domingo, 9 de diciembre de 2007

EXPERIENCIA PAGANINIANA



Einar Goyo Ponte


Salvatore Accardo ha construido su carrera y la ha distinguido de las de sus más insignes colegas virtuosos del violín, por haberse dedicado a cultivar el repertorio italiano de su instrumento, el cual tiene una larga y nada desdeñable escuela: Gabrieli, Vivaldi, Tartini, Paganini, de quien logró convertirse en una referencia durante los años 70 y 80. La de hace ya casi dos semanas no es su primera visita al país. Hace pocos años lo escuchamos en la Sala Ríos Reyna (más apropiada para su trayectoria y para el numeroso público que se merecía verlo, que la pequeña Sala José Felix Ribas, pero ya hemos renunciado a entender a la Gerencia de nuestro primer escenario) abordando a Brahms. Esta vez, entregado a su repertorio más afín, fue particularmente especial.
Además esta vez también subió al podio. Desde allí dirigió a su orquesta anfitriona, la Sinfónica Simón Bolívar, en una extraordinariamente bien construida obertura de la ópera L’italiana in Algeri, de Rossini, de perlada sonoridad y el perfecto equilibrio de sus particulares crescendi.

Seguidamente empuñó su violín Stradivarius, de meridiano sonido, mientras dirigía a su orquesta en uno de los mejores conciertos del legendario virtuoso italiano Niccoló Paganini, uno de los emblemas del artista romántico durante el siglo XIX, modelo de esa imagen del virtuoso como poseido de fuerzas sobrenaturales, que lo convertían en héroe misterioso y solitario, pero también ícono preludiador, junto con Liszt y Chopin, del ídolo musical del siglo XX mediático, más cercano a Elvis Presley que a un Claudio Arrau o un Plácido Domingo. De los seis conciertos que escribiera, este No. 4, que por muchos años se diera por perdido, dado el celo con el cual su autor lo guardó, como muestra de su cariño por París, a quien se lo dedicó y donde lo estrenó, se encontró y se rehizó, pues se hallaba disgregado, hace apenas 53 años, cuando el gran Arthur Grumiaux lo reestrenara. Y es uno de los más geniales del compositor. Por su riqueza melódica, por su instrumentación, menos parca y mimética que en otros de su serie, y por el cúmulo de tics virtuosos y trampas casi insalvables que tiende a lo largo de su partitura. Accardo demostró ser un dueño absoluto del estilo y la técnica paganinianos. Ejecutado en un tempo mucho más relajado y pausado de lo que lo hizo en 1975, con la Filarmónica de Londres, dirigida por el canadiense Charles Dutoit, mantuvo sin embargo su pureza interpretativa, la diafanidad casi pedagógica de la resolución de sus dificultades: las combinaciones de ligados y staccati (las notas o sonidos destacados), los pizzicati, los picados, las frases en dobles cuerdas, la transparencia del toque sul ponticello (sobre el puente que atraviesan las cuerdas en el centro del instrumento), y la limpidez del registro sobreagudo, al que Paganini se eleva sin aviso, haciendo grandes saltos de octava. La de Accardo es la experiencia paganiniana más fidedigna que los melómanos caraqueños hemos disfrutado nunca.

Como testimonio de esa maestría quedan los 20 minutos de ovación dispensada, sólo cortada por tres bises geniales: un inesperado y tocante Oblivion de Astor Piazzola, un fragmento de una partita de Bach y el proteico Capriccio No.24, de Paganini, cada uno más acabado y lujoso que el anterior.

Concluyó su presentación con una melódica, superdiscernida, tímbricamente nítida y suntuosamente mórbida Sinfonía No.4, de Felix Mendelssohn, llamada “Italiana”, a la que develó aún más la impronta del Bach admirado por Mendelssohn - gracias a lo cual rescató sus pasiones y misas en pleno siglo XIX, tras casi dos centurias de silencio- en la serena fuga que sostiene el apacible andante del segundo movimiento.
Fue una velada de excelente y tradicional escuela musical italiana: el apogeo del melodismo y la sensualidad sonora.

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