Einar Goyo Ponte
El programa de mano de la producción de La viuda alegre, de Franz Lehar, presentada el pasado fin de semana en el Teatro Teresa Carreño, compromete innecesariamente la prestación artística al declarar, no muy diáfanamente, por cierto, que el mismo es el producto de un nuevo proyecto que contrarrestaría lo que la Gerencia del TTC (el texto no está firmado) califica de “proceso de desjerarquización”, llevado a cabo durante los últimos veinte años, mediante el cual un “director escénico plenipotenciario” invertía ecuaciones y decidía montar un título operístico de su capricho sin importar si en el país existían voces para el mismo. La más superficial lectura histórica nos revela que paradójicamente esos son los años de la consolidación del movimiento lírico “hecho en Venezuela”, cuando, por fin, después, de décadas de temporadas casi absolutamente importadas, se confió a nuestros artistas, no sólo el canto de las óperas, sino su diseño y producción. Así subieron a escena títulos firmados por José Ignacio Cabrujas, Román Chalbaud, Antonio Costante, José Simón Escalona, Eduardo Mancera, Orlando Arocha y otros. Quienes directa o indirectamente promovieron la formación de un almacén vocal criollo. Fue la época de protagonismo de William Alvarado, Yazmira Ruiz, Margot Parés Reyna, Lucy Ferrero, Cayito Aponte, Juan Tomás Martínez, Sara Caterine, Mirna Moreno, Victor López, y del despuntar de estrellas hoy internacionales como Inés Salazar y Aquiles Machado. ¿A quién se refiere el programa como el director plenipotenciario? ¿A Cabrujas? ¿A Costante? ¿Chalbaud? ¿Por qué descalificarlos tan injustamente y minarles el mérito que los documentos constatan?¿Cómo puede hablarse de una desintegración de la lírica entre 1987 y 2007, si nunca habíamos tenido tantos cantantes y se pudo hacer tanta ópera (más de 20 títulos, tres de ellos venezolanos, básicamente con nuestros cantantes en roles protagónicos) en esos años? Pareciera que los directivos del Teatro no recurren a su excelente Centro Documental a la hora de escribir impropiedades como ésta. También recomiendo la lectura de mi capítulo "Voces y pasiones de una memoria" en el libro sobre la historia del teatro editado en el XV Aniversario del mismo.
Así, en esta atmósfera de desinformación vemos el montaje de esta opereta, la más popular del repertorio, estrenado en diciembre y repuesto ahora en abril, y su equipo artístico queda en entredicho pues entre la “desjerarquización”, y este “proyecto estructurador” no vemos significativa diferencia. Las mismas valencias y falencias de entonces persisten hoy.
Lo primero es la versión en español escogida para la producción. La costumbre moderna universal es que el libreto original de Victor Léon y Leo Stein, que está basado en ciertos hechos reales relativos al principado de Montenegro (Pontevedro en la opereta) y contemporáneos al estreno en 1905, y que comporta un significativo número de pasajes dialogados sin música, como es habitual en el género, se modifique, en aras de “actualizarlo”, más en el aspecto lingüístico-dramático que en el de la historia. Aquí se nos ofreció una versión anónima, pésimamente escrita, de traslaciones cursilísimas, excesivamente castiza y estilísticamente vetusta. Lo que hace con el texto de la “Canción de Vilja”, el “dúo del Pavilion” o el crucial vals de Hanna y Danilo (Lippen schweigen en el original) es crimen de lesa poesía. Sólo ocasionalmente tiene pasajes de ingenio.
Sobre esta precariedad debía trabajar la puesta en escena de Héctor Sanzana, quien desaprovechando el encomiable trabajo de Francisco Caraballo en la escenografía (aunque extrañamos un mejor acabado de realización en sus decorados Art Nouveau, y en el bosque de cartón piedra del Acto II), Jorge Marcelino Hernández en el vistoso y colorido vestuario y la correcta iluminación de José Castillo, opta por hacerse imperceptible, dejando desamparados con sus patéticas actuaciones a Betzabeth Talavera, Francisco Morales, Franklin de Lima, Jeancarlo Santelli, José Antonio Higuera y Melba González, quienes se mueven en escena más por instinto que por escuela. Esta irresponsabilidad hace que el montaje padezca una atracción irresistible por la vulgaridad, en cuyos abismos cae con demasiada frecuencia, como es ejemplarmente lamentable en la escena entre Danilo y Praskovia en el Acto II.
De la prestación vocal diremos que Talavera (Hanna, la viuda) y De Lima (Conde Danilo) se salvan del desastre anterior por sus voces. Ella obtiene su mejor momento en la “Vilja”, del Acto II, pero su voz es de irregular emisión y afinación, forzándose en matices que un dominio técnico aún lejano de sí, le están vedados. El da la mejor ejecución de todo el elenco, sonora, variada, elegante, lo que agrava más su acartonada presencia escénica. Fanny Arjona, la “otra viuda” de los elencos es muchísimo más creíble y consistente en su creación de un personaje (su experiencia teatral se lo permite). Es casi un deleite apreciarla, lástima que su instrumento se haga inaudible en muchos pasajes de la partitura y su afinación también queda comprometida. Triunfa al final del Acto II. Francisco Morales (Danilo) es un absoluto desastre: tiene la elegancia de un looney tunes y la voz es seca, forzada, por lo que grita más que canta. Santelli e Higuera fueron Camille de Rosillon. El uno, con su deplorable timbre, pero con notas agudas firmes y decididas, se aleja del encanto vocal del personaje; el otro lo consigue sonoramente, con bella emisión, no siempre homogénea y notas brillantes. Ambos naufragan actoralmente. Las Valenciennes: Giovanna Sportelli, otra veterana de las tablas, vence en el Acto III, comandando a las Grisettes, pero es anodina vocalmente en el resto de la obra; Melba González tiene timbre y emisión indefinidos y nunca supera la mediocridad. Cayito Aponte, después de su tormentosa salida, domina la escena cómica, como era de esperar, de principio a fin. Le hace un segundo muy loable el estupendo Njegus de Julio Timaure, premiado con su número de canto y baile en el acto final, que resuelve extraordinariamente. Irregulares en canto y escena los secundarios de Castor Rivas, Luis Javier Jiménez, Blas Hernández, Verónica Orellana, Pablo Zuloaga , Kelvis Rausseo y Héctor Rodríguez.
Las coreografías no balletísticas estuvieron en su mayoría desincronizadas y tan faltas de ingenio que provocaban penosos resultados como la danza de los mesoneros, la marcha-septeto y el galop entre Danilo y Hanna, con trotecitos equinos, ambos en el Acto II. Por el contrario es cautivante el pas de deux con “chevalieres” del inicio del Acto III, a cargo de Cristina Amaral y Javier Solano, y acertadamente festivo el Can-can de las Grisettes, en el mismo Acto.
Brillante prestación la de la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, dirigida por Antonio Delgado, llena de vivacidad y chispa, atenta a los cantantes y dueña del ritmo ligero de la opereta, aunque extrañamente su vigor decae en el Can-can del último acto.
Luz y sombra pues, en esta frivolísima, como debe ser, Viuda Alegre.
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