viernes, 10 de febrero de 2012

EL IMPERSONAL MAHLER DE GUSTAVO DUDAMEL

Einar Goyo Ponte

Cuando Mahler mismo declaraba que el tiempo de su música no había llegado, refiriéndose a la época en la que él estrenaba sus obras y estas eran incomprendidas o sometidas al escarnio hasta por caricaturistas, cifraba su esperanza en que la sensibilidad y mente de su entorno se transformaran de tal modo que entendieran el trasfondo filosófico, religioso y psíquico de sus sinfonías. Quizás podría presentir, como buen director de orquesta que era, que estas agrupaciones perfeccionarían la técnica necesaria para tocar no sólo la abigarrada arquitectura y la demoledora sonoridad de sus partituras sino las de sus colegas y contemporáneos Bruckner y Strauss.



Hoy su profecía se ha cumplido parcialmente: es difícil pensar en una orquesta medianamente eficiente hoy en día en el planeta que no pueda afrontar siquiera una de las sinfonías mahlerianas. El nivel de sus músicos y las técnicas de dirección han deshecho esa utopía. La segunda parte de su premonición es, sin embargo, más problemática. Aunque Leonard Bernstein –para mí su intérprete definitivo- haya declarado hermosamente que el tiempo de Mahler, tras guerras mundiales, campos de concentración, sida y peligros de extinción, por fin ha llegado, no comparto el optimismo con respecto a que los cambios de espíritu del hombre hayan alcanzado tales cotas de transformación. Las resistencias que encuentran desde disímiles e incoherentes atalayas movimientos como los indignados europeos y las “primaveras” islámicas son una palmaria muestra de que las lecciones de la historia no han sido aprovechadas, y las desorientaciones ideológicas son de fácil abono. Creo, por ende, que Mahler “suena” y se escucha francamente familiar, pero su comprensión aún nos es esquiva.


Hay cosas que, en esta vida, reclaman experiencia, y ejecutar -concretamente, dirigir- la música de Mahler es una de ellas. La conexión entre su música y el arte direccional de Bernstein no radicaba en su maestría técnica, ni en su memoria, ni siquiera en sus extraordinarias dotes como músico. Bernstein teorizaba, pensaba, disertaba, estudiaba la música de Mahler como lo hacía con el Talmud o con la literatura de Voltaire y Shakespeare o con la filosofía griega o con Beethoven. Por eso se distinguen sus ejecuciones de las de otros grandes directores: eran tratados musicales sobre las ideas vivientes en las partituras.


Hoy estamos asistiendo al ambicioso proyecto de Gustavo Dudamel con las Orquestas Simón Bolívar de Venezuela y Filarmónica de Los Ángeles, en dos países, de hacer por primera vez en nuestras plazas, al menos, el ciclo completo de las 10 sinfonías mahlerianas, a través de una sola batuta, en una extenuante jornada de nueve días en dos semanas, con el título “Con Dudamel por la paz”, el cual encierra contenidos, por lo menos, discutibles, que explicaremos en su momento.


Dudamel ha demostrado en su corta, meteórica y excepcional carrera poseer la audacia, la técnica y hasta el genio musical necesarios para afrontar tal empresa. De hecho, mientras lo escuchamos en Caracas, ya la ha completado en Los Ángeles. Lo que aquí nos preocupa, al momento de escribir esto, ejecutadas tres de las diez sinfonías, es si tiene la experiencia, la capacidad para desentrañar, enfrentarse y resolver musicalmente los formidables retos ideológicos, psíquicos, conceptuales y espirituales que Mahler nos plantea en sus sinfonías.


Hablemos de las tres hasta ahora escuchadas: la Segunda “Resurrección”; la Tercera y la Quinta.


En la primera de ellas el tema es, nada menos que uno de los problemas más acuciantes que inquietaron a Mahler durante toda su no muy larga vida: la condición mortal y perecedera del hombre y la desesperada búsqueda de trascendencia en la misma o fuera de ella.


En la segunda insiste en ello pero complicándolo con una meditación sobre los instintos naturales, la naturaleza misma, la preservación y armonía con flora, fauna y medio ambiente (en un claro mensaje ecologista de vanguardia) y el papel de la religión.


Y la tercera, bajo la apariencia de música objetiva, abstracta, sin programa, como las dos anteriores, alberga sin embargo, una vuelta a reflexionar sobre la muerte y las inquietudes humanas, específicamente las del creador para insertar nada menos que el elemento del amor carnal, la figura y la influencia femeninas en conflictivo amor y convivencia con el impulso y la potencia masculinas.

Mientras escuchamos en las impecables lecturas orquestales, con superlativas soluciones musicales de estas tres inmensas sinfonías, que Dudamel se esfuerza en hallar y corona con indiscutible éxito, sentimos que el nervio cohesionador de tamañas arquitecturas sonoras (la más breve de las tres dura largamente más de una hora), la potencia y el brillo necesarios para una ejecución con suficiencia de las partituras, que el celo por los efectos acústicos en los que Mahler se adelantó a tanta música moderna (académica y no), que la contundencia de las resoluciones están conseguidas con una cabalidad a ratos impresionante y casi siempre virtuosística, pero nos desesperamos buscando la lectura personal dudameliana del planteamiento mahleriano de morir para poder resucitar, de la Segunda Sinfonía. A mí, por ejemplo, me parece que Mahler construye con esta sinfonía una lectura muy suya de la Comedia de Dante por el tránsito del alma por el Infierno de la culpa, el Purgatorio de la contrición y el Paraíso de la salvación. ¿Cómo concibe esta trascendencia humana Dudamel?


No lo sabemos. Y no se trata de que tenga que discursearlo en palabras antes o después. Pues por ejemplo, si uno compara la lectura de Abbado (para no meternos en las honduras que nos abre Bernstein) con la de Dudamel encontrará si no una refrendación de lo descrito por mí líneas arriba (y mutatis mutandi por José Luis Pérez de Arteaga, primer especialista en lengua castellana en Mahler) sí una lectura involucrada en matices, fraseos, atmósferas, gradaciones, que dan al final una apabullante sensación de verticalidad ascendente, con coros, solistas y orquestas en trashumana apoteosis, en la primera, frente a la mera sonoridad triunfal del segundo.


Similar sensación recabamos en la Tercera sinfonía, por el vacilante y ultrafragmentario movimiento inicial, la impersonalidad de la dirección en los pasajes cantados (aunque Anna Larsson solista aquí y en la “Resurrección” -junto a la menos feliz Klara Ek, tan indecisa como el director-, destacó por entonación y escansión del fraseo), y el viraje a último momento del pulso intenso con el que extendió el lacerante final, que colaboran poco con el viaje nietzscheano que la larga sinfonía nos propone en el mismo sentido, arduo y polémico, de su Así hablaba Zarathustra, germen y texto de la obra.


No hay mucha variación entre su lectura grabada en Deutsche Grammophon en 2007 y esta de febrero 2012 de la Quinta Sinfonía: poderosa pero superficial, indulgente a veces, como en el Adagietto, más hedonista que profundo. Pues en él y el final yace el conflicto base de la obra: el tema femenino de Alma en el primero y el del lied de Das Knaben Wunderhorn que narra la competencia entre el ruiseñor y el cuco ganada por el último gracias al “sabio entendimiento” del burro y sus orejas largas, lo cual propone varias y hasta polémicas lecturas que van desde la ironía hasta el sexismo, pues es notoria la prohibición que hiciera Mahler a su esposa de que compusiera para que se dedicara exclusivamente a la suya. ¿Siente usted un atisbo de esta polisemia en la ejecución de Dudamel?


Loas al Coro Sinfónico Juvenil Simón Bolívar de Venezuela, no sólo por su notable prestación sino por su resistencia en la ordalía de permanecer de pie más de una hora a la espera de su intervención de un poco más de 10 minutos en la Resurrección, y su candorosa prestación junto a los Niños Cantores de Venezuela en la 3ª. bajo la dirección de Lourdes Sánchez.


Pero el ciclo continúa.