En la víspera del bicentenario de su
nacimiento, Giuseppe Verdi sigue siendo un compositor víctima del prejuicio que
divide la música en dos falsos bloques: el del hedonismo melódico y tonal, de
escasa profundidad, y del cual los compositores latinos (especialmente los
italianos con Rossini, Verdi y Puccini, a la cabeza) son los exponentes, frente
al de la hondura intelectual y conceptual, marcadora de vanguardias, representada
por los compositores germánicos (Beethoven, Wagner, Mahler). Así, a casi 200
años de su obra, seguir sorprendiéndose con los logros de un compositor como
Verdi, autor de 27 óperas, de compacta solidez, y en las cuales puede leerse
con insólita transparencia, la evolución de su genio y el cultivo de su
sensibilidad, es casi ofensivo. Verdi, siempre a la zaga de Wagner, Verdi
anti-vanguardista, Verdi casi incapaz de una obra maestra acabada, es lo que
parece leerse en cierta ala de la crítica y en cierto sector de los melómanos,
obnubilados por los esquemáticos prejuicios de marras.
Una de las obras que más acusa las
secuelas de esa apreciación es, sin duda, la Messa di Requiem, que mortifica a los críticos por no saber
clasificarla: que si ópera sacra, que si música litúrgica demasiado dramática,
que si música religiosa desvirtuada, que si drama litúrgico. En ese mareo
bizantino han terminado por perderse y perder a buena parte de la audiencia,
para volver a negarle a Verdi el mérito de haber compuesto no sólo uno de los
Requiem más intensos y personales de la historia de la música occidental, sino
de haber compuesto, en contra de la comodidad que le daba su magisterio en el
género lírico, una obra en la que buscó y logró, sin duda, superarse a sí
mismo.
Hacer que el definido perfil psicológico
de sus voces humanamente teatrales encarnara el drama esencial del hombre, el
de la batalla con la muerte, mientras lograba una recreación musical, casi
física del texto litúrgico, es de una potencia excepcional. Pero si a ello
sumamos, la tradición miguelangelesca de su imaginación del Juicio Final,
acorde con ese sentido tan bien llamado de la “terribilitá” del artista
plástico, que Verdi reprodujo en sus obras; la escritura vocal, a un tiempo tan
familiar y tan distinta de la que desplegaban los héroes y patrióticos coros de
sus óperas; la potencia y la transparencia inefables de su orquestación, y la
majestad del sentido narrativo, encontraremos una audacia y una convicción de
la posesión de su oficio de este Verdi de sesenta años.
Por ello fue decepcionante atestiguar
que nuestro director de orquesta más renombrado de la actualidad escogiera,
para su lectura caraqueña del Requiem verdiano,
la vena más superficial e inmediata de interpretación de la misma: la
tremendista, bombástica y acústicamente efectista, que pareciera refrendar el
ala “perdonavidas” de la recepción verdiana, mientras delata su negligencia
para percibir las enormes significaciones musicales y conceptuales que la obra
encierra. En ello podría resumirse la impresión que la dirección de Gustavo
Dudamel, al frente de la Sinfónica Simón Bolívar y el Coro Sinfónico Juvenil
del mismo nombre, diera este fin de semana en el Teatro Teresa Carreño.
Alrededor de 200 ejecutantes fue la
mayor cantidad que alcanzó nunca en vida de Verdi y bajo su propia dirección,
la interpretación de esta obra, con la cual se dio el gusto de recorrer Europa
y cruzar el Canal de la Mancha. Esta vez teníamos aproximadamente el doble de
esa cantidad solamente en el coro. El resultado: una limitación casi ad mínimum
de los matices dinámicos, y una inevitable estridencia en los tutti y forti de coro y orquesta, en los cuales borró a los solistas, con
especial indolencia hacia la soprano Betzabeth Talavera, desaparecida en acción
en su número cumbre, el Libera me final.
El equilibrio entre potencia y transparencia que señalamos antes desaparecía en
estos números brillantes pero llenos de efectos como en una partitura
mahleriana o straussiana. Escúchese a Toscanini, Karajan o Muti, para comprobarlo.
En su descargo, mantuvo con fidelidad, aunque a veces con pulso pesante, el
lirismo lacerante de los fragmentos solistas y la concertación del cuarteto
vocal, logrando momentos excelentes en el Quid
sum miser, Lacrimosa, Offertorio, Agnus Dei y Lux Aeterna.
Por fortuna, el plantel vocal dispuesto
para esta interpretación mantuvo la suficiente autonomía y solidez vocal para
liberarse de la visión superficialista dudameliana, y destacar ampliamente por
sobre batuta y excesos decibélicos.
Aunque el cuarteto de solistas tuvo sus puntos débiles en sus voces
extremas (la soprano Betzabeth Talavera, y el barítono Gaspar Colón Moleiro),
imperó una elegancia de emisión, y la preferencia por una paleta de colores muy
amplia, al lado de una delicada e involucrada expresividad.
Escrito para una soprano de gama y
registros amplísimos, la vocalidad verdiana del Requiem es casi la misma de la
Elisabetta, de Don Carlos, Leonora,
de La forza del destino, y Aida, roles, que al menos en este
momento están lejanos del instrumento más sereno de la Talavera, por ello faltó
intensidad en sus participaciones en el Lacrimosa
y en el Offertorio, pero sobre todo
en los despiadados graves y fraseos dramáticos de su momento estelar, el Libera me, donde debe enfrentarse al
coro y a la orquesta en plenitud. Mucho mejor se le dio el canto lírico y la
emisión punteada de filature (a
ratos abusivas y no siempre favorecedoras de la entonación), con las cuales
logró momentos de verdadero lujo en la amalgama con la mezzosoprano, en los etereos
dúos, especialmente en el Agnus Dei,
y en una nota sublime que suspendió al final del Offertorio.
Algo similar acaeció con Colón Moleiro.
Su parte está escrita para esa voz tan particular como es el bajo verdiano:
profunda, mórbida, de intensas sonoridades graves y expresión autoritaria. En
Verdi, quizás más que en otro compositor, es un problema más de color que de
registro, y la voz de Colón, que ya en Rigoletto
había mostrado sus costuras, carece de esa rotundidad y profundidad que este
carácter vocal verdiano exige. Así faltó conmoción y presencia en momentos
cruciales como en el Mors stupebit, inmediatamente
posterior al terrible Dies Irae, y
el dolor profundo del Confutatis
maledictis. Tuvo, sin embargo, oportunidad de reivindicarse en la concertación
refinada de la que fue cómplice en los números de conjunto.
Los puntos más altos de la vocalidad
fueron de la mezzosoprano Justina Gringyte, con el color emblemático de sus
latitudes eslavas, y su vibrato sensible e incisivo que cavaba más que expresaba
en sus líneas melódicas profundas. Ya hemos destacado el lujo de su amalgama
con la Talavera, ahora hay que subrayar el ataque certerísimo del Lacrimosa, y los arcos sinuosos de su Lux Aeterna, donde, junto con el Offertorio y el Quid sum miser, conjugó al lado de nuestro tenor Aquiles Machado,
el arte del canto sensible, de finos y hasta audaces matices, quien se destacó
también en su levitante Hostias, en
legatos preciosos del Lacrimosa, y,
por supuesto, en su viril y vulnerable, a la vez, Ingemisco, su aria estelar.
Y es que quizás lo único que requiere
Verdi para su cabal interpretación no es, sin duda, la grandilocuencia, sino la
honestidad, principalmente la musical.