martes, 9 de septiembre de 2014

Luciano Pavarotti: Memorabilia IV

Einar Goyo Ponte

Vorágines cotidianas me alejaron del rito de la memoria sonora el año pasado con la voz del entrañable tenor Luciano Pavarotti. Ahora, en 2014, uno de sus colegas y modelos, coterráneo además, el gran Carlo Bergonzi, dejó a los 90 años su velo terrenal, para acompañar a Luciano, quien se le había adelantado en el empíreo lírico de los inolvidables. En compensación al desvío del 2013, hoy colgaremos cuatro souvenirs musicales pavarottianos, que abarcarán cuatro de los roles imponderables de su carrera.

Junto con los dos personajes que durante mucho tiempo fueron las afortunadas cartas de presentación en los teatros donde debutaba (Nemorino y Rodolfo), los primeros años de la carrera pavarottiana y unos cuantos más, pues en los 90 aún cantaba con frecuencia la parte, estuvieron signados por el mordaz, ambiguo, encantador y exigente rol del Duque de Mantua, seductor antihéroe (en una ópera donde no hay héroes) creado por Giuseppe Verdi para su obra maestra de 1851: Rigoletto.

Era otra partitura para la que su voz era ideal: forjada en los calores del mediterráneo Duque de Pippo Di Stefano, Pavarotti pulía su prestación con un legato, una elegancia de emisión y un dejo irónico, que faltaban en su predecesor. Además la plenitud del instrumento relumbraba por todas las esquinas del personaje, desde su salida en el "Questa o quella" insolente, y en el duettino ensoñador con la Condesa Ceprano hasta el libidinoso (y potente) cuarteto del Acto final, sin olvidar su irreprochable "La donna é mobile".

Sin embargo, la uva con la cual debe catarse la solvencia del Duque reside en su aria del Acto II: "Ella mi fu rapita...Parmi veder le lagrime" (Me ahorro la cabaletta, que nunca me ha convencido ni musical ni dramáticamente). La de Luciano fue siempre límpida, calurosa, plena. Ofrecemos aquí una de sus mejores versiones, la filmada por Jean Pierre Ponnelle en 1982, con la Filarmónica de Viena, bajo la batuta de Ricardo Chailly. Otro de sus personajes recurrentes de sus años de formación fue el Edgardo de la Lucia di Lammermoor, de Donizetti, que cantó por casi todo el planeta con Dame Joan Sutherland, y su esposo el director Richard Bonynge. Prefigurando lo que sería su etapa heroica, con Edgardo, Pavarotti comenzó a ascender de su cuerda plenamente lírica hacia roles más desafiantes, por color dramático y por el relieve que la voz requiere, incluso en su registro agudo. Edgardo es un papel que instituyó el tenor francés Gilbert Louis Duprez, una suerte de inventor del do de pecho, pues hasta entonces las notas agudas, más allá del sí natural se cantaban en falsete o falsettone (con voz de cabeza, pero basandolo un poco en el grosor tonal del pecho). Pues Duprez se atrevió a cantarlas a voz plena, lo cual causó sensación (aunque a Rossini nunca le gustó). Así nació el tenor heroico, que llevaría al verdiano, al Heldentenor wagneriano e cosi via.
Ese sentido heroico es el que intentó Pavarotti recrear en su interpretación, aunque en lo personal lo que más me atrae es la persistencia de un fraseo entre vehemente y melancólico, que es lo que resalta en la interpretación que les colgamos. No fue quizás el rol que dramáticamente más llegara a dominar, pero no se escucha muy a menudo este canto emocionante e inmediato en este repertorio. Hélo aquí en el recitativo y aria que abre el último acto de Lucia di Lammermoor, en una versión en vivo, dirigido por Giuseppe Patané, en 1969, tres años después de su debut en el papel.

  Así llegamos al fin a su rol insignia. El que encierra la quintaesencia de su arte y de su canto: el Rodolfo de La Bohéme, de Giácomo Puccini. Pavarotti simplemente nació para cantarlo. Todo en él le es natural: su romanticismo febril, su humor de juventud, la ensoñación del poeta, el ardor de su pasión, lo volátil de sus celos, lo patético de su sacrificio, la soledad y la tristeza en la ausencia y muerte de Mimí. Todo es sencillo y auténtico. Y su canto tiene una sinceridad, y sobre todo una espontaneidad, que no encontraremos, a despecho de su múltiple magisterio, en ningún otro de sus roles, ni siquiera en el Nemorino del Elisir.


Todo ello se demuestra en la historia de su interpretación del rol. Escasas veces lo cantaba en sus recitales. Lo llevó a todos los teatros del mundo. En Estados Unidos deliraban por vérselo, en Nueva York, en Chicago, en San Francisco. En La Scala se dieron el tupe de pitárselo, durante el período en el que pienso que llegaba al ápice de su voz, a comienzos de los 80. Y firmó varias veladas históricas con grandes Mimís: con su entrañable Mirella Freni en Módena, en Milán, en Parma, en Nueva York; con Cotrubas en la Scala, con Scotto en Nueva York y en San Francisco. Una de las pocas excepciones en las cuales cantó el "Che gelida manina" en concierto fue en el Lincoln Center, en una de sus mejores veladas, al lado de Sutherland y Horne en 1981. Allí da una de sus mejores versiones, pero con Herbert Von Karajan, en 1972 realiza su grabación más perfecta hasta entonces, y una de las mejores de toda la historia fonográfica: la versión de la ópera completa con Freni, Panerai, Ghiaurov, y un equipo de ingenieros que hacen que la partitura de Puccini suene de manera irrepetible.

Sin embargo, para corroborar que su Rodolfo era en él pura naturaleza, colgamos aquí la grabación de su debut, en Reggio Emilia, Módena, en 1961. Giuseppe Di Stefano cancela actuación y Luciano lo sustituye para asombro de sus vecinos, pero también del veterano Francesco Molinari Pradelli. Meses después comenzó su carrera estelar y el contagio del mismo asombro al resto del mundo. Si en sus primeros pininos, sin tutelas magistrales, sin experiencia, cantaba el rol de esta manera arrebatadora, insolente, sensible, era lógico y también natural que su carrera se convirtiera en la leyenda que fue.
Aquí está, en 1961, "Che gelida manina". Así comenzó todo:


Nuestra memorabilia termina, por ahora con un fragmento muy especial. I Puritani (Los puritanos), de Vincenzo Bellini es una ópera que Pavarotti cantó relativamente poco. Formaba parte del repertorio frecuente de Joan Sutherland, y ella y Bonynge encontraron en el Luciano que se llevaron a Australia a comienzos de los 60, la voz que habían estado buscando por años para que acompañara a la Stupenda en los grandes títulos del bel canto romántico italiano: Lucía, Sonnambula, las reinas del anillo Tudor, Norma e I puritani, obra que reeditara en el siglo XX, la gran María Callas, hacía poco más de diez años atrás. El matrimonio Bonynge se especializó en este estilo operístico investigando en fuentes históricas, en crónicas de la época para reinstaurar la forma de canto más fiel al género. En la cuerda sopranil la Sutherland era imbatible, pero en el tenoril, que era algo así como la mitad de la columna vertebral del estilo, no había sido fácil encontrar a quien reprodujera a Nourrit, Rubini o Duprez, los nombres que habían estrenado los héroes de Il Pirata, Lucia e I puritani. Durante breve tiempo, Pavarotti fue la esperanza del retorno de ese repertorio y de esa forma perdida de cantar. Hubiera podido ser la voz que se convirtiera en el equivalente de Sutherland en recrear a los partenaires míticos de la Malibrán, la Grisi o la Viardot. Pero los planes de Pavarotti iban más en la línea de sus propios ídolos: Caruso, Gigli, Di Stéfano. La tradición itálica del canto lírico: las canciones napolitanas, el Verdi más dramático y heroico, Puccini y el verismo. Ya llegaremos a esa historia y a esas inflexiones: mientras, aprecien porque a algunos de los operófilos nos viene una incurable melancolía cuando volvemos a imaginar el destino de una voz como la de Pavarotti en las alas de estos roles delicuescentes, oscuros y tristes,en los que el romanticismo más lunar, nocturno y desahuciado encontraba melódica realización en las líneas bellinianas o donizettianas.


Lo que colgamos aquí es virtualmente irrepetible: las dos voces que cantan ya no nos acompañan en este mundo, pero sus timbres y calidades tampoco han reaparecido en otras gargantas, tampoco el empeño de recrear un arte pasado, casi irremisiblemente perdido, y lograrlo en la perfección de la tecnología, pero más importante aún, en la de una primacía vocal inédita y excepcional. Otra razón es que se trata de un fragmento que no se cantaba casi desde el siglo XIX, y que no se ha vuelto a cantar demasiadas veces después de que ellos lo intentaran. Acaso no lo volvamos a escuchar nunca más, por eso, como joya de este homenaje sonoro a Luciano Pavarotti, he aquí el dúo "Nel mirarti un solo istante...Vieni fra queste braccia", del último acto de I Puritani, en la grabación de estudio de la ópera completa del año 1973. Por supuesto, dirige Richard Bonynge a Pavarotti y a Sutherland.

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