sábado, 28 de abril de 2007

EXTRAMUROS:LLUVIA DE APLAUSOS PARA FLOREZ Y DESSAY



Edgar Villanueva (Londres)



La soprano francesa y el tenor peruano transformaron las representaciones de la ópera La Fille du Régiment en una literal "gozadera". Esta triunfante nueva producción de la Royal Opera de Londres podrá verse también en los teatros líricos de Viena y Nueva York.

Un elenco soñado por cualquier teatro de ópera no podía decepcionar: La hija del Regimiento, ópera comique en dos actos de Gaetano Donizetti (1797-1848) volvió al escenario del Covent Garden de Londres, este enero del 2007, convirtiéndose en el primer exitazo del año para el coliseo británico.
La soprano francesa Natalie Dessay (Lyon, 1965) asumió por primera vez en su carrera el rol que da título a la deliciosa obra, acompañada del tenor peruano Juan Diego Florez, (Lima, 1973) pletórico de medios, en una parte que ya ha cantado antes y parece -con el perdón de Pavarotti- haber sido escrita para él.
La química entre los protagonistas funcionó. La pareja, aparte de exhibir un canto modélico, rebosó humor, frescura y naturalidad (esta última característica bien difícil de alcanzar en un espectáculo como la ópera).
Completaron el elenco el bajo Alessandro Corbelli como un simpático y efectivo Sargento Sulpice y la mezzo Dame Felicity Palmer. Esta última, auténtico monstruo de la versatilidad, firmó una inolvidable creación como la Marquesa de Berkenfield. A destacar también el Hortensius del barítono Donald Maxwell y la contundente Duquesa de Crackentorp de la actriz Dawn French.
Vocal e histriónicamente destacado el coro, y muy ajustada al estilo belcantista la orquesta de la Royal Opera, dirigidos en la ocasión por el especialista Bruno Campanella. Su versión, de sonido más italiano que francés, tiene el hoy por hoy raro mérito de haber permitido el lucimiento de las voces, sin decaer en el ritmo ni en la narración musical.
Estrenada en París en 1840, La Fille es una típica opera-comique, género que alterna números musicales con dialogos hablados en la lengua de Moliére.
La puesta en escena de Laurent Pelly, no recurrió a reinterpretaciones incomprensibles, cambios de época arbitrarios o chistecitos agregados para arrancar la risa fácil del público. El puestista se remitió con todo acierto a presentarnos la ópera desde su relato central: una historia de amor ingenua y lacrimógena en un escenario bélico.
La Fille tiene mucho de telenovela: hijos perdidos, amores prohibidos, secretos postergados o no revelados y diferencias de clase, en un escenario en el que "la guerra" tiene un cariz gentil y anecdótico, desgraciadamente muy alejado del horror que en realidad alberga .
Contribuyen a destacar el aspecto "light" del espectáculo la escenografía de Chantal Thomas y el vestuario del propio director escénico.

Alardes

El momento más esperado por los operómanos era el jubiloso "Ah mes amis" a cargo del tenor, conocida como "el aria de los nueve Do". Juan Diego Florez derrochó vigor, musicalidad y frescura en todos los momentos de la escalofriante y acrobática parte, atacada con insolente precisión y coronada con un prolongado agudo final que hizo delirar a la sala. El público, agradecido, obsequió al tenor con casi 10 minutos de cerrada ovación.
La Dessay, cuya desaparición del universo lírico ha sido anunciada por los agoreros en más de una oportunidad (fue operada de nódulos en la garganta hace unos tres años, y se temia una recaída) despejó todas las dudas sobre su salud vocal. Su voz no es la misma que plantaba cara a los estratosféricos agudos de hace una década, pero su delicioso timbre, correctísima proyección e irreprochable musicalidad revelan a una verdadera artista. A esto hay que añadirle su extraordinaria capacidad histriónica. Dessay no sólo canta, crea un personaje: su Marie, absolutamente creíble, está caracterizada en la línea de una Pippi Calzas Largas. Sus interpretaciones de "Il faut partir" en el acto I y el jubiloso "Salut a la France" que cierra la ópera fueron simplemente memorables.

Florez y Dessay se reencontrarán en este mismo montaje, una coproducción de la Royal Opera londinense con Opera de Viena y el Metropolitan de Nueva York, que reunirá en aquellas ciudades la deslumbrante pareja protagonista.

La Fille du Régiment es un título con una gran tradición en Covent Garden, donde fue cantada, entre otros, por Dame Joan Sutherland y Luciano Pavarotti en unas míticas funciones en 1966, dirigidas por Richard Bonynge.


(Fotografía de Jonathan Williams: jonathan@arenapal.com)
Escucha el aria "A mes amis", de La fille du regiment, con Juan Diego Flórez, en Audibilis, más abajo en el Soundtrack



BODAS DE PLATA DE ALFREDO RUGELES


Einar Goyo Ponte
La carrera del Maestro Alfredo Rugeles es una de las más impresionantes y calificadas del quehacer musical venezolano, y apenas celebra este año sus 25 de trayectoria. Hijo del insigne poeta Manuel Felipe Rugeles, ha cultivado el arte musical en varios estadios y disciplinas: la de estudioso, la de la composición, la de la dirección y la de la difusión. Ello lo ha llevado a exhibir el extraordinario currículo que figura en los programas de mano de sus conciertos, pero sobre todo a convertirse en invitado frecuente del mundo internacional, en todas sus facetas. Con la primera comparte el fruto de sus desvelos e investigaciones en el seno del Sistema de orquestas Juveniles e infantiles de Venezuela, con la segunda figura en grabaciones, antologías y gana premios y reconocimientos, y con la última lleva la antorcha del Festival Latinoamericano de Música de más de 15 años de vida.


Quizás la más notoria de sus actividades es la de director de orquesta, con la cual consigue reconocimientos más inmediatos, elogiosos y frecuentes. Y no sin razón. En manos de Rugeles la música adquiere una objetividad inusual. Es casi como si pudiese vérsele sus mutables tonalidades de color, cobra tamaño, peso, espesor, volumen, se hace casi tangible, tal es la pulsión de precisión métrica y tímbrica que signa su estilo de dirección. Su sensibilidad le impide caer, sin embargo, en la metronomía, ni en la fría disección formal de la obra que interpreta. Esa facultad desarrollada y refinada a lo largo de los años y del contacto con grandes músicos con los cuales ha compartido escena le permite extraer de la música ese ingrediente que no es precisamente musical, y que habita en el fondo de ella, el de la expresión, el de la emoción, el del contenido siempre abstracto, siempre relumbrante, siempre elusivo, pero cuyo rasgo, cuyo sendero hacia la epifanía está inequívocamente escrito en la partitura, para aquellos que sepan leerlo y describirlo. En estos 25 años Alfredo Rugeles se ha convertido en un aventajado y experto lector.


Eso, que quizás palabras menos complejas, pero más certeras podrían describir como la combinación entre inspiración y destreza, volvimos a atestiguar, en estado de gracia este pasado viernes 20 de abril en la Sala José Felix Ribas, en el concierto que inaugura la celebración de los 25 años de vida artística del maestro.


El mismo abrió con el estreno de una obra de su esposa, la compositora venezolana Diana Arismendi, Cantos de sur y norte, la cual está basada en una técnica compositiva que podríamos llamar intertextual, dado el uso de citas de obras previas, que van delineando el desarrollo sonoro y armónico de la partitura. En ella, una alusión proveniente de la Tanguitis del propio Rugeles marca el “sur” de la obra, la cual va derivando hacia un tema de Arismendi, de su Señales en el cielo, que representa el Norte, y que extraña o naturalmente, según la evolución tonal, se asimila al tema del Lento, de la Sinfonía del Nuevo mundo, de Dvorak. En el tránsito, y esto es lo emocionante de la obra, los temas hacen un primer contacto a través de otra cita, esta vez proveniente nada menos que del Preludio de la ópera Tristan und Isolde, contentiva de la pareja amorosa más famosa del teatro musical, en hermoso obsequio marital de la autora hacia su intérprete en su cumpleaños artístico.


Un poco fuera de lugar en la celebración resultó la parte concertante de la velada, con el Concierto para flauta y orquesta en re mayor, Op. 283, del alemán Carl Reinecke (1824-1910), por la interpretación de Peter-Lukas Graf, flautista suizo de renombrada trayectoria, pero que, a juzgar por su prestación, ha iniciado ya su declinación: poco fiato para las amplias frases, cansancio en las coronas, sonido poco prístino, pesantez en las agilidades. Obtuvo, no obstante una sensible interpretación de este concierto altamente melódico y lírico.


El punto cumbre del concierto lo constituyó, sin duda, la lectura de la Sinfonía No. 2 en re mayor, Op. 43,del finlandés Jan Sibelius. De la serie de sus 7 sinfonías, esta es mi favorita, por las dimensiones, por la nobleza de los temas, y por el juego de interacción y hasta narración que plantea con ellos, ofrecidos primero como tímidas células, que van en su desarrollo empapándose de nuevos elementos, se van transformando en otras evocaciones, algunas de ellas oscuras, como la del 2º. Movimiento, que ha sido asociado a la escena en la cual el personaje de Don Juan se enfrenta al ominoso Convidado de Piedra, hasta convertirse en la apoteósica declamación del final.


Rugeles fue armando este rompecabezas lírico con paciencia y tiempo meditado, extrayendo de la tímbrica de su Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, así como del fraseo preciso de sus diferentes secciones instrumentales, lo más sustancioso y brillante de su sonoridad. Nunca había escuchado un trabajo tal con las cuerdas bajas, contrabajos y violoncelos, a quienes otorga el protagonismo del Andante, así como de la confección impresionante, bloque a bloque, nota por nota del gran crescendo que rubrica la sinfonía. Metales contundentes pero puntuales y exactos. Maderas valerosas que no se rendían ante el tejido orquestal para describir frases cruciales que revelan el carácter casi cíclico de la obra, y un soporte casi de bajo continuo titánico en la percusión. El ímpetu de las cuerdas en la pronunciación triunfal del hermoso tema crucial del tercer movimiento, y su potencia atómica en las cimas del desarrollo final. Aquello daba la impresión de transportarnos fuera de este mundo, y por un instante, creo que lo estuvimos.


Habitamos el universo particular creativo del maestro Alfredo Rugeles, en sus Bodas de Plata con la música.

UNA VIUDA COMPROMETIDA




Einar Goyo Ponte


El programa de mano de la producción de La viuda alegre, de Franz Lehar, presentada el pasado fin de semana en el Teatro Teresa Carreño, compromete innecesariamente la prestación artística al declarar, no muy diáfanamente, por cierto, que el mismo es el producto de un nuevo proyecto que contrarrestaría lo que la Gerencia del TTC (el texto no está firmado) califica de “proceso de desjerarquización”, llevado a cabo durante los últimos veinte años, mediante el cual un “director escénico plenipotenciario” invertía ecuaciones y decidía montar un título operístico de su capricho sin importar si en el país existían voces para el mismo. La más superficial lectura histórica nos revela que paradójicamente esos son los años de la consolidación del movimiento lírico “hecho en Venezuela”, cuando, por fin, después, de décadas de temporadas casi absolutamente importadas, se confió a nuestros artistas, no sólo el canto de las óperas, sino su diseño y producción. Así subieron a escena títulos firmados por José Ignacio Cabrujas, Román Chalbaud, Antonio Costante, José Simón Escalona, Eduardo Mancera, Orlando Arocha y otros. Quienes directa o indirectamente promovieron la formación de un almacén vocal criollo. Fue la época de protagonismo de William Alvarado, Yazmira Ruiz, Margot Parés Reyna, Lucy Ferrero, Cayito Aponte, Juan Tomás Martínez, Sara Caterine, Mirna Moreno, Victor López, y del despuntar de estrellas hoy internacionales como Inés Salazar y Aquiles Machado. ¿A quién se refiere el programa como el director plenipotenciario? ¿A Cabrujas? ¿A Costante? ¿Chalbaud? ¿Por qué descalificarlos tan injustamente y minarles el mérito que los documentos constatan?¿Cómo puede hablarse de una desintegración de la lírica entre 1987 y 2007, si nunca habíamos tenido tantos cantantes y se pudo hacer tanta ópera (más de 20 títulos, tres de ellos venezolanos, básicamente con nuestros cantantes en roles protagónicos) en esos años? Pareciera que los directivos del Teatro no recurren a su excelente Centro Documental a la hora de escribir impropiedades como ésta. También recomiendo la lectura de mi capítulo "Voces y pasiones de una memoria" en el libro sobre la historia del teatro editado en el XV Aniversario del mismo.


Así, en esta atmósfera de desinformación vemos el montaje de esta opereta, la más popular del repertorio, estrenado en diciembre y repuesto ahora en abril, y su equipo artístico queda en entredicho pues entre la “desjerarquización”, y este “proyecto estructurador” no vemos significativa diferencia. Las mismas valencias y falencias de entonces persisten hoy.


Lo primero es la versión en español escogida para la producción. La costumbre moderna universal es que el libreto original de Victor Léon y Leo Stein, que está basado en ciertos hechos reales relativos al principado de Montenegro (Pontevedro en la opereta) y contemporáneos al estreno en 1905, y que comporta un significativo número de pasajes dialogados sin música, como es habitual en el género, se modifique, en aras de “actualizarlo”, más en el aspecto lingüístico-dramático que en el de la historia. Aquí se nos ofreció una versión anónima, pésimamente escrita, de traslaciones cursilísimas, excesivamente castiza y estilísticamente vetusta. Lo que hace con el texto de la “Canción de Vilja”, el “dúo del Pavilion” o el crucial vals de Hanna y Danilo (Lippen schweigen en el original) es crimen de lesa poesía. Sólo ocasionalmente tiene pasajes de ingenio.


Sobre esta precariedad debía trabajar la puesta en escena de Héctor Sanzana, quien desaprovechando el encomiable trabajo de Francisco Caraballo en la escenografía (aunque extrañamos un mejor acabado de realización en sus decorados Art Nouveau, y en el bosque de cartón piedra del Acto II), Jorge Marcelino Hernández en el vistoso y colorido vestuario y la correcta iluminación de José Castillo, opta por hacerse imperceptible, dejando desamparados con sus patéticas actuaciones a Betzabeth Talavera, Francisco Morales, Franklin de Lima, Jeancarlo Santelli, José Antonio Higuera y Melba González, quienes se mueven en escena más por instinto que por escuela. Esta irresponsabilidad hace que el montaje padezca una atracción irresistible por la vulgaridad, en cuyos abismos cae con demasiada frecuencia, como es ejemplarmente lamentable en la escena entre Danilo y Praskovia en el Acto II.


De la prestación vocal diremos que Talavera (Hanna, la viuda) y De Lima (Conde Danilo) se salvan del desastre anterior por sus voces. Ella obtiene su mejor momento en la “Vilja”, del Acto II, pero su voz es de irregular emisión y afinación, forzándose en matices que un dominio técnico aún lejano de sí, le están vedados. El da la mejor ejecución de todo el elenco, sonora, variada, elegante, lo que agrava más su acartonada presencia escénica. Fanny Arjona, la “otra viuda” de los elencos es muchísimo más creíble y consistente en su creación de un personaje (su experiencia teatral se lo permite). Es casi un deleite apreciarla, lástima que su instrumento se haga inaudible en muchos pasajes de la partitura y su afinación también queda comprometida. Triunfa al final del Acto II. Francisco Morales (Danilo) es un absoluto desastre: tiene la elegancia de un looney tunes y la voz es seca, forzada, por lo que grita más que canta. Santelli e Higuera fueron Camille de Rosillon. El uno, con su deplorable timbre, pero con notas agudas firmes y decididas, se aleja del encanto vocal del personaje; el otro lo consigue sonoramente, con bella emisión, no siempre homogénea y notas brillantes. Ambos naufragan actoralmente. Las Valenciennes: Giovanna Sportelli, otra veterana de las tablas, vence en el Acto III, comandando a las Grisettes, pero es anodina vocalmente en el resto de la obra; Melba González tiene timbre y emisión indefinidos y nunca supera la mediocridad. Cayito Aponte, después de su tormentosa salida, domina la escena cómica, como era de esperar, de principio a fin. Le hace un segundo muy loable el estupendo Njegus de Julio Timaure, premiado con su número de canto y baile en el acto final, que resuelve extraordinariamente. Irregulares en canto y escena los secundarios de Castor Rivas, Luis Javier Jiménez, Blas Hernández, Verónica Orellana, Pablo Zuloaga , Kelvis Rausseo y Héctor Rodríguez.


Las coreografías no balletísticas estuvieron en su mayoría desincronizadas y tan faltas de ingenio que provocaban penosos resultados como la danza de los mesoneros, la marcha-septeto y el galop entre Danilo y Hanna, con trotecitos equinos, ambos en el Acto II. Por el contrario es cautivante el pas de deux con “chevalieres” del inicio del Acto III, a cargo de Cristina Amaral y Javier Solano, y acertadamente festivo el Can-can de las Grisettes, en el mismo Acto.


Brillante prestación la de la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, dirigida por Antonio Delgado, llena de vivacidad y chispa, atenta a los cantantes y dueña del ritmo ligero de la opereta, aunque extrañamente su vigor decae en el Can-can del último acto.


Luz y sombra pues, en esta frivolísima, como debe ser, Viuda Alegre.

domingo, 22 de abril de 2007

FESTIVAL VILLA-LOBOS




Einar Goyo Ponte


La música del brasileño Heitor Villa-Lobos es un extraordinario ejemplo de ese movimiento contradictorio que terminará por definir –es mi personal convicción-, no sólo la cultura latinoamericana sino nuestra propia identidad: el de la curiosidad y rechazo por la cultura metropolitana, aquella en la que fuimos colonizados; el de la apropiación de sus productos y la resistencia a internalizarlos; el de la selección libre por aquello de lo que nos creemos legítimos partícipes contra la pulsión que nos arrastra a un telurismo donde se pierden nuestros signos. Esa oscilación, ese impulso doble es lo que más se nos parece, y de allí han surgido extraordinarias obras de nuestra más genuina idiosincrasia: las iglesias mexicanas y peruanas, el son cubano, Cien años de soledad, la Gramática, de Bello, el tango, los murales de Siqueiros y la música de Villa-Lobos, entre otras.
Es lo que quedó demostrado este fin de semana en el Festival Villa-Lobos que produjeran la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar e invitados del propio Brasil, entre quienes destaca el director Isaac Karabtchevsky, de la Sinfónica Petrobras. Se trata de una música exuberante, sensual, atraída por la melodía europea, pero construida desde la base de la naturaleza americana, sus ritmos, sus formas indígenas y autóctonas. Obsesionado por Bach, fusionó sus estructuras fugadas y sus progresiones armónicas con el misterio del Brasil profundo, amazónico. En su música reconocemos las formas vanguardistas que Stravinsky, Debussy o Ravel instalaron en el sonido occidental. Lo escuchamos en los grandes coros oscuros, pero cuando se deja ganar por el melodismo la influencia que sentimos es la de Puccini, como en la escritura para la soprano, valerosamente ejecutada, frente a la gran masa sonora, por la brasileña Mirna Rubin, y en la portentosa orquestación de Floresta Amazónica. También en las más íntimas Bachianas Brasileiras No. 5, con la melodía más subyugante del compositor, estupendamente interpretadas por nuestra Margot Parés Reyna ; en el canto amazónico del Choros No. 10, concertado excelentemente por Karabtchevsky y los numerosos coros criollos liderados por el Movimiento Coral Cantemos, que dirigen Maibel Troia y María Guinand; en la concienzuda interpretación de Annette León del Concierto para arpa, que le da una envergadura similar a la de las grandes obras para piano al señorial instrumento de largas cuerdas, y por último, en las Bachianas Brasileiras No. 3, donde a la correcta lectura del pianista brasileño Marco Antonio de Almeida sumó el director un sentido del ritmo, la variación y la melodía, que descubre al gran lírico que era Villa-Lobos, al lado de su indiscutible modernidad.
Escucha las Bachianas brasileiras No. 5, con Anna Moffo y Leopold Stokowski, más abajo, en Audibilis.

sábado, 14 de abril de 2007

PEDRO INFANTE Y NOSOTROS




Einar Goyo Ponte


El 15 de abril de 2007 se cumplen 50 años del accidente de aviación en el que perdiera la vida el cantante mexicano Pedro Infante, otro de los inextinguibles ídolos de la cultura latinoamericana. México ha sido siempre pródiga en grandes voces, incluso en el ámbito operístico: potentes, de hermoso timbre y prodigiosas facultades. Nada más contemporáneos a Infante figuraban Jorge Negrete, Pedro Vargas y otros muchos, sobre los cuales es difícil definir una preferencia, tal es su magisterio. El timbre culto, potente de Negrete sigue siendo de una seducción irresistible, y el magno dominio de la emisión y la extraordinaria musicalidad de Pedro Vargas justifican por sí solas su leyenda. Hay otros cantantes pero ya no califican en la nobleza casi aristocrática de estos dos, y otros, ya provienen de coordenadas posteriores como el también imperecedero Javier Solis, la desgarrante Lola Beltrán o los contemporáneos Alejandro Fernández o el solar Luis Miguel. Pero yo, que intento no ser un oyente visceral, arrastrado de la mera sensorialidad, entiendo que, aunque la belleza y la calidad vocal de estos artistas podría ser similar o superior unos a otros en determinados casos, momentos y repertorios, el fenómeno de Pedro Infante, representa elementos de gran singularidad.
Hablemos de la voz en primer lugar: cuando hoy lo escuchamos, eternizado en sus grabaciones, nos resulta arduo pensar que ese cantante tuviese alguna vez problemas para convencer a auditorios, maestros o productores discográficos, como nos lo cuentan algunos de sus biógrafos, y aún arguyen sus detractores, que más extrañamente aún, también existen. Esa tersura del timbre, ese sonido parejo, aterciopelado en toda la gama, esa proyección acariciante, que sin embargo, pocas veces se va al falsete, ese color de voz de tan extraordinaria belleza, esa manera de cantar, con plena conciencia de lo que se dice, adecuando la potencia, los diminuendos y crescendos, las notas sostenidas, los juegos rítmicos en aras de la expresión. Esa podría ser una descripción técnica, detallada pero inevitablemente parcial del verdadero encanto de Pedro Infante.
Lo demás proviene de su carisma popular, de la manera franca e inmediata que supo encontrar para identificarse con el alma de su público, no sólo por la naturalidad y la sinceridad con que encarnaba a los personajes de sus películas, sino por lo que lograba hacer con sus canciones. Pedro Infante, Pepe el Toro, el borracho García, el hijo de María Morales, Martín Corona y el público de la sala de cine o el oyente de la radio o el disco eran una sola entidad. Su voz saca a la luz toda la profundidad, la bonhomía, el despecho, la soledad, la sensiblería y la ironía que nos caracterizan por las calles de esta cuenca del caribe. Muchas de sus canciones son más bien minidramas, historias reales, porque él, quizás por su tradición cinematográfica, quizás por su sentido de artista franco, las actuaba, a la par que las cantaba, y las actuaba con su voz magistral: es lo que ocurre en “Cien años”, que se convierte así en una queja nostálgica y un trasunto popular de aquel Amor constante más allá de la muerte, de Francisco de Quevedo; el pícaro y erótico requiebro amoroso de “Amorcito corazón”, la historia humanísima ora esperanza, ora dolor de “Dos arbolitos”, el inevitable testimonio de venganza amorosa, que prácticamente se va presenciando por capítulos en su voz en “Cuando el destino”, la pureza de sus melismas en “Deja”, y un largo etcétera. Son como telenovelas en música
Eso era él: un personaje y un pueblo atados en una voz maravillosa, eternamente subyugante.

domingo, 8 de abril de 2007

MUSICA SACRA


Einar Goyo Ponte


El culto religioso, la expresión más inmediata del ansia de espiritualidad del hombre occidental, ha devenido en innumerables manifestaciones artísticas, que en buena medida han hecho aún más estrecha esa relación del hombre con lo sagrado. A ellas pertenecen las partituras musicales, que este Sábado de Gloria, penúltimo día de la Semana Santa, se hace oportuno recordar.
La tradición musical de Occidente se inicia con un género religioso: el canto gregoriano, con su cualidad de pureza sonora y diáfana que para muchos tiene incluso efectos curativos. Pero la Semana Mayor tiene en música expresiones muy puntuales, que van más allá de las misas y oratorios que plenan el repertorio, y a través de las cuales es posible seguir una suerte de itinerario musical por los elementos de fe que dan su sentido a estos siete días. Un ejemplo de estos últimos sería Cristo en el jardín de los olivos (1803), compuesto por el rebelde Ludwig Van Beethoven, y que versa sobre la víspera de la Pasión de Jesús. Arturo Reverter (1995) nos informa que “se trata de una especie de acto de ópera seria, de talante muy dramático, en el que la figura de Jesucristo es recreada de manera muy humana”. La idea se la sugirió a Beethoven el mismo Emmanuel Schikaneder que propondría a Mozart el tema de La flauta mágica. Extrañamente, la obra concluye, a pesar de su tema, situado en el primer episodio del martirio de Jesús, con un Aleluya muy haendeliano.
Ya sobre el episodio medular de la Pascua Cristiana: el sacrificio de Cristo, son emblemáticas las Pasiones según San Juan y San Mateo, de Juan Sebastián Bach, compuestas entre 1721 y 1729, y que desde el sentido luterano del evangelio dan una visión emocionantemente humana de Cristo y su sacrificio. En la segunda de ellas, las palabras de Jesús aparecen acompañadas de música de cuerdas que dan una particular luminosidad a esos recitativos. Jesús no canta más que estos trozos narrativos tomados de las escrituras, las arias están a cargo de los solistas quienes comentan lírica y fervorosamente los momentos más tocantes de la Pasión: la negación de Pedro, los azotes, el tránsito hacia el Gólgota, las palabras de Jesús en la cruz. Y los coros oran a partir de esos mismos episodios pero a la vez ejercen el rol más teatral pues representan al pueblo que contempla, que condena, que cambia a Jesús por Barrabas, y que se asombra angélicamente con la muerte del Redentor, como ocurre en uno de los pasajes más breves y sobrecogedores de la Pasión según San Mateo. Más contemporáneamente se destaca la Pasión según San Lucas, del neocatólico polaco Krystof Penderecki, de gran impacto auditivo y dramático por la peculiar manera como el compositor actualiza el mensaje bíblico. La muerte de Jesús encuentra su representación musical en el oratorio Las últimas siete palabras, de Joseph Haydn, que musicaliza el célebre sermón propio del Miércoles Santo, pero su mayor expresión son las Misas de Réquiem, entre las que califican como obras maestras las de Mozart, por su carácter dramático, de Verdi, por lo patético y compasivo, y el de Fauré, que semeja más bien un Réquiem de ángeles, por su extraordinaria serenidad. Hay momentos cruciales como el Lacrimosa, que tanto en Mozart como en Verdi representan el paso por el calvario, mientras recuerda que mediante ese sacrificio fuimos salvados de la muerte eterna y del fuego del Infierno. Pero incluso el dolor de María, la madre del redentor ha sido expresada por la música, en el oficio del Stabat Mater, sobre el cual dos italianos han creado sendos ámbitos melódicos de arrobo y sentimiento impresionantes: Gianbattista Pergolesi (hacia 1735), para soprano y mezzosoprano en una colección de arias y dúos de una belleza casi ultraterrena, Bellini lo llamó el “divino poema del dolor”, y Gioacchino Rossini (1842), quien creó, después de haberse retirado de la composición operística un oratorio con arias impresionantes de considerable dificultad para sus cuatro solistas en las cuerdas de soprano, mezzosoprano, tenor y bajo, sin olvidar los dramáticos pasajes corales. El Viernes Santo, día de duelo de la cristiandad, es aquel en cuyo oficio se ejecutan Los improperios, que es el texto mediante el cual Jesús, doliente se dirige a su Jerusalén, y le increpa su olvido, y ser la tierra escogido para la muerte del Salvador. Así se titula el oratorio del español Federico Mompou, para barítono, coros y orquesta, compuesto en 1963. El mismo texto es la base del famoso Popule Meus, de nuestro José Angel Lamas.
Richard Wagner, desde su particular visión del arte, la música, el teatro y la religión, estrena en 1882 su Parsifal, subtitulado por él como “festival sacro”. En él hay un pasaje orquestal que se conoce popularmente como el Encantamiento del Viernes Santo, en el cual el bosque y la pradera florecen “cuando todo lo que vive siente la obra de redención del Salvador y el hombre, ahora piadoso, procura respetar a la naturaleza, a lo que “florece y pronto muere” (Angel Fernando Mayo, 1998).
Y ya para el Domingo de Resurrección es difícil pensar en algo más acorde que la imponente Misa en sí menor, de Bach, cuyos pasajes del Crucifixus y Et resurrexit, son cumbres del fervor y el entusiasmo religioso humanos. El mismo Bach que compuso casi 300 cantatas para cada día santo y fiesta religiosa tiene otras dos obras importantes y destacables: el Oratorio de Pascua, lleno de arias bellísimas y de vivaz colorido orquestal, y la hermosísima cantata No. 4, Christ lag in Todesbanden (Cristo yace en brazos de la muerte), que representa musicalmente un progresivo ascenso desde la oscuridad a la luz, y donde cada aria, dúo o coral concluye con un animado Aleluya.
Son equivalentes sonoros de los cuadros y esculturas de Rafael, Fra Angelico, Bernini, Michelangelo, Mantenga, Velásquez, Murillo, Zurbarán, o de los asombros arquitectónicos de Notre Dame, San Pedro, Chartres, Florencia, Westminster, San Petersburgo, México, Milán o Santiago de Compostela. Pórticos, catedrales, recintos de reflexión y oración más portátiles e inmediatos en los que podemos entrar y contemplar cada vez que queramos.

BIBLIOGRAFIA
Mayo, Angel Fernando. Wagner. Ediciones Península, Barcelona, España. 1998.
Reverter, Arturo. Beethoven. Ediciones Península, Barcelona, España. 1995.


domingo, 1 de abril de 2007

POR EL APLAUSO FACIL




Einar Goyo Ponte


¿Hay futuro para la ópera en la cultura venezolana? Durante casi dos siglos, el arte lírico formó parte muy significativa de la vida cultural citadina, fundamentalmente en Caracas, adonde acudían con notable regularidad (si recordamos que no existían el avión ni los transatlánticos) las compañías europeas y se convertían en importante fuente de ocio y contacto con las metrópolis foráneas. Compositores vernáculos, himnos nacionales, escuelas de canto, el desarrollo arquitectónico, la literatura, la dramaturgia, todo se vio influenciado por la frecuente visita de los elencos líricos que traían los recién estrenados títulos de Bellini, Donizetti y Verdi, en el siglo XIX, y de Puccini o Mascagni en el XX. Muchas veces arribaron primero a nuestras costas las obras maestras del romanticismo y el realismo europeo en sus versiones de melodrama que en sus originales teatrales o literarios. El desarrollo de orquestas, el talento de compositores criollos se vieron estimulados y beneficiados de ese contacto. Ya en el siglo XX, antes de la llegada del cine, la ópera y el ballet se disputaban el gusto de los caraqueños, y después de él, la ópera, sin embargo conoció un largo declive dorado, con la visita de un gran número de voces y directores históricos, gracias a los cuales, nuestros cantantes pudieron intentar desarrollar sus facultades e inclinaciones. Entre los años 50 y 70 del pasado siglo Caracas era una capital latinoamericana operística de cierta importancia, secundando iniciativas mejicanas o argentinas. Colombia, Brasil o Chile nos iban a la zaga.
Pero a partir de los años 80, a raíz de las devaluaciones del dólar y las crisis económicas, el melodrama venezolano entra en una precipitada decadencia de la que ni las gestiones del Teatro Teresa Carreño, la Compañía Nacional de Opera, las iniciativas de ópera popular gratuita, ni la ya desaparecida Fundación Amigos del Teatro Teresa Carreño lograron revertir. Cada vez fueron más escasas las figuras internacionales, cada vez más espaciadas sus visitas, hasta que desde hace más de seis años ya no hubo ninguna, las temporadas líricas se han ido reduciendo a una ópera por año, con cantantes incipientes, y una generación entera frustrada y perdida.
Este domingo 25 de marzo, la Sinfónica Venezuela ofreció una Gala Lírica, con una cantante italiana perteneciente a la Compañía del Teatro alla Scala, de Milán, para compartir con dos de nuestros cantantes más jóvenes: uno de ellos ya triunfador en las tablas nacionales y el otro en sus primeros pininos. La idea era encomiable. El resultado, sin embargo, fue decepcionante.
La primera razón fue la torpe organización del programa, más parecido a un cajón de sastre, que a un concierto donde las selecciones de ópera populares o favoritas tendieran a un gradual crescendo de la emoción, de las demostraciones de virtuosismo o resistencia de los cantantes, o se siguiera una senda histórica que diera idea de la evolución de estilos, detalle que siempre agradecen los noveles espectadores. No había nada de eso. Sólo unos fragmentos desordenados de diversas óperas, la mayoría verdianas, desconectadas entre sí las procedentes del mismo título, pero sin el menor sentido de la emoción. Zarzuelas mezcladas sin justificación con óperas italianas, Verdi, a montones, Bellini, después de él, Verdi otra vez, Puccini, Verdi otra vez para el final. Era como si sólo importara su popularidad, la posibilidad del aplauso fácil, sin mayor compromiso de los artistas.
Así fue la prestación de los cantantes: Carmen Giannatasio, bella voz de soprano lírico, abrió con un opulento y elegante “Tacea la notte” del Trovador, pero empezó a perder sonoridad y matiz expresivo en el trío del Acto I de la misma obra, a cantar apresuradamente y sin abandono lírico en un trozo donde esto es indispensable y lo primero imperdonable, como la “Casta diva” de Norma (Bellini). En ello insistió en un pobre “Vissi d’arte”, de Tosca (Puccini), y volvió a ser superada por la orquesta en el dúo del Acto IV, otra vez del Trovador, para cerrar con un intrascendente “La vergine degli angeli”, de La forza del destino (Verdi).
Nuestro barítono Franklín de Lima demostró arrojo y osadía, sobre todo por enfrentarse a un repertorio para el cual no posee el color ni el mordente, pero resolvió con ímpetu e intención los difíciles pasajes de Don Carlos y Trovador, aunque no impecablemente en lo musical. Daba la impresión de que él y el director Angelo Pagliuca no se entendían.
El tenor Jean Carlo Santelli tiene la dudosa virtud de hacernos sentir atrapados en un viejo fonógrafo, que sólo reprodujese las grabaciones menos venturosas de los tenores antiguos, como De Lucia o Lázaro, tal es lo ingrato de su timbre y lo arcaico de su estilo canoro. Tuvo además el mal gusto de incluir la socorrida “No puede ser” de La tabernera del puerto, de Pablo Sorozabal, en un programa de pura ópera italiana.
En medio de los desaguisados, el Coro de Opera Teresa Carreño brilló en su “Coro de gitanos”, de Trovador, y en el hermoso “Va pensiero”, de Nabucco, justo los dos momentos más afortunados de la dirección de Angelo Pagliuca, lenta, indiferente a sus cantantes y a los detalles dramáticos de sus partituras. Federico Scopone, esposo de la soprano Giannattasio, dirigió tres fragmentos orquestales dentro de aquel desorden musical, con cierta fortuna, pero sin la suficiente fuerza para arrancarnos del reino del bostezo en el que ya nos habíamos sumido.
¿Tiene futuro la ópera en la cultura venezolana? Mientras siga concibiéndose como la cenicienta de la música, y se prefiera este facilismo popular a hacerla con la profundidad y dedicación que requiere, como la compleja manifestación artística que es, me temo que no.