lunes, 24 de diciembre de 2007

BARROCO TRISTE



Einar Goyo Ponte


Para lo que seguramente sería el último concierto que escucharíamos este año, asistimos a la confortable sala de Ciudad Banesco en Bello Monte, a las Escenas de ópera del barroco, que nos tenía preparadas la agrupación Música Reservata, que dirige la Profesora Sandrah Silvio, en celebración de sus 15 años de trayectoria.


Pero infaustamente, su aniversario coincidió con la muerte del tenor Julio Timaure, miembro, entre otras notas de su currículo, del coro de la agrupación, y quien tenía, para esta oportunidad, a su cargo, la selección del Orfeo, de Claudio Monteverdi, obra que cumple, en este 2007, 400 años. La tristeza pareció afectar la prestación del grupo, el cual, a pesar de cumplir profesionalmente con su compromiso musical, se distanció sensiblemente del ideal de su objetivo.


Escogieron un repertorio de media docena de óperas del momento histórico en el que nació precisamente el género, en la Florencia de inicios del 1600, cuando los músicos, artistas e intelectuales más notables de la ciudad formaron una suerte de club llamado la Camerata Florentina, patrocinados por el Conde Giovanni Bardi, con el proposito de reconstruir lo que debió ser el arte venerable de la tragedia griega, la cual, según sus lecturas, debía haber sido representada con música. Así, basados en la monodia, o sea, el canto llano, claro, discernido, ideal para que el oyente entendiera la poesía del texto, sin la complejidad de los ornamentos vocales o instrumentales, llevaron a escena, con música de Jacopo Peri y versos de Ottavio Rinuccini, Dafne y Euridice, sendas opere in musica, de donde el género tomaría el nombre con el cual se haría, al cabo de pocos años, universal. La primera se ha perdido, de la segunda se conserva buena parte, pero con serias dificultades para ejecutarse y representarse, por lo que su selección hubiera marcado un significativo hito en nuestro país, si la prestación hubiese sido más feliz.
Y es que Peri, Giulio Caccini, co-autor de esa primera Euridice, y el mismo Monteverdi, quien ya en 1607 daría el primer impulso al nuevo estilo con su Orfeo, lleno de elementos que ya no abandonarían a la ópera hasta hoy, eran además grandes cultivadores del Madrigal, cantantes, maestros del arte vocal, polifonistas, por lo cual, al crear el género, lo hicieron, y allí está el tratado musical de Caccini para probarlo, sobre la idea de un canto sensual, mórbido, lleno de expresividad, efectos, belleza de emisión, donde timbre, color, línea, son su columna vertebral. Casi la antípoda de lo escuchado el domingo 16, ejecutado sobre voces de ínfima amplitud, traslucidas, con dificultad para dejarse oir en el escueto acompañamiento de cinco músicos, que fue el que Silvio dispuso para la velada, con notas agudas descoloridas y fibrosas. En el lado masculino la situación era de completo desahucio, por el femenino, Zaira Castro, no obstante, a años luz de su calidad acostumbrada, y esporádicos momentos de Claudia Galavis, náufraga, a despecho de sus buenas intenciones, en el célebre Lamento di Arianna, de Monteverdi, arañaron la suficiencia. Los fragmentos más logrados por el conjunto fueron los de La liberazione di Ruggiero, de Francesca Caccini, donde se aproximaron a cierta voluptuosidad canora y a la reproducción de atmósferas fascinantes, como las que el libreto, basado en el Orlando furioso, de Ariosto, exige.


Quizás si su directora hubiese compartido podio y escena, la prestación habría ganado en vitalidad, sabida cuenta del bello instrumento de la Silvio.
Error de cálculo.

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