sábado, 14 de abril de 2007

PEDRO INFANTE Y NOSOTROS




Einar Goyo Ponte


El 15 de abril de 2007 se cumplen 50 años del accidente de aviación en el que perdiera la vida el cantante mexicano Pedro Infante, otro de los inextinguibles ídolos de la cultura latinoamericana. México ha sido siempre pródiga en grandes voces, incluso en el ámbito operístico: potentes, de hermoso timbre y prodigiosas facultades. Nada más contemporáneos a Infante figuraban Jorge Negrete, Pedro Vargas y otros muchos, sobre los cuales es difícil definir una preferencia, tal es su magisterio. El timbre culto, potente de Negrete sigue siendo de una seducción irresistible, y el magno dominio de la emisión y la extraordinaria musicalidad de Pedro Vargas justifican por sí solas su leyenda. Hay otros cantantes pero ya no califican en la nobleza casi aristocrática de estos dos, y otros, ya provienen de coordenadas posteriores como el también imperecedero Javier Solis, la desgarrante Lola Beltrán o los contemporáneos Alejandro Fernández o el solar Luis Miguel. Pero yo, que intento no ser un oyente visceral, arrastrado de la mera sensorialidad, entiendo que, aunque la belleza y la calidad vocal de estos artistas podría ser similar o superior unos a otros en determinados casos, momentos y repertorios, el fenómeno de Pedro Infante, representa elementos de gran singularidad.
Hablemos de la voz en primer lugar: cuando hoy lo escuchamos, eternizado en sus grabaciones, nos resulta arduo pensar que ese cantante tuviese alguna vez problemas para convencer a auditorios, maestros o productores discográficos, como nos lo cuentan algunos de sus biógrafos, y aún arguyen sus detractores, que más extrañamente aún, también existen. Esa tersura del timbre, ese sonido parejo, aterciopelado en toda la gama, esa proyección acariciante, que sin embargo, pocas veces se va al falsete, ese color de voz de tan extraordinaria belleza, esa manera de cantar, con plena conciencia de lo que se dice, adecuando la potencia, los diminuendos y crescendos, las notas sostenidas, los juegos rítmicos en aras de la expresión. Esa podría ser una descripción técnica, detallada pero inevitablemente parcial del verdadero encanto de Pedro Infante.
Lo demás proviene de su carisma popular, de la manera franca e inmediata que supo encontrar para identificarse con el alma de su público, no sólo por la naturalidad y la sinceridad con que encarnaba a los personajes de sus películas, sino por lo que lograba hacer con sus canciones. Pedro Infante, Pepe el Toro, el borracho García, el hijo de María Morales, Martín Corona y el público de la sala de cine o el oyente de la radio o el disco eran una sola entidad. Su voz saca a la luz toda la profundidad, la bonhomía, el despecho, la soledad, la sensiblería y la ironía que nos caracterizan por las calles de esta cuenca del caribe. Muchas de sus canciones son más bien minidramas, historias reales, porque él, quizás por su tradición cinematográfica, quizás por su sentido de artista franco, las actuaba, a la par que las cantaba, y las actuaba con su voz magistral: es lo que ocurre en “Cien años”, que se convierte así en una queja nostálgica y un trasunto popular de aquel Amor constante más allá de la muerte, de Francisco de Quevedo; el pícaro y erótico requiebro amoroso de “Amorcito corazón”, la historia humanísima ora esperanza, ora dolor de “Dos arbolitos”, el inevitable testimonio de venganza amorosa, que prácticamente se va presenciando por capítulos en su voz en “Cuando el destino”, la pureza de sus melismas en “Deja”, y un largo etcétera. Son como telenovelas en música
Eso era él: un personaje y un pueblo atados en una voz maravillosa, eternamente subyugante.

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