Einar Goyo Ponte
Fotografías: Einar Goyo Ponte
Marianela Rivas
Antonio Bofill
Ruth Walz
La vida ha sido generosa conmigo este año. Me ha permitido viajar dos veces a Francia en el lapso de dos meses y conocer con cierta profundidad y extensión ese país de tanta prosapia e impronta en la historia y la cultura. En el mes de agosto tuve oportunidad de conocer el sureste de esa nación. La región de Provenza, con sus campos de lavanda, sus viñedos en todos los recodos del camino, su vida serena y sencilla, sus montes exuberantes y su cultura de la tierra, paciente y confiada. Allí se tiene la impresión de que el tiempo se diluye, transcurriendo en ondas plácidas que desintegran todo ímpetu de afán y zozobra. Y eso en el privilegio soleado del verano, que te prolonga la luz del sol hasta más allá de las 9 pm hace muy fácil entender el ritmo de vida de esas gentes, tan diametralmente opuesto al de metrópolis caóticas como nuestra Caracas.
La vida ha sido generosa conmigo este año. Me ha permitido viajar dos veces a Francia en el lapso de dos meses y conocer con cierta profundidad y extensión ese país de tanta prosapia e impronta en la historia y la cultura. En el mes de agosto tuve oportunidad de conocer el sureste de esa nación. La región de Provenza, con sus campos de lavanda, sus viñedos en todos los recodos del camino, su vida serena y sencilla, sus montes exuberantes y su cultura de la tierra, paciente y confiada. Allí se tiene la impresión de que el tiempo se diluye, transcurriendo en ondas plácidas que desintegran todo ímpetu de afán y zozobra. Y eso en el privilegio soleado del verano, que te prolonga la luz del sol hasta más allá de las 9 pm hace muy fácil entender el ritmo de vida de esas gentes, tan diametralmente opuesto al de metrópolis caóticas como nuestra Caracas.
Además de esas pequeñas poblaciones vinícolas, con recuerdo especial y entrañable para Seguret, Vaison la Romaine, Rasteau y la arcádica Beaume de Venise, productora de un vino dulce de prestigio universal, visitamos Avignon, ciudad con la historia incrustada en su corazón, con el inmenso y casi laberíntico Palais des Papes, donde se condensa un capítulo importante de la historia cristiana, y su puente roto, protagonista de canciones cultas y populares, como la conocida “Sur le pont d’Avignon”; Orange, también de tiempo suspendido, pero ya no tanto sobre monumentos medievales sino alrededor de un anfiteatro de la época romana, es decir del primer siglo de nuestra era, y en el cual se lleva a cabo, al inicio del verano, el famoso festival de las Choregies d’Orange.
Antigüedad y una vida contemporánea todavía tamizada por ese relente conviven en esta pequeña ciudad. De allí dimos un salto brusco a las costas de Marsella, donde el animal urbano que guía nuestros pasos volvió a sentirse a sus anchas, pues esta ciudad costera, plena de sol y de poderosos tonos de azul, tiene más de una similitud con nuestra capital venezolana: el bullicioso tráfico automotor, las grandes avenidas, la babélica multirracialidad, lo inesperado de sus recovecos, los penetrantes olores que se van mezclando desde las dársenas del puerto con los restaurantes de comida mediterránea, el perfumado pastis, los jabones de Marsella y sus inagotables restaurantes de fast food árabe, que ellos han reducido al familiar nombre de kebabs.
La región permite infinidad de contrastes, y le abrimos la puerta a uno cuando tomamos el autobús a la muy señorial Aix-en-Provence, con su elegante Cours Mirabeau, avenida del casco histórico donde al lado de los edificios que allí se enclavan desde el siglo XVI en adelante, conviven terrazas de restaurants, tiendas y refinados buhoneros que ofrecen mercancías de raros objetos, como joyas, pedrería, perfumes, objetos de piel, alfarería, artesanía y hasta un estudio fotográfico instantáneo donde usted puede transformarse en segundos, gracias a un prodigioso baúl de teatro en un personaje romántico, féerico o del mundo aristocrático. También en Aix se lleva a cabo un prestigiosísimo festival musical, el Festival d’art lyrique al que asisten los más importantes músicos, cantantes y directores, para actuar en el Palacio del Arzobispado, en el corazón histórico y renacentista de la ciudad, donde quedamos atrapados una mañana en mitad del más sensual y envolvente mercado que haya visto jamás. Desde allí puede iniciarse el circuito que la cultura y el turismo franceses han organizado para conocer desde una óptica más doméstica y viajera a la vez, los pasos, los trazos de la vida de artistas y escritores como Cézanne, Van Gogh y Zola.
Como hicimos nosotros al continuar hacia Arles, serena ciudadela, también flanqueada por viejos edificios romanos, claustros medievales, iglesias antiguas y plazas y parques más dieciochescos, que conviven en templada armonía, en medio de un culto taurino de remotas resonancias. La infiltración de los colores vangoghianos en el paisaje de la ciudad es uno de los atractivos más seductores de estos espacios. De allí a la un poco menos agraciada Nimes, de más fuertes huellas romanas, y a la universitaria y jovial Montpellier, a la cual la luz del verano le delata los maquillajes despintados de sus antiguos edificios, sin embargo vistosos y seductores. La cercanía del mar y la presencia estudiantil le otorga un aire de provisionalidad y desenfado bien particulares a esta ciudad.
Del sol y la transparencia de la luz de ese sur que dio vida a la poesía trovadoresca y al color de los cuadros que iniciaron el impresionismo, subimos a un París de extraño verano gris, bajas temperaturas y lloviznas frecuentes, lo que no impidió para nada el encanto subyugante de esta ciudad rica de historia, de memoria casi fresca, de sabiduría libresca y callejera, de poesía rubricada, espontánea y cotidiana. París es la ciudad fascinante por excelencia. Quizás el modelo de ciudad que la cultura occidental ha intentado equilibrar desde su accidentada historia y la imaginación de sus utopías. Allí la historia se recrea o se aglomera en el pasaje de sus avenidas. Podemos atravesar desde un medioevo pío y temeroso de Dios en el radio de unas cuantas cuadras marcadas por una abadía cluniacense que reposa a la sombra de la propia universidad de La Sorbona y la conmovedora Catedral de Notre Dame, quizás la más novelesca y albergadora de historias de las iglesias de la cristiandad. El Renacimiento y el Siglo de las luces hacen las más largas avenidas con el Louvre, los Jardines de las Tullerías, el Parque de Luxemburgo y el vecino y majestuoso Palacio de Versalles, con sus magnos jardines, parterres, canales, veredas, estanques y fuentes y juegos de agua. De este lujo parte la línea que nos entronca con la historia más contemporánea, la plaza y el teatro de La Bastille, la Conciergerie, de donde partían los condenados a la guillotina, las avenidas románticas donde nacieron Victor Hugo, Stendhal, Musset, Nerval, Baudelaire, Balzac, Rodin; los cementerios donde ellos y otros ilustres reposan, el Arco de Triunfo que celebra antiguas glorias, el Montmartre de pintores y bohemios -hoy de fiestas, espectáculos sensuales, comercios sexuales-, hasta las más modernas, propias de la Belle Epoque y la modernidad: el Trocadero, la Tour Eiffel, Montparnasse y el fascinante Musée d’Orsay, que condensa la historia del movimiento pictórico que cambió el rostro del arte, para siempre. Todo eso y mucho más: gastronomía, libros, música, vinos, en muchas y diversas formas de disfrutarlos o acceder a ellos, se encuentra en París.
No obstante, para un melómano, agosto no es la mejor época para recorrer Francia. Sus grandes festivales en Avignon, Aix en Provence u Orange, acaban de terminar. Su estela aún se respiraba en las calles que atravesábamos. En Aix, la Valkiria de su primera tetralogía wagneriana con Filarmónica de Berlín y Simon Rattle incluidos; en Orange, las tiendas exhibían aún los afiches del Trovador verdiano recién protagonizado por Roberto Alagna y el Presidente Sarkozy en el público, y en Avignon las paredes daban ecos del mambo inmortal de Cachao y su banda. Allí, en el medieval Palacio de los Papas, seguían las noches musicales con clásicos y jazz todo el verano.
Por los pueblitos de la Provenza vagaban Les soirées lyriques, con intérpretes de ópera en noches de fin de semana, en el Chateau Saint Estève se elevaba el Festival Liszt en Provence. Mientras en Nimes, Marsella y Montpellier venían tras de nosotros Norah Jones y su blues, y la nórdica e impredecible Bjork. La última llegaría a París para los tres días del Rock en el Sena.
Los teatros de ópera parisinos dormían su receso hasta octubre. Palais Garnier y la Bastille aprovechaban para hacer remodelaciones (que buena falta les hacen), pero en el Parc Floral en el Bois de Boulogne se ejecutan los conciertos del Classique au vert, con música clásica al aire libre sábados y domingos e intérpretes y autores como Vivaldi, Swingle Singers, Jean Claude Malgoire, Saint-Säens, Beethoven y Nino Rota. Mientras las iglesias del centro histórico se convierten en modestos auditorios (de gran prosapia y belleza, claro) albergando músicos y voces lejanos de los circuitos del marketing musical pero eficaces en brindar al turista veladas de aceptable calidad con Las cuatro estaciones, de Vivaldi; el Stabat mater, de Pergolesi; el Réquiem, de Mozart; antologías de música sacra, audiciones de órgano (en Notre-Dame, St. Germain des Pres o Sacre Coeur) y hasta homenajes a María Callas. En Saint-Severin, a pocos metros de Notre-Dame, escuchamos al Jubilate Chamber Choir, coral inglesa, dirigida por Ian Higginson, y acompañada al órgano por Richard Lea, en un programa que comprendía obras de Tomás Luis de Victoria, Henry Purcell, Mozart, Fauré, Elgar, Rachmaninoff, Maurice Duruflé, y otros compositores contemporáneos, cantados con la proverbial concertación armónica de las corales europeas.
En la televisión francesa descubrimos a Monsieur Jean Francois Zygel, quien produce uno de los mejores programas que haya visto nunca: La lecon de musique, donde en poco más de una hora de transmisión, el pianista y docente, a través de un programa monográfico (ví los dedicados al piano y a la danza), con invitados traídos de otras áreas artísticas, como escritores, pintores o actores, hace un amenísimo recorrido por los desarrollos históricos de sus temas, por las obras y compositores más destacados de sus respectivos géneros y hace inesperadas asociaciones entre ellas, la literatura, el teatro y otras artes. Lo transmite Radio France 2 los viernes en la noche.
A cumplir compromisos universitarios retorné a Francia a inicios de octubre, pero ahora sí quise aprovechar las recién reiniciadas temporadas musicales de las capitales europeas. Y así, después de tener que renunciar a un Bajazet, de Antonio Vivaldi, ópera rescatada de las lagunas del tiempo por Fabio Biondi y su Europa Galante, en el teatro Malibrán de Venecia, por imposibilidad de conciliar calendarios, decidimos asistir a soplar las velitas de la torta del décimo cumpleaños de la reapertura del Teatro Real de Madrid, después de una atribulada historia de reparaciones e indecisiones administrativas que en algún momento hicieron pensar de forma pesimista a los madrileños. Por fortuna, hoy la historia es muy otra. Ha sido una década en la cual la capital española se ha puesto a la altura de sus pares europeas. Numerosos montajes de trascendencia internacional se han producido allí, y el trabajo de formación a su público ha dado sus frutos. Hay programas que atienden a los niños y los ponen en contacto tempranamente con el arte lírico y la música académica, los hay de docencia y difusión, con empleo de técnicas audiovisuales, ciclos de cine y proyecciones de ópera, los programas de mano incluyen textos para el neófito y los jóvenes, ilustrados a todo color y propuestas atractivas, lo cual ha redundado en que las presentaciones del Real son casi siempre rebasadas por encima del 90 % de su aforo. Sólo por hablar de esta temporada recién inaugurada se ofrece el rescate de una ópera del español Vicente Martín y Soler, Il burbero di buon cuore (noviembre), con los mejores cantantes españoles del momento, una nueva producción del Tancredi, de Rossini (diciembre), con Daniela Barcellona alternando en el protagonista, Patricia Ciofi y Mariola Cantarero como Amenaide; un Tristán e Isolda, desde el Teatro San Carlos de Nápoles (enero 2008), con la Isolda de Waltraud Meier; una nueva producción de La Gioconda, de Ponchielli, con Violeta Urmana en el rol titular (febrero); Plácido Domingo en el Tamerlano, de Haendel, con puesta en escena del polémico Graham Vick (marzo); Claudio Abbado dirigiendo una nueva producción de Fidelio, de Beethoven (abril); el especialista barroco William Christie en otra nueva producción del Orfeo de Claudio Monteverdi (mayo). Obras de Britten, Kràsa y Rossini (el hermoso Barbero de Sevilla de Emilio Sagi) conforman el Proyecto Pedagógico y Programa joven del Teatro. Y en el ámbito de los recitales la sala madrileña acogerá entre noviembre 2007 y junio del próximo año a la destellante soprano francesa Natalie Dessay junto al barítono compatriota Laurent Naouri, a la soprano Inva Mula, al gran tenor marsellés Roberto Alagna y a la sensacional Cecilia Bartoli, quien abre estos fuegos el viernes 2 de noviembre.
López Cobos sacó de sus coros lo mejor de sí en las páginas verdianas, e intentó hacerlo igual de su Orquesta Sinfónica de Madrid (la titular del Teatro Real), al reproducir las onomatopeyas de las cuerdas infernales y los sonidos del Paraíso, en el Stabat Mater, pero en el final del Te Deum, tras lograr un espectacular crescendo dramático, coronado por las frases solistas de la soprano y los pianissimi súbitos que requirió del coro en comprometido tesitura aguda, no pudo evitar que el morendo de los violines se le moviera de afinación.
En el Stabat Mater rossiniano contó con un sólido cuarteto vocal: la soprano Carmela Remigio, de canto elegante y mórbido, que sin embargo dio sus mejores frutos en las armonías logradas con la mezzosoprano Silvia Tro, de lujoso instrumento, en los dúos y pasajes concertantes, como por ejemplo en el brillante cuarteto del Sancta mater, uno de los momentos antológicos de la velada; el tenor Antonio Siragusa, de valiente estilismo, quien coronó con solvencia el terrible sobreagudo del Cujus animan, y el bajo Marco Vinco, de aterciopelada voz, pero que se resintió de brillo al final de su exigente aria Pro peccatis, con coro incluido. Los mejores momentos los consiguió López Cobos de los pasajes a capella del coro, el Eja mater, fons amoris y el Quando corpus morietur, por los matices cercanos a lo increíble que sacó del justamente célebre Orfeón Donostiarra. Lástima que en el trepidante final las cuerdas de la orquesta volvieran a acusar signos de debilidad y se perdiera la consistencia de la concertación hasta entonces dominada por su batuta.
Al día siguiente, fuimos a presenciar una de las óperas más difíciles del repertorio: Boris Godunov, de Modest Mussorgsky, drama sobre el poder, la culpa y la insondable alma rusa, basada en la obra de Alexandre Pushkin. Más ardua aún en la versión original del compositor, sin los destellos orquestales de la versión “arreglada” por Rimsky-Korsakov, ni el sensual acto polaco, rayo de luz entre las espesas tinieblas del canto de los bajos que dominan la partitura. Pero nos mantuvo en tensión la extraordinaria actuación del bajo americano Samuel Ramey, recordado en Caracas por un imponente concierto en 1991, como el zar que no puede con su conciencia. La belleza de su timbre, su canto elegante unido a una actuación de alta calidad, sin aspavientos ni patetismos, sino más bien íntima, de hondura psicológica lograda además dentro de la propia y difícil línea de canto. A su lado destacaron el bajo ruso Anatoli Kotscherga, como el monje Pimen, el intrigante Shuiski , el falso Dmitri y el iuródivi o inocente de los tenores Stephan Rügamer, Vsevolod Grivnov y Dmitri Voropaev. La puesta en escena de Klaus Michael Grüber y Eduardo Arroyo apuesta por la modernidad de la obra trasladando al irredento pueblo ruso a una imaginería que nos recuerda más a los refugiados de guerras balcánicas o inmigrantes desesperados, y a pesar de lo minimalista de la escenografía, incluye una serie de símbolos más o menos inmediatos que mezclan religión, poder y algunas otras cosas enigmáticas, pero su mayor fuerza es el trabajo con las masas corales). Musicalmente apreciamos otro estupendo trabajo de López Cobos en el podio con colores y dramatismos absolutamente acordes con la atmósfera de la ópera.
El sábado 13 nos fuimos a Barcelona para llegar apenas a ver Andrea Chénier, en el Teatre del Liceu, espectacular título de Umberto Giordano, con el estupendo libreto de Luigi Illica, sobre la manera como la Revolución Francesa, olvidada de su génesis, se devoró moralmente a sí misma, y empezó ciegamente a perseguir, a declarar traidores a la patria y antirrevolucionarios a sus propios padres e hijos, y a pasarlos a la guillotina. El iluminador programa de mano del teatro nos recuerda que el poeta Chénier fue decapitado tres meses después de Danton, apenas tres días antes que Robespierre, quien enviara al patíbulo a éste, y a menos de un año antes de que su propio verdugo, Fouquier-Tinville, corriera la misma suerte. Por ello, la puesta en escena de Philippe Arlaud se erige sobre la estrategia del instrumento del Dr. Guillotin: su sonido metálico que cierra cada acto, el telón cortado en forma transversal y que se cierra evocando la forma de la cuchilla, y entre el acto I y II unas obsesivas (y excesivas) proyecciones del fatídico aparato reproduciéndose interminablemente. No hay, sin embargo, ningún trabajo especial con los personajes principales, quienes más allá de sus destacadas intervenciones vocales no poseen más signos particulares, y aquí no lo ayuda el esquemático vestuario de Andrea Uhmann. Chénier asume su tópico de poeta, con su librito o cuaderno en la mano, la escena del intento de estupro de Gerard contra Magdalena está tratada con un poquito más de crudeza y la heroína comienza su espectacular “La mamma morta” tirada en el suelo, pero de resto es la forma convencional de un Andrea Chénier. Salvo en el ataque final de los menesterosos a los nobles en la mansión de los Coigny y en la escena final de la ópera, de la que ya hablaremos, con calculados pero eficaces efectos escénicos.
Andrea Chénier necesita un reparto gigantesco (son 16 personajes, sin contar los figurantes) comandado por tres voces de titánicas dimensiones, sobre todo por el brillo de las orquestas modernas. Sólo obtuvimos dos: la soprano Daniela Dessi, dueña absoluta del llamado estilo verista, posado sobre un canto central, de frases de inaudito arranque e intensidad y líneas suspendidas sobre las tesituras más arduas, cantó además desgarradoramente “La mamma morta”, aria de difícil supervivencia, tanto para intérprete como para oyente, tal es su intensidad, y aunque su registro agudo no está en las mejores condiciones, se enfrentó con valentía al acerado acto final; el otro cantante fue su esposo, Fabio Armiliato, Radamés de Aida y Don José en Carmen, en el TTC-1992, su línea de color de canto es un tanto dispareja, pero sus arrestos tenoriles y notas climax fueron impresionantes por lo generosos y timbrados. El dúo final, coronado por el hermoso efecto de Philippe Arlaud, quien llena repentinamente el escenario de cadáveres, a los cuales se unen de inmediato la pareja de amantes condenados, que se desploman sobre aquellos, mientras de inmediato vienen tres niños, reunidos de distintas escenas previas del montaje, portando el tricolor francés en medio de una luz cegadora desde el fondo del escenario, se convierte en una de las cosas más emocionantes que he visto en un teatro de ópera. Por desgracia el Gerard de voz velada y bronca del barítono Anthony Michaels-Moore, de escasos matices no llegó nunca a estas alturas. Viórica Cortez, diva mezzosopranil adorada en la Caracas de mediados de los 70, encarnó a la Condesa de Coigny y a la vieja Madelón con nobleza y autoridad. La dirección de Pinchas Steinberg dio un piso sonoro y armónico ideal para el despliegue de las voces, en las cuales Giordano confió la emotividad de su obra. Siempre aliado de los cantantes, modificó matices y dinámicas constantemente para su lucimiento.
Al salir de la función pudimos contemplar la hermosa exposición L’encis de la dona (El encanto de la mujer) constituida por cuadros alusivos a la música, al teatro, a la ópera, pero siempre con el objeto obsesivo de la pintura de Ramón Casas, el artista catalán honrado en la muestra: la figura femenina en los gloriosos años de La Belle époque. Son lienzos muy sensuales, maravillosamente conservados que las representan en poses provocativas, domésticas y elegantes. Cada cuadro viene adherido a un epígrafe tomado de diversas óperas desde Verdi o Gounod hasta Britten y Henze, que ilustran magníficamente el origen de los cuadros y su colgado en la Saló dels Miralls del Liceu.
Un plácido domingo en Barcelona preludió un viaje en tren nocturno hasta París, revolucionada por la semana final de la Copa del Mundo de Rugby. Mi destino final era la ciudad de Poitiers, hacia el suroeste del país, cerca de Burdeos, pero la noche del 15 de octubre tenía una vieja cita acordada en la Ciudad Luz con Mademoiselle Violetta Valéry, mejor conocida como Marie Alphonse Duplessis o Margarita Gautier, es decir, La Dama de las Camelias, que traducida al lenguaje operístico por Verdi es La traviata.
Un plácido domingo en Barcelona preludió un viaje en tren nocturno hasta París, revolucionada por la semana final de la Copa del Mundo de Rugby. Mi destino final era la ciudad de Poitiers, hacia el suroeste del país, cerca de Burdeos, pero la noche del 15 de octubre tenía una vieja cita acordada en la Ciudad Luz con Mademoiselle Violetta Valéry, mejor conocida como Marie Alphonse Duplessis o Margarita Gautier, es decir, La Dama de las Camelias, que traducida al lenguaje operístico por Verdi es La traviata.
Pero uno puede perder compostura y cortesía masculina si la cita es en el Palais Garnier, el teatro nuclear de la Opera Nacional de París. Qué joya de edificio. Su fachada portentosa, aún en octubre sin terminar de restaurar, pero con sus columnas, ventanales y cúpulas deslumbrantes, el alucinante mármol de sus escaleras, mostradores, paredes en sus pórticos, pasillos y foyeres, los frescos del techo, las espectaculares arañas de luz, las estatuas doradas, los relojes antiguos, las vasijas de lujosa porcelana, los balcones que te dan privilegiada vista de la Avenue de l’Opera con el propio Louvre al fondo, y ya en la sala, fascinado por los oros y carmesíes de los terciopelos y la elegancia de los palcos, tardas un poco en subir la mirada y maravillarte con el techo pintado por Marc Chagall, alrededor de la portentosa lámpara de araña que ilumina la sala. Arrobado aún sentí los sones del entrañable preludio de Traviata, que me trae memorias igualmente intensas, pues esta fue la primera ópera que viera alguna vez en Europa, en la Arena de Verona, hacía ya seis años.
Lo que vi fue una de las puestas en escena teatrales (y no exclusivamente de ópera) más inquietantes y desoladoras que he visto. Pensada hasta el mínimo detalle, cargada de referencias y simbolismos a nuestra contemporaneidad y cultura, esta Traviata de Christoph Marthaler es una reflexión sobre la figura arquetipal de la diva, la mujer ídolo, pero en el descarnado marco de la mujer objeto, de la perdida de intimidad, de la comercialización de su imagen y de su casi invariable destino trágico, con contundentes alusiones a divas tan disímiles, no obstante emparentadas por su desenlace fatal y su dolorosa soledad, como Marilyn Monroe, María Callas (culpable primera de esta visión moderna del personaje de Violetta), Edith Piaf, Bette Davis, Joan Crawford, Gloria Swanson y Diana de Gales.
Los decorados despiadados de Anna Viebrock nos ubican en un espacio que es a la vez los bastidores de un teatro como su pabellón de guardarropa. Allí tiene lugar la fiesta que Violetta da esa noche y donde conocerá a Alfredo. Sin embargo, Violetta es tan sorprendida como nosotros de la llegada de sus invitados. Desaliñadamente vestida de negro, luce una crespa cabellera roja cortada casi varonilmente, que enseguida remite a la apariencia de Edith Piaf, y su porte es innegablemente el de alguien enfermo. La corte de admiradores representa una fiesta del jet set mediático actual, pero hay algo minado, infeccioso en su demorar. Caminan lentos y sus rostros inexpresivos cantan la música de los coros con ostentoso fastidio. Me recordaron a aquellas masas corales de La clase muerta, de Tadeusz Kantor, denunciadoras de esas células parásitas ya moribundas de la sociedad moderna. No menos opresivos y feroces son los “amigos” de Violetta: el agresivo y hastiado Gastone, la ridícula y negada a envejecer a fuerza de silicón y botox Flora y el enorme, de iconicidad refleja de Aristóteles Onassis, Barone Douphol. Un torpe encargado de la ropa, propenso a la bebida y una cortesana debutante pero ya sumergida en el sopor de la droga agregan un humor ácido, pero nada concesivo ni relajador a la representación. La torpeza y cierta frialdad signan el encuentro entre Alfredo y Violetta. No hay pasión ni calor en el “Libiamo” ni en “Un di felice”. El es demasiado inexperto y ella harto curtida en avatares sexuales para ceder a la ilusión amorosa. Cuando Violetta se queda sola en aquel trasero de teatro y canta su “ah, fors’é lui”, hay momentos en que la iluminación se hace cenital sobre ella y tenemos una epifanía fantasmagórica de la Piaf en mitad de su “Padam, Padam” o “La foule”, quizás, sobre la patética música verdiana. Mientras en el lejano escenario, al fondo, Alfredo canta desde una dimensión irreal su “Ah, quel’amor ch’é palpito”.
El segundo acto es la misma escena, con una silla de extensión; el escenario, un poco más cercano, sirve de taller de planchado a la Annina, extraña simbiosis entre Greta Garbo anciana y la repugnante Elsa Maxwell, enemiga-enamorada de la Callas, y al chico del Vestier ahora frustrado mecánico de una podadora, que no logra arreglar en todo el acto. Un aire proveniente de filmes como All about Eve, con Bette Davis, Intermezzo, con Joan Crawford o Sunset Boulevard, con Gloria Swanson, densos tratados sobre la fama y el estrellato, invade el imaginario. Violetta en pantalones cortos recibe la ominosa visita de Germont y vuelve a su condición de enferma, martirizada por unos tacones altísimos que se calza. La sequedad de un mundo donde los sentimientos no importan sigue gobernando la atmósfera de la ópera. El segundo cuadro del Acto III exaspera hasta el delirio los signos del primero. Los bailes de toreadores y gitanos son impúdicos, depravados, pero inoculados de un hastío mortal fruto de la reiteración. Tics espasmódicos, la cortesana debutante del Acto I viene a ofrecerse lastimosamente desnuda bajo un sobretodo de piel, mientras que otra seduce a un noble. Ambos copulan en mitad de la fiesta, pero en el concertante final, después de que Alfredo ha arrojado los billetes e insultado a Violetta, se asquean de si mismos, se separan patéticamente, se conduelen mutuamente y los espectadores comprendemos que son dobles, desdichados y no redimidos por la música, de la pareja protagonista.
En el acto final el escenario está al fin en el centro. Sobre él está el lecho de moribunda de Violetta. Bajo él, el foso al que Violetta se moverá y donde terminará muriendo, está cuajado de ramos de flores dejados allí por sus cultores y fans en la misma disposición en que lo hicieron frente al Palacio de Buckingham hace diez años y lo siguen haciendo en Pont de l’Alma, en París, con Lady Di. La traviata moribunda pateará las flores en último e inútil amago de rebeldía contra su inminente destino de soledad y muerte. Todos los personajes que asisten en este acto permanecen encaramados en la tarima mientras ella muere sola, entre sus flores, abajo, en ese foso.
Los decorados despiadados de Anna Viebrock nos ubican en un espacio que es a la vez los bastidores de un teatro como su pabellón de guardarropa. Allí tiene lugar la fiesta que Violetta da esa noche y donde conocerá a Alfredo. Sin embargo, Violetta es tan sorprendida como nosotros de la llegada de sus invitados. Desaliñadamente vestida de negro, luce una crespa cabellera roja cortada casi varonilmente, que enseguida remite a la apariencia de Edith Piaf, y su porte es innegablemente el de alguien enfermo. La corte de admiradores representa una fiesta del jet set mediático actual, pero hay algo minado, infeccioso en su demorar. Caminan lentos y sus rostros inexpresivos cantan la música de los coros con ostentoso fastidio. Me recordaron a aquellas masas corales de La clase muerta, de Tadeusz Kantor, denunciadoras de esas células parásitas ya moribundas de la sociedad moderna. No menos opresivos y feroces son los “amigos” de Violetta: el agresivo y hastiado Gastone, la ridícula y negada a envejecer a fuerza de silicón y botox Flora y el enorme, de iconicidad refleja de Aristóteles Onassis, Barone Douphol. Un torpe encargado de la ropa, propenso a la bebida y una cortesana debutante pero ya sumergida en el sopor de la droga agregan un humor ácido, pero nada concesivo ni relajador a la representación. La torpeza y cierta frialdad signan el encuentro entre Alfredo y Violetta. No hay pasión ni calor en el “Libiamo” ni en “Un di felice”. El es demasiado inexperto y ella harto curtida en avatares sexuales para ceder a la ilusión amorosa. Cuando Violetta se queda sola en aquel trasero de teatro y canta su “ah, fors’é lui”, hay momentos en que la iluminación se hace cenital sobre ella y tenemos una epifanía fantasmagórica de la Piaf en mitad de su “Padam, Padam” o “La foule”, quizás, sobre la patética música verdiana. Mientras en el lejano escenario, al fondo, Alfredo canta desde una dimensión irreal su “Ah, quel’amor ch’é palpito”.
El segundo acto es la misma escena, con una silla de extensión; el escenario, un poco más cercano, sirve de taller de planchado a la Annina, extraña simbiosis entre Greta Garbo anciana y la repugnante Elsa Maxwell, enemiga-enamorada de la Callas, y al chico del Vestier ahora frustrado mecánico de una podadora, que no logra arreglar en todo el acto. Un aire proveniente de filmes como All about Eve, con Bette Davis, Intermezzo, con Joan Crawford o Sunset Boulevard, con Gloria Swanson, densos tratados sobre la fama y el estrellato, invade el imaginario. Violetta en pantalones cortos recibe la ominosa visita de Germont y vuelve a su condición de enferma, martirizada por unos tacones altísimos que se calza. La sequedad de un mundo donde los sentimientos no importan sigue gobernando la atmósfera de la ópera. El segundo cuadro del Acto III exaspera hasta el delirio los signos del primero. Los bailes de toreadores y gitanos son impúdicos, depravados, pero inoculados de un hastío mortal fruto de la reiteración. Tics espasmódicos, la cortesana debutante del Acto I viene a ofrecerse lastimosamente desnuda bajo un sobretodo de piel, mientras que otra seduce a un noble. Ambos copulan en mitad de la fiesta, pero en el concertante final, después de que Alfredo ha arrojado los billetes e insultado a Violetta, se asquean de si mismos, se separan patéticamente, se conduelen mutuamente y los espectadores comprendemos que son dobles, desdichados y no redimidos por la música, de la pareja protagonista.
En el acto final el escenario está al fin en el centro. Sobre él está el lecho de moribunda de Violetta. Bajo él, el foso al que Violetta se moverá y donde terminará muriendo, está cuajado de ramos de flores dejados allí por sus cultores y fans en la misma disposición en que lo hicieron frente al Palacio de Buckingham hace diez años y lo siguen haciendo en Pont de l’Alma, en París, con Lady Di. La traviata moribunda pateará las flores en último e inútil amago de rebeldía contra su inminente destino de soledad y muerte. Todos los personajes que asisten en este acto permanecen encaramados en la tarima mientras ella muere sola, entre sus flores, abajo, en ese foso.
Lástima que todo este espectáculo lacerante no estuviera sostenido por un reparto vocal más coherente con la contundencia escénica (por desgracia los castings de los teatros y los registas a veces prefieren este expediente, por no arriesgar prestigios del star system). Christine Schäfer, la Violetta de nuestra función, no tiene ni tendrá jamás la voz y el metal verdiano para abordar este difícil papel, ligero en su inicio, dramático en su desarrollo. Su canto no exento de belleza, pero debil, inestable, conviene a las intenciones de Marthaler pero no a los requerimientos de la partitura. Sin embargo Schäfer diseña un estremecedor “Addio del passato”. Su Alfredo, el tenor Stefano Secco posee una hermosa voz y ardor impetuoso, pero aún falto de madurez vocal y escénica. El gran dolor de la velada fue la lastimosa prestación de la sombra de José Van Dam, como Germont padre, sin legato, a voz en grito y despojado de la soberbia elegancia que caracterizó su canto desde los años 70. Notables escénicamente Michèle Lagrange (Annina), Ales Briscein (Gastone), Michael Druiett (Douphol) y Helene Schneidermann (Flora). Estupendo, por las exigencias vocales y dramáticas que la puesta demanda de ellos, el Coro de la Opera nacional de París, así como la suntuosa orquesta dirigida por Daniel Oren, en una apasionada, analítica y hasta poética lectura (memorable el pathos del preludio del Acto III) de la partitura verdiana.
Así concluyó este privilegiado periplo por tres capitales europeas de la ópera. Remotos placeres que sin embargo nos convencen de la buena salud que ese tan cacareado cadáver del teatro lírico aún ostenta por todo el planeta.
Así concluyó este privilegiado periplo por tres capitales europeas de la ópera. Remotos placeres que sin embargo nos convencen de la buena salud que ese tan cacareado cadáver del teatro lírico aún ostenta por todo el planeta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario