Nadie
puede decir que conoce una ciudad sin haberla caminado. El arte de atravesar
plazas, doblar esquinas, medir avenidas hace que la sorpresa habite en un
espacio intermedio entre el cansancio y la perseverancia de la búsqueda. Un
buen plano de la ciudad, colaboradoras estaciones de Metro y un básico sentido
de la orientación pueden ayudar bastante. Lo que si no viene en ninguna guía es
el albur de lo inesperado, la coincidencia feliz, la ocasión excepcional que puede
aguardarte a la salida de la estación, al voltear la esquina o al confundir las
coordenadas del mapa sobre la superficie real de la urbe que estás explorando.
Veníamos
de bordear, bajo un día nublado, las playas de Botafogo y Flamengo en la
hospitalaria ciudad de Rio de Janeiro, con Pan de Azúcar acompañándonos a la
vera derecha durante toda la caminata, con la extrañeza que nos causaba a un
par de caraqueños - habituados más bien a lo contrario-, ver ambas riberas casi
desiertas, mientras los fluminenses trotaban, caminaban, rodaban bicicletas, un
sábado en la mañana. Nosotros admirados de la blancura de la arena no
atinábamos a comprender. La pereza del sol entre las nubes no parecía
justificar el desdén.
Torcimos
pues hacia las calles urbanas, arribamos a Catete, a través de un fresco
parque, y allí tomamos el metro hasta la estación Cinelandia, de la cual
salimos para toparnos de frente con el majestuoso Teatro Municipal de Río,
suerte de Palais Garnier tropical y en
miniatura. Al examinar su cartelera, constatamos que, a diferencia nuestra y de
los teatros europeos, se encuentra en plena actividad, con espectáculos de
hasta tres por día. De hecho cuando llegamos faltaba poco más de hora y media
para que comenzara un concierto en homenaje a los 200 años de Richard Wagner.
2013:
año de doble bicentenario. 400 años entre los dos, Verdi y Wagner, quizás los
más grandes compositores de ópera de la historia. Desde el año anterior
haciendo planes para celebrarlo con honores. Pero la devaluación de nuestra moneda
derrumbó mis mejores ínfulas. Caracas hace ya tiempo que no es buena plaza para
soñar con cumpleaños a la altura de sus genios. Así que, desengañado ya de
peregrinajes a Bayreuth, La Scala, Parma, Salzburgo, Barcelona o Munich, Río
era un destino de relajación, brisa marina, olvido de rutinas y preocupaciones.
Y allí estaba un concierto con los Wesendonck
Lieder, el Liebestod de Tristán e Isolda, y un puñado de grandes
fragmentos sinfónicos wagnerianos, a las 4 pm. Yo, en mangas de camisa y
zapatos de caminata, y ma cherie, mucho
más lista para anclar rodeada de caipirinhas en un chiringuito de los que
separan las amosaicadas aceras de Copacabana de la arena de la playa, que de
los mármoles polícromos del Teatro Municipal, nos quedamos mirando fijamente la
cartelera. Pero, ella viendo mi rostro de perro sediento frente a una paila de
agua, cubierta por una verja, me propuso con amorosa magnanimidad:
-Buscamos
donde comprarme una falda y venimos a ver el concierto.
No
es cierto aquello de que cuando uno decide algo el universo entero conspira
para que lo logremos, o al menos no francamente. Por más que la oleada de amor
hacia ma cherie provocada por su
abnegada resolución me impulsara a derrotar dragones y demás monstruos que allí
se atravesaran, nada fue suficiente para el desconsuelo que nos provocaba que
mientras en toda la semana el mercado colorido y bullicioso de Saara y sus
alrededores latiera con energía inagotable, el sábado tras el almuerzo se
cerraba sobre sí mismo, en una inercia inundada de jabón desinfectante, agua y
santamarías implacables, peores aún que el reloj en su desbocada marcha.
Por
fin, en una piadosa esquina hallamos una tienda abierta, la única en al menos
dos kilómetros a la redonda, y allí, ella escogió un sencillo y grácil vestido verde,
con el escaso margen de una hora para regresar a comprar las entradas e
intentar comernos algo para mitigar la necesidad de almuerzo que nuestros
sudorosos cuerpos clamaban.
Con
las manos y la boca aún pringosas de la grasa y mostaza de la hamburguesa que
pudimos roer, subimos a la galería donde reposaban nuestras butacas, casi
desafiantes de la gravedad, de lo alto que estábamos. Apenas nos sentamos
bajaron las luces y empezó el concierto.
Tristemente
aquí casi acaba la parte memorable de nuestra aventura. Flanqueada por la
Orquesta Sinfónica de Petrobras, la empresa petrolera del Estado, que dirigía
su titular Isaac Karabtchevsky, invitado en varias ocasiones de nuestra
Sinfónica Simón Bolívar, la soprano alemana Gun-Brit Barkmin, abordaba el ciclo
completo de los Wesendonck Lieder, compuestos
por Wagner mientras escribía Tristan e
Isolda, inspirado por los poemas de la esposa de su protector de turno, y
en cuya relación proyectó el compositor el conflicto amoroso de su ópera. Por
eso, las canciones Wesendonck están atravesadas de los temas y la atmósfera de
la obra maestra dramática wagneriana, pero su orquestación y duración no son
para nada los mismos que hacen del rol de Isolda uno de los retos más
despiadados para las sopranos de su estilo.
Las
cinco canciones (“El ángel”, “No os mováis”, “En el invernáculo”, “Tormentos” y
“Sueños”) fueron interpretadas por la Barkmin con penetrante convicción y
acentos cálidos, así como con buen equilibrio entre la expresión lírica y la
dramática. Karabtchevsky dirigió a su orquesta apoyando siempre la voz e
insertando los colores orquestales en los espacios donde ésta abandonaba el
protagonismo y requería la referencia poética, aspirada por Wagner.
Pero
enseguida se nos ofreció la otra cara de la moneda. A continuación llegaba el
Liebestod de Tristan und Isolde. Al
menos, en este momento, que imagino incipiente, de la carrera de la Barkmin,
ésta no posee ni el metal ni el color necesarios para este avasallante rol, que
justo en este fragmento –el final de la ópera- debe soportar la oleada
indetenible de la orquesta, en los pasajes que evocan la pasión amorosa de los
adúlteros, ya liberada de las prohibiciones y trabas que la minaron en vida de
ambos y se abre hacia la unión espiritual, en la cual la voz se disuelve en la
cadencia cromática, pero sólo después de haber dejado la impronta humana en el
crescendo orquestal, casi inhumano. Gun-Brit Barkmin sólo rozó la periferia de
este paisaje sonoro, y sus mejores intenciones se redujeron a un eco
irremisiblemente perdido en la marea sonora, para nada exagerada de
Karabtchevsky, quien siguió fiel a su canon de equilibrio, que además facilita
la excelente acústica del Municipal de Río.
Lo
demás sí pertenece más al terreno de lo inexplicable: luego del intermedio, la
Orquesta de Petrobras volvía con la antología sinfónica de las óperas del
compositor: Obertura de Rienzi, Preludio
del Acto III de Lohengrin, Preludio de Parsifal, la famosa “Cabalgata de
las Valquirias”, y la Obertura de
Tannhäuser. Difícil pensar en una oferta más atractiva y generosa para un
wagneriano. Pero Karabtchevsky escogió una sintaxis de discutible eficacia. Sus
tiempos fueron haciéndose cada vez más lentos, como presos de una irreprimible
cautela. Y ello no habría sido grave ni desatinado en sí mismo: Klemperer o
Konwitschnny no eran precisamente fanáticos de la velocidad, sin embargo sabían
cómo variar los pulsos e imprimir energía allí donde se requería inapelable y
dramáticamente. Karabtchevsky parecía ignorar a propósito las diferencias entre
andante y vivace. Así Rienzi perdió
la majestad de su tema heroico y se hizo banal (más cerca de un Von Suppe que
de Wagner) en sus allegros. La misma laxitud desatornilló el brioso preludio de
Lohengrin, que terminó en una
vulgaridad extrema al escoger la más ramplona de sus codas “de concierto” para
finalizarla. El preludio de Parsifal hubiese
estado más cerca de lo efectivo si no nos hubiese cansado el sopor ya
repetitivo desde las piezas anteriores, cuando aquí hubiese servido de vital
contraste a la agilidad esperada en los fragmentos precedentes. Y el fragmento
de Die Walküre, así como el de Tannhäuser, nos revelaron algo que no
era consecuencia sino causa de la timidez metronómica del director, y ello fue
la deficiencia ejecutoria de la orquesta misma: la discordia de pulsos entre
las secciones de instrumentos acercó al fragmento sobrenatural de las guerreras
aladas a una disonancia stravinskiana, con perdón del genio ruso. Como si las
hijas de Wotan llegaran borrachas y en lamentable desorden a su reunión en el
Valhalla, y lo que aconteció al final de la obertura Tannhäuser, cuando el coral de los metales con el tema de los
penitentes navega sobre la figuración de semicorcheas en ostinato, en materia de afinación y amalgama tímbrica, no fue digno
de una Sinfónica de 60 años, como lo es la de Petrobras.
Acaso
no era el trópico el lugar ideal para un bicentenario wagneriano.
Pero
el vestido verde de ma cherie servirá
para recordarme cuánto me quiere y cuánto espero yo corresponderle y no esta
pequeña decepción musical, perdida en unas deliciosas vacaciones en Río.
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