caos, o sea de la oscuridad.

Dante está en el mismo espacio del leopardo: el de la ambigüedad y el enfrentamiento simbólico que nos narra representa la necesidad de escoger la vía y salir del camino perdido.

El Dante personaje, al cual, a partir de aquí, debemos separar del Dante poeta, no escoge. Lo hace el poeta, pero no en el avatar sino en la escritura. El Dante-personaje está aterrado y retrocede hasta “allí donde el sol calla” (V.60). Desde ese hueco de silencio emerge una figura, igualmente silente: la de Virgilio, pero eso es materia del próximo escrito.


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